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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

El americano tranquilo (9 page)

BOOK: El americano tranquilo
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Querido Thomas —decía—, no puedo dejar de decirle lo estupendo que estuvo la otra noche. Puedo decirle que tenía el corazón en un puño cuando entré en la habitación para hablar con usted (¿Dónde lo había tenido durante la larga travesía bajando por el río?). No hay muchos hombres que se tomen un asunto así con tanta calma. Estuvo usted magnífico, y ahora que se lo he dicho no me siento tan miserable (¿Era él el único que importaba?, me pregunté con rabia, y sin embargo sabía que no era ésa su intención. Para él todo el asunto resplandecería de felicidad tan pronto corno no se sintiera miserable —yo sería más feliz, Phuong sería más feliz, todo el mundo sería más feliz, incluso el Agregado Económico y el ministro—. Había llegado la primavera a Indochina ahora que Pyle ya no se sentía miserable). He estado aquí esperándolo durante veinticuatro horas, pero no podría regresar a Saigón en una semana si no salgo hoy, y mi trabajo realmente está en el sur. Les he pedido a los muchachos que llevan el equipo contra el tracoma que le atiendan —le gustarán—. Son grandes muchachos y están haciendo un trabajo de gigantes. No tiene por qué preocuparse en modo alguno porque regrese a Saigón antes que usted. Le prometo que no veré a Phuong hasta que usted vuelva. No quiero que pueda pensar después que no he jugado limpio. Muy cordialmente, Alden.

De nuevo esa tranquila suposición de que «después» sería yo el que perdería a Phuong. ¿Se basará la confianza en los cambios de moneda? Antes solíamos hablar de cualidades sólidas como la libra esterlina. ¿Hemos de hablar ahora de un amor como el dólar? Un amor como el dólar incluiría, desde luego, el matrimonio y el hijo con el añadido de «júnior» y el Día de la Madre, incluso aunque después incluyera también Reno o las Islas Vírgenes o cualquier otro lugar donde se consigan hoy día los divorcios. Un amor como el dólar tendría buenas intenciones, una conciencia clara, y al diablo con los demás. Pero mi amor no tenía intenciones: conocía el futuro. Todo lo que se podía hacer era intentar que el futuro fuese menos duro, afrontar el futuro con calma cuando llegara, y ahí hasta el opio tenía su valor. Pero nunca preví que el primer futuro que tendría que afrontar con Phuong fuese la muerte de Pyle.

Fui —porque no tenía nada mejor que hacer— a la conferencia de Prensa. Allí estaba, por supuesto, Granger. Presidía un joven coronel francés, demasiado guapo. Hablaba en francés y un oficial subalterno traducía. Los corresponsales franceses estaban sentados juntos como un equipo de fútbol rival. Me era difícil concentrarme en lo que estaba diciendo el coronel: mi mente se dirigía todo el tiempo hacia Phuong y un único pensamiento… supongamos que Pyle tiene razón y yo la pierdo: ¿adónde voy a ir ahora?

El intérprete decía:

—El coronel les cuenta que el enemigo ha sufrido una terrible derrota e importantes pérdidas —el equivalente a un batallón completo—. Los últimos destacamentos están ahora retrocediendo por el río Rojo en balsas improvisadas, Están siendo bombardeados continuamente por la Fuerza Aérea.

El coronel se alisaba el elegante pelo rubio con la mano y, blandiendo su puntero, señalaba de arriba abajo los grandes mapas que había en la pared. Un corresponsal norteamericano preguntó:

—¿Cuáles son las pérdidas francesas?

El coronel conocía perfectamente el significado de la pregunta —solía surgir siempre en este punto de la conferencia—, pero hizo una pausa, con el puntero hacia arriba y esbozó una amable sonrisa como la de un maestro simpático, hasta que se la tradujeron. Entonces contestó con paciente ambigüedad.

—El coronel dice que nuestras pérdidas no han sido importantes. El número exacto no se conoce todavía.

Ésta era siempre la señal que marcaba el comienzo de los problemas. Parecería lógico que más tarde o más temprano el coronel hubiera encontrado una fórmula para enfrentarse con esta clase rebelde, o que el director hubiese nombrado a otro miembro de su equipo que fuera más eficiente para mantener el orden.

—¿Nos está diciendo en serio el coronel —preguntó Granger— que ha tenido tiempo para contar las bajas del enemigo pero no las suyas propias?

Pacientemente el coronel tejía su madeja de evasión, que sabía perfectamente que sería destruida de nuevo por otra pregunta. Los corresponsales franceses permanecían sentados en un silencio lúgubre. Si los corresponsales norteamericanos conseguían que el coronel admitiera algo ellos serían los primeros en aprovecharse, pero no iban a unirse al ataque a un compatriota.

—El coronel dice que las fuerzas enemigas están siendo barridas. Se pueden contar los muertos detrás de la línea de fuego, pero mientras continúe la batalla no pueden esperarse cifras de las unidades francesas que avanzan.

—No es lo que nosotros
esperemos
—dijo Granger—, se trata de lo que sabe, o no, el estado mayor. ¿Nos dice en serio que los pelotones no informan de sus bajas, cuando ocurren, a través del transmisor portátil?

El humor del coronel estaba empezando a flaquear. Pensé que habría sido mejor que se nos hubiera enfrentado desde el principio diciéndonos con firmeza que conocía las cifras pero que no las diría. Después de todo, era su guerra, no la nuestra. No teníamos ningún derecho divino a la información. No teníamos que luchar contra los diputados izquierdistas en París, a la vez que contra las tropas de Ho Chi Minh entre los ríos Rojo y Negro. No éramos nosotros los que moríamos.

De repente el coronel nos espetó la información de que las bajas francesas habían estado en una proporción de uno a tres, luego nos dio la espalda para mirar fijamente, con furia, el mapa. Eran sus hombres los que habían muerto, sus compañeros oficiales, que habían estado en la misma clase en St Cyr —no eran sólo cifras como para Granger.

—Ahora ya sabemos algo —dijo Granger entonces.

Y echó una mirada alrededor, con un aire imbécil de triunfo, hacia sus compañeros; los franceses, con las cabezas bajas, tomaban sus sombrías notas.

—Eso es más de lo que puede decirse en Corea —dije con deliberada confusión, pero le había dado a Granger sólo una nueva línea de ataque.

—Pregúntele al coronel —dijo— qué van a hacer los franceses a continuación. Dice que el enemigo está huyendo por el río Negro…

—Río Rojo —le corrigió el intérprete.

—No me importa de qué color es el río. Lo que queremos saber es lo que van a hacer los franceses ahora.

—El enemigo está huyendo.

—¿Qué va a ocurrir cuando lleguen al otro lado? ¿Qué van a hacer ustedes entonces? ¿Se van a sentar simplemente en la otra orilla y van a decir que ya está todo acabado?

Los oficiales franceses escuchaban con sombría paciencia la voz gritona de Granger. Hoy se requiere de un soldado incluso humildad.

—¿Les van a mandar ustedes tarjetas de Navidad?

El capitán traducía con esmero, incluso la expresión
cartes de Noël
[32]
. El coronel nos brindó una sonrisa helada.

—Tarjetas de Navidad, no —dijo.

Creo que la juventud y belleza del coronel irritaban especialmente a Granger. El coronel no era —al menos como lo interpretaba Granger— un hombre hombre.

—No les están enviando ustedes mucho más —dijo.

El coronel habló de repente en inglés, en un buen inglés.

—Si los suministros prometidos por los norteamericanos hubieran llegado, podríamos enviarles algo más —dijo.

Era en realidad, a pesar de su elegancia, un hombre sencillo. Creía que un corresponsal de prensa sentía más preocupación por el honor de su país que por las noticias. Granger dijo secamente (era eficiente: mantenía bien las fechas en su cabeza):

—¿Quiere usted decir que ninguno de los suministros prometidos a principios de septiembre ha llegado?

—No.

Granger había conseguido su noticia: empezó a escribir.

—Lo siento —dijo el coronel—, eso no es para publicar: es sólo información accesoria.

—Pero coronel —protestó Granger— eso es una noticia. Nosotros podemos ayudarles ahí.

—No, es asunto de los diplomáticos.

—¿Qué daño puede hacer?

Los corresponsales franceses estaban perdidos: sabían muy poco inglés. El coronel había roto las reglas. Murmuraban enfadados entre ellos.

—Yo no soy quién para juzgar —dijo el coronel—. Quizá los periódicos norteamericanos digan: «Ah, los franceses están derramando su sangre por Estados Unidos y Estados Unidos no envía ni siquiera un helicóptero de segunda mano». No se hace ningún bien. Al final seguiríamos sin tener helicópteros, y el enemigo estaría todavía ahí, a ochenta kilómetros de Hanói.

—Puedo publicar al menos eso, ¿verdad?, que necesitan ustedes helicópteros urgentemente.

—Puede usted decir —dijo el coronel— que hace seis meses teníamos tres helicópteros y que ahora tenemos uno. Uno —repitió con cierta amargura y asombro—. Puede usted decir que si un hombre resulta herido en combate, no herido de gravedad, simplemente herido, sabe que muy probablemente es un hombre muerto. Doce horas, veinticuatro horas quizá, en una camilla hasta la ambulancia, luego los pésimos caminos, un accidente, quizá una emboscada, la gangrena. Es mejor que lo maten directamente.

Los corresponsales franceses se inclinaban hacia adelante, intentando comprender.

—Puede usted escribir eso —dijo con aspecto mucho más venenoso por su belleza física—.
Interprétez
[33]
—ordenó, saliendo de la habitación y dejando al capitán con la inusual tarea de traducir del inglés al francés.

—Lo atrapé por completo —dijo Granger con satisfacción, y se retiró a una esquina del bar para escribir su telegrama.

El mío no me llevó mucho tiempo: no había nada que pudiera escribir desde Phat Diem que los censores dejaran pasar. Si la historia hubiera sido lo bastante buena habría tomado un avión a Hong Kong y lo habría enviado desde allí, pero ¿había alguna noticia que fuera lo bastante buena para arriesgarme a la expulsión? Lo dudaba. La expulsión significaba el final de toda una vida, significaba la victoria de Pyle, y realmente, cuando volví al hotel, esperándome en el casillero, estaba su victoria, el final de la aventura —un telegrama de felicitación por mi ascenso—. A Dante nunca se le ocurrió esta vuelta de tuerca para sus amantes condenados. Paolo no fue nunca ascendido al Purgatorio.

Subí a mi pobre habitación, con su grifo de agua fría que goteaba continuamente (no había agua caliente en Hanói) y me senté en el borde de la cama con el mosquitero colgando por encima de mí como una nube hinchada. Iba a ser el nuevo editorialista de extranjero, que llegaría todas las tardes a las tres y media a aquel horrible edificio Victoriano cercano a la estación de Blackfriars que tenía una placa de lord Salisbury junto al ascensor. Me habían enviado la buena noticia desde Saigón, y me pregunté si ya habría llegado a los oídos de Phuong. Ya no iba a ser más un reportero: iba a tener opiniones, y a cambio de ese privilegio vacío me iba a ver privado de mi última esperanza en la pugna con Pyle. Yo tenía experiencia para hacer frente a su virginidad, los años eran una carta tan buena para jugar en el juego del sexo como la juventud, pero ahora no tenía ni siquiera el futuro limitado de doce meses más que ofrecer, y un futuro eran triunfos. Envidiaba al funcionario que sentía nostalgia de su país, condenado al azar de la muerte. Me hubiera gustado llorar, pero los conductos estaban tan secos como las cañerías de agua caliente. Ah, ellos podían tener su hogar —yo sólo quería mi habitación de la rue Catinat.

Hacía frío después de oscurecer en Hanói y las luces eran más tenues que las de Saigón, más apropiadas a los vestidos más oscuros de las mujeres y a la propia guerra. Subí por la rue Gambetta hasta el Pax Bar —no quería beber en el Metropole con los altos oficiales franceses, sus mujeres y sus hijas—, y cuando llegué al bar percibí el tamborileo distante de los disparos en dirección a Hoa Binh. De día se veían ahogados por el ruido del tráfico, pero ahora todo estaba tranquilo con la excepción del tintineo de las campanillas de las bicicletas, donde los conductores de
trishaw
esperaban clientes. Pietri estaba sentado en su lugar de costumbre. Tenía un extraño cráneo alargado que se asentaba sobre los hombros como una pera en una fuente; era un oficial de la Sureté y estaba casado con una bella tonkinesa que era la propietaria del Pax Bar. Era otro hombre que no tenía ningún deseo especial de regresar a casa. Era corso, pero prefería Marsella, y antes que Marsella prefería en cualquier momento su asiento en la acera de la rue Gambetta. Me pregunté si conocería ya el contenido de mi telegrama.


Quatre-cent-vingt-et-un?
—me preguntó.

—¿Por qué no?

Empezamos a jugar y me pareció imposible que pudiera volver a tener otra vida, lejos de la rue Gambetta y de la rue Catinat, del sabor soso del vermú con
cassis
, del sonido familiar de los dados, y del fuego de los cañones que se movía como las agujas de un reloj en el horizonte.

—Me vuelvo —le dije.

—¿A casa? —me preguntó Pietri, arrojando un cuatro a uno.

—No. A Inglaterra.

Segunda parte
Capítulo primero

Pyle se había invitado él solo para, según él, tomar una copa, pero yo sabía muy bien que en realidad no bebía. Después de varias semanas la fantástica reunión en Phat Diem parecía casi increíble: incluso los detalles de la conversación estaban menos claros. Eran como las letras que faltan en una tumba romana, y yo el arqueólogo que llenaba los huecos según mi parcial visión del asunto. Llegué incluso a pensar que me había estado tomando el pelo, y que la conversación había sido un elaborado y humorístico disfraz que ocultaba sus verdaderos propósitos, pues ya se rumoreaba por Saigón que trabajaba para uno de esos servicios que se llaman tan inadecuadamente secretos. Quizá estaba encargado de suministrar armamento norteamericano a una Tercera Fuerza —la banda de música del obispo, todo lo que quedaba de sus jóvenes y asustadas levas sin pagar—. Me guardaba en el bolsillo el telegrama que me esperara en Hanói. No tenía ningún sentido decírselo a Phuong, porque eso hubiera envenenado los pocos meses que nos quedaban con lágrimas y discusiones. No pensaba pedir ni siquiera el permiso de salida hasta el último momento, por si acaso tuviera algún familiar en la oficina de inmigración.

—Pyle viene a las seis —le dije.

—Iré a ver a mi hermana —dijo.

—Supongo que a él le gustaría verte.

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