—¡Un falso testimonio! —gritó la vieja, tapándose los oídos con sus pulgares.
Miró en torno suyo como despavorida:
—¿No hay por aquí alguna iglesia, capilla u oratorio? —volvió a preguntar.
Y se alejó por el quemadero, muy envuelta en su túnica de color amarillo.
Al salir de aquel sector y entrar en el que venía luego, me pareció advertir en el astrólogo ese aire de perplejidad que muestran los artistas antes de resolverse a exhibir una obra cuya realización no acaba de satisfacerlos. Sin embargo, y en contraste feliz con la basura que acabábamos de abandonar, el nuevo ambiente se vestía con todos los colores poéticos imaginables. Era, sin duda, o ambicionaba ser una versión de los Campos Elíseos a la manera clásica: lomas verdegueantes, azules arroyuelos, arboledas generosas de frutos y orquestales de pájaros hacían allí amistad con los ojos y adulaban los oídos. Coronados de laureles y envueltos en majestuosas vestiduras griegas, hombres y mujeres discurrían por allí o se juntaban en recatados círculos. Tal era la impresión inicial que de aquellos vergeles recibía el intruso. Pero, tras el primer halago, el intruso no tardaba en advertir que una falsedad absoluta regía toda la escena: los arroyos y las lomas eran de lienzo pintado, los árboles de cartulina, las luces de gas neón, los ruiseñores de juguete; en cuanto a los habitantes de aquel edén, un desengaño igual acababa por reducirlos a una comparsa de actores que vestían trajes de papel y llevaban diademas de cartón dorado.
—¿Adivina ya en qué sector nos hemos introducido? —me preguntó Schultze, que aún vacilaba.
—No sé —le dije—. ¿Quiénes podrían ser estas figuras de relumbrón?
—Si no se ofende, le diré que son los «violentos del arte». Concebí este sector como un falso Parnaso, donde los
pseudogogos
abren metafóricamente sus colas de pavorreal, dirigidos por las falsas musas o
Antimusas,
como yo las llamo.
Debo admitir que la perspectiva de visitar aquel sector me desagradaba profundamente. Ya me venía resultando abusivo el hecho de que, contra todo uso y costumbre, se tergiversara el cómodo papel de mirón que sin duda me correspondía en aquel descenso infernal, para someterme a diálogos, controversias y disputas que no deseaba y que me convertían en otro actor del sainete schultziano. Y si tal me había sucedido entre gentes extrañas, ¿qué incomodidades no debía yo esperar de los hombres de mi oficio que se agitaban en aquel ambiente? La verdad es que yo tenía cola de paja, y conociendo el gusto de Schultze por lo monstruoso, veía ya en las
Antimusas
otra edición de las bacantes que despedazaron a Orfeo. Con todo, no ignorando cuan inútil sería mi resistencia, seguí al astrólogo que ya se adentraba en el Parnaso de cartón.
El primer contingente de
pseudogogos
(como los llamaba Schultze) venía capitaneado por la Falsa Euterpe, una señorita ya entrada en edad cuyas esqueléticas formas no lograban encubrirse del todo bajo el peplo celeste que las vestía: su color insalubre, el gesto agrio de sus facciones y la irritación con que miraban sus ojitos lagañosos referían la historia de un incurable estreñimiento; y para colmo de su desventura, carraspeaba sin descanso y escupió flemas verdosas en un pañuelo de color ya indefinible. La Falsa Euterpe se detuvo al vernos, y los tunicados que formaban su corte se detuvieron asimismo. Entonces, al recorrer el grupo con mirada recelosa, ¿a quién vi yo en la primera fila de los
pseudogogos?
, ¿a quién sino a nuestro seguro, ilustre y nunca suficientemente alabado compinche Luis Pereda? Sentí que la indignación me ahogaba:
—¡Eso no está bien! —le dije a Schultze—. No hay duda que, según las más respetables tradiciones, el inventor de un Infierno tiene la prerrogativa de acomodar en él a todos sus enemigos; así se obró hasta el presente, y si alguna vez el arquitecto infernal introdujo a un amigo en la ronda, fue para darle un papel vistoso en el que pudiera lucirse. Entonces, ¿qué necesidad había de infligir a nuestro camarada Pereda el bochorno de figurar en este burdel?
—¡Las veces que le habré pagado el tranvía! —gruñó Pereda, mirando rencorosamente al astrólogo.
Intervino aquí la Falsa Euterpe, y a través de sus catarros gritó así:
—¡Miente por la mitad de la barba el que sostenga que don Luis ha sido injustamente acondicionado en este infierno!
—¿De qué se lo acusa? —le pregunté yo.
—¡No le hagas caso al bodrio! —me advirtió Pereda, señalando con el pulgar a la falsa diosa—. ¡Es una jugarreta de Schultze, un chiste alemán del peor gusto! ¡Si alguna vez lo encuentro en la esquina de Pampa y Tronador le voy a poner los ojos en vinagre!
La Falsa Euterpe dejó escapar un sonido, mezcla de risa y de gargajo.
—Eso es lo notable que tiene don Luis —me dijo—. Se lo acusa de andar por los barrios de Buenos Aires haciéndose el malevo, echando a diestro y siniestro oblicuas miradas de matón, escupiendo por el colmillo y rezongando entre dientes la mal aprendida letra de algún tango.
—Un gesto individual que a nadie molesta —repuse yo.
—Exactamente. Lo malo está en que don Luis ha querido llevar a la literatura sus fervores misticosuburbanos, hasta el punto de inventar una falsa Mitología en la que los malevos porteños adquieren, no sólo proporciones heroicas, sino hasta vagos contornos metafísicos.
La miré duramente:
—Sólo por esa virtud —le dije—, mi benemérito camarada Luis Pereda merecería los laureles de Apolo.
—¿Sus razones, por favor? —me reclamó la Falsa Euterpe.
—¿No se ha dicho que sobre nuestra literatura viene gravitando un oneroso espíritu de imitación extranjera? ¡Se ha dicho, no lo niegue! Y cuando un hombre como Pereda sale a reivindicar el derecho que lo criollo tiene de ascender al plano universal del arte, se lo ridiculiza y zahiere hasta el punto de hacerle sufrir las incomodidades de un infierno. Pues bien, señora, yo me inclino ante nuestro campeón; y me descubriría reverentemente, si no hubiera perdido mi sombrero en este condenado Helicoide.
—¡Gracias, pueblo! —me gritó Pereda, visiblemente conmovido—. Cuando salga de aquí te pagaré una ginebra en el almacén rosado de la esquina.
Pero la Falsa Euterpe insistió:
—Admitamos —dijo— que nuestro paciente sea un innovador genial. ¿Esa circunstancia le da derecho a capar los vocablos de nuestro idioma y a escribir
soledá
y
virtú, o pesao
y
salao?
—¡Una travesura idiomática! —repuse yo—. Un caprichoso tijereteo de artista. Ese gusto de capar le viene de sus antepasados ganaderos.
—Bien —admitió la falsa Musa—. Pero le quedan los neologismos. Este señor ha tenido la frescura de introducir en el idioma ciertas
baldosedades, aljibismos
y
balaustradumbres
que claman al cielo.
—¿Ha leído a Horacio? —le pregunté.
—¿Horacio? —dijo ella—. No sabía que escribiese. ¡Un mozo tan serio!
—¡No es el mismo! —rezongué—. El Horacio a que me refiero les da piedra libre a los vates para introducir neologismos a rajacincha.
Estaba por contestarme la Falsa Euterpe, cuando intervino un
pseudogogo
que vestía cierta pomposa túnica violeta:
—Señores —declamó en tono resentido—, no me parece justo distraer a estos nobles excursionistas con los retozos literarios de un escritor (y señaló a Pereda) que, según dicen, no ha trascendido aún los estrechos límites de la gramática. Sin pecar de inmodestia, creo que hay en este concurso algunos ingenios más dignos de ocupar una atención humana.
—¡Eso es! ¡Bravo! —dijeron algunas voces.
—¡Compostura! —les gritó la Falsa Euterpe—. ¡No estamos en el café «Tortoni»!
Me volví a ella y le pregunté:
—¿Quién es el tunicado violeta que acaba de expresarse con tan exquisito gusto?
—Es el de las metáforas pedestres —me contestó la falsa Musa.
Y tendiendo hacia él un índice poderosamente ungulado:
—Este señor —expuso— ha caído en la reprensible manía de ensartar comparación tras comparación, sin freno alguno y contra los dictados elementales de la prudencia.
—¿Y qué? —repuse yo—. ¿No es el lenguaje figurado el que cuadra mejor a la poesía?
—Depende, según creo, de las figuras. Este señor, por ejemplo, ha colgado en la percha de su corazón el sobretodo gris de la melancolía; con alarmante frecuencia, se ha venido poniendo y sacando el camisón de la esperanza; comparó sucesivamente sus amores con un bar automático, una caja de fósforos y un par de botines. Ahora se ha envuelto en la frazada caliente de la duda, y no hay Dios que lo haga subir al tranvía del misterio.
Con ojos fraternales miré yo al tunicado violeta:
—Señor —le dije—, con una metáfora intentamos expresar la relación sutil que descubrimos entre dos cosas diferentes. Pero no es el caso rebajar lo superior a lo inferior, sino conseguir, por vía de cotejo, que lo inferior ascienda en cierto modo a lo superior. Comparar el cielo con un
water closet es
ofender al cielo y ridiculizar al
water closet.
—¿Y qué debemos hacer? —gruñó el de violeta—. ¿Comparar el
water closet
con el cielo, para que el
water closet
ascienda? Por otra parte, ¡miren quién habla! Un loro de la nueva generación que nos ha mortificado con las metáforas más absurdas. ¿No escribió usted aquello de «el amor más alegre que un entierro de niños»?
Me puse aquí de todos los colores:
—Vea —le dije—, será una comparación arriesgada, pero tiene un oculto sentido folklórico.
—¡Es un disparate! —chilló el tunicado—. Además, ¿no se atrevió usted a decir que «tu cielo es redondo
y azul
como los huevos de perdiz»? ¿Y desde cuándo esas aves ponen huevos azules? ¿No le ha dicho a una mujer que «en las enredaderas de sus voces incuba tres huevecillos un pájaro de gracia»? ¡Entienda, señor, que el hígado de la Musa no podría tolerar tanto huevo!
—¿Cómo? —rezongó aquí la Falsa Euterpe, mirándome con peligrosa curiosidad—. ¿Este señor ha escrito eso?
—Y más aún —respondió el tunicado—. El joven portalira que se mete a censurar estilos ajenos tuvo la desfachatez de alabar a una señora diciéndole que su sonrisa era «tan grata como la muerte de los tíos ilustres».
La Falsa Euterpe dejó de mirarme para clavar en Schultze dos ojos interrogadores:
—¿No deberíamos agregarlo a mi cortejo? —le preguntó.
Al oírla, sentí que un sudor helado me bañaba la frente, y mucho más al ver que el astrólogo, sin contestar, me estudiaba de pies a cabeza, como si estuviese tomándome las medidas para una túnica.
—¡Un sarampión de juventud! —articulé lleno de espanto—. ¿Y quién no lo tiene? Créase o no, al relacionar entre sí las cosas más heterogéneas, yo quería emanciparlas de sus estrechos límites ontológicos para que tuviesen otras formas y otros destinos.
—¡Este señor delira! —exclamó la Falsa Euterpe, señalándome—. ¡Que le traigan un peplo de fuerza!
—¡Es lo fatal! —dijo aquí, no sin amargura, un tunicado petizo que lucía en sus hombros dos alas de cartón—. ¡Ay del que profana el arte con el ocioso juego de las formas!
Lo miraron todos, y agradecí en mi alma la intervención de aquel nuevo personaje que atraía sobre sí la curiosidad pública.
—¡Ay del que ofende las jerarquías del arte! —volvió a clamar el tunicado petizo.
—¡Usted se calla! —le ordenó la Falsa Euterpe.
Y volviéndose a nosotros habló así:
—Este musajeta que decora sus hombros con dos alas postizas ha dado en la triste locura de servir con su arte a cierto misticismo ramplón, consistente en barajar ángeles y arcángeles a troche y moche.
—¿Y por qué no? —adujo el petizo—. Los ángeles están con nosotros: ¡ay del que no adivina sus invisibles presencias!
—¡Chupacirios! —le gritó aquí un tunicado rojo.
—¡Silencio! —gruñó la falsa Musa—. No he terminado aún con el tunicado petizo. Justo es decir que su manoseo de las criaturas angélicas no tendría demasiada gravedad, si al mismo tiempo no se metiera él en divagaciones teológicas y en simbolismos que ni Dios entiende, sobre todo el de los números. ¡Cosa extraña! Este bardo ha contraído una funesta pasión por el número siete: lo ve todo y lo explica todo en función del siete.
—¡Un número sagrado! —exclamó el petizo, cayendo en éxtasis.
El tunicado rojo que había intervenido ya se adelantó aquí rabiosamente; y entonces reconocí en él a cierto poeta libertario de la calle Boedo. Señalando al petizo, gritó:
—¡No le hagan caso! ¡Es un frailón al servicio de la burguesía!
—¿Y usted? —le preguntó la falsa Musa, estudiándolo cuidadosamente.
—Yo pongo mi arte al servicio de la justicia social —respondió el tunicado rojo.
—¡Eso es invertir las jerarquías! —rezongó el petizo angélico—. Entre las actividades humanas existe un orden jerárquico de valores que sería peligroso destruir. En razón de su trascendencia y universalidad, lo metafísico es superior a lo artístico, y lo artístico es superior a lo político. El arte puede servir a lo metafísico sin rebajarse, ya que, al hacerlo, sube a una esfera superior, en cambio, sirviendo a cualquier actividad que le sea inferior en jerarquía, el arte deja de ser libre para caer en la servidumbre de lo inferior.
—¡Pamplinas! —exclamó el tunicado rojo—. Como sostuve recién, es un frailón muy conocido.
En este punto, y olvidando las normas de prudencia que me había impuesto yo mismo, intervine otra vez en el debate.
—Salvo mejor parecer —dije, volviéndome hacia el astrólogo—, el tunicado petizo dio en la tecla del asunto. Y diré más aún: creo que si se le podara la frondosidad angélica y se le amputase uno que otro siete, el tunicado petizo merecería un ascenso en este Helicoide.
El efecto de mis palabras fue desastroso:
—¿Quién lo mete a redentor? —me gargajeó casi la falsa Musa.
—¿Y con qué derecho ese turista quiere podarme los ángeles? —lloriqueó el tunicado petizo.
—¡Lo conozco! —dijo el tunicado rojo—. Es
un fifi de
la nueva generación que iba todas las noches a Boedo para reírse de la musa libertaria.
Como el tumulto creciera y el cortejo de la Falsa Euterpe amenazase con agredirme, inicié una retirada que hoy mismo no considero vergonzosa. El astrólogo Schultze, corriendo a mi lado, me obligó, empero, a detenerme junto a una reunión de señoras y hombres tendidos en la falsa hierba.