Adán Buenosayres (80 page)

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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—Es un Escipión de segunda mano —le advirtió a su compañero—. Yo que vos lo plantaba de culo en la laguna.

Sin prestar atención al hombre de la caña, Schultze trató de ganarse al hombre del remo:

—¿Y qué? —le dijo—. Buenos Aires y la patria entera están bajo el signo de Libra. Todas las audacias del intelecto son aquí posibles y deseables, aunque en este sucio chiquero se intente demostrar lo contrario.

—¡Un megalómano! —insistió el de la caña—. Yo que vos lo plantaba de culo en los camalotes.

Pero el hombre del remo, que sin duda tenía sus responsabilidades, volvió a dirigirse a Schultze en tono prudente:

—Vea —le dijo—, aquí no es cuestión de atribuirse un nombre sonoro y querer forzar el paso de la laguna. Son muchos los que, pretendiendo ser Fulanos o Zutanos y haciendo gala de una frescura inaudita, intentaron colarse y asistir gratuitamente a nuestro sensacional espectáculo. Usted comprende: las señoras que nadan en este cañadón usan un traje cuyo sintetismo no debe caer bajo las miradas indiscretas; al fin y al cabo, esto no es una
boite
de lujo, sino un Infierno con toda la barba. Señor, una credencial, un signo: eso es todo lo que se le pide.

No era Schultze hombre de cerrar sus oídos a la razón, cuando la razón hablaba en términos corteses. La respuesta que dio al hombre del remo fue un dechado de urbanidad y concisión:

—Se me reconocería como vástago del Sol y de la Luna —dijo—, si un exceso de modestia no me vedara llevar en la frente los dos cuernos del iniciado. El Príncipe de la Floración Oriental no me desmentiría, si yo dijese que he comido el hongo violeta, que he domado al tigre-mujer y al dragón-hombre, que monté a la cigüeña de copete rojo y bailé la danza de la cigüeña amarilla, que conozco el vergel de Leang, el estanque de las turquesas, las diez islas y los tres promontorios. Pero mi verdadera credencial es otra: los veintiocho signos del buey Apis, dibujados en este cuerpo que se ha de tragar la tierra.

Sin decir más, el astrólogo comenzó a desabotonarse el chaleco y la camisa; y se hubiera exhibido en paños menores si el hombre del remo, vencida ya su desconfianza, no nos hubiese invitado a entrar en el bote con una solicitud casi adulatoria. Así fue como Schultze y yo saltamos a la embarcación, no sin peligro de hacerla zozobrar al peso de nuestras carnaduras mortales. Y no bien recobramos el equilibrio, el hombre de popa, con un furioso envión de su caña, hizo deslizar el bote por la laguna, mientras el de proa, enarbolando su remo, escudriñaba los alrededores en busca de cabezas levantiscas. La embarcación infernal hendió las aguas velozmente a los enviones enérgicos del hombre de popa que, sin dejar de clavarnos sus ojos llameantes, hacía prodigios con su tacuara en el deseo harto visible de acelerar el cruce y deshacerse de nosotros. Por no mirar su jeta de hacha, sus párpados lagañosos y su actitud beligerante, me puse a curiosear las inmediaciones: a flor de agua y huyendo vivamente de nuestra proa, bullían desnudos humanos de los cuales apenas alcanzaba yo a divisar ariscos fragmentos: por segunda vez el Helicoide me ofrecía la visión de una humanidad en cueros; y, sin embargo, aquellas desnudeces no mostraban el aire turbado y confuso de las que había visto yo en la segunda residencia infernal, sino más bien cierto candor zoológico, cierta brutalidad inocente que se traducía en la pesada euforia de sus evoluciones y juegos: ¡era visible que la laguna les resultaba el mejor de los mundos! Otro aspecto del cañadón ofrecióse a mis ojos cuando la barca se puso a navegar cerca de los islotes: iguales desnudeces yacían allá fuera del agua, entre los juncos verdinegros, o semihundidas en el barro de las costas: chupaban las bombillas de sus mates, vigilaban sus asaditos o se adormecían en largas cópulas de batracio; conversaciones elementales, guitarras de limo, bandoneones de tierra, élitros y gárgaras de bicharracos lacustres urdían un concierto bestial, parecido al que durante los insomnios de mi niñez, allá en Maipú y a medianoche, me hacía sollozar no sé aún de qué miedo telúrico, no sé yo de qué inmensa desolación postdiluviana. Tan aborrecible se me hizo entonces la degradación de aquellas gentes que vegetaban en la laguna, sordas y ciegas al reclamo de arriba, que por no verlas me hubiese arrojado al fondo de la embarcación, si no hubiera sentido en mi nuca los ojos mordientes del hombre de la caña. Por fortuna, no tardamos en abandonar los islotes y en salir otra vez al agua libre: nos cruzábamos ahora con otros botes cuyos tripulantes jadeaban en el brutal oficio de apalear cabezas. Aunque ninguno se nos había puesto aún a tiro de remo, era indudable que los rebeldes abundaban en el cañadón. Y se desvanecían ya mis esperanzas de dar con alguno, cuando una efervescencia de aguas rotas nos hizo volver los ojos a estribor. Una cabeza emergía del líquido negro, una cabeza chorreante nos gritaba:

—¡Enanos-de-por-aquí, desconfiad de la llanura!

Lo había dicho apenas, cuando el remo del hombre de proa cayó silbando sobre la cabeza parlante que volvió a hundirse: burbujas gaseosas afloraron desde el fondo a la superficie, y el hombre de la caña lanzó nunca supe si una risa o un graznido. Pero la cabeza volvió a emerger briosamente, aunque lejos ya de nuestro alcance: escupió una gran bocanada de agua negra, sacudió en el aire sus pelos mojados y se restregó los ojos con dos manoplas chorreantes de légamo:

—¡Desconfiad de la llanura! —insistió—. La llanura es la horizontal igualitaria, la que odia los santos desniveles, la que intenta rebajarlo todo, atraerlo todo, convertirlo todo a su plano terrible. La llanura es un rencor que debe ser superado. ¡Enanos-de-por-aquí, oídme y desechad vuestra malicia! La vertical no es el desprecio de la llanura: es la llanura misma que se pone de pie.

El orador acuático braceaba por mantenerse a flote y esquivar las maniobras del hombre de la caña, el cual, sudando como un fruto venenoso, hacía lo indecible por acercársele.

—¡Ay del que no desoye la soñolienta voz de la llanura! —siguió diciendo el orador—. Mediocridad vergonzante y conformidad vergonzante, he ahí su destino; luego una complacencia idiota en la vergonzante mediocridad, y al fin un orgulloso rencor hacia lo que tiende a las alturas. Porque también la horizontal tiene su soberbia: la soberbia demoníaca de lo bajo. «Esto es un insulto», dijo el ratón al considerar la envergadura del elefante. ¡Así habla un enano-de-por-aquí! Yo prefiero la megalomanía de la rana que, por igualarse al buey, se infló hasta reventar. Y no es que la explosión de la rana me suma en un éxtasis metafísico: el acto de reventar me parece una desmesura de la rana y un agravio inferido a la inocencia del buey; pero hay cierta magnitud heroica en el envidioso gesto de la rana, una tensión a lo grande que, a pesar de su ridiculez, merece un elogio de las Musas. Un enano-de-por-aquí exigiría que el buey se redujese al tamaño de la rana. ¡Es el espíritu de la llanura y el encono de la horizontal!

Arrebatado en su elocuencia, el orador se había puesto nuevamente a tiro.

—¡Toma una vertical! —le gritó el hombre de proa, descargándole su remo.

No dio en el blanco, pues el orador, adelantándose al golpe, se había zambullido y nos hablaba ya desde una prudente lejanía:

—¿Y qué? —nos preguntó—. ¿Admitiremos que un sublimado de rana triunfe ante los ojos del buey? ¿Deberemos admitir que ante la suficiencia del ratón se humille un comprimido de elefante?

En este punto advertí que los dos tripulantes, renunciando a la caza del orador, emprendían una mirada que, por lo súbita y afanosa, mucho tenía de azoramiento: el bote infernal comenzó a deslizarse alocadamente sobre las aguas, rumbo a la ribera de nuestro desembarco; pero el orador echóse a nadar tras de nosotros.

—¡No, mil veces no! —dijo, contestando a sus anteriores preguntas—. Haremos que la rana y el ratón asuman la vertical sin destruirse. Una rana vertical, que se sabe rana y vertical; un ratón vertical, que se sabe ratón y vertical. ¡Eso anuncia el Contorno Vivo! ¡Así hablaban César el grande y su pontífice Máximo!

Sus voces finales eran ya un susurro a lo lejos. El orador había renunciado a seguirnos, pero alcancé a oírle todavía:

—¡Enanos-de-por-aquí!, ¿deseáis convertiros en gigantes-de-por-allá? Después, nada. En su rápido vuelo nuestra embarcación acababa de tocar la otra orilla. El astrólogo y yo desembarcamos.

XI

Desembarqué, ¡ay!, para descubrir muy luego que la navegación lacustre sólo era un interludio poético de la sinfonía schultziana, o mejor dicho una escena dilatoria semejante a las que suele ofrecer el teatro en su proscenio y a telón corrido, mientras los operadores montan detrás la gran escena del drama. El discurso que sobre la Ira empezó a endilgarme Schultze no bien desembarcamos fue ya un indicio poco tranquilizador, y mis experiencias anteriores justificaban todo recelo:

—¡Triste destino el de las criaturas corporales! —se lamentó el astrólogo—. Están condenadas al movimiento local, a desplazarse de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, de atrás hacia el frente o del frente hacia atrás, de lo alto a lo bajo o de lo bajo a lo alto: seis movimientos rectilíneos, en fin, que las condenan a chocarse mutuamente y las exponen a la reacción de la ira. Sólo a las criaturas espirituales les es dado moverse en círculo, de modo tal que, girando en torno de sus centros, se reconocen entre sí y pueden comunicarse sin violencia. Ubicado entre los entes corporales y los espirituales está el hombre, monstruo híbrido de cuya invención hubo de arrepentirse Jehová, no sabemos aún si en un rapto de cólera o en uno de lástima o en uno de remordimiento. Poseedor de un cuerpo y de un alma, el hombre fluctúa entre la moción rectilínea de su cuerpo y la moción circular de su espíritu: si alma y cuerpo están en armonía, no hay guerra entre una moción y la otra, sino un estado de paz en que los dos movimientos se conjugan para dar una tercera moción, la ondulante o sinuosa. Participando a la vez del movimiento local y del circular, la moción ondulante es la que mejor conviene al monstruo humano, ya que responde a su naturaleza mixta y lo preserva de todo choque (porque la curva es la línea del rodeo y de la no-resistencia). Así se movió sin duda el primer Adán en el Paraíso: su movimiento debía de parecerse a una danza; y creo que la
danza, es
una reminiscencia de aquel movimiento paradisíaco.

—¿Y a qué viene ahora esa disertación? —le pregunté con disgusto.

—Viene muy al pelo —me dijo Schultze—. Usted verá cómo se mueven los adanes de hoy.

Tomamos la curva del pasillo que conducía seguramente al séptimo Infierno, y no tardamos en oír explosiones ahogadas que parecían darse abajo y a cuya detonación temblaba el suelo que recorríamos, se abrían grietas en las paredes laterales y se desplomaban del techo pedazos de manipostería. Entonces, asociando mis recuerdos literarios a la reciente disertación del astrólogo, entendí que la curva nos estaba llevando al círculo infernal de la Ira. Pero no tuve tiempo de realizar mis temores, porque desembocábamos ya frente a un
ring
anchuroso, y me encegueció la luz de los proyectores que lo iluminaban desde lo alto. No bien se me aclaró la vista, pude abarcar toda el área del
ring,
sobre la que se distribuía un grupo de personajes quietos: en los rincones foro-derecha y foro-izquierda se levantaban dos pulpitos o tribunas ocupados por dos vigías que empuñaban sendos megáfonos; entre uno y otro pulpito y contra la pared, se veía la puerta circular de una hornalla gigante, que me recordó la del fogón de los acorazados.

No había concluido yo mi examen, cuando el vigía de la izquierda, reparando sin duda en nosotros, se llevó el megáfono a la boca y gritó en son de alarma:

—¡Dos tirifilos a la vista! ¡Ojo los del
ring
!

—¡Atención, muchachos! —exclamó el otro vigía—. ¡Todos los artilleros a sus piezas!

Con gran asombro reconocí la de Franky Amundsen en aquella voz y sobre todo en aquel grito de filibustería literaria. Volviendo entonces mis ojos al primer vigía, también reconocí a Del Solar que se quitaba el megáfono de la boca para fumar en su quilométrica boquilla de vidrio. Los personajes del
ring
abandonaron súbitamente su inercia y se ubicaron en lugares estratégicos del área, como los jugadores de fútbol: en la línea delantera, de pie y amenazadores, vi al Carrero del Altillo, al malevo Di Pasquo, al taita Flores y
A pesado
Rivera; las Tres Cuñadas Necrófilas nos agredían ya con sus ojos desde el centro derecha del
ring
; a la izquierda, la Chacharola enarbolaba su palo terrible; Juancho y Yuyo, subidos a los casquetes de los pulpitos, recorrían la escena con sus belicosas miradas.

—¡Un Dante de cartón y un Virgilio de opereta! —volvió a gritar Franky Amundsen—. ¡No los dejen pasar, muchachos!


La putta de la tua mamma!
—nos gritó la Chacharola, tirando violentamente su palo en nuestra dirección.

Los malevos de la delantera se retorcían ya, fingiendo atajadas y amagando pinas en el aire.

—¡Déjenmelos a mí! —tronó el Carrero—. ¡Yo les voy a enseñar a esos tirifilos!

—¡Dásela en un ojo! —le gritó Juancho desde sus alturas.

—¡Cajetillas! —nos escupió el taita Flores—. ¡Vengan, si las tienen bien puestas!

—¡No son del barrio! —lo azuzó Yuyito—. ¡Dásela en la
cocina
!

Las Tres Cuñadas Necrófilas crisparon los puños.

—¡Andan metiéndose en vidas ajenas! —cacareó Matilde—. ¿O a eso le llaman literatura?

—¡Que se lo cuenten a mi pavito! —gruñó Dolores, palmeándose las nalgas.

El
pesado
Rivera se descalzó una zapatilla:

—Señores —dijo—, no hay que gastar pólvora en chimangos. ¡Déjenmelos a mí!

—¡Eso no! —protestó el malevo Di Pasquo—. ¡A castañazo limpio!

Conociendo ya largamente la técnica de Schultze, no dudé que el acceso al barrio de los iracundos estaba en la puerta circular del fogón, ni que, para llegar a la misma, deberíamos cruzar el
ring
a través de todos aquellos energúmenos que nos amenazaban. ¿Cómo se daría ese milagro? No lo supe hasta que el astrólogo les habló insidiosamente:

—¡Maulas! —les dijo—. ¡No se animan a pelear mano a mano, y se vienen en patota!

El Carrero, al oírlo, se puso de todos los colores:

—¡Miente, si lo dice por mí! —aulló en seguida—. ¡Tres matarifes de Liniers podrán decirle si yo peleo mano a mano!

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