Iniciamos, pues, la marcha y recorrimos una calle de pavimento lustroso, sin encontrar gente alguna ni oír siquiera el más leve rumor humano. Me preguntaba yo si la ciudad estaría desierta, cuando Samuel, al tomar una curva, nos mostró el primer contingente de soberbios. Reconocí un estadio semejante a los que se usan en las carreras pedestres, con su ovalada pista de cemento, sus barandales alrededor y su tribuna en anfiteatro: un equipo de hombres que vestían el somero pantalón de los atletas y calzaban zapatillas de goma, trotaban en círculo, mecánicamente, sin adelantarse los unos a los otros. Nos acercamos a la pista, y advertí que ni una gota de sudor mojaba la piel de los corredores: abstractos, maquinales y en un silencio de pesadilla, trotaban sin cesar, dando vueltas y más vueltas frente a la tribuna vacía. Samuel Tesler dirigió hacia ellos un índice implacable.
—¡Y se llaman filósofos! —dijo en un borbotón de risa—. ¡Unas bestias negras! Pero, ¡atención!
Buscó en torno suyo, afanosamente, hasta dar con un palo de cierta longitud, cuya existencia conocía sin duda.
—¡Atención! —volvió a decirnos—. Me propongo sentar de culo a dos o tres de esos mulatos. ¡Palabra de honor que les haré fregar la pista con la jeta!
Sin más ni más, el filósofo alargó su palo hacia los corredores: tropezó uno, salió rodando fuera de la pista y no tardó en levantarse.
—Pese a las maniobras oscurantistas —jadeó el corredor—, ¡la verdad queda intacta!
—¿Cuál es la verdad? —le preguntó Samuel.
El atleta levantó un índice profesoral:
—
In principio
fue la materia (hile) —dijo—, prediquen lo que predicaren los inventores de ultramundos, como diría el camarada Federico. Paseo a mi alrededor estos ojos que no pueden mentirme. ¿Y qué descubro? ¡La materia viviente, nada más que la materia!
Samuel Tesler se volvió hacia nosotros:
—¡Un mulato de primera agua! —exclamó, lleno de regocijo.
Y encarándose otra vez con el atleta, le preguntó:
—¿Así que usted cree todavía en esa condenada nebulosa? ¿Y que la nebulosa empezó a girar de puro pedo? ¿Y que de puro pedo brotaron las excelencias de este mundo, los principios vermiformes, las animalias reptilias, la inmensidad corpórea de las ballenas, los volátiles de fuerte ala, los cuadrúpedos de paso resonante, y el hombre al fin, ese microcosmo?
—Es la verdad científica —dijo el corredor.
Sin disimular su aburrimiento, el astrólogo Schultze intervino amablemente:
—Lárguelo, y búsqueme otro —le dijo a Samuel—. No estamos ahora para oír esas antiguallas.
Tras de imprimir un beso de ternura en la frente del atleta, el filósofo lo hizo girar con infinito cuidado, y, dándole una cordial patadita en el trasero, lo devolvió al círculo de los que trotaban. En seguida volvió a tender su palo, hasta lograr que cayese otro de los corredores, el cual, no bien se hubo levantado, le increpó sin violencia:
—¡No hay derecho a sabotear esta olimpíada de la razón suficiente! —le dijo el corredor—. ¿Quién es usted? No lo conozco.
—Estúdieme con atención, ¡vale la pena! —le contestó Samuel Tesler, exhibiendo las figuras de su quimono.
El corredor lo miró un instante, se acercó a olfatearlo, y luego esbozó una mueca de escepticismo:
—¡Es inútil! —rezongó al fin—. Capto en usted una serie de referencias visuales: dos cuernos, un traje de
clown,
volúmenes, colores y líneas. Lo huelo, y recibo algunos datos olfatorios (entre paréntesis, no muy agradables). Pero no alcanzo «la cosa en sí»: mi razón suficiente no ha de alcanzarla nunca.
Sin aventurar comentario alguno, Samuel Tesler alzó entonces el palo de marras y lo dejó caer sobre la testa del corredor.
—¿Por qué me golpea? —le dijo éste, no muy indignado.
—No lo golpeo —contestó Samuel—. Es un mensaje de mi «cosa en sí» dirigido a su razón suficiente. ¿Lo ha captado?
—Sólo una referencia táctil —repuso el corredor lleno de tristeza—. La «cosa en sí» permanece aislada: yo soy una isla, usted es una isla, él es una isla, nosotros somos...
Y reanudó su trote, conjugando aquel verbo poco alegre. A continuación, y por vez tercera, Samuel alargó su palo infalible. Dos nuevos corredores besaron la pista de cemento: uno, gordo y tranquilo, se incorporó con algunas dificultades; llevaba el otro anteojeras de caballo, y parecía dudar entre levantarse o no. A este último se dirigió Samuel:
—Una buena caída —le dijo en tono afable.
—¿Caída? —replicó el de las anteojeras—. No sé aún si fue o no una caída: por eso dudo entre levantarme o quedarme tendido (en el supuesto caso de que yo esté ahora tendido). ¡Imagínese qué absurdo sería, si yo intentara levantarme de una caída inexistente!
—¡Un agnóstico! —exclamó Schultze maravillado.
—Nada es cognoscible —dijo el de las anteojeras—. Lo prudente, a mi juicio, es no abrir opinión sobre nada y acorazarse en una duda fundamental que, si bien se mira, no deja de tener su
confort.
—¿Y por qué corría, entonces? —le preguntó Samuel.
El de las anteojeras, tendido aún junto a la pista, lo miró fríamente:
—Queda por demostrar si yo corría o no —repuso—. El hecho de que tal vez no estoy caído podría embarcarnos en la sospecha de que tal vez estoy de pie. ¡Tentación peligrosa! Y aun en el caso de que lo estuviera, sería imposible afirmar si estoy inmóvil o corriendo.
—La flecha de Zenón ha herido a este mulato en la pensadora —rió Samuel Tesler.
—Déjelo que se vaya —le sugirió Schultze—, si es que consigue hacerle admitir que no se ha ido todavía.
Nuestro enquimonado filósofo levantó al de las anteojeras, le mostró la pista y le dijo:
—Ya puede irse. Buenas noches.
Pero el de las anteojeras, antes de reintegrarse al círculo de los corredores, objetó prudentemente:
—¿Es de noche o de día? ¿O ninguna de las dos cosas? Ésa es la cuestión. Y aunque fuese de noche, no veo razón alguna para que se la califique de buena o de mala, o se le dé cualquier otro predicado igualmente dudoso.
Y se alejó trotando. Entonces el corredor gordo, que se había mantenido a distancia, se nos acercó y nos dijo lleno de indulgencia:
—¡Ya ven ustedes a qué conduce un espíritu sectario! ¡Gran Dios! Al repasar la historia del mundo, ¿qué leemos? Guerras del sectarismo: guerra entre religiones que se creyeron diferentes, guerra entre filosofías que se imaginaron encontradas. ¿Absurdo? Zoroastro, Lao-Tse, Buda, Jesucristo, Mahoma: todos eran iniciados y dieron con una punta de la verdad. Entonces, ¿a qué romperse la crisma entre hermanos? Yo reúno a todos esos
pioneers
de la verdad y los meto en la coctelera de lo Absoluto; les agrego el
bitter
de la tolerancia, sacudo bien la mezcla, y la sirvo helada y con frutas a los hermanos que tienen sed. «No profundizar», he ahí nuestro lema: basta con que el olor de la verdad metafísica nos emborrache gratamente, aunque no hasta el punto de hacernos olvidar los negocios. ¡No arrancarse las barbas entre hermanos, por una contradicción ideológica que se ha resuelto ya en mi coctelera! Y sobre todo abrir las fauces del alma y devorar con fruición todo lo que huela vagamente a misterio. No veo mal alguno, por ejemplo, en que se practique algo de magia negra en los salones, con tal que las señoras no se desmayen de pavor en sus lujosos canapés de raso. Tampoco me disgusta que a esos excelentes espíritus desencarnados se los haga trabajar un poco en la remoción de sillas, mesas de tres patas y otros muebles domésticos; por otra parte, la conversación mediúmnica sostenida con un Alejandro Magno, un Calígula, un Borgia o un Napoleón no deja de ser edificante ni de aportar a la historia materiales inéditos. En una palabra: eclecticismo. ¡Y vengan días y caigan panes? Al fin y al cabo Dios es una excelente persona.
Con mucha gravedad Samuel Tesler escuchaba el discurso del atleta gordo. Y no bien hubo terminado, le preguntó:
—Dígame, señor, con todas las reservas del caso, sin que signifique de mi parte una intromisión en su vida privada, y bajo solemne juramento que le hago de no violar las profundas leyes de la discreción: ¿no será usted eso que se ha dado en llamar (con perdón) un
teósofo?
—Usted lo ha dicho —le contestó el atleta.
—¡Me lo temía! —gruñó Samuel tristemente.
Y en un súbito arranque de indignación:
—¡Fuera de aquí! —le dijo—. ¡Y llévese su maldita coctelera!
El teósofo se alejó sin réplica ninguna; visto lo cual Samuel Tesler insistió con su caña hasta derribar a otro corredor y sacarlo de la pista. Era un Adonis de rasgos casi femeninos, cuya belleza se menoscababa en pestañeos y tics tan variados como frecuentes. Se puso de pie, dirigió al filósofo una mirada llena de reproche y le dijo:
—Es una crueldad oponer obstáculos a un hombre que sufre el Complejo del Escalón.
—¿Qué complejo es ése? —le preguntó Samuel.
—Consiste —respondió el Adonis— en una fobia que mi subconsciente manifiesta cada vez que da con un obstáculo, sea escalón, valla, puerta o cortina. Al hacer mi psicoanálisis, hallé, tras laboriosos tanteos del subconsciente, que la fobia se había originado en el instante mismo de mi nacimiento, gracias a la estrechez de la salida materna.
—Eso es cavar hondo —comentó Samuel.
—Pero la búsqueda no fue inútil —repuso el Adonis—. Porque, de paso, descubrí en mí la fobia de la Tijera, la del Colchón, la del Perro de Lanas, la del Sobretodo a Cuadros, la del Vigilante y la del Carozo de Aceituna. Sufro, además, los siguientes complejos: el de Edipo, el de la Reina de Saba, el de Nabucodonosor, el de Miguel Ángel y el de Catalina de Medicis. Por otra parte, mi secreción interna funciona de tal modo, que ha determinado en mí algunos problemas sexuales de factura exquisita, sin contar una refrenada inclinación al homicidio y tendencias culpables a la literatura.
—¡Bien por la secreción interna! —dijo Samuel—. ¿Y qué se infiere de todo eso?
—¡Una revolución en la moral! —exclamó el Adonis embelesado— Imagínese que la predestinación de cada uno está escrita en sus glándulas: eso quiere decir que, con la misma inconsciencia e irresponsabilidad, yo puedo cometer un asesinato, pintar la Gioconda o escribir la Crítica de la Razón Pura.
Samuel Tesler alzó los brazos al cielo:
—¡Estamos en las vísperas del Superhombre! —anunció religiosamente—. Los trigos están maduros, y el viejo Zarathustra descuelga ya su hoz.
Pero el Adonis hizo una mueca de contrariedad:
—Mi satisfacción habría sido completa —refunfuñó— si usted no me hubiese tendido ese palo importuno. Justamente, antes de caer, buscaba yo el simbolismo de un sueño que tuve anoche. Me veía extraviado en una selva, y lleno de angustia buscaba la salida entre árboles y enredaderas hostiles. De pronto, se me apareció un canguro australiano, el cual, sentado sobre sus dos patas inferiores, se puso a mirarme largamente y con el aire de la más negra melancolía. Cerré los ojos un instante, y al reabrirlos vi que en el lugar del canguro se alzaba un ropero de tres cuerpos. Me dirigí a él, en busca de una prenda íntima, y al acercarme vi cómo el ropero se disipaba en el aire para dar lugar al canguro australiano. Eché a correr entonces, perseguido de cerca por el canguro; hasta que, al dejar de oír sus grandes zancadas, me detuve, giré sobre mis talones y volví a encontrarme con el ropero.
—Curioso —admitió Samuel—. ¿Ha encontrado en el sueño ése alguna significación oculta?
—No todavía —respondió el Adonis—. Pero ese canguro me tiene preocupado.
Samuel Tesler manifestó aquí una vislumbre de simpatía humana.
—No se alarme —le dijo en tono confidencial—. Yo tuve anoche un sueño peor, y, sin embargo, aquí me tiene.
—¿Qué soñó usted? —le preguntó el Adonis.
—Soñé que mi culo era una rosa, y que usted la olía.
El Adonis quedó pensativo, tal como si aventurase o repasara textos.
—¡Hum! —dijo al fin—. Esa rosa me da mala espina, y ese culo no me huele del todo bien. Yo que usted, me haría psicoanalizar.
Al oír aquellas palabras que, a su juicio, traducían un insulto hecho a su investidura, Samuel Tesler alzó el palo con la visible intención de hacerlo caer sobre la cabeza del Adonis. Pero el Adonis, advertido quizá por alguno de sus numerosos complejos, ganó la pista y se reintegró al círculo de los que trotaban.
El astrólogo y yo abandonamos el terreno: inútilmente nos invitó Samuel a presenciar la caída de otros mulatos que, a su juicio, eran lo mejor del lote; nos mantuvimos inflexibles, sobre todo Schultze, quien, al exteriorizar su aburrimiento, censuró de paso el lenguaje libre con que Samuel Tesler se había dirigido al Adonis, olvidando la majestad del sitio en que se hallaba y el decoro de sus visitantes. Con la cabeza gacha, bien que gruñendo interiormente, Samuel volvió a tomarnos la delantera, y nos condujo hacia el pórtico de un edificio monumental que se levantaba entre jardines. El camino de acceso aparecía flanqueado por numerosas estatuas de sal: eran figurones en traje de etiqueta, panzudos y rígidos, enhiestos y orgullosos en sus pedestales de salitre; y, a nuestro paso, se quitaban ceremoniosamente sus galeras de felpa.
—¿Quiénes son esos personajes tan orondos? —le pregunté a Samuel.
—Los Presidentes Grises —me contestó el filósofo con expresión enigmática.
Llegamos al pórtico del edificio, donde tres porteros negros que vestían uniformes de lujosa botonadura chupaban mates gigantescos y no reparaban siquiera en nosotros. Samuel abrió la puerta, detrás de la cual no vi ni
hall
ni antesala ni corredor alguno, sino un ambiente de grandes proporciones que me dio la idea exacta de un recinto parlamentario, con sus bancas en hemiciclo, su tribuna presidencial, su palco de la prensa y su barra en las alturas. No bien entramos, advertí que todo el mundo estaba en su lugar: los diputados en sus bancas, el presidente en su tribuna, los cronistas en sus pupitres; y advertí más tarde que, pese a las apariencias, aquel Parlamento estaba funcionando, bien que sin ruido alguno y con una deshumanización de gestos que me hizo pensar en los de una máquina bien aceitada. Lo que solicitó en seguida mi atención fue cierto personaje sentado frente al hemiciclo y sobre un pedestal: era un hombre rústico, de facciones tostadas y expresión atónita, que vestía bombachas de campo y un poncho de vicuña muy raído; en la base del pedestal se veían canastos de rosas y placas de mármol cuyas letras decían: «A Juan Demos, homenaje de sus apasionados admiradores.» Intentaba yo acercarme al hombre del pedestal, cuando Samuel Tesler me detuvo: