—Dígame, ¿a qué pobres diablos se refería ese leguleyo?
—Se ha referido —me respondió él— a los que afilaron sus uñas en la piedra mordiente de la avaricia.
—¿Y qué sentido hay en el salpicón de fabulitas que usted acaba de hacerme ingerir?
—Los investigadores de mañana —sentenció el astrólogo con modestia— se pelarán el culo por desentrañar el sentido admirable que se oculta en esas fabulitas.
Nada le contesté, porque nuestro guía nos indicaba ya un escotillón abierto junto a la cara posterior del estrado. Nos metimos en él, Schultze a la vanguardia, yo detrás: bajamos algunos escalones rechinantes, la trampa cayó sobre nuestras cabezas y de pronto una gritería ensordecedora me hirió los tímpanos, mientras acomodaba mis ojos a cierta luz amarilla, glacial y densa que parecía llenar todo el ámbito hasta el horizonte.
—El
Plutobarrio
—me gritó Schultze casi al oído.
Apenas entendí lo que me decía, pues el clamoreo estallaba con mayor violencia, en un acorde raro de gritos triunfales y sollozos, blasfemias y risas idiotas, maldiciones y cantos de júbilo que hacían retemblar la estructura de aquel Infierno hasta el menor de sus tornillos. Pero, en cambio, distinguía ya la multitud gritona que, debatiéndose y encrespándose frente a nosotros, ocupaba el centro del área infernal, una especie de arena o campo de Marte vastísimo, encerrado en un cinturón de fabricas en ruina, chimeneas rotas, rascacielos truncos y palacetes desmoronados. Y todo lo que mis ojos abarcaban,
plafond y
suelo, ciudad y hombres, caras y vestidos, se teñían del mismo color amarillento, hipócrita, mierdoso a que ya me referí antes; era un color que no lograba encubrir su falsedad, un color de baratija o de latón dorado; y sólo más tarde supe que Schultze, al introducirlo en su
Plutobarrio,
intentaba sugerir la noción del oro corrupto, del oro infiel a su destino, del oro en pecado mortal. Sin embargo, no alcanzaba yo a distinguir todavía la clase de actividad a que se dedicaban los plutobarrienses en aquel circo, porque sus movimientos aparecían confusos en la polvareda igualmente amarilla que levantaban al agitarse y que también sugería la presencia del metal innoble, pero en estado sutil de limadura.
—¿Qué hacen allá esas gentes? —le pregunté a Schultze—. Desde aquí parece un rodeo de novillos chucaros, o una batalla de perros cimarrones, o qué sé yo.
El astrólogo me tomó de un brazo y, sin decir palabra, me condujo hasta el borde mismo del redondel. Entonces, y a través de la polvareda que ya sentíamos en las narices, vi un entrevero de hombres en lucha tan encarnizada y brutal, que al instante recordé la que sostuvimos contra los hinchas de San Lorenzo, en la cancha de Racing, el día en que cierto réferi atravesado intentó anular un gol de nuestra victoriosa camiseta.
La muchedumbre que teníamos a la vista era una mezcla de hombres de negocio (perramus abundantes y cigarros de lujo), héroes de la Bolsa (trajes deportivos y rostros congestionados), comerciantes de rígidos
smoking o
de impecable guardapolvo, directores de empresas, alquimistas de la especulación. Y ahora vi claramente que todos ellos corrían, chocaban entre sí, caían en el polvo amarillento, se incorporaban
como
autómatas y volvían a debatirse, tras un torbellino de cédulas, billetes de banco, títulos y acciones que un ventarrón inconstante hacía rodar por el suelo y arremolinaba sin otra ley que la de su capricho. Unos los cazaban en el aire, otros los recogían del suelo, se los disputaban a manotones, reñían a gritos y puñetazos, llenaban sus carteras, bolsillos y sombreros con el papel roñoso que afluían de los cuatro puntos cardinales. Observé de pronto que los más frenéticos devoraban allí mismo sus cosechas de papel, y que al llegar al atoramiento se oprimían algún resorte oculto en la región abdominal: entonces dejaban oír un sonido metálico de caja registradora, y en sus frentes aparecía un indicador luminoso con el total de la cifra devorada. Los otros, menos ávidos, acarreaban su botín y lo defendían con uñas y dientes hasta llegar al centro del circo: allá, zumbando entre bancarias rejas, demonios cagatintas en figura de cajeros les admitían los depósitos, contaban papeles y extendían recibos con dedos ágiles y expresión helada. Recibo en mano, los depositantes consultaban el total, y caían después en un hondo arrobamiento, del cual no tardaban en recobrarse para exclamar, volviendo a la refriega: «¡Seis cifras!, ¡siete cifras!, ¡ocho cifras!»
Mientras consideraba el juego matemático de aquellos infelices, trataba yo de reconocer algún rostro familiar. Pero todas las fisonomías eran allí asombrosamente iguales, identificadas en el mismo rictus y en idéntica locura. Y si entre los cosechadores distinguí a Polifemo, el astuto mendigo de San Bernardo, fue sólo por la guitarra sin cuerdas que no había desamparado él ni en su descenso a las espiras infernales: lo vi andar a ciegas entre la multitud que lo chocaba y hacía girar como un trompo; y en medio del baladro hasta creí reconocer las bendiciones que profería, como de costumbre, mientras atiborraba de papeles la caja insondable de su vihuela.
—¡Es curioso! —le dije a Schultze, mostrándole la zarandeada figura de Polifemo—. Ese mendigo entre ricachones...
El astrólogo no me contestó, solicitado en aquel instante por una voz declamatoria que nos llamaba desde cerca:
—¡Ciudadanos! ¡Eh, ciudadanos!
Me volví hacia el rumbo que traía la voz, y sólo entonces vi a nuestro lado, semioculta entre la polvareda, una silla muy alta, semejante a la que ocupa el juez en los torneos de tenis. Un personaje hinchado de solemnidad se arrellanaba en aquel asiento; y al mirarle la cara reconocí al cobrador Zanetti, pero en su traje de domingo, con su corbata roja y su chambergo a lo Palacios: tenía en la diestra unos gemelos de teatro con los cuales enfocaba insistentemente a los plutócratas del circo; en su otra mano esgrimía un ejemplar de
La Brecha,
muy bien doblado y rojo de tinta libertaria; con los pantalones recogidos hasta las rodillas, el cobrador Zanetti remojaba sus pies mártires en cierta palangana de loza, operación vulgar que no disminuía, sin embargo, la solemne altivez de su gesto.
—Conozco al hombre —le dije a Schultze—. Y, si no me equivoco, vamos a oír un buen pedazo de literatura.
En su elevado sitial, el cobrador Zanetti ya se impacientaba:
—¡Ciudadanos y trabajadores! —nos volvió a gritar—. Si estudiáis con inteligencia el sentido riguroso de la operación a que se dedican estos chanchos burgueses, no tardaréis en advertir su estupidez insondable. Voy a entrar en materia: estos chanchos burgueses, con todo su dinero, ya no podrían añadir un manjar a sus festines, ni un eslabón a la muy larga cadena de sus fornicaciones, ni un lujo más a sus abigarrados palacetes, ni otro matiz al ya barroco tejido de sus concupiscencias. Y, sin embargo, amontonan todavía ese oro que no les puede comprar ya nada, que se reduce a guarismos abstractos y que sólo tiene la descarnada forma de una progresión aritmética en ascenso, consignada en monumentales y tristes libros bancarios. Camaradas, ¿no estamos en presencia de una locura risible? ¿No sentís el deseo de reír como energúmenos?
Nada le respondimos, y el cobrador Zanetti nos amenazó entonces con su ejemplar de
La Brecha:
—¡Contestad, o bajo! —nos intimó, removiendo sus talones en la palangana.
Schultze frunció el entrecejo en un despunte de su indignación. Pero no había olvidado aún la fea conducta de los Cíclopes, y le contestó, lleno de prudencia:
—Sí, señor, nos dan ganas de reír como energúmenos.
—Entonces, ¡reíd! —nos ordenó Zanetti desde sus alturas.
Lanzó Schultze una estruendosa carcajada de teatro que, pese a su falsedad, no disgustó del todo a Zanetti.
—¡Ahora usted! —me dijo el cobrador, enfocándome con sus gemelos.
Reí, a mi vez, falto de gracia. Pero Zanetti debió quedar satisfecho, porque nos gritó en seguida:
—¿Habéis reído, camaradas?
—Hemos reído —le contestamos a una.
—¡Y habéis reído como perfectos idiotas! —rezongó él, tirándonos a la cara su ejemplar de
La Brecha
— Porque las cifras abstractas que esos chanchos burgueses acumulan sin objeto, no son, en el fondo, sino el pan oculto de los que tienen hambre, y el techo invisible de los que sufren la intemperie, y el abrigo hurtado a los desnudos, y el gozo elemental que se arrebató a los miserables. Y, visto así el caso, ¿no sentís, camaradas, que deberíais llorar como terneros?
—Precisamente —le admitió Schultze—, eso es lo que sentimos ahora.
—Entonces, ¡llorad! —nos exigió de nuevo Zanetti, arrebatado de furia.
Pero ni el astrólogo ni yo estábamos dispuestos a verter el llanto que se nos reclamaba. Escurriéndonos a favor de la polvareda, y sordos al apostrofe sublime con que Zanetti condenaba nuestra fuga, trotamos hasta ganar la edificación en ruinas que, según dije ya, limitaba el circo de los plutócratas. Entonces nuestro andar se volvió difícil, pues acabábamos de meternos en un cobertizo gigante, donde se amontonaba y corroía todo un escorial de hierro viejo: locomotoras en desuso, calderas despanzurradas, rieles y engranajes comidos por la herrumbre detenían nuestro paso y nos obligaban a dar fastidiosos rodeos. Y habríamos errado infinitamente por aquel triste laberinto de materiales en derrota, si el astrólogo Schultze, al dar con la salida, no hubiera empezado a escalar un rimero de troncos horizontales que vio a su derecha. Saltando de tronco en tronco, e indiferente a las ratas que huían chillando casi de entre mis piernas, lo seguí en aquel ascenso, hasta llegar a la cima desde la cual abarqué un escenario cuyas líneas generales me pareció reconocer. Era la playa de un vasto corralón de maderas, con sus apilamientos de troncos, rollizos y tablones en rustica sobre los cuales un guinche negro mantenía extendido su brazo de horca: en el fondo se levantaba el edificio industrial, cuarteado de paredes, roto de claraboyas, ciego de ventanas y hundido de techos; diez pasos al frente, una chimenea resquebrajada parecía trastabillar sobre su pie de ladrillos; el silencio, la frialdad y el abandono manaban de aquellas ruinas como el sudor de un muerto.
Descendimos a la playa; y nos acercábamos al portón del frente, cuando vimos a un hombre que se apoyaba en el basamento de la chimenea: sudoroso y jadeante, como si acabara de hacer alto en una fuga, el hombre se mantenía de pie, revolviendo a izquierda y a derecha sus ojos de animal perseguido. Lo reconocí al instante, porque mil veces me había topado yo en Villa Crespo con aquel industrial exuberante de nalgas, mezquino de hombros, esférico de vientre, corto de piernas, lacio de bigotes y torrencial de papada. Y observando ahora su agitación, lo llamé con dulzura:
—¡Señor Lombardi!
Pero el hombre, al oírme, dio un salto y echó a correr hacia el edificio.
—Es el patrón del aserradero —le dije a Schultze.
—¡Ahí —repuso él—. ¿No es un señor que al pasar frente a la iglesia de San Bernardo se levantaba el sombrero y fingía rascarse la nuca, para no dar a entender que saludaba?
—El mismo.
Sin decir más, el astrólogo y yo nos lanzamos tras el fugitivo, hasta que logramos alcanzarle cuando se metía en la sala de máquinas. Entonces, renunciando a su fuga, Lombardi volvió hacia nosotros una cara de pánico:
—¡Chist! —nos ordenó—. ¡Están allá! Se proponen hacer volar el aserradero.
—¿Quiénes? —le preguntó Schultze.
—¡El manco y el foguista! —respondió Lombardi a gritos—. La caldera no da más, ¡y siguen echándole carbón a paladas! Vean la aguja del manómetro: ¡el motor chilla y crujen las transmisiones! ¡Quieren hacer volar el aserradero! ¡El manco los dirige!
Observé a mi alrededor y advertí en la sala de máquinas el mismo abandono, la misma frialdad y el mismo silencio que reinaban afuera: el motor se disolvía literalmente, mordido de óxidos; viejas telarañas cubrían el regulador, la rueda del volante y el brazo del émbolo; sin cristal ni aguja, el manómetro era una síntesis elocuente de aquella destrucción. Pero Lombardi seguía exteriorizando su alarma: de pronto, y como ante la inminencia de una explosión, el hombre se cubrió las orejas con las manos y volvió a correr. Lo perseguimos a través de talleres desmantelados, hasta que ganó el polvoriento escritorio y se dejó caer sobre una silla.
—¿Qué desean ahora? —refunfuñó, al verse acorralado entre su archivo y su caja.
Me volví hacia Schultze:
—Es don Francisco Lombardi —le dije—, honra y decoro de la industrial Villa Crespo.
—¡Ah! —comentó Schultze—. ¿No es un
señor
que se confesaba codos los sábados, comulgaba todos los domingos, y volvía todos los lunes al aserradero más avaro que nunca?
Lombardi le recordó agriamente:
—No se olvide que todos los domingos, durante la misa, echaba yo tres pesos en la bolsa de la colecta.
Pero no tardó en recobrar su gesto de alarma, y nos preguntó, mirando en torno con inquietud:
—¿No los habrá seguido el manco?
—Vea —le aseguré yo—, no hay un alma en todo el aserradero. ¿Quién es el manco?
—¡Un ser vengativo! —lloriqueó Lombardi—. Se cortó el brazo en mi sierra circular, y me reclamó el seguro que le correspondía. Se lo negué, declarando ante la justicia que, si aquel hombre se había mutilado, era porque se hallaba notoriamente ebrio.
Lombardi calló de pronto, al ver, sin duda, la expresión de nuestras caras.
—¡Oh —exclamó en seguida—, no me miren ustedes con esos ojos! ¡Bien sé que novecientos pesos no era mucho dar por el brazo de un hombre! Ahora le daría todo el aserradero: se lo he ofrecido mil veces. ¡Pero el manco no lo acepta!
Volvió a callar y a traducir sus temores:
—Díganme —nos preguntó con voz temblorosa—, ¿no se les habrá colado el viejo?
—¿Qué viejo? —inquirí yo.
—El foguista. Lo eché del aserradero cuando ya no podía levantar una pala; cuarenta y seis años de fogón le habían consumido los ojos, disecado las carnes y puesto en las narices dos chorreaduras de moco amarillo que se le deslizaban eternamente hasta el bigote. Y ahora, ¡bien que maneja la pala! ¡Es el brazo derecho del manco! ¿Vuelven a mirarme con ojos duros? Oigan: se llevarán un chasco si piensan que soy un burgués enloquecido por el miedo. No es la catástrofe, en sí, lo que me va destruyendo el sistema nervioso: ¡es la expectativa en que me tienen ellos con su tan cacareada explosión! Y escuchen algo más todavía: lo que realmente no me deja dormir es una idea perturbadora... ¡hum!