Sencilla, inesperadamente, la monstruosa criatura nos dijo su nombre: don Ecuménico. Al oírlo, el astrólogo Schultze no pestañeó siquiera, y Samuel Tesler ni desvió la mirada: sólo yo di señales primero de consternación y luego de maravilla, no por el nombre desusado que la criatura llevaba y al cual sólo hubiera podido censurársele un arcaísmo sin maldad alguna, sino por el hecho asombroso de que nos dirigiese la palabra una bestezuela humilde, apenas un gusano con alas. Por eso fue que, lejos de prestar atención a su nombre, me puse a considerar los detalles físicos de aquel insecto cuyas presunciones humanas caían, a mi entender, en lo risible. Su cabeza, comparable a la de una mariposa corriente, manifestaba un par de ojos facetados y saltones, dos pulpos velludos y una espirotrompa que se recogía y estiraba fiel a cierto ritmo; sin embargo, no tardé yo en advertir que una turbadora expresión de humanidad se abría camino entre aquellos rasgos bestiales, y que una luz inteligente relampagueaba en las facetas de aquellos ojos. A continuación venía el tórax, del cual arrancaban patitas enclenques y anchurosas alas cubiertas de un polvo amarillo, rojo y azul que se desprendía y aventaba de las mismas al más leve temblor; y por último el abdomen de gordos anillos, en los cuales perduraba la estructura del gusano que había sido antes de adquirir su maquinaria de vuelo. Un polen granuloso y de color malsano le emporcaba la cabeza y el tórax, como si el bicharraco se hubiera metido en cien flores prohibidas, entre venenosos estambres, hasta nectarios malditos. Pero lo más desconcertante resultó al fin el hecho de que aquel monstruo tuviera una historia, y el de que se atreviese a referirla sin pudor alguno y hasta con cierta delectación que, a mi juicio, no convenía de ningún modo a un insecto parlante, aunque se llamara don Ecuménico.
—Para entender mi caso —empezó a decir la bestezuela— sería preciso evocar las metamorfosis antiguas que Ovidio, Apuleyo y Luciano describieron en páginas memorables. Contrariamente a lo que ha venido afirmando una erudición sin vuelo, el tema de la «metamorfosis» no sólo pertenece a la mentalidad clásica, sino a todos los hombres que, dotados de metafísicas antenas, intuyen en lo permanente de su ser y en lo efímero de su estructura humana la posibilidad o el riesgo de una transformación. Ahora bien, la metamorfosis puede consistir en un mero trueque de formas realizado por el ser con la misma naturalidad y la misma inocencia de la serpiente que cambia todos los años de pellejo, o en una mutación impuesta extraordinariamente al ser como castigo. La mía, señores, pertenece al último género.
Tras aquel exordio, el bicho alado que se hacía llamar don Ecuménico abrió una pausa. No me atreveré a decir que su tono inicial fuese pedantesco, irritante o engolado de suficiencia, por tratarse de matices expresivos no fáciles de captar en una voz que sale de cierta ridícula espirotrompa; lo que afirmo sin temor de cometer injusticia ninguna es que don Ecuménico, al hablar de «castigo», lo había hecho con una desvergonzada frialdad académica y sin aquel tono de contrición que hubiera sido agradable sorprender en una criatura lanzada por los dioses al octavo círculo de un infierno, aunque tal criatura fuese un mariposón risible y se atribuyera un nombre arcaico hasta la oxidación.
—Nací en el barrio de San José de Flores —prosiguió el insecto—. Era mi padre un silencioso relojero turinés y mi madre una tierna criatura española. Fui el menor de tres hermanos varones, el más débil y el incomprensible único en aquel exacto y tintineante hogar de relojería. Vivíamos en un caserón vetusto, con su taller de relojero a la calle, sus habitaciones inmensas, su patio techado de glicinas y un fondo agreste que mi madre se obstinaba en llamar «jardín» y sólo fue una espesura de árboles, enredaderas y yuyos apretados en la más estrecha de las hermandades. No sin angustia recuerdo aquella infancia vivida en el taller de mi padre (un recinto lleno de tictacs, campanadas monótonas, péndulos en obsesionante vaivén y esferas de relojes que decían la misma hora, que gritaban la misma hora, unánimes y deshumanizados); o bien en las habitaciones del caserón, donde alentaba siempre un bullicio de charlas y de juegos que yo no compartía; o en la maraña del jardín, a cuyo amparo mi soledad se redondeaba como una fruta delectable. Apenas tenía yo nueve años, y, lejos de entregarme, como todos los niños, a la fuerte, a la dulce, a la bien pintada ilusión de las cosas, discurría entre dudas y temores, adivinaba secretas realidades tras el velo para mí engañoso del acontecer; de manera que, a mis ojos, el mundo era una concurrencia de formas y hechos inexplicables, nada seguros y siempre temibles en razón de su gratuidad. Recuerdo que mi desconfianza metafísica llegó hasta poner en duda la regularidad de los fenómenos naturales, y que más de una vez, al despertar, mi corazón redobló de espanto en la sospecha de que, al abrir los ojos, me hallaría en otro mundo, entre objetos distintos y seres abominables. Claro está que mis intuiciones infantiles no alcanzaban expresión alguna; en cambio, me producían tristezas, desolaciones y sobrecogimientos que se condensaban a veces en irresistibles golpes de llanto, sobre todo en la mesa familiar y durante la comida que, sin acertar la causa, me parecía el más absurdo y el más triste de los gestos humanos; entonces, urgido a explicar la razón de mis lágrimas, yo no sabía qué decir y guardaba un emparrado silencio, visto lo cual gruñía mi padre, se burlaban mis hermanos y sonreía mi madre al dirigirme una mirada llena de piadosas adivinaciones; más tarde, queriendo evitar el deshonor de aquellas burlas y aquellos rezongos, inventé para mi llanto una serie de causas tan inverosímiles, que, lejos de convencer a nadie, aumentaron la fama ya cuantiosa de mis «lloraderas». Episodios menos abstractos contribuyeron a mantener esa reputación extraña que se había tejido en torno de mi sensibilidad. Recuerdo que mi padre, aficionado, como buen relojero, a las nuevas invenciones mecánicas, había comprado uno de los primeros fonógrafos que llegaron a Buenos Aires: era un monstruo chillón, con su corneta niquelada y su cilindro de metal en el que se introducía el huecocilindro grabado que deseaba escucharse. Entre las grabaciones adquiridas por mi padre, hubo una gracias a la cual aquel fonógrafo rudimentario se convirtió para mí en máquina de tortura: era una «carcelera» española, una turbia canción de presidio cuyos versos iniciales decían así:
Por matar a una mujer
tocóme la última pena;
me firma el rey la condena,
y comienza el padecer,
amarrado a una cadena.
Ya fuese el triste asunto de la canción, ya la música desgarradora que le habían puesto, ya la doliente voz del cautivo que la entonaba, ya las tres cosas juntas, vertidas y desfiguradas por aquel mecanismo elemental aún, lo cierto fue que, al oírla por vez primera, se me anudó la garganta y no pude contener los sollozos. A la sorpresa familiar sucedieron, como de costumbre, la risa de mis hermanos y la indignación de mi padre; el buen relojero, que amaba la ciencia experimental, insistió dos o tres veces en la «carcelera» del cilindro; y al observar que todas las audiciones me producían el mismo efecto, abandonó la experiencia, en la seguridad de que se hallaba frente a lo ininteligible. Pero, ¡ay!, mis hermanos habían recogido la observación: durante meses, con esa crueldad minuciosa de los niños, espiaron mi alma, eligieron mis instantes felices, y volaron al fonógrafo, para obligarme a oír la «carcelera» que me hacía llorar con una precisión matemática.
»Ignoro si esas manifestaciones pueriles acusaban en mí un «sentimiento trágico de la vida» curiosamente prematuro. Y al formular esta duda viene a mi memoria otro episodio de mi infancia que también fue considerado risible y que, a mi juicio, no lo era. Todos los años, para la Navidad, mi madre nos hacía escribir tarjetas postales de salutación a nuestra tía Úrsula que habitaba en Rauch: eran cartulinas decoradas con una paloma que llevaba cierto mensaje en el pico, y aquella vez mi madre nos incitó a escribir un «pensamiento» de los que se estilaban entonces. Mis hermanos acudieron a los lugares comunes de «¡Vuela, postalcita, vuela!», o de «Al abrir esta postal», con el aditamento de felices augurios que la circunstancia requería; pero yo, tras mordisquear un largo rato la lapicera, escribí el siguiente aforismo, con mi elogiada letra vertical y redonda:
Dígase lo que se diga,
no es tan fiera la Muerte
como la pintan.
»No se ha de creer, empero, que mi alma infantil desoyera sistemáticamente los reclamos del júbilo: yo también acataba las periódicas estaciones del gozo y me rendía con facilidad a sus locuras; pero, a fuerza de observarme, advertí luego que los míos eran júbilos de vísperas, gozos en antelación que se marchitaban antes de lograr su madurez. Entre los chicos del barrio, por ejemplo, yo era el que, al acercarse la fiesta de San Juan, preparaba los monigotes que habrían de ser quemados en la hoguera famosa. Señores, ¡qué preludios de alegría tarareaba mi corazón al rellenar con papeles y virutas los trajes en desuso, al pintarrajear las caras de los muñecos y al esconder en sus risibles cabezotas la gruesa de cohetes que, al reventar, anunciarían el fin de la quemazón! Pero llegaba la noche ilustre: los chicos disponían el rimero de combustibles, plantaba yo en lo alto mis monigotes, estallaba y crecía la hoguera entre un griterío ensordecedor, la ronda infantil giraba en torno del chisporroteante fuego; y yo, con un pie ya puesto en los umbrales de la alegría, me quedaba inmóvil de pronto, sentía que junto al fuego de San Juan el corazón se me arrugaba como una hoja, y concluía por distanciarme cautelosamente, para considerar desde lejos el extraño, el incomprensible regocijo de los otros. Las vísperas del Carnaval también eran favorables a mi expectación del júbilo: tenía yo un traje de payaso que mi madre retiraba del baúl algunos días antes de la fiesta, para que se ventilara y recibiese luego el consabido planchas»; no imaginan ustedes los escalofríos de anticipada felicidad que me producían el retintín de los cascabeles, el olor de la tela y los dibujos caprichosos que adornaban aquel traje destinado a ser la librea de mis locuras. Llegaba por fin el gran domingo de los domingos: entre mis hermanos, que también se cubrían de ropas y abalorios, me enfundaba yo en mi disfraz cascabeleante y recibía en la cara los toques de bermellón, cobalto y negro de humo, todo ello solemnemente, como quien reviste los atributos de una liturgia; volaba luego a la calle, meditando en las mil piruetas, dichos y gestos que debería yo exteriorizar ante los ojos asombrados de la muchedumbre; pero, al enfrentarme con la ola humana que ya reía y gritaba afuera, sentía de pronto un raro envaramiento de corazón, una frialdad interna que congelaba súbitamente mis entusiasmos en agraz; entonces, dejándome caer en el umbral de la casa, permanecía sentado allí, solo e inmóvil, con el puño en el mentón y la mirada errabunda, observando en los otros aquella embriaguez de alma que parecía negárseme, ¡ay!, sistemáticamente.
»Con todo, no fui lo que se ha dado en llamar «un hombre sin infancia»: también yo viví en imaginación aquellos romances infantiles que nos dejan los ojos enfermos de lejanía, sobre todo en la maraña del jardín, en cuya intimidad practiqué un robinsonismo lleno de sabores paradisíacos. Mis aventuras marítimas se cumplieron en la tapa suelta de un antiguo baúl, embarcado en la cual descubrí océanos fabulosos y entoné barcarolas de mi cosecha o amenazantes canciones de filibustería. En cuanto a mis experiencias de lo heroico, se redujeron a una versión antojadiza del combate de San Lorenzo, en la que yo, actuando como sargento Cabral, me dejaba caer desde la techumbre del gallinero hasta un destripado colchón en desuso, no sin exclamar las históricas palabras: «¡Muero contento, hemos batido al enemigo!» Tanta heroicidad acabó cierta vez en que mis hermanos, al retirar el colchón intencionalmente, me hicieron aterrizar contra mi gusto en las duras baldosas del patio.
El insecto volvió a callar en este punto. Y yo, que había cerrado mis ojos por eludir el contraste de aquella dulce historia humana con la figura bestial que la refería, los abrí de nuevo, para dar otra vez con una espirotrompa movible y dos ojos facetados que me miraban yo diría que tiernamente. Acaso don Ecuménico (si es que tal era el nombre de aquel bicho prodigioso) aguardaba una pregunta, una objeción, cualquier sonido nuestro que lo alentara en la relación de su historia. Esperó inútilmente, ya que ninguno de nosotros había dialogado jamás con una bestia. Y al cabo de su esperanza, dijo lo siguiente:
—Si he insistido más de la cuenta en algunos episodios de mi niñez, lo hice con la intención de que vieran ustedes en ellos el anuncio de una personalidad no común, o el amanecer de un alma cuyas intuiciones y anhelos hubiesen llegado tal vez a la metafísica o al arte, si hubieran sido canalizados en su hora oportuna. Desgraciadamente, nadie captó en mi hogar aquellos indicios reveladores; y mi alma, reprimida en sus naturales movimientos, fue desde ya materia dócil al pecado que mucho después la embarcaría en la más curiosa de las metamorfosis. Pero me adelanto a los acontecimientos, y la siniestra Casa de los Libros está lejos aún de mi relato.
«Concluyeron los días de la infancia: mis dos hermanos, dúctiles a la sugestión paterna, condescendieron a dejarse iniciar en los primores de la relojería; negado yo a todo lo manual y sin otro bagaje que mi atildada letra y muchos conocimientos inútiles, fui destinado al escritorio de un aserradero vecino. Aquellos años de adolescencia nada traen a mi memoria, como no sea la noción de un deber monótono, el recuerdo de un aserrín impalpable que se nos metía por las narices y la boca, un gusto de tanino en la lengua y dos o tres caras brutales que se han agrisado en la lejanía del tiempo. A decir verdad, esta historia continúa en un instante preciso de mi juventud: aquel en que conocí a Dolores. He olvidado ya las circunstancias de aquel maravilloso encuentro, pero no dudé yo entonces que, desde toda la eternidad, algún ángel estudioso había manejado los hilos del acontecer para que Dolores y yo nos enfrentáramos en tal sitio y a tal hora con la exactitud matemática de una conjunción astral. Dolores era una criatura de pelo rubio, caliente y oloroso como las espigas que, no cortadas aún, se balancean al sol; tenían sus ojos un color verde sauce reflejado en aguas quietas, y mi madre hubiera dicho de su cara que traía el sol en un cachete y la luna en el otro; si el amor fuese tornero, no vacilaría yo en afirmar que los brazos de aquella muchacha salieron del mismo torno del amor; y no describo más, ya que Dolores fue para mí sólo una cara, dos brazos y un vestido azul cuyo secreto no me atreví a develar ni siquiera en imaginación, ¡tan puros fueron entonces mis ojos y tan casta la naturaleza de mis amores! En cambio, ¡qué inéditos escalofríos, qué sabrosos presentimientos de la delicia y también qué angustias indecibles me trajo la revelación de aquella mujer! Señores, al evocar esa pueril historia, me digo que hay en el hombre una capacidad de amor esencialmente metafísica: es un ala de amor que yerra, se lastima y ensucia en este mundo, porque fue creada sólo para la navegación del cielo. Entre Dolores y yo no hubo al principio más que un intercambio de palabras artificiales y de silencios elocuentes: la segunda revelación se produjo en mí cuando me llegaron sus primeros versos, escritos en papel rosa y firmados con un «Dolores» que partía el alma. Jamás había oído yo palabras tan musicales y tan tristes como las de aquellos renglones: al leerlos y releerlos me parecía escuchar la exaltación de un alma que, perdida en este mundo de aserrín y de humo, acababa de hallar su gemela, profería el grito de su júbilo y adelantaba ya una sombra de amarguísimas premoniciones. No dudando que con Dolores había dado yo en una criatura más divina que humana, decidí levantarme hasta su nivel y responderle con versos de mi cosecha: perdí entonces el sueño, contando sílabas y buscando consonantes imposibles. Tan magna obra llegó a ocupar todo mi día, en el sucio escritorio del aserradero, y bajo la observación de mis tres colegas oficinistas, Cara de Ratón, Cara de Buey, Cara de Zorro, que ya concebían serios temores acerca de mi salud mental. Concluido el borrador de mi poema, lo transcribí a máquina en una vieja «Remington» que teníamos en la oficina y que, reumática ya de tanto escribir facturas y memorándums, pareció tomar bajo mis dedos un airoso trote lírico. Dolores recibió mi canto y respondió con un madrigal que me dejó sin habla: de tal manera se inició entre nosotros un poético diálogo cuya sublimidad, al enajenarme del globo terrestre, me hizo olvidar también los más elementales dictados de la prudencia. Un día, mientras dactilografiaba yo algunas estrofas en la vieja «Remington», me sorprendió el gerente del aserradero: arrancó el papel de la máquina, enrojeció a su lectura; y, sin abrir la boca, me señaló la puerta con un índice recto, ante Cara de Ratón, Cara de Zorro y Cara de Buey que palidecían, mudos testigos de aquella catástrofe. Cierto es que perdí mi colocación; mas en cambio, tras un corto vendaval doméstico, me sentí libre y dueño de consagrar enteramente mis horas al cultivo de aquel amor ideal, a la frecuentación de aquella mujer sublime, y sobre todo a nuestro intercambio de poemas que adquirió en seguida un ritmo vertiginoso. Descubrí entonces que en aquella correspondencia lírica se cifraba todo el encanto de nuestro idilio: mis entrevistas con Dolores fueron haciéndose más espaciadas y más cortas; a decir verdad, enfrentados el uno con el otro, nada tenía yo que decirle y nada me decía ella; observaba yo, por el contrario, que nuestras aproximaciones físicas, lejos de prestarle ayuda, estorbaban el comercio sutil a que se habían entregado nuestras almas; y en ese tenor de cosas llegué a eludir mis encuentros con ella, sólo interesado en sus epístolas musicales que me traía el correo dos veces por semana. La desaparición de Dolores fue tan misteriosa como Dolores misma: cesaron de pronto sus mensajes líricos, la busqué inútilmente, hice averiguaciones en su calle; fiel a su naturaleza enigmática, Dolores habíase desvanecido sin dejar rastros. No diré ahora el cúmulo de lloros, exaltaciones y desvelos que arrojó sobre mí el eclipse de aquella mujer, ni la suerte de adoración a que me di luego al releer y venerar sus poemas admirables escritos en papel rosa. Años después, al frecuentar la siniestra Casa de los Libros, supe que los versos de Dolores pertenecían a Gustavo Adolfo Bécquer; y la perdoné sinceramente desde el fondo de mis recuerdos. Lo que todavía no he perdonado a Dolores es que su misteriosa desaparición (aquella que me había hecho soñar con el rapto de los ángeles) respondiera, según me advirtieron después, a su interesado y súbito matrimonio con un obeso importador de vinos.