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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

El americano tranquilo (5 page)

BOOK: El americano tranquilo
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Pyle miró su cerveza con el ceño fruncido.

—Te subestimas, Bill —dijo el Agregado Económico—. Vamos, aquel reportaje de la carretera 66 —¿cómo lo titulaste, «La carretera al infierno»?— era digno del Pulitzer. Sabes lo que quiero decir… aquella historia del hombre decapitado que estaba de rodillas en la zanja, y el otro que viste caminar en sueños…

—¿Cree que realmente me acerqué a aquella apestosa carretera? Stephen Grane pudo describir la guerra sin ver ninguna. ¿Por qué no yo? Es una maldita guerra colonial en cualquier caso. Deme otra copa. Y luego vayamos a buscar una chica. Ustedes ya tienen una mujer. Yo quiero también una mujer para mí.

Le dije a Pyle:

—¿Cree usted que hay algo de verdad en los rumores sobre Phat Diem?

—No sé. ¿Es importante? Me gustaría ir a echar un vistazo —dijo— si es importante.

—¿Importante para la Misión Económica?

—Oh, sí —dijo—, no se pueden trazar límites estrictos. La medicina es un tipo de arma, ¿verdad? Estos católicos estarán muy en contra de los comunistas, ¿verdad?

—Comercian con los comunistas. El obispo consigue sus vacas y el bambú para sus construcciones de los comunistas. Yo no diría que fueran exactamente la Tercera Fuerza de York Harding —le dije provocadoramente.

—Vámonos —gritaba Granger en ese momento—. No puedo perder toda la noche aquí. Me voy a la Casa de las Quinientas Muchachas.

—Si usted y la señorita Phuong quisieran cenar conmigo… —dijo Pyle.

—Puede usted comer en el chalet —lo interrumpió Granger—, mientras yo me ocupo de las chicas de al lado. Vamos, Joe. Que eres un hombre.

Creo que fue entonces, al preguntarme qué era un hombre, cuando sentí por vez primera afecto por Pyle. Estaba sentado algo lejos de Granger, dándole vueltas a la jarra de cerveza, con una expresión de decidido aislamiento. Le dijo a Phuong:

—Supongo que usted estará harta de toda esta charla… sobre su país, quiero decir.


Comment?

—¿Qué vas a hacer con Mick? —preguntó el Agregado Económico.

—Dejarlo aquí —respondió Granger.

—No puedes hacer eso. Ni siquiera sabes su nombre.

—Podríamos llevárnoslo y que las chicas lo cuidaran.

El Agregado Económico se rió estruendosamente. Parecía una cara de la televisión. Dijo:

—Vosotros los jóvenes podéis hacer lo que queráis, pero yo estoy demasiado viejo para esos juegos. Me lo llevaré a casa conmigo. ¿Dijiste que era francés?

—Hablaba francés.

—Si lo puedes meter en mi coche…

En cuanto se fue, Pyle tomó un
trishaw
con Granger, y Phuong y yo los seguimos por la carretera a Cholon. Granger había intentado meterse en el
trishaw
con Phuong, pero Pyle lo había apartado. Mientras nos llevaban por la larga carretera suburbana hacia la ciudad china, pasó una fila de tanques franceses, cada uno con su cañón que sobresalía y su oficial silencioso que, sin moverse, parecía un mascarón de proa bajo las estrellas y el cielo negro, suave, cóncavo… otra vez problemas probablemente con un ejército privado, el Binh Xuyen, que controlaba el Grand Monde y los salones de juego de Cholon. Ésta era una tierra de barones rebeldes. Era como Europa en la Edad Media. ¿Pero qué estaban haciendo los norteamericanos aquí? Colón todavía no había descubierto su país. Le dije a Phuong:

—Me gusta ese tipo, Pyle.

—Es tranquilo —contestó, y el adjetivo que fue ella la primera en usar se le adhirió como un mote escolar, hasta el extremo de que se lo oí usar incluso a Vigot, cuando me contó la muerte de Pyle, sentado allí con su visera verde.

Detuve nuestro
trishaw
frente al chalet y le dije a Phuong:

—Entra y busca una mesa. Es mejor que yo me ocupe de Pyle.

Ése fue mi primer instinto: protegerlo. Nunca se me ocurrió que había una necesidad mayor de protegerme a mí mismo. La inocencia siempre reclama tácitamente protección cuando haríamos mucho mejor en protegernos contra ella: la inocencia es como un leproso mudo que ha perdido su campanilla y que se pasea por el mundo sin querer hacer daño.

Cuando llegué a la Casa de las Quinientas Muchachas, Pyle y Granger habían entrado. Pregunté en el puesto de policía militar que había en el portal:


Deux Américains?
[20]

Era un joven cabo de la Legión Extranjera. Dejó de limpiar su revólver y me señaló con el pulgar el zaguán que había más hacia dentro, bromeando en alemán. No pude entenderlo.

Era la hora del descanso en el inmenso patio que estaba abierto al cielo. Había centenares de muchachas echadas sobre la hierba o sentadas en cuclillas hablando con sus compañeras. Las cortinas de los pequeños cubículos que había alrededor del patio estaban descorridas —una chica cansada estaba sola sobre una cama con los tobillos cruzados—. Había problemas en Cholon y las tropas estaban confinadas en sus cuarteles por lo que no había trabajo: el domingo del cuerpo. Sólo un grupo de chicas que se peleaban, se daban tirones y gritaban me reveló dónde se mantenía viva aún la costumbre. Recordé el viejo cuento de Saigón del visitante distinguido que había perdido sus pantalones luchando por volver a la seguridad del puesto de policía. Aquí no había protección para el civil. Si éste decidía invadir territorio militar, habría de cuidarse él solo y lograr salir por su cuenta.

Yo había aprendido una técnica… divide y vencerás. Elegí a una del montón que me rodeaba y la dirigí lentamente hacía el lugar donde peleaban Pyle y Granger.


Je suis un vieux
—le dije—.
Trop fatigué
[21]
.

La chica se reía y me apretaba.


Mon ami
—dije—,
il est très riche, très vigoureux
[22]
.


Tu es sale
[23]
—me respondió ella.

Pude ver a Granger, acalorado y triunfante; era como si tomara esta demostración como un tributo a su hombría. Una chica había cogido a Pyle del brazo e intentaba sacarlo suavemente del círculo. Empujé a mi chica contra las otras y lo llamé:

—Pyle, aquí.

Me miró por encuna de sus cabezas y dijo:

—Es terrible. Terrible.

Pudo haber sido un efecto de la luz de la lámpara, pero su cara parecía descompuesta. Pensé que muy posiblemente era virgen todavía.

—Vamos, Pyle —le dije—. Déjelas con Granger.

Vi que se llevaba la mano al bolsillo de la cadera. Creo realmente que pretendía vaciar sus bolsillos de piastras y billetes de un dólar.

—No sea tonto, Pyle —le grité secamente—. Va a hacer que se peleen.

Mi chica estaba volviendo a mí, pero le di otro empujón hacia el círculo interior que rodeaba a Granger.


Non, non
—dije—
, je suis un Anglais, pauvre, très pauvre
[24]
.

Entonces me agarré de la manga de Pyle y tiré de él, con la chica colgada de su otro brazo como un pez atrapado en el anzuelo. Dos o tres chicas trataron de interceptarnos antes lie que llegáramos al zaguán donde el cabo estaba de vigilancia, pero no tenían mucho ánimo.

—¿Qué voy a hacer con ésta? —me preguntó Pyle.

—No dará problemas —y en ese momento la chica se soltó de su brazo y se zambulló en el remolino que rodeaba a Granger.

—¿Cree que él estará bien? —preguntó Pyle con ansiedad.

—Tiene lo que quería: mujeres.

La noche fuera parecía muy tranquila con sólo otro escuadrón de tanques que pasaba como gente que tenía un propósito determinado. Dijo:

—Es terrible. No habría creído nunca… —lo decía con temor y tristeza—. Eran tan hermosas.

No envidiaba a Granger, se lamentaba de que lo bueno —y la belleza y la gracia son seguramente formas de lo bueno— pudiera ser corrompido o maltratado. Pyle podía ver el dolor cuando lo tenía ante sus ojos. (No escribo esto como una burla; después de todo, somos muchos los que no podemos).

—Vuelva al chalet —le dije—. Phuong nos está esperando.

—Lo siento —dijo—. Lo había olvidado completamente. No debería haberla dejado sola.


Ella
no corría peligro.

—Sólo pensaba en que Granger estuviera a salvo…

Se abandonó otra vez a sus pensamientos, pero cuando entramos en el chalet me dijo con oscura aflicción:

—Había olvidado cuántos hombres hay que…

2

Phuong nos había guardado una mesa al borde de la pista de baile y la orquesta tocaba una melodía que había sido popular cinco años antes en París. Había dos parejas vietnamitas bailando, pequeños, impecables, abstraídos, con un aire de civilización con el que nosotros no podíamos competir. (Reconocí a uno, un contable de la Banque de l’Indo-Chine, y su mujer). Uno tenía la impresión de que nunca se vestían con descuido, pronunciaban una palabra inadecuada, o eran presa de pasiones desordenadas. Si la guerra parecía medieval, ellos eran como del futuro siglo
XVIII
. Se podría suponer que el señor Pham-Van-Tu escribía como los augustanos en su tiempo libre, pero casualmente sabía que era admirador de Wordsworth y que escribía poemas a la naturaleza. Pasaba sus vacaciones en Dalat, que era lo más cerca que podía estar de la atmósfera de los lagos ingleses. Se inclinó levemente al dar la vuelta. Yo pensaba en cómo se las estaría arreglando Granger cincuenta metros más arriba.

Pyle se estaba disculpando con Phuong en un francés malo por haberla hecho esperar.


C’est imperdonable
[25]
—decía.

—¿Dónde ha estado? —le preguntó ella.

Y él contestó:

—Acompañando a Granger a casa.

—¿A casa? —dije yo riéndome, y Pyle me miró como si yo fuera otro Granger.

De repente me vi a mí mismo como él me veía, un hombre de mediana edad, con los ojos levemente inyectados en sangre, empezando a engordar, sin gracia en el amor, menos ruidoso que Granger quizá, pero más cínico, menos inocente, y vi a Phuong por un momento como la había visto la primera vez, al pasar bailando ante mi mesa en el Grand Monde con un traje de baile blanco, con dieciocho años, vigilada por una hermana mayor que había decidido encontrarle un buen marido europeo. Un norteamericano había comprado un billete y le pidió que bailara con él: estaba un poco borracho —nada peligroso—, y supongo que era nuevo en el país y pensaba que las señoritas del Grand Monde eran putas. La atrajo demasiado hacia él cuando empezaron a dar vueltas por la pista, y de repente allí estaba ella, volviendo a sentarse con su hermana, y allí se quedó él, despistado y perdido entre los que bailaban, sin saber qué había ocurrido o por qué. Y la chica cuyo nombre desconocía estaba allí sentada tranquilamente, sorbiendo de vez en cuando su zumo de naranja, completamente dueña de sí misma.


Peut-on avoir l’honneur
[26]
—le estaba diciendo Pyle con su terrible acento, y un momento después los vi bailando en silencio al otro extremo de la habitación, Pyle manteniéndola tan lejos de él que parecía que en cualquier momento se iba a romper el contacto. Bailaba muy mal, mientras que ella era la mejor bailarina que yo hubiera visto en aquellos días del Grand Monde.

Habían sido unas relaciones largas y frustrantes. Si yo hubiera podido ofrecerle matrimonio y una buena situación, todo habría sido fácil, y la hermana mayor habría desaparecido tranquilamente y con tacto cada vez que estuviéramos juntos. Pero pasaron tres meses antes de que la pudiera ver un momento a solas, en un balcón del Majestic, mientras su hermana en la habitación de al lado nos preguntaba continuamente cuándo pensábamos entrar. Un barco de carga procedente de Francia estaba siendo descargado en el río Saigón a la luz de los reflectores, las campanas de los
trishaws
sonaban como teléfonos, y yo bien podía haber sido un joven tonto e inexperto para todo lo que logré decir. Volví sin esperanzas a mi cama en la rue Catinat sin soñar nunca que cuatro meses más tarde ella iba a estar durmiendo junto a mí, un poco jadeante, riéndose como si estuviera sorprendida porque nada había sido como ella esperaba.

—Monsieur Fowlair.

Mirando cómo bailaban no había visto que su hermana me hacía señas desde otra mesa. Ahora se había acercado y de mala gana la invité a sentarse. Nunca habíamos sido amigos desde la noche en que se había puesto enferma en el Grand Monde y yo había acompañado a Phuong a su casa.

—No le había visto desde hace un año —me dijo.

—Estoy fuera con frecuencia, en Hanói.

—¿Quién es su amigo? —me preguntó.

—Un hombre llamado Pyle.

—¿A qué se dedica?

—Pertenece a la Misión Económica Norteamericana. Ya sabe qué tipo de cosas… máquinas de coser eléctricas para costureras que se mueren de hambre.

—¿Existen?

—No sé.

—Pero no usan máquinas de coser. No debe haber electricidad donde viven.

Se trataba de una mujer que se tomaba todo al pie de la letra.

—Tendrá que preguntárselo a Pyle —le dije.

—¿Está casado?

Miré hacia la pista de baile.

—Yo diría que eso es lo más cerca que ha estado de una mujer.

—Baila muy mal dijo ella.

—Sí.

—Pero parece un hombre agradable y de fiar.

—Sí.

—¿Puedo sentarme con ustedes un poco? Mis amigos son muy aburridos.

La música paró y Pyle se inclinó muy tieso ante Phuong, Luego la devolvió a la mesa y le apartó la silla. Pude darme cuenta de que a ella le agradaban sus modales. Pensé cuánto se perdía en sus relaciones conmigo.

—Ésta es la hermana de Phuong —le dije a Pyle—. La señorita Hei.

—Encantado de conocerla —dijo, y se ruborizó.

—¿Viene usted de Nueva York? —preguntó ella.

—No, de Boston.

—¿Eso está también en Estados Unidos?

—Oh, sí. Sí.

—¿Su padre es un hombre de negocios?

—En realidad, no. Es profesor.

—¿Profesor? —preguntó con un débil tono de desengaño.

—Bueno, es una especie de autoridad, sabe usted. La gente lo consulta.

—¿Para cuestiones de salud? ¿Es doctor?

—No de esa clase de doctores. Es doctor en ingeniería, sin embargo. Lo sabe todo sobre la erosión submarina ¿Sabe usted lo que es eso?

—No.

Pyle dijo con un ligero intento humorístico:

—Bueno, dejaré que papá se lo explique.

—¿Está aquí?

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