Construida formalmente bajo los patrones del género de intriga,
EL AMERICANO TRANQUILO
, novela que tiene como escenario la Indochina de los primeros años de la década de 1950, es una de las obras de GRAHAM GREENE más acabadas, originales y vigorosas. Situados en un complejo tablero en que se dirimen distintas pugnas —la lucha del Vietminh por la independencia, el combate en retirada del ejército francés, los primeros movimientos del Gobierno estadounidense para hacerse con la hegemonía detentada hasta el momento por Francia—, un periodista británico, un agente de los servicios secretos norteamericanos y una muchacha vietnamita constituyen los vértices de una compleja relación triangular en la que cada personaje, representativo de concepciones culturales antagónicas, es guiado por motivaciones que, mal entendidas o incomprensibles para los demás, terminan por producir resultados y comportamientos muy distintos de los que se persiguen.
Graham Greene
El americano tranquilo
ePUB v1.1
nalasss02.09.12
Título original:
The Quiet American
Graham Greene, enero de 1955.
Traducción: Fernando Galván
Editor original: nalasss (v1.0)
ePub base v2.0
Queridos René y Phuong,
Os he pedido permiso para dedicaros este libro no sólo en recuerdo de las felices noches que pasé a vuestro lado en Saigón durante los últimos cinco años, sino también porque sin empacho de ningún tipo he usado vuestro piso para situar a uno de mis personajes, y tu nombre, Phuong, para conveniencia de los lectores, porque es simple, hermoso y fácil de pronunciar, lo que no se puede decir de los demás nombres femeninos de tu país. Advertiréis que he tomado muy poco más, y desde luego los personajes no se identifican con nadie de Vietnam. Pyle, Granger, Fowler, Vigot, Joe… no tienen su original en la vida de Saigón o Hanói, y el general Thé está muerto: de un tiro en la espalda, según dicen. Incluso los acontecimientos históricos se han cambiado al menos en un caso. Por ejemplo, la gran bomba cerca del Continental fue antes y no después de las bombas de las bicicletas. No he tenido escrúpulos en estos cambios tan menores. Éste es un relato, y no un fragmento de la historia, y espero que como tal relato sobre unos personajes imaginarios lo recibáis ambos en una cálida noche de Saigón.
Afectuosamente,
G
RAHAM
G
REENE
No me gusta conmoverme, porque la voluntad se excita; y la acción
es en extremo peligrosa; tiemblo por algo que no es natural,
por alguna mala acción del corazón y algún procedimiento ilegítimo;
estamos tan inclinados a estas cosas, con nuestras terribles ideas sobre el deber.
A. H. C
LOUGH
Ésta es la época expresa de las nuevas invenciones
para matar los cuerpos, y para salvar las almas,
todas propagadas con las mejores intenciones.
B
YRON
Después de comer me senté a esperar a Pyle en mi habitación de la rue Catinat; me había dicho: «estaré contigo sobre las diez», y cuando dieron las campanadas de medianoche no pude contenerme más y bajé a la calle. Había muchas viejas con pantalones negros en cuclillas en el pasillo; era febrero, y supongo que hacía demasiado calor para que pudieran estar en la cama. Pasó un
trishaw
pedaleando despacio hacia el río, y se podían ver las luces encendidas donde habían desembarcado los nuevos aviones norteamericanos. No había ningún rastro de Pyle en toda la calle.
Desde luego, me dije a mí mismo, podría haberse detenido por alguna razón en la Legación Norteamericana, pero en ese caso seguramente me habría telefoneado al restaurante —era muy meticuloso con esas pequeñas cortesías—. Me volví para entrar otra vez cuando vi que una chica esperaba en el zaguán de al lado. No pude verle la cara, sólo los pantalones de seda blancos y la larga túnica de flores, pero aun así la reconocí. Me había esperado tantas veces cuando volvía a casa en este mismo lugar y a esta hora.
—Phuong —le dije, que significa Fénix, aunque nada sea fabuloso hoy en día y nada renazca de sus cenizas. Antes de que tuviera tiempo para decírmelo, supe que ella también esperaba a Pyle—. No está aquí.
—
Je sais. Je t’ai vue seul à la fenêtre
[1]
.
—Puedes esperarlo arriba —le dije—. Vendrá pronto.
—Puedo esperar aquí.
—Es mejor que no. La policía podría cogerte.
Me siguió escaleras arriba. Pensé en varias bromas irónicas y desagradables que podría gastarle, pero ni su inglés ni su francés eran lo suficientemente buenos como para que pudiera comprender la ironía, y, aunque resulte extraño decirlo, no tenía ningún deseo de herirla, ni siquiera de herirme a mí mismo. Cuando llegamos al pasillo todas las viejas volvieron la cabeza y, apenas pasamos, comenzó el sonsonete de sus voces como si estuvieran cantando todas juntas.
—¿De qué hablan?
—Piensan que he regresado a casa.
En la habitación, el árbol que había colocado hacía unas semanas para el Año Nuevo chino dejaba caer la mayor parte de sus hojas amarillas. Habían caído entre las teclas de mi máquina de escribir. Las cogí.
—
Tu es trouble
[2]
—dijo Phuong.
—Es muy raro en él. Es un hombre tan puntual.
Me quité la corbata y los zapatos y me eché en la cama. Phuong encendió el gas y empezó a hervir agua para el té. Podría haber sido seis meses antes.
—Dice que te vas a ir pronto —dijo ella.
—Quizá.
—Te quiere mucho.
—Gracias, pero no tiene por qué —contesté.
Me di cuenta de que se arreglaba el pelo de otra forma, dejándolo caer, negro y lacio, sobre los hombros. Recuerdo que Pyle había criticado una vez aquel peinado elaborado que ella creía apropiado para la hija de un mandarín. Cerré los ojos y volvió a ser la que solía: era el silbido del vapor, el tintineo de una taza, era cierta hora de la noche y la promesa de descanso.
—No tardará —dijo, como si yo necesitara consuelo por su ausencia.
Me pregunté de qué hablarían juntos. Pyle se tomaba las cosas muy en serio, y yo le había soportado sus conferencias sobre el Lejano Oriente, que él conocía sólo desde hacía algunos meses, mientras yo llevaba aquí años. La democracia era otro de sus temas… declaraba sus intolerables opiniones sobre lo que los Estados Unidos estaban haciendo en pro del mundo. Y Phuong, por otro lado, era maravillosamente ignorante; sí hubiera surgido Hitler en la conversación, ella lo habría interrumpido para preguntar quién era. Y la explicación hubiera sido bastante difícil porque nunca había conocido a ningún alemán ni a ningún polaco, y tenía sólo un conocimiento muy vago de la geografía europea, aunque naturalmente sabía muchísimo más que yo sobre la princesa Margarita. La oí colocar la bandeja a los pies de la cama.
—¿Todavía está enamorado de ti, Phuong?
Llevarse a una annamita a la cama es como llevarse a un pájaro: te gorjean y cantan sobre la almohada. Hubo un tiempo en que pensaba que ninguna de sus voces cantaba como la de Phuong. Extendí la mano y le toqué el brazo —sus huesos eran tan frágiles como los de un pájaro.
—¿Está enamorado, Phuong?
Se rió y la oí encender un fósforo.
—¿Enamorado? —quizá ésta era una de las expresiones que no comprendía—. ¿Puedo prepararte la pipa? —preguntó.
Cuando abrí los ojos ya había encendido la lámpara y la bandeja estaba preparada. La luz de la lámpara le daba a su piel un color ámbar oscuro, cuando se inclinaba sobre la llama con el ceño fruncido, como concentrada en calentar la pastillita de opio, dando vueltas a la aguja.
—¿Todavía no fuma Pyle? —le pregunté.
—No.
—Deberías acostumbrarlo, o no volverá.
Se trataba de una superstición que tenían ellas, según la cual un amante que fumara siempre volvería, incluso desde Francia. La capacidad sexual de un hombre podía verse afectada por el opio, pero siempre era preferible un amante fiel que uno potente. Ahora estaba amasando la bolita de pasta caliente en el borde convexo del recipiente, y podía olerse el opio. No hay olor como ése. Al lado de la cama mi despertador marcaba las doce y veinte, pero ya se me había acabado la tensión. Pyle había perdido importancia. La lámpara le iluminaba la cara mientras preparaba la larga pipa, inclinada sobre ella con la atención profunda que podría haberle dedicado a un niño. Me gustaba mi pipa; más de medio metro de bambú recto, con marfil en los extremos. Unos dos tercios más abajo estaba el recipiente, como una enredadera al revés, con el borde convexo pulido y oscurecido por el roce frecuente del opio. Ahora Phuong con un giro de la muñeca metía la aguja en la pequeña cavidad, soltaba el opio y volcaba el recipiente sobre la llama, manteniéndome la pipa con firmeza. La gota de opio espumeaba suave y uniformemente a medida que yo inhalaba el humo.
El fumador que tiene práctica puede hacerse una pipa completa de una sola aspiración, pero yo siempre tenía que chupar varias veces. Luego me acosté, con el cuello sobre el almohadón de cuero, mientras ella me preparaba la segunda pipa.
—Sabes, está tan claro realmente como la luz del día. Pyle sabe que acostumbro a fumar unas pipas antes de irme a la cama, y no quiere molestarme. Volverá por la mañana —le dije.
La aguja entró otra vez y me hice la segunda pipa. Al dejarla, dije:
—No hay por qué preocuparse, nada en absoluto por qué preocuparse —me tomé un sorbo de té y la agarré por la axila—. Cuando me dejaste —le dije—, fue una suerte que pudiera recurrir a esto. Hay un buen establecimiento en la rue d’Ormay. Cómo nos complicamos la vida por nada los europeos. No deberías vivir con un hombre que no fuma, Phuong.
—Pero se va a casar conmigo —respondió—. Pronto.
—Desde luego, eso es otra cosa.
—¿Te preparo la pipa otra vez?
—Sí.
Me pregunté si consentiría en dormir conmigo esa noche sí Pyle no venía, pero sabía que cuando me hubiera fumado cuatro pipas ya no la necesitaría. Desde luego que sería agradable sentir sus muslos junto a mí en la cama —ella siempre dormía de espaldas—; y cuando despertara por la mañana podría comenzar el día con una pipa, en lugar de tenerme a mí como única compañía.
—Pyle ya no vendrá —dije—. Quédate aquí, Phuong.
Me acercó la pipa y movió la cabeza. Para cuando había aspirado el opio, su presencia o ausencia importaban ya muy poco.
—¿Por qué no está Pyle ya aquí? —preguntó.
—¿Cómo puedo saberlo? —dije.
—¿Fue a ver al general Thé?
—No podría saberlo.
—Me dijo que si no podía cenar contigo, no vendría aquí.
—No te preocupes. Vendrá. Prepárame otra pipa.
Cuando se agachó sobre la llama me vino a la mente el poema de Baudelaire:
Mon enfant, ma soeur…
¿Cómo seguía?
Aimer à loisir,
Aimer et mourir,
Au pays qui te ressemble
[3]
.
Afuera, en el muelle, dormían los barcos,
dont l’humeur est vagabonde
[4]
. Pensé que si olía su piel tendría la suavísima fragancia del opio, y su color era el de la llamita. Ya había visto las flores de su vestido junto a los canales del norte; era indígena como una hierba, y yo nunca quise volver a casa.