—¡Basta, basta! —dijo aquí el señor Midas, riendo por vez primera.
Y Schultze contaba luego que sólo a partir de aquel punto el hombre coronado había depuesto su tiesura de examinador. Pero volvió a decir:
—Me parece difícil que Vaisya, el burgués, haya impuesto su mística sólo con deificar su oro, levantarle un templo y dotarlo de una liturgia.
—No se olvide —repuso Schultze— que Vaisya es el productor nato de la riqueza material, y que desde su ascenso al poder es dueño absoluto de hacerla refluir a su antojo. Los cortesanos y aduladores no tardan en multiplicarse a su alrededor; y Vaisya, que ha frenado su lengua durante siglos, la suelta para decirles: «Señores, por mi parte, confieso que nunca digerí la charla metafísica del Bracmán: nos ha venido asustando con ese cuco de su Dios, pero ya somos hombrecitos, y basta de humo. En cuanto al alma inmortal, el facultativo que me cura el estómago dice que la buscó inútilmente, bisturí en mano. ¿Qué nos queda entonces? Nos queda un solo mundo, una sola existencia y un solo cuerpo que usufructuar. Sentémonos, pues, al banquete de la vida; pero recordad que sólo mi dios paga los cubiertos, y que yo soy el Sumo Pontífice de un dios tan amable. Y en cuanto al Chatriya, no le creáis una palabra: su mística del vivir peligroso es insalubre y va contra los principios que acaba de dictarnos la diosa Razón. Pero, si el militarote se obstina, dejémoslo: puede sernos útil el día en que nuestros competidores nos disputen algún mercado.» Así dice Vaisya, el burgués.
—¡Y me parece oírlo! —exclamó el hombre de la corona.
—Después —concluyó tristemente Schultze— vendrán los filósofos, los políticos y los economistas que darán a las ideas de Vaisya un estilo literario. Y así vendrán los realismos ingenuos, los materialismos históricos, los hedonismos a granel, etc., etc.
—¿Y cuál será el fin de Vaisya? —preguntó aún el examinador.
—No soy poeta —le respondió el astrólogo—. Pero tiene dos finales posibles. Recuerde que Vaisya, cuando necesitó al Sudra, le prometió el oro y el moro, ahora bien, lejos de cumplir sus promesas, lo ha sometido a un régimen de servidumbre que Sudra no conoció jamás; y no sería raro que Sudra, levantándose contra Vaisya, le tendiese a su vez la famosa cama. También es posible que Chatriya, regenerado en la penitencia, recuerde su vocación y reconstruya el orden primero. Sea lo que fuere, lo decide y esta bien.
Con esta reflexión el astrólogo Schultze dio fin a su examen; y según refiere aún a todo el que desea escucharlo, el señor Midas lo felicitó calurosamente. Luego, con gran calor, el hombre de la corona ordeno a los dos energúmenos que facilitaran al señor despierto (Schultze) y al ente dormido (yo) una salida honrosa de aquel circulo infernal, orden que los dos energúmenos cumplieron no menos calurosamente.
Y si he añadido este largo examen a mi narración, es porque Schultze, en su infinita modestia, me ha garantizado que se cifra en él lo más grande que se haya ducho en filosofía de la historia.
Lector amigo, si yo necesitara justificar la sueñera que se apoderó de mi en el cuarto infierno de Schultze, te recordaría cien ilustres antecedentes registrados en otras tantas excursiones infernales. Alighieri, con ser quien era, durmió no poco en la suya; y si el carácter metafísico de su viaje nos permite asignar un valor simbólico a las siestas de aquel bardo, podemos decir que Alighieri durmió en el lugar y hora debidos. Menos afortunado, realicé yo un descenso infernal sin proyecciones teológicas; y no dormí cuando hacerlo debía, sino cuando humanamente pude. ¡Bien dichoso eres tú, lector, que, sin obligaciones metafísicas ni otro cuidado alguno, puedes hacer tu siesta en cualquier página de mi verídica historia!
Cuando a los sacudones que me daba el astrólogo desperté al fin, y cuando hube cumplido el ritual de bostezos con que anunciamos nuestra resurrección a este mundo de tres dimensiones, me vi en lo que debía de ser el umbral o antesala del quinto infierno. Entonces recordé la empresa en que Schultze me había metido, y no logré ocultar mi desilusión:
—¡Lástima! —dije, volviéndome al astrólogo—. Soñaba que nos encontrábamos Franky Amundsen y yo en el sótano del «Royal Keller», ante grandes copas de vino Mosela. Tan vivo era mi sueño, que dudo ahora sobre qué tiene más realidad, si este disparatado Helicoide o aquella copa de vino que yo saboreaba en el sótano.
—Son dos planos distintos de una misma realidad —me contestó Schultze—. Y usted, con una de las tantas maneras de manifestarse que tiene su ser, ha tomado realmente una copa en el sótano
.
Déla por tomada,
y
veamos qué hacemos ahora con ese miércoles de dragón.
Atento a sus palabras finales, me callé la objeción que ya tenía en la punta de una lengua cuya sequedad era el mejor argumento contra la teoría del astrólogo. Y como el sueño que yo acababa de abandonar había restaurado mi fuerza corporal y la frescura de mis sentidos, eché una mirada en torno, resuelto a explorar lo que aún quedaba del Helicoide schultziano hasta en sus menores recovecos. Nos hallábamos frente a una pared grisácea, de altura indefinida, y bajo cierta luz acuosa de gruta o bosque: lo primero que atrajo mi atención fue una puerta giratoria de tres batientes, igual a la que usan en invierno las grandes casas de negocio, la cual, metida en un hueco de la pared, comunicaba, sin duda, el
hallen
que nos encontrábamos con el quinto círculo infernal. Confieso que semejante puerta, ubicada en tan extraordinario sitio, me pareció entonces fuera de lugar y hasta ridícula. Pero no tuve tiempo de manifestar esa observación, porque me sobresalté de pronto al descubrir el inusitado animal que junto a la puerta nos vigilaba estrechamente. Diré que tenía forma de dragón, pero, si lo era, resultaba un dragón enano, agradable a la vista y sin la maquinaria de terror que solemos atribuir a ese linaje de bestias: fríos y lustrosos colores de mayólica brillaban en su cuerpo, el cual, limpio de viscosidades y hedores legendarios, aparecía cubierto de ojos hasta la punta de la cola, y no en trance de parodiar un Argos cualquiera, sino más bien como expresión de cierto afán decorativo. Sin embargo, lo más notable del monstruo era su jeta ilustrada por dos ojitos exentos de toda crueldad, bien que chisporroteantes de malicia, y por una boca enorme que, sin diente ni colmillo alguno, sonreía de oreja a oreja; todo lo cual, a mi juicio, lo declaraba dragón alegre y buena persona. El animal nos vigilaba, pues, y nos sonreía; y, al hacerlo, agitaba suavemente la cola, no sin remover ciertas bolitas fecales de un color verde aceituna que, al entrechocarse, dejaban oír un tintineo cristalino. Ahora bien, yo sabía, por una parte, que todo buen dragón está destinado a la custodia de algún acceso prohibido; y no ignoraba, por la otra, que aquel dragón era el animal totémico de Schultze. Bastante indeciso, me dirigí entonces al astrólogo y le pregunté:
—¿Qué debemos hacer con el bicho éste?
—Si no hubiera descuidado sus lecturas clásicas —me respondió—, sabría que a un dragón, en este caso, hay que adormecerlo profundamente.
Miró en torno suyo con repentina inquietud:
—¡Gran puta! —rezongó—. ¿Dónde habré guardado mi arsenal de hipnóticos?
Se dirigió rápidamente hacia un ángulo del vestíbulo, y no tardó en regresar con una brazada de librotes, folletos y diarios que depositó en tierra. Eligió allí el material que le pareció más adecuado; y, plantándose luego frente al dragón, se puso a leerle algunos fragmentos de lo que identifiqué al punto como literatura nacional. Pero la bestia (justo es reconocerlo) dio señales de soportar muy bien el castigo, ya que no abatió ni una sola de sus pestañas. Observando lo cual el astrólogo me dijo:
—Es un bicharraco de aguante. Ahora recítele usted alguno de sus poemas.
Obedecí, haciendo llover sobre el dragón un pavoroso diluvio de metáforas; y tuve la suerte de observar que los párpados del monstruo se abatían un instante como vencidos de un sopor irresistible. Desgraciadamente, la bestia no tardó en recobrarse: me sonrió con extremada ternura y movió la cola en señal de regocijo. Entonces Schultze, que ya se impacientaba, decidió acudir a los recursos extremos, y encarándose con el dragón sonriente le leyó noventa páginas del Código de Minas, toda la serie de los Fernández incluidos en la Guía Telefónica, un Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, tres editoriales de
La Prensa,
el Digesto de Instrucción Pública, una Memoria de la Junta de Historia y Numismática y el Balance de los Ferrocarriles del Estado. ¡Gran Dios, el efecto de aquellas lecturas pronto se hizo visible! Cariacontecido, rompiéndose a bostezos, claudicante de ojos y laxo de músculos, el dragón sonriente dejó de serlo para entrar en el más hondo letargo. Schultze le dio entonces algunas patadas; y como advirtiera su absoluta inmovilidad:
—¡A la puerta! —me gritó con innecesario apremio—. ¡A la puerta!
Salté por encima del animal dormido; y arrojándome contra los batientes de la puerta les comuniqué un raudo movimiento giratorio que me arrastró con él hasta lanzarme dentro de la nueva espira. Y aún no había logrado estabilizar en ella mis talones, cuando una racha brutal, golpeándome de frente, me arrojó contra la pared, se llevó mi chambergo aludo (¡ay, para siempre!) y me alborotó la melena sobre los ojos. Enceguecido y tambaleante, oí, empero, la voz de Schultze que me aconsejaba:
—¡Agárrese de la soga!
La busqué a tientas, pero no la habría encontrado sin el auxilio del astrólogo que, siguiéndome de cerca, no descuidaba ni un solo instante sus deberes de introductor y guía. Sólo entonces, aferrado a la soga y sacudido por incesantes ráfagas, pude vislumbrar algo del quinto infierno: era una llanura sin verdor que parecía extenderse hasta el horizonte, y en cuyo aire, atmósfera o cielo planeaban, ascendían o bajaban seres humanos en forma de globos, plumas, barriletes y otros objetos volátiles por el estilo, todos los cuales, en alas de vientos encontrados, parecían sufrir continuas agitaciones y desplazamientos.
—¡No está mal instalada la Pereza! —me dijo el astrólogo—. Los cuatro vientos cardinales soplan día y noche sobre la llanura: cada uno de los vientos cumple la obligación de recorrer hacia su derecha un arco de noventa grados, más o menos, de modo tal que los haraganotes aquí presentes no conozcan un solo instante de reposo.
Calió de súbito, y pareció escuchar algo en la lejanía. Luego me tiró violentamente contra la pared, y él mismo se adhirió a ella como una ostra.
—¡Cuidado! —me gritó—. ¡Ahí llega el Viento Sur que se las pela!
El astrólogo no había dado fin a su grito de alarma, cuando vi al Pampero que se nos aproximaba a toda carrera, desnudo el cuerpo de bronce, colgantes y zarandeados los órganos viriles, estremecido el tórax, revuelta la barba
y
tumultuosos los cabellos, entre los cuales ardían flores de cardo azul y ondulaban plumas de flamenco rosado: el gigante, al soplar, hinchaba sus mofletes y desorbitaba sus ojos; y tan bella me pareció la imagen de aquel viento de la patria, que a punto estuve de gritarle, como el poeta:
¡Hijo audaz de la llanura
y guardián de nuestro suelo!...
Pasó junto a nosotros, haciendo temblar la tierra bajo sus talones; y apenas lo vio alejarse, Schultze me hizo cruzar la estrecha pista del Viento. Sin abandonar la soga de marras (que sin duda circunscribía todo el ambiente infernal y se ramificaba en su interior para uso de los viajeros), nos internamos en una zona que el astrólogo, con la mayor sangre fría, me declaró ser la de los
Homobarriktes
: en aquel pedazo de atmósfera, sujetos a la tierra por fuertes hilos, innumerables esquemas humanos que asumían las diversas formas del barrilete infantil cabeceaban en el aire violento, subían al cénit o bajaban de pronto, con un alegre restallar de flecos multicolores y un vivo meneo de colas de trapo. Seguía yo sus caprichosas evoluciones, cuando vi que dos de aquellos barriletes humanos, como si se hubieran enredado entre sí, describían una vertiginosa curva descendente hasta clavarse a nuestros pies. Se incorporaron al punto, riendo como locos, abrazándose y entrelazando sus flecos: eran un flaquísimo «papagayo» y una «bomba» octogonal muy rozagante: el «papagayo» reía con grave tono de trombón, la «bomba» reía con agudo timbre de clarinete. No bien disminuyeron los transportes de aquella hilaridad, «papagayo» y «bomba» echaron una mirada en torno; y, al vernos, estallaron en nuevas carcajadas.
—Pero, ¡si es él! —dijo el de la risa-clarinete, con voz de clarinete.
—¡El brujo de Saavedra! —exclamó el de la risa-trombón, con acento de trombón.
No dudé que los
homobarriletes
se referían al astrólogo:
—¿Quiénes son esas dos alegres caricaturas? —le pregunté.
—El dúo Barroso y Calandria —me respondió Schultze—. Dos presupuestívoros de Obras Públicas. Ciento noventa pesos nominales que...
—Che, brujo —le interrumpió Barroso, el «papagayo», sin dejar de reír—. ¡Dame una fija para las carreras del domingo!
El astrólogo miró a uno y otro con dolorida severidad:
—¡Eso sí —les dijo—, carreristas y milongueros! Y debiéndole a cada santo una vela.
—Pero, ñato —arguyo Calandria en tono lastimero—, la vida es corta, y hay que gozarla.
—¡Sin dejarse ver por la oficina! —continuaba gruñendo Schultze—. Metidos tarde y noche en el café «Ramírez» de Saavedra, cuerpeándole al sastre, y engominados hasta el delirio. Agarrándose a trompadas en los partidos de fútbol, o colándose sin pagar en los bailes de la «Unione e Benevolenza».
—¡A veces
formábamos
! —protestó Calandria.
—Sí —admitió Schultze—. Pero antes de hacerlo se plantificaban una hora en el vestíbulo del salón, para estudiar el elemento femenino que iba entrando y resolver si valía la pena de sacar la entrada.
Barroso, el «papagayo», lo interrumpió aquí con un gesto de su cara verde y aguda:
—Nato —le dijo, clavándole dos ojos tristes que mendigaban comprensión—, ¿qué harías vos con ciento noventa pesos mensuales?
—Nuestro envidiado país —le contestó Schultze— está esperando las energías nuevas, los ánimos varoniles, los músculos vigorosos de su juventud, para entregarles el oro mineral de sus cordilleras, el oro vegetal de sus trigales, el oro animal de sus rebaños, el oro...
—¡No te mandes la parte, ñato! —le advirtió Calandria.
—Ñato —le dijo Barroso—, permitíme una sonrisa. Desde pibes en el colegio, nos enseñaron que tener las uñas limpias, los botines lustrados, la cabeza reluciente y el guardapolvo sin manchas era el ideal de todo buen argentino; y que si nos presentábamos de otra manera, se enojaría el retrato de Sarmiento que estaba en la dirección. ¿Te das cuenta? Después nos llenaron el mate de geografía, historia, ciencias naturales, matemáticas, instrucción cívica, gramática, y qué sé yo. Claro está que todo eso nos entraba por un oído y nos salía por el otro. Pero algo quedaba, y nos creímos intelectuales. Ahora, ¡decíle a un intelectual de uñas limpias que se dedique a un oficio cualquiera! No, ñato, no. Cuando salimos de la escuela nos miramos al espejo: guardapolvo intachable, manos cuidadas, caligrafía y unas cuantas virutas de ciencia. ¡Éramos ya el tipo inconfundible del Empleado Nacional!