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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

El americano tranquilo (10 page)

BOOK: El americano tranquilo
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—No le gusto yo ni mi familia. Cuando estuviste fuera no vino ni una vez a ver a mi hermana, aunque ella lo había invitado. Estuvo muy dolida.

—No tienes por qué salir.

—Si quisiera verme a mí, nos habría invitado al Majestic. Quiere hablar contigo en privado, de negocios.

—¿Cuál es su negocio?

—La gente dice que importa muchas cosas.

—¿Qué cosas?

—Drogas, medicinas…

—Eso es para los equipos contra el tracoma que trabajan en el norte.

—Quizá. La aduana no puede abrir los paquetes. Vienen como valija diplomática. Pero una vez hubo un error… y echaron al empleado. El primer secretario amenazó con suspender todas las importaciones.

—¿Y qué había en el paquete?

—Material plástico.

—¿Quieres decir bombas?

—No. Sólo material plástico.

Cuando salió Phuong, escribí a Inglaterra. Uno de los hombres de la Reuter salía para Hong Kong dentro de unos días y podría echar mi carta al correo. Sabía que mi petición carecía de posibilidades, pero no quería reprocharme luego que no había hecho todo lo posible. Escribí al editor gerente diciéndole que éste era un momento inadecuado para cambiar a su corresponsal. El general de Latiré se moría en París; los franceses estaban a punto de retirarse del todo de Hoa Binh: el norte nunca se había visto en mayor peligro. Yo no era la persona adecuada, le dije, para el puesto de editorialista de extranjero —yo era un reportero, no tenía verdaderas opiniones sobre nada—. En la última página incluso apelaba a razones personales, aunque era improbable que pudiera subsistir cierta simpatía humana bajo la luz de los fluorescentes, entre las viseras verdes sobre los ojos y las expresiones estereotipadas… «el bien del periódico», «la situación exige…».

Escribí en el papel:

«Por razones personales no estoy muy contento de tener que abandonar Vietnam. No creo que pueda trabajar mejor en Inglaterra, donde tendré no sólo problemas económicos sino también familiares. Desde luego, si pudiera permitírmelo, renunciaría antes que volver al Reino Unido. Sólo digo esto para mostrar hasta qué punto mis objeciones son importantes. No creo que haya sido un mal corresponsal, y éste es el primer favor que les he pedido hasta ahora».

Repasé entonces mi artículo sobre la batalla de Phat Diem, con el fin de que pudiera echarse al correo también desde Hong Kong. Los franceses no pondrían ahora objeciones serias… se había levantado el sitio: una derrota podía presentarse como una victoria. A continuación rompí la última página de mi carta al editor. No tenía sentido… las «razones personales» acabarían siendo simplemente materia de bromas maliciosas. Todos los corresponsales, se suponía, tenían su chica local. El editor bromearía con el editor nocturno, y éste se llevaría su envidia hasta su casita suburbana en Streatham, y se iría a la cama pensando en ello, junto a su fiel esposa, con la que había cargado durante años desde Glasgow. Podía imaginarme muy bien ese tipo de casa de misericordia… un triciclo roto en el salón, y alguien que le había roto su pipa favorita; y estaba también la camisa de un niño en el cuarto de estar esperando que alguien le cosiera un botón. «Razones personales»: cuando estuviera bebiendo en el Club de Prensa no me gustaría que me recordaran por las bromas que habrían hecho sobre Phuong.

Llamaron a la puerta. Abrí y era Pyle con su perro negro, que entró delante de él. Pyle miró por encima de mi hombro y vio la habitación vacía.

—Estoy solo —le dije—, Phuong está con su hermana.

Se ruborizó. Me di cuenta de que llevaba una camisa hawaiana, aunque el color y el diseño eran comparativamente discretos. Me sorprendió: ¿lo habían acusado de actividades antinorteamericanas? Me dijo:

—Espero no haberle interrumpido…

—Oh, por supuesto que no. ¿Una copa?

—Gracias. ¿Tiene cerveza?

—Lo siento. No tenemos nevera… tenemos que pedir el hielo fuera. ¿Le apetece un whisky?

—Sólo un poco, si no le importa. No soy muy aficionado a las bebidas fuertes.

—¿Sin agua?

—Mucha soda… si tiene suficiente.

—No le he visto desde Phat Diem —le dije.

—¿Recibió mi nota, Thomas?

Cuando usaba mi nombre de pila, era como una declaración de que no estaba de broma, de que no había levantado ninguna cortina de humo, de que estaba aquí para llevarse a Phuong. Me di cuenta de que se había vuelto a cortar el pelo al rape recientemente; ¿acaso la camisa hawaiana cumplía la función de un plumaje masculino?

—Recibí su nota —le dije—. Supongo que debería romperle la cara.

—Desde luego —dijo—, tiene usted razón, Thomas. Pero hice boxeo en la universidad… y soy bastante más joven.

—No, no sería acertado por mi parte, ¿verdad?

—Mire, Thomas (estoy seguro de que usted siente lo mismo), no me gusta tratar de Phuong a sus espaldas. Pensé que ella estaría aquí.

—Bueno, ¿de qué vamos a tratar… de material plástico? —no tenía la intención de sorprenderlo.

—¿Cómo sabe usted eso? —dijo.

—Phuong me lo contó.

—¿Y cómo pudo ella…?

—Puede estar seguro de que lo sabe toda la ciudad. ¿Qué es eso tan importante?, ¿se va a dedicar al negocio de juguetes?

—No nos gusta que circulen por allí los detalles de nuestra ayuda. Ya sabe cómo es el Congreso —y de vez en cuando hay senadores de visita—. Tuvimos muchos problemas con nuestros equipos contra el tracoma porque estaban usando una droga en lugar de otra.

—Sigo sin entender lo del material plástico.

Su perro negro estaba sentado en el piso ocupando demasiado sitio, jadeando; su lengua parecía un pastel quemado. Pyle dijo vagamente:

—Oh, ya sabe, queremos impulsar algunas industrias locales, y tenemos que andar con tiento con los franceses. Quieren que todo se compre en Francia.

—No les culpo por ello. Una guerra necesita dinero.

—¿Le gustan los perros?

—No.

—Creía que los británicos eran grandes amantes de los perros.

—Nosotros pensamos que los norteamericanos aman los dólares, pero debe haber excepciones.

—No sé cómo podría arreglármelas sin Duke. Sabe, a veces me siento tan terriblemente solo…

—Tiene usted muchos compañeros en su trabajo.

—El primer perro que tuve se llamaba Príncipe. Lo llamé así por el príncipe Negro. Ya sabe, aquel que…

—Masacró a todas las mujeres y niños de Limoges.

—No recuerdo eso.

—Los libros de historia lo pasan por alto.

Habría de ver muchas veces aquella mirada de dolor y desengaño en sus ojos y el gesto de la boca cuando la realidad no coincidía con las ideas románticas que él acariciaba, o cuando alguien a quien amaba actuaba por debajo del estándar imposible que él le había adjudicado. En cierta ocasión, recuerdo, cogí a York Harding en un craso error sobre un hecho, y tuve que consolarlo:

—Equivocarse es de humanos.

Se había echado a reír de manera nerviosa y había dicho:

—Debe usted pensar que soy tonto, pero… bueno, casi llegué a creer que era infalible —y añadió—: A mi padre le encantó la única vez que se vio con él, y mi padre es bastante difícil de contentar.

El enorme perro negro que se llamaba Duke, después de haber jadeado lo suficiente como para establecer cierto derecho sobre el aire, empezó a husmear por toda la habitación.

—¿Podría hacer que el perro se estuviera quieto? —le dije.

—Oh, lo siento mucho. Duke. Dulce. Siéntate, Duke.

Duke se sentó y empezó a lamerse, haciendo ruido, sus partes íntimas. Llené nuestros vasos y conseguí de paso interrumpir la limpieza de Duke. La tranquilidad duró muy poco tiempo; a continuación empezó a rascarse.

—Duke es terriblemente inteligente —dijo Pyle.

—¿Qué le ocurrió a Príncipe?

—Estábamos en la granja en Connecticut y lo atropellaron.

—¿Le afectó mucho?

—Oh, sí, muchísimo. Significaba mucho para mí, pero uno ha de ser sensato. Nada me lo podía devolver.

—Y si pierde a Phuong, ¿se comportará también de manera sensata?

—Oh, sí, espero que sí. ¿Y usted?

—Lo dudo. Hasta me podría volver loco. ¿Ha pensado en ello, Pyle?

—Me gustaría que me llamara Alden, Thomas.

—Prefiero no hacerlo. Pyle tiene… ciertas asociaciones. ¿Ha pensado en ello?

—No, desde luego. Es usted la persona más franca que he conocido. Cuando recuerdo corno se comportó cuando me metí…

—Recuerdo que pensaba, antes de irme a dormir, en lo conveniente que sería que hubiera un ataque y lo mataran a usted. La muerte de un héroe. Por la democracia.

—No se ría de mí, Thomas.

Estiró las largas piernas como si se sintiera incómodo.

—Debo parecerle un poco tonto, pero sé cuándo está usted bromeando.

—No estoy bromeando.

—Sé que usted, hablando sinceramente, quiere lo mejor para ella.

Fue entonces cuando oí los pasos de Phuong. Había mantenido la esperanza, contra toda esperanza, de que Pyle se hubiera ido antes de que ella regresara. Él también tos oyó y los reconoció.

—Aquí está —dijo, aunque había tenido sólo una noche para aprenderse sus pisadas.

Incluso el perro se levantó y se puso al lado de la puerta, que yo había dejado abierta para que entrara el fresco, casi como si la aceptara ya como un miembro más de la familia de Pyle. Yo era un intruso.

—Mi hermana no estaba en casa —dijo Phuong, mirando con recelo a Pyle.

Me pregunté si decía la verdad, o si su hermana le había ordenado que regresara rápidamente.

—¿Recuerdas a monsieur Pyle? —le pregunté.


Enchanté
—estaba haciendo uso de sus mejores modales.

—Me complace mucho volver a verla —dijo él, sonrojándose.


Comment?

—Su inglés no es muy bueno —dije.

—Me temo que mi francés es terrible. Estoy estudiándolo, sin embargo. Y puedo entenderlo… si Phuong habla despacio.

—Actuaré como intérprete —dije—. Lleva algún tiempo acostumbrarse al acento local. Vamos a ver, ¿qué quiere usted decirle? Siéntate, Phuong. Monsieur Pyle ha venido especialmente para verte. ¿Está usted seguro —le pregunté a Pyle— de que no preferiría que los dejara a los dos solos?

—Quiero que usted oiga todo lo que tengo que decirle. De otra forma no sería honrado.

—Bien, adelante.

Empezó diciendo solemnemente, como si esta parte se la hubiera aprendido de memoria, que sentía un gran amor y respeto hacia Phuong. Los había sentido desde aquella noche en que había bailado con ella. Sus palabras me recordaban un poco a un mayordomo que va enseñando a un grupo de turistas una «gran mansión». La gran mansión era su corazón, y se nos iba ofreciendo sólo un atisbo rápido y a hurtadillas de los apartamentos privados habitados por la familia. Traduje lo que decía con meticuloso cuidado —sonaba peor así—, y Phuong estaba sentada en silencio con las manos en su regazo como si estuviera escuchando una película.

—¿Lo ha comprendido? —me preguntó Pyle.

—Hasta donde yo puedo saberlo, sí. ¿No querrá usted que yo le añada un poco de fuego, verdad?

—Oh, no —dijo—, sólo traduzca. No quiero perturbarla emocionalmente.

—Ya entiendo.

—Dígale que quiero casarme con ella.

—Se lo dije.

—¿Qué fue lo que dijo?

—Me preguntó si hablaba usted en serio. Y le he dicho que es usted de ese tipo de personas serias.

—Supongo que ésta es una situación extraña —me dijo—, que tenga que pedirle a usted que me traduzca.

—Bastante extraña.

—Y sin embargo, parece tan natural. Después de todo, usted es mi mejor amigo.

—Es muy amable de su parte decirme eso.

—No hay nadie por quien aceptaría meterme en problemas excepto por usted —me dijo.

—¿Y supongo que enamorarse de mi chica es como meterse en problemas?

—Desde luego. Ojalá fuera cualquier otra persona, Thomas.

—Bueno, ¿qué le digo ahora?, ¿que no puede usted vivir sin ella?

—No, eso es demasiado emotivo. Y tampoco es toda la verdad. Tendría que irme, por supuesto, pero uno lo supera todo.

—Mientras usted piensa lo que va a decirle, ¿le importa si hablo con ella directamente?

—No, por supuesto que no, es totalmente justo, Thomas.

—Bueno, Phuong —le dije—, ¿me vas a dejar por él? Quiere casarse contigo. Yo no puedo. Ya sabes por qué.

—¿Te vas a ir? —me preguntó, y yo pensé en la carta del editor que tenía en el bolsillo.

—No.

—¿Nunca?

—¿Cómo se puede prometer eso? Él tampoco puede hacerlo. Los matrimonios se rompen. Muchas veces se rompen con más rapidez que una relación como la nuestra.

—Yo no quiero irme —dijo ella, pero la frase no ofrecía consuelo; contenía un «pero» que no se había expresado.

Pyle dijo:

—Creo que debo poner todas las cartas sobre la mesa. No soy rico. Pero cuando muera mi padre tendré unos cincuenta mil dólares. Tengo buena salud: tengo un certificado médico de sólo hace dos meses, y puedo enseñarle mi grupo sanguíneo.

—No sé cómo traducir eso. ¿Para qué sirve?

—Bueno, para asegurarnos de que podemos tener hijos juntos.

—¿Es así como hacen ustedes el amor en América… con cifras de ingresos y grupos sanguíneos?

—No lo sé, nunca lo he hecho antes. Quizá en casa mi madre hablaría con su madre.

—¿De su grupo sanguíneo?

—No se ría de mí, Thomas. Supongo que soy anticuado. Ya ve que estoy un poco perdido en esta situación.

—Y yo también. ¿No cree que deberíamos dejarlo y jugárnosla a los dados?

—Bueno, ahora pretende hacerse el duro, Thomas. Sé que usted la quiere a su manera tanto como yo.

—Bien, siga, Pyle.

—Dígale que no pretendo que me quiera de repente. Eso vendrá con el tiempo, pero dígale que lo que le ofrezco es seguridad y respeto. No suena muy emocionante, pero quizá sea mejor que la pasión.

—Siempre puede conseguir la pasión —le dije— de su chófer, cuando esté usted en la oficina.

Pyle se sonrojó. Se puso de pie bruscamente y dijo:

—Ésa es una broma sucia. No voy a permitir que la insulte. No tiene usted ningún derecho…

—Todavía no es su mujer.

—¿Qué puede usted ofrecerle? —me preguntó con rabia—. ¿Doscientos dólares cuando se marche a Inglaterra, o se la cederá a alguien junto con los muebles?

—Los muebles no son míos.

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