Adán Buenosayres (42 page)

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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—Creo que de los
maffiosos
rosarinos —aventuró Pereda.

—¡Barbaridad! —musitó aún doña Venus con un hilo de voz que fue adelgazando hasta morir en silenciosas honduras—. ¡Matarlos es poco!

Al reflujo de aquella voz que subía o bajaba como una marea, la normalidad se construyó de nuevo en el vestíbulo. Pero el astrólogo se había entusiasmado con la ferocidad mediúmnica de doña Venus.

—Esa mujer tiene alma de verdugo —reconoció—: una crueldad primitiva. ¡Lástima que no conozca las torturas orientales!

—O las de los indios americanos —le retrucó Bernini, que no cedía nunca en materia de folklore.

—¡Bah! —repuso Schultze.

—¿Las conoce?

—No, pero me las imagino. Bestialidad pura, ¿no es así? Tormentos que no van más allá del mundo físico. En Oriente se ataca el mundo espiritual o el moral.

Bernini sonrió con indulgencia.

—¿Conoce la tortura del
camoatí?

—Y usted —le replicó Schultze—¿conoce el suplicio de la Odalisca Enamorada?

Franky se dirigió entonces a los dos contendientes:

—¿Y el de la Gota de Agua? —les insinuó con misterio—. ¿Y el de la Pluma de Codorniz?

Entre los muros de color de sangre, a la luz pegajosa del vestíbulo, bajo la ceñuda vigilancia del Conductor, ante los ojos benévolos del Gasista y el resentido empaque del Señor Maduro, las descripciones de los tres especialistas desfilaron en ronda macabra. Y el petizo Bernini fue quien inició aquella serie: He ahí que su Prisionero es izado hasta las últimas ramas de un quebracho gigante, y allí permanece, junto a las redondas colmenas. Desnudo está el Prisionero, y las aún confiadas avispas le zumban en los oídos y se le pegan a los ojos, a las narices y a los labios. ¡No moverse! ¡Aguantar! El Prisionero trata de quedarse inmóvil, pues no ignora la clase de suplicio que le aguarda. Pero enloquece al fin, ¡y se agita! Entonces los insectos entran en furor, lo atacan a millares, lo acribillan con sus dardos, lo cubren de mil pequeñas heridas que sangran. Luego corren las horas de fiebre y de sed en que el Prisionero, en su delirio, ríe o llora, grita su canto de guerra o balbuce una tonada de amor. Y la noche se acaba, y al día siguiente las aves carniceras giran en torno de un pingajo sangrante que bailotea en las alturas al soplo del viento.

Un tanto literaria pareció a los oyentes la descripción de Bernini, y todos ellos quedaron absortos. Pero en seguida tomó Schultze la palabra. El cuadro que describía era más apacible, y conquistó inmediatamente la simpatía del auditorio: Una cámara oriental, suntuosa de tapices y de pebeteros en que arden resinas aromáticas. Allí está el Prisionero, tendido en una otomana de valor incalculable; y ante la suntuosidad que lo rodea, el Prisionero vacila, duda, teme. Se alza de pronto un cortinado, ¡atención!, y entra la Odalisca, harinosa y ágil como una gacela de Arabia. La Odalisca empieza su obra de seducción, y el Prisionero, ¡ay!, se deja envolver en las redes áureas. Se multiplican los asaltos amorosos: el Prisionero cree habérselas con una hurí de Mahoma. Pero, exhausto al fin, querría dormirse; y como la Odalisca no lo deja, el Prisionero se ve obligado a sacrificarle sus últimos ardores. Duerme ya; insiste la Odalisca. ¡Nada! El Prisionero está dormido. Entonces entran en la cámara dos etíopes gigantes que
azotan
al Prisionero con ramas de ortiga y le hacen ingerir brebajes afrodisíacos. Y el suplicio continúa entre la Odalisca y el Prisionero; hasta que, derrumbado sobre los tapices, el Prisionero muere de amor.

El relato de Schultze produjo en los oyentes del vestíbulo una incredulidad que intentó combatir el astrólogo mediante sabias reflexiones acerca del amor y la muerte. Lo intentó y no lo consiguió, porque Franky Amundsen ardía ya en deseos de aportar al certamen su granito de arena: caviloso en extremo, Franky vacilaba entre la tortura de la Gota de Agua, que el feroz Culquelubi hacía sufrir al ex Templario en «El Filtro de los Califas», y el tormento de la Pluma de Codorniz que sufre Tinker, el joven auxiliar de Sexton Blake, en la terrorífica historia de «El Miedo Azul». Se decidió al fin por lo último: Ahora el Prisionero está bien atado en la cámara de torturas; y su verdugo, un chino sonriente, acaba de sacarle los zapatos y las medias (aquí empezó a sonreír el auditorio). ¿Qué hace después el verdugo chino? Toma una pluma de codorniz, y con ella le hace cosquillas al Prisionero en la planta de los pies (la sonrisa del auditorio se acentuó aquí visiblemente). El Prisionero ríe a carcajadas, llora de risa (franca hilaridad del auditorio); hasta que la broma se le hace intolerable, le zumban los oídos, estallan sus nervios, y la risa degenera en alarido y sollozo. El suplicio termina en la locura del Prisionero.

Si la descripción de Schultze había levantado resistencias, la de Franky desencadenó un verdadero tropel de objeciones. El pro y el contra de la risa como agente de tortura fueron pesados cuidadosamente. Hasta que doña Venus, dormida como nunca, se agitó en lo alto de su taburete y pronunció su fallo inapelable:

—Tres macaneadores —dijo—. Eso es lo que son: tres macaneadores.

Atónitos quedaron los tres polemistas al oír un juicio tan severo. Adán Buenosayres y Luis Pereda soltaron la risa. Pero algo se conmovió al fin debajo de la pétrea envoltura en que se atrincheraba el Conductor Gallego:

—¡Torturas! —refunfuñó—. Para torturas, la policía. Eso es lo que saben: torturar a los detenidos, para obligarles a declarar. ¡Y declaran, culpables o no!

—¿Podría jurarlo? —le preguntó Franky en tono agresivo.

—¡Qué avispas ni qué plumas! —dijo el Conductor sin oírlo siquiera—. Los interrogan día y noche, sin dejarlos dormir, les retuercen el dedo gordo del pie o (con perdón) los testículos; les dan anchoas y arenques ahumados, para que tengan sed, y más tarde les niegan el agua.

—¡Bárbaros! —cacareó apaciblemente doña Venus.

Pero el Gasista sonrió, lustroso todo él de benevolencia.

—¡Qué quiere! —dijo—. Si no les hacen eso, no
cantan.

—¿Y el recurso de
albas corpas?
—le objetó el Conductor, hecho una ponzoña viva.

Franky pegó un salto.

—¿El recurso de qué? —preguntó, sin dar crédito a sus oídos.

—De
albas corpus
—dijo el Conductor—. Eso es lo legal.

Franky volvió hacia su grupo dos ojos consternados.

—¿Habré oído mal? —se preguntó.

—Bien dicen —comentó Pereda— que todo gallego nace con un Código bajo el brazo.

Doña Venus movió a un lado y otro su cabeza durmiente:

—Sí —dijo—. Son unos brutos.

La risa estalló en todos los labios, y el Conductor Gallego frunció la jeta en un rictus amenazante. Por fortuna el petizo Bernini, cuyos aciertos de observación eran ya famosos, explicó a la tertulia que doña Venus, presa de intermitentes letargos, acababa de incurrir en una falla de sintonización, ya que, según era notorio, su apostrofe no iba dirigido a los concienzudos aborígenes de Galicia, sino a los torturadores policiales de que se había ocupado recién el mismo Conductor allí presente, y en un idioma rudo quizá, pero que revelaba su inconmensurable sed de justicia. Tan elemental interpretación de los hechos consolidó en el vestíbulo una paz que todos veían amenazada: el Conductor Gallego depuso hasta la última sombra de su agresividad, y suspiraron de alivio los contertulios. En aquel instante volvió a girar el picaporte: sí, la puerta de la antesala se abría para devolver ahora la ya marchita figura del Joven Taciturno; ciertamente, aquel antro de amor lo arrojaba fuera, como si lo vomitase. Y el Joven Taciturno se quedó en el umbral, y batió los párpados una vez y otra, como si lo deslumbrase la claridad sangrienta del vestíbulo: se había echado el sombrero a los ojos, y con mano insegura trataba de corregir aún el desarreglo de su ropa.

—¡Su traje nupcial! —murmuró Schultze en tono desolado.

Pero sólo un instante duró el encandilamiento del Joven Taciturno: en seguida, como lo hiciera recién el Amante Desconocido, se lanzó a la cancel que doña Venus le franqueaba ya, y voló a la calle, receloso y urgente.

—Huye —dijo Schultze a su compañero Buenosayres.

Regresaba, sí, a la misma noche de la cual había venido cabalgando en su escoba mágica. El suyo era un regreso de aquelarre, una vuelta precipitada y en sigilo, antes de que cantara el gallo trompetero del día.

—Un derrumbe amoroso —gruñó Adán (y él le había dicho a Irma que sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas...).

Echada nuevamente la cadena de seguridad, doña Venus, de pie (si tal conviene a una esfera), elegía ya entre los hombres al sustituto del fantasma que había hecho mutis por el zaguán. Y sus ojos dubitativos fluctuaban entre el Gasista Italiano y el Conductor Gallego, como si tanteasen la madurez de cada uno estudiosamente. No se había decidido aún, cuando la puerta de la sala, entreabriéndose, dejó pasar la cabeza de Jova que sonreía
urbi et orbi.

—¡Muchachos! —cotorreó la más desnuda entre las vestidas.

Hasta el Señor Maduro clavó sus ojos en aquella inesperada cabeza de títere; y entonces Jova, respondiendo a todas las miradas y a ninguna, sacó a todos y a nadie una lengua burlona (cierto molusco rojo entre las dos valvas de sus labios), y desapareció en seguida, cerrando tras de sí « puerta solemne.

—¡Qué muchacha es Jova! —refunfuñó doña Venus entre suspiros.

Cuando volvió a mirar a los hombres del vestíbulo, su elección estaba hecha: con un leve ademán hizo poner de pie al Conductor Gallego, con otro le indicó la puerta de la antesala; y el Conductor, abstracto como nunca, se metió a su vez en el antro, llevándose consigo el secreto de su alma impenetrable. A continuación doña Venus cruzó el vestíbulo, se asomó al patio y estudió la fisonomía del cielo.

—Se nubla —dijo—. ¡Tiempo de miércoles!

Giró pesadamente sobre sí misma, como una esfera sobre sus polos: entonces vio al Señor Maduro que ya se levantaba, que corregía metódicamente las líneas de su traje, que doblaba con riguroso esmero las hojas de su periódico y se lo metía bajo el brazo, que accionaba por último la cadena de seguridad.

—¿Se va? —le preguntó doña Venus meliflua.

—Es tarde —respondió el Señor Maduro.

Abrió familiarmente la cancel, se deslizó al zaguán, cerró tras de sí la puerta. Y doña Venus, que no le había quitado los ojos de encima, explicó, llena de benignidad:

—Un viejo franelero.

Gruñó la perrita Lulú, como si no aprobase aquella deserción. Pero doña Venus, agachándose con dificultad, le acarició la barriga sonrosada. Luego se reacomodó en su taburete, y antes de cerrar los ojos musitó:

—Un maldito viejo franelero.

Con tan lacónico epitafio acabó la historia del Señor Maduro; y los personajes que aún aguardaban en el vestíbulo no tardaron en advertir su creciente soledad. En efecto, de aquel grupo brillante que discurría en torno del taburete sólo quedaba el Gasista, y aun a medias, ya que, desde hacía rato, la expresión de su rostro lo denunciaba como ausente. Por otra parte, un silencio turbador se afirmaba en el vestíbulo desde que mujer y perra entornaron sus ojos: era un silencio interrumpido a veces por el canto de un gallo vecinal o por algún tranvía madrugador que aceleraba en la calle Canning; un silencio preñado de aquellos ruidos nocturnos todavía, pero que anuncian ya el alba próxima y adquieren un acento recriminatorio en el oído de aquellos que han abusado de la noche. Una y otra circunstancia contribuyeron a mejorar el tono de los que aún permanecían bajo la luz sangrienta. Y a Samuel Tesler correspondió la gloria de orientar el diálogo hacia los temas altruistas que lo ennoblecieron al fin: el filósofo emergía ya de su caudalosa borrachera, no con un pensamiento dado, sino con cierta vaga desesperación que se traducía en elocuentes gesticulaciones y ominosos gruñidos.

—¿Adonde vamos a parar con todo esto? —reventó al fin, abarcando en un solo ademán el vestíbulo, la casa, tal vez el mundo.

Luego dejó escapar una risita fúnebre.

—¡La dignidad humana! —se lamentó—. ¡Qué asco!

—Hay dos formas de prostitución —dijo entonces Bernini—: la reglamentada y la clandestina. Ésta de aquí es...

—¡Ándate al diablo! —le gritó Samuel Tesler—. ¡Son dos nombres científicos de la ignominia!

Schultze se inclinó hacia un Buenosayres ensimismado.

—El judío asoma la oreja —le susurró—. Ahora nos viene con su lloriqueo moral.


Mea culpa
—gruñó un Buenosayres lacónico.

Pero Bernini estaba en su materia.

—Será una ignominia —dijo—, pero una ignominia necesaria. ¡Yo quisiera saber adonde iríamos a parar sin esta ignominia!

La cabeza parlante de doña Venus giró hacia los interlocutores.

—Ahí está la madre del borrego —cacareó mecánicamente.

—¡Hum! —observó Adán—. ¿Existe alguna ignominia necesaria?

El petizo Bernini lo miró con asombro. Después, haciendo gala de una riqueza estadística verdaderamente agobiadora, se refirió a la falange de hombres extranjeros que nos habían traído, no sólo su trabajo útil, sino también su peligrosa soledad o soltería (y aquí Bernini subrayó el parentesco etimológico de uno y otro vocablo). Con tintas negras pintó lo mucho que arriesgaba una sociedad frente a esa turbamulta de varones expatriados y solos; y las abominables figuras del adulterio, la violación y el estupro desfilaron con marcialidad en la perorata de aquel sociólogo enardecido. Pero al instante mencionó esas «válvulas de seguridad» que algunos espíritus retrógrados habían calificado recién de ignominiosas; alabó esos institutos humildes que, como este mismo en que se hallaban ahora, cumplían anónimamente una misión tan imprescindible como secreta. Y al punto, las figuras abominables del adulterio, la violación y el estupro huyeron con el rabo entre las piernas; y la sociedad amenazada respiró al fin.

Era de creer que una ovación estruendosa premiaría el discurso del sociólogo Bernini. Pero no sucedió así: Adán Buenosayres lo había reprobado en toda su anchura; y Samuel, el filósofo, volviendo inesperadamente al ritmo dionisíaco, saludó su final con un borbotón de risa que logró en el vestíbulo sonoras imitaciones. Con todo, aún faltaba el juicio de la cabeza parlante:

—Es un enano charlatán —sentenció doña Venus en tono melifluo—. Si lo dejan hablar, no lo ahorcan.

El petizo Bernini afrontó con dignidad las nuevas risas que suscitara el oráculo, y decidió pulsar una cuerda más viva: habló entonces de la juventud inexperta, de las aberraciones en que una educación sexual descuidada puede inducir a los adolescentes, de la República joven y la sagrada virilidad de sus hijos. Y cuando todos veían entenebrecerse ya el horizonte augusto de la patria, he ahí que Bernini lo despejó lindamente, recurriendo a sus famosas «válvulas de seguridad». Fuerza es decir que, al nombrarlas de nuevo, el petizo desencadenó un huracán de risas cuya violencia hizo arrugar la frente de doña Venus y arrancó al Gasista de su éxtasis.

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