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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

El americano tranquilo (20 page)

BOOK: El americano tranquilo
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Empecé —casi inconscientemente— a repudiar todo lo norteamericano. Mi conversación se llenó de la pobreza de la literatura norteamericana, de los escándalos de la política norteamericana, de la bestialidad de los niños norteamericanos. Era como si me la estuviera arrebatando una nación más que un hombre. Nada de lo que pudiera hacer Estados Unidos estaba bien. Me convertí en un pesado con el tema de los Estados Unidos, incluso para mis amigos franceses que estaban muy dispuestos a compartir mi antipatía. Parecía que me habían traicionado, pero un enemigo no te traiciona.

Fue en ese momento cuando ocurrió el incidente de las bombas de las bicicletas. Al regresar del Imperial Bar a un piso vacío (¿estaba en el cine o con su hermana?) encontré una nota que habían metido por debajo de la puerta. Era de Domínguez. Se disculpaba por seguir enfermo y me pedía que estuviera frente al gran comercio de la esquina del boulevard Charner sobre las diez treinta de la mañana siguiente. Me escribía a petición del señor Chou, aunque yo sospechaba que lo más probable era que fuese el señor Heng el que requería mi presencia.

Todo el asunto, según se desarrolló, no merecía más de un párrafo, y además un párrafo humorístico. No mantenía ninguna relación con la triste y dura guerra del norte, con aquellos canales de Phat Díem atestados de cadáveres que se habían vuelto grises después de varios días en el agua, con el martilleo de los morteros, con el blanco resplandor del napalm. Llevaba esperando un cuarto de hora junto a un puesto de flores cuando un camión cargado de policías se detuvo bruscamente con un chirrido de frenos y de gomas, procedente del cuartel general de la Sureté en la rue Catinat; bajaron corriendo los hombres y se metieron en el comercio, como si estuvieran cargando contra una multitud, pero no había ninguna multitud… sólo una espesa empalizada de bicicletas. Todos los grandes edificios de Saigón están rodeados, como si fuera una valla, por las bicicletas —ninguna ciudad universitaria de Occidente tiene tantas—. Antes de que tuviera tiempo de enfocar la cámara ya se había desarrollado la cómica e inexplicable acción. La policía se había abierto camino entre las bicicletas y salían con tres que llevaron hasta el bulevar, dejándolas caer en la fuente decorativa. Antes de que pudiera interceptar a ningún policía, ya estaban todos otra vez en el camión, que desapareció deprisa por el boulevard Bonnard.


Operation Bicyclette
—dijo una voz. Era el señor Heng.

—¿De qué se trata? —pregunté—. ¿De un ejercicio de prácticas?, ¿para qué?

—Espere un poco más —dijo el señor Heng.

Unos cuantos desocupados empezaron a acercarse a la fuente, donde sobresalía una rueda, como si fuera una boya que avisaba a los barcos que se alejaran del naufragio: un policía cruzó la calle gritando y agitando las manos.

—Echemos un vistazo —dije.

—Es mejor que no —dijo el señor Heng, mirando su reloj. Las manecillas señalaban las once y cuatro minutos.

—Va usted adelantado —le dije.

—Siempre adelanta.

Y en ese momento estalló la fuente por toda la calzada. Un trozo de cornisa decorativa fue a dar contra una ventana y los cristales cayeron como el agua de una brillante cascada. No hubo ningún herido. Nos sacudimos el agua y los cristales de nuestras ropas. Una rueda de bicicleta daba vueltas como una peonza en medio de la calle, se tambaleó y cayó.

—Deben de ser las once —dijo el señor Heng.

—¿Qué diablos…?

—Pensé que le interesaría —dijo el señor Heng—. Espero que le haya interesado.

—¿Viene a tomar una copa?

—No, lo siento. Debo regresar al depósito del señor Chou, pero antes déjeme que le enseñe algo. —Me llevó hasta el aparcamiento de las bicicletas y abrió el candado de la suya—. Mire con atención.

—Una Raleigh —dije.

—No, mire el inflador. ¿Le recuerda algo?

Sonrió con paternalismo ante mi confusión y empujó la bicicleta. Se volvió una vez para despedirse con la mano, pedaleando hacia Cholon y el almacén de chatarra. En la Sureté, adonde me dirigí en busca de información, comprendí lo que quería decir. El molde que había visto en su almacén tenía la forma de media sección de una bomba de aire de bicicleta. Aquel día por todo Saigón los inocentes infladores contenían bombas que hicieron explosión a las once, excepto cuando la policía, siguiendo informaciones que sospecho que procedían, del señor Heng, había podido adelantarse a las explosiones. Fue todo muy trivial —diez explosiones, seis personas ligeramente heridas, y sabe Dios cuántas bicicletas—. Mis colegas —excepto el corresponsal del
Extrême Orient
, que lo calificó de «desmán»— sabían que sólo podían conseguir espacio en el periódico tomándose el asunto con humor. «Bombas en bicicletas» parecía un buen titular. Todos echaban la culpa a los comunistas. Yo fui el único que escribió que las bombas eran una manifestación del general Thé, pero me cambiaron la crónica en la oficina. El general ya no era noticia. No se podía desperdiciar espacio diciendo quién era. Le envié al señor Heng, a través de Domínguez, un mensaje lamentándolo… yo había hecho todo lo posible. El señor Heng respondió con una cortés réplica verbal. Me pareció entonces que él —o su comité del Vietminh— habían estado excesivamente sensibles; nadie reprochaba seriamente el asunto a los comunistas. Desde luego, si así hubiera sido, habrían ganado cierta reputación de poseer sentido del humor. «¿En qué pensarán ahora?», decía la gente en las reuniones, y todo el absurdo asunto venía simbolizado para mí también por la rueda de bicicleta que daba vueltas alegremente como una peonza en medio del bulevar. Ni siquiera le mencioné a Pyle lo que había oído de sus relaciones con el general. Que siguiera jugando inofensivamente con los moldes de plástico: eso podría mantener su mente alejada de Phuong. De todas formas, como daba la casualidad de que me encontraba cerca una tarde, y como no tenía nada mejor que hacer, me presenté en el garaje del señor Muoi.

Era un lugar pequeño, desastrado, no muy distinto del almacén de chatarra, en el boulevard de la Somme. En medio del local había un coche en reparación con el capó levantado, como la boca abierta de un molde de algún animal prehistórico en un museo de provincias que nadie visita nunca. No creo que nadie se acordara de que estaba allí. El suelo estaba lleno de trozos de hierro y cajas viejas —a los vietnamitas no les gusta tirar nada, igual que un cocinero chino aprovecha un pato para siete platos sin desprenderse ni tan siquiera de una uña. Me pregunté cómo alguien se había deshecho tan rápidamente de los tambores vacíos y del molde defectuoso… quizá había sido un robo de algún empleado para hacerse con unas pocas piastras, o quizá alguien había sido sobornado por el ingenioso señor Heng.

No parecía haber nadie por los alrededores, así que entré. Quizá, pensé, se mantengan escondidos durante un tiempo por si acaso se presenta la policía. Posiblemente el señor Heng tenía algún contacto en la Sureté, pero aun así era improbable que la policía actuara. Era mejor, desde su punto de vista, dejar que la gente supusiera que las bombas eran comunistas.

Aparte del coche y la chatarra esparcida por el suelo de cemento no había nada más que ver. Era difícil imaginarse cómo las bombas podían haber sido fabricadas en el local del señor Muoi. Yo no tenía gran idea de cómo se convertía el polvo blanco que había visto en el tambor en material explosivo, pero seguramente el proceso era demasiado complejo para que lo llevaran a cabo aquí, donde incluso los dos surtidores de gasolina de la calle parecían sufrir gran deterioro. Me mantuve quieto en la entrada y miré hacia afuera, a la calle. Bajo los árboles en el centro del bulevar estaban trabajando los barberos: un trozo de espejo clavado al tronco de un árbol reflejaba el resplandor del sol. Pasó una muchacha trotando con su sombrero de molusco, llevando dos cestas colgadas de una barra. El adivinador que se sentaba en cuclillas contra el muro de Simon Frères había encontrado un cliente, un viejo con una barbita como la de Ho Chi Minh que contemplaba impasible las antiguas cartas que se barajaban y daban vueltas. ¿Qué posible futuro tendría, que valía una piastra? En el boulevard de la Somme se vivía al aire libre; todo el mundo lo sabía todo aquí sobre el señor Muoi, pero la policía no tenía ninguna llave que le abriera la confianza de esta gente. Este era ese nivel de la vida donde todo se sabe, pero uno no podía descender a ese nivel como se baja a la calle. Me acordé de las viejas que chismorreaban en el pasillo de mi piso cerca del retrete comunal: lo oían también todo, pero yo no sabía lo que sabían.

Volví al garaje y entré en una pequeña oficina que había al fondo. Encontré el habitual calendario comercial chino, una mesa llena de cosas… listas de precios y una botella de goma y una máquina sumadora, unos clips para papel, una tetera y tres tazas y muchos lápices sin punta, y por alguna razón una postal con una foto de la torre Eiffel sin nada escrito. York Harding podía escribir abstracciones gráficas sobre la Tercera Fuerza, pero esto era a lo que se reducía… eso era todo. Había una puerta en la pared del fondo; estaba cerrada con llave, pero la llave estaba en la mesa entre los lápices. Abrí la puerta y entré.

Me encontré en un pequeño cobertizo, de las dimensiones del garaje más o menos. Contenía una máquina que a primera vista parecía una jaula de barras y alambres decorada con innumerables balancines para mantener a algún pájaro adulto sin alas… daba la impresión de estar atada con trapos viejos, aunque los trapos habían sido usados probablemente para limpiarla cuando el señor Muoi y sus ayudantes se habían ausentado. Encontré el nombre de un fabricante —alguien de Lyon y un número de patente… ¿qué era lo que se patentaba?—. Le di a la corriente y la vieja máquina se puso en marcha: las barras cumplían una función; el aparato era como un viejo que hubiera reunido sus últimas fuerzas vitales y estuviera golpeando con los puños, golpeando… Esta cosa era todavía una prensa, aunque en su campo debía haber pertenecido a la misma era que el viejo teatro donde se proyectaban películas mudas, pero supongo que en este país donde no se desperdiciaba nada, y donde podía esperarse de cualquier cosa que volviera a aparecer para acabar su carrera (me acordé de la vieja película
El gran asalto al tren
, que había visto dando saltos en una pantalla, capaz aún de entretener, en una callejuela de Nam Dinh), la prensa todavía se podía emplear.

Examiné la prensa con más atención; había rastros de polvo blanco. Diolacton, pensé, con algo en común con la leche. No había signos de ningún tambor o molde. Regresé a la oficina y al garaje. Sentí deseos de darle una palmadita al guardabarros del viejo coche; le quedaba mucho por delante, quizá, pero algún día él también… El señor Muoi y sus ayudantes estarían probablemente en estos momentos entre los arrozales camino de las montañas sagradas, donde tenía sus cuarteles el general Thé. Cuando ahora por fin elevé la voz y grité: «¡Monsieur Muoi!», me imaginé muy lejos del garaje y el bulevar y los barberos, de nuevo entre aquellos arrozales donde me había refugiado en la carretera a Tanyin. «¡Monsieur Muoi!». Casi podía ver la cabeza de un hombre que se volvía entre los tallos de arroz.

Volví a casa andando y arriba, en mi pasillo, las viejas estallaron en una especie de gorjeo entre setos que me era tan incomprensible como el chismorreo de los pájaros. No estaba Phuong… sólo una nota en la que decía que estaba con su hermana. Me eché en la cama —todavía me cansaba con facilidad— y me quedé dormido. Cuando desperté vi el disco iluminado de mi reloj despertador señalando la una y veinticinco, y volví la cabeza esperando encontrar a Phuong dormida a mi lado. Pero la almohada estaba sin usar. Debía de haber cambiado las sábanas aquel día… tenían el frío de la lavandería. Me levanté y abrí el cajón donde guardaba los pañuelos de seda, y no estaban allí. Fui al estante de los libros —la
Vida de la familia real
en fotos también había desaparecido—. Se había llevado la dote con ella.

En el momento de la sorpresa hay poco dolor; el dolor comenzó sobre las tres de la madrugada cuando empecé a hacer planes para la vida que, de alguna forma, tenía que seguir, y a traer recuerdos a la memoria con el fin de eliminarlos de un modo u otro. Los recuerdos felices son los peores, y traté de recordar los infelices. Tenía práctica. Ya había vivido todo esto antes. Sabía que podía hacer lo que fuera necesario, pero ahora era mucho más viejo… sentía que me quedaban pocas energías para reconstruir lo perdido.

3

Me dirigí a la Legación Norteamericana y pregunté por Pyle. Había que llenar un impreso en la puerta y dárselo a un policía militar. Me dijo:

—No ha puesto usted la finalidad de la visita.

—Él ya la sabe —dije.

—¿Está ya citado, entonces?

—Puede decirlo así si prefiere.

—Le parecerá quizá tonto, pero hay que tener mucho cuidado. A veces aparecen por aquí tipos raros.

—Eso he oído.

Cambió el chicle al otro lado de la boca y entró en el ascensor. Esperé. No tenía ni idea de lo que iba a decirle a Pyle. Ésta era una escena que no había representado nunca. El policía volvió. Dijo con rencor.

—Puede subir. Habitación 12 A. Primer piso.

Cuando entré en la habitación vi que Pyle no estaba. Joe estaba sentado detrás de la mesa: el Agregado Económico; seguía sin recordar su apellido. La hermana de Phuong me observaba desde detrás de una máquina de escribir. ¿Era triunfo lo que leí en aquellos ojos oscuros que lo captaban todo?

—Pase, pase, Tom —dijo Joe ruidosamente—. Encantado de verle. ¿Corno va esa pierna? No solemos recibir visitas suyas en esta pequeña oficina. Coja una silla. Dígame qué le parece la nueva ofensiva. Vi a Granger anoche en el Continental. Se va al norte otra vez. Ese chico está realmente interesado. Donde hay noticias ahí está Granger. ¿Quiere un cigarrillo? Sírvase usted mismo. ¿Conoce a la señorita Hei? No consigo acordarme de todos estos nombres… demasiado difícil para un viejo como yo. Lo que le digo es «eh, aquí» —a ella le gusta—. Nada de ese colonialismo caduco. ¿Cuáles son los chismes del mercado, Tom? Ustedes sí que mantienen abiertos los oídos a lo que se dice en la calle. Sentí mucho lo de su pierna. Alden me dijo…

—¿Dónde está Pyle?

—Ah, Alden no está en la oficina esta mañana. Debe estar en casa. Hace gran parte de su trabajo en casa.

—Sé lo que hace en casa.

—Ese muchacho es aplicado. Eh, ¿qué fue lo que dijo?

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