Se hizo entre nosotros un duro silencio.
—¿Me guardas rencor todavía? —preguntó al fin el hombre-diario, mirándome tímidamente.
—No —le contesté—. Después de todo, la cesantía no fue para mí sino una molestia económica.
Se quedó absorto al oírme, como si vacilara en las alternativas de una lucha interior. Luego, aparentemente derrotado, hurgó en el bolsillo de su chaquetón, extrajo una manoseada billetera y la abrió delante de mis ojos:
—Hermano —suspiró—, sólo me quedan tres pesos. Toma dos y déjame uno para el tranvía.
Rápidamente alargué yo mi mano hasta el bolsillo trasero de su pantalón, y manifesté a la luz otra cartera preñada de billetes.
—Gracias —le respondí—. Conocía el truco.
Entre confundido y rabioso, el hombre-diario me arrebató la segunda billetera y corrió hacia el extremo de la rotativa infernal. Entonces busqué a Schultze con la mirada, ya deseoso de abandonar aquel sector. Pero un tercer hombre-diario me salió al encuentro, y no sin angustia reconocí en él a Walker el pelirrojo, mi triste camarada de redacción.
—«Yo soy Walker el hiperbóreo —canturreó en su locura—. Mi madre fue una reina de cartón, mi padre un soldadito de lata, con el dale, dale, ¡ay!»
—Con el ramo y la rama, con la rima y el remo, ¡ay! —le dije yo, canturreando a mi vez.
—¡Bravo, camarada! —rió Walker—. ¡Así era el estribillo!
Y volvió a canturrear:
—«Si fue un poeta o no, Buenos Aires lo ignora. ¿Qué sabe, qué sabrá, qué podría saber la Ciudad de la Yegua Tobiana? Un herrero de imágenes, un tornero de músicas, un fundidor de humos, eso era Walker el pelirrojo, cuando tenía dos mofletes rosados y acariciaba las frescas rodillas de la primavera, con el dale, dale, ¡ay!»
—Con el ramo y la rama, con la rima y el remo, ¡ay!
Walker me clavó sus ojos llenos de simpatía:
—¡Otra vez el camarada! —rió—. Dios te lo pague, hermano.
Y reanudó su canturreo:
—«Mas he ahí que cierto día un diablo de antimonio se acercó a Walker: era un diablo sonso, palabra de honor, un triste diablo que no valía un cobre, partido por la mitad. Y, no obstante, logró seducir a Walker el pelirrojo: consiguió arrancarlo de su torre marfilina y llevarlo a las nocturnas mesas de redacción, allá donde hombrecitos de color antimonio, a la luz de lámparas pegajosas, redondean y redondean su bolita de estiércol para ensuciar con ella los umbrales clarísimos del alba, con el dale, dale, ¡ay!»
—Con el ramo y la rama, con la rima y el remo, ¡ay!
—«Walker el pelirrojo se resistía, claro está. No deseaba rendir su bandera de música, ¡eso no, por la tetilla de Cristo! Pero el diablo de antimonio es pertinaz (aunque notoriamente idiota); y fue arrancándole, hilo por hilo, su túnica de inocencia; y con su alegre tijerita le fue cortando al pelirrojo los brotes líricos, las reventonas yemas que a menudo le retoñaban. De modo tal que Walker descendió a lo profundo y olvidó la luz que abre arriba su inmensa cola de pavorreal; y, noche a noche, redondeó su bolita de estiércol, su bolita, con el dale, dale, ¡ay!»
—Con el ramo y la rama, con la rima y el remo, ¡ay!
—«Hasta que cierto día un ángel de aluminio se acercó a la mesa de Walker y miró tristemente al pelirrojo que tecleaba en su máquina de escribir. “¿Qué has hecho de tu alma?”, le preguntó el Ángel. “Me la robó el diablo de antimonio”, contestó él. “¡Miente!”, gritó el diablo de antimonio que a la vista del Ángel temblaba ya como un infeliz que era. Entonces Ángel y Demonio entablaron un combate oral, un diálogo sublime que Walker el pelirrojo escuchó maravillado. Y luego el Ángel sacó su espadita y lo corrió al Demonio: lo corría entre las mesas de redacción, ¡y el pobre diablo chillaba como un ratoncito, con el dale, dale, oh!»
—Con el ramo y la rama, con el remo y la rima, ¡oh!
—«El Ángel mató al Diablo: lo mató exactamente junto a la salivadera del Director. Y Walker el pelirrojo, libre ya como los gorriones del cielo, se inclinó sobre su máquina y escribió un reportaje sensacional a la aurora. Pero la cuerda noble de su alma se había enmohecido, y al vibrar de nuevo se rompió, ¡clic! Hizo ¡clic!, y se rompió la cuerda noble de su alma, con el dale, dale, ¡ay!»
—Con el ramo y la rama, con la rima y el remo, ¡ay! Walker el pelirrojo había terminado su canción, y reía escandalosamente.
—¡Bien, bien! —dijo—. ¡El bravo camarada!
Serio de pronto, miró a derecha e izquierda:
—¿No anda por aquí el «Ladrón en su Bosque de Ladrillos»? —me preguntó.
—Por aquí andaba —le dije.
—Voy a buscarlo —decidió él—. Quiero sugerirle que, con Walker el pelirrojo, le haga un chantaje al Dios vivo.
Se unió al tropel de los hombres-diarios. Y luego sentí que Schultze me llevaba de la mano hasta la salida del taller infernal.
Los Calumniadores, los Aduladores y los Hipócritas habían sido instalados en la otra residencia; y tenían como escenario un potrero de vastas dimensiones, semejante a los que se dedican al depósito y quema de basuras en el suburbio de Buenos Aires. La fantasía del astrólogo, al entender que la Calumnia y la Adulación eran dos formas polarizadas de la violencia, se había complacido en reunir al calumniador y al adulador en una sola figura monstruosa que daba, en conjunto, la impresión de los hermanos siameses. Unidos por el tronco, el calumniador y el adulador movían piernas y brazos diferentes que trataban de armonizarse, y erguían dos cabezas enfrentadas entre sí: la del calumniador, venenosa como un hongo, acre de gestos y oblicua de miradas; la del adulador, tierna de ojos y sudorosa de miel como una confitura. Los monstruos que acabo de pintar vestían de negro en su mitad calumniadora y de blanco en su mitad adulante, y avanzaban sobre sus cuatro piernas arrítmicas, ya rodeando montículos de basura en combustión que despedían un agrio humo sin llamas, o hundiéndose hasta las rodillas en tembladerales de latas viejas, tablones podridos y arcos de barril; y aunque la humareda reinante dificultaba la visibilidad, me pareció advertir en cada uno de los monstruos la gesticulación de un diálogo violento sostenido entre sus dos mitades contradictorias. En el mismo sector, pero evitando recelosamente la compañía de los monstruos, deambulaban los Hipócritas: eran hombres y mujeres de expresión beata, ojos agachados y sonrisa clemente, que arrastraban entre la inmundicia del quemadero sus largas túnicas de un amarillo rabioso.
Tras un ojeo rápido el astrólogo y yo nos disponíamos a flanquear aquel potrero en busca de mejores aires, cuando uno de los monstruos, que al parecer venía sosteniendo una polémica entre sus dos mitades, se acercó a nosotros con su doble
cabeza y
sus cuatro pies mal concertados.
—Por ejemplo, este señor —dijo la mitad aduladora, señalando a Schultze—. ¿Quién, al mirarlo, dudaría que se trata de un ser favorecido por los dioses con la señal de un alto linaje? No hay más que ver la dignidad de su apostura, el decoro de su gesto, la brevedad de su pie y el tinte aéreo de su cutis, para entender que muchas generaciones refinadas trabajaron en la elaboración de este ejemplar único.
La mitad calumniadora del monstruo volvió hacia Schultze dos ojos cargados de veneno:
—Lo que yo sé afirmar de este hombre —dijo— es que ha echado sobre su origen un velo impenetrable, cuyo romanticismo encandila seguramente a los bobos, pero no logra evitar en los cuerdos la certidumbre de que un deshonor fundamental ha mecido su cuna. La brevedad de su pie se debe al hecho indudablemente asombroso de que logra calzarlo en el número cuarenta y cinco, gracias a una tortura constante que nos revela en este hombre una infinita vanidad y nos trae a la memoria el recuerdo de ciertas prácticas japonesas. En cuanto al tinte de su cutis, no se debe a un ejercicio ancestral de la aristocracia, sino a ciertos hábitos inconfesables, a su crónica nocturnidad y sobre todo a una alimentación abstracta que, al hacerlo sospechoso de canibalismo vergonzante, da pábulo a las más extrañas leyendas y abre ya el ojo avizor de la policía.
Con visible disgusto la mitad adulante había escuchado a su rival:
—¡Más a mi favor! —dijo entonces, contemplando a Schultze con melosa simpatía—. Nadie discute ya que las degeneraciones congénitas del tipo que usted cree advertir en este señor constituyen la más firme garantía del genio; y hombres de ciencia existen según los cuales toda creación genial supone un creador podrido hasta la médula. Si usted observa detenidamente al señor, hallará las improntas del genio en su ángulo racial, en la imponencia de su cavidad craneana y en cierto lóbulo frontal que, según espero, no habrá escapado a su ojo clínico. Verdad es que no hacen falta huellas exteriores para rastrear las virtudes geniales que ha depositado en este señor una Naturaleza no siempre magnánima, ya que las pregonan los escritos sublimes con que este señor ha deslumbrado al orbe, y su pasmosa erudición en las ciencias humanas y divinas, que lo ha convertido, sin más ni más, en el cuco de las Universidades.
—¡Un cuerno! —gritó aquí la mitad calumniadora—. Es el plagiario menos hábil que se ha visto desde la invención de la escritura; y lo demostré hasta la saciedad en las cartas anónimas que, disfrazando modestamente mi letra, escribí a los directores de diarios y a los gerentes de las casas editoras. Además, la que se atribuye a
este
siniestro personaje es una erudición de segunda mano, adquirida en malas ediciones españolas y en horribles traducciones francesas: una ensalada rusa de conocimientos, que, gracias a su fácil memoria, sirve a este quídam para realizar una simulación del genio que le hace recorrer toda la gama del ridículo.
—¡Eso no! —protestó la mitad adulante, agarrando a la otra por los hombros.
—¡Las manos quietas! —le gruñó la mitad calumniadora.
—De cualquier modo —insistió la mitad adulante—, justo es reconocer en este señor al marido ideal, al padre abnegado de once vigorosos retoños, al hombre que ha hecho de su hogar una verdadera imagen del paraíso, al ciudadano, en fin, cuyas virtudes cívicas resplandecen en dos libretas ejemplares, la de su matrimonio y la de su enrolamiento.
—¡Nada más falso! —tronó la mitad calumniadora—. Unido a una mujer con los torpes lazos de la concupiscencia, este hombre no tardó en abandonarla y en inducirla por tortuosos caminos, acción interesada que lo clasifica entre los cornudos natos, según lo demuestran los panfletos anónimos que distribuí profusamente en la vecindad. Huelga decir que los once hijos sobre los cuales
este
señor asume una paternidad harto dudosa viven hoy solicitando la caridad pública y se deslizan ya por los fáciles toboganes del vicio. En lo referente a sus virtudes cívicas, basta recordar que este señor ha desertado las filas del ejército, se ha vendido al oro inglés y profana las urnas electorales con dibujos obscenos que introduce, no sin maligna delectación, en el sobre destinado a emitir el voto.
—¡Una calumnia! —rugió la mitad adulante, tomando por el cuello a la otra mitad.
—Naturalmente —dijo la mitad calumniante, y se aferró también al pescuezo de su antagonista.
Rodaron por el suelo, revolcándose, gruñendo y mordiéndose como dos perros en batalla. Y mientras contemplábamos la lucha del monstruo, se nos acercó una mujer que vestía la tela de los hipócritas. Era un vejestorio manifiesto: cerraba púdicamente su túnica de color amarillo en la que se prendía o colgaba una infinidad de medallitas, escapularios y cruces; su mano izquierda se apoyaba en un bastoncito de ébano con empuñadura de marfil, su derecha sostenía un enorme rosario de tapones de corcho.
—Hermanos —dijo con expresión humilde—, ¿no hay por aquí alguna iglesia, capilla u oratorio?
—¡Bah, bah! —observé yo, dirigiéndome a Schultze—. Es la vieja cargosa que besuqueaba sonoramente las imágenes de San Bernardo; la que durante la elevación me distraía con sus ruidosos golpes de pecho y sus ademanes espectaculares; la que se lanzaba como un tigre famélico al comulgatorio, abriéndose a codazos y pisotones un camino entre la resignada feligresía.
La vieja humilló sus ojos en los cuales brillaban dos lagrimones de vidrio:
—¡Hermano! —gimió—. ¡Perdone si mis excesos piadosos estorbaron su plegaria! Soy una gran pecadora: la basura del mundo. Sin embargo, el Apóstol aconseja que nos toleremos cristianamente los unos a los otros. ¿No somos todos hermanos en el Señor?
—También lo eran —le dije yo— los pobres mártires que cayeron bajo sus garras de prestamista.
La vieja se persignó devotamente:
—¡Por el cuerpo del Señor que he comulgado esta mañana —lloriqueó—, juro que nunca exigí más del veinte por ciento!
—No es mucho —admití yo—. Pero, ¿a qué venía su exhibicionismo, cuando al salir del templo dejaba caer moneditas en las manos implorantes, acariciaba el rostro de los chicuelos y tendía su diestra como para bendecir al suburbio?
—¡Dios me lo tendrá en cuenta! —predijo la beata.
—No hay duda. Y también las pésimas condiciones higiénicas de sus inquilinatos, por habitar los cuales el mismo suburbio que usted bendecía pagaba una mensualidad onerosa. Pero vayamos a otro asunto: ¿por qué recorría usted la calle Gurruchaga con aquellos melindres, ascos y pudibundeces? ¿A qué persignarse como si oyese al mismo demonio, cuando el Carrero del Altillo rezongaba sus tangos en el umbral de la peluquería? ¿Por qué medir con ojos inclementes la pollera o el escote de las muchachitas que delante de usted taconeaban de pura juventud? ¿A qué rendir a tierra la mirada, sollozar «Jesuses» y darse golpes de pecho, cuando las ninfas del zaguán retozaban sus calenturas?
—¡Era la calle del pecado! —lloró la vieja—. «¡Ay del que escandalice a mis pequeñitos!», así habla el Señor.
—Ciertamente. Pero en sus tertulias íntimas con doña Casta y doña Pura, tras devorar un horror de bizcochos mojados en vino dulce, ¿no se arremangaban ustedes los balones, para lanzarse a un loco bailoteo sobre sus piernas artríticas?
La vieja se turbó aquí hasta dejar caer su rosario de corchos:
—¡Era en privado! —tartamudeó—. ¡Un inocente juego! El Señor dice: «Haceos como niños».
—Pero no dice: «Espiad a la vecindad con gemelos de teatro.»
—No entiendo —repuso ella con voz temblorosa.
—Sucedía invariablemente después del vino y el bailoteo. Doña Casta, doña Pura y usted (¡cuan bellas eran las tres!) enfocaban la vecindad con sus gemelos, para sorprender abajo las escenas íntimas que se desarrollaban en los cuchitriles y retretes. «¡Oh, oh!», balbucía doña Casta. «¡Hum, hum!», sollozaba doña Pura. «¡Increíble!», gemía usted, ajustando el enfoque desesperadamente.