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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

El americano tranquilo (18 page)

BOOK: El americano tranquilo
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Encontré el lugar con dificultad y casi por casualidad, la verja del depósito estaba abierta, y se podían ver las extrañas formas picassianas de montones de chatarra gracias a la luz de una lámpara vieja: los armazones de camas, las bañeras, los cubos de basura, los capós de coches, las franjas de colores viejos donde daba la luz. Baje por un sendero estrecho abierto entre toda esta chatarra y llamé en voz alta al señor Chou, pero no hubo ninguna respuesta. Al final del depósito había una escalera que subía a lo que supuse que sería la casa del señor Chou —aparentemente se me había dirigido a la puerta de atrás, y suponía que Domínguez tendría sus motivos—. Incluso en la escalera había chatarra alineada, pedazos de hierro viejo que podrían resultar útiles algún día en este nido de cuervos que era la casa. Había una habitación grande en el rellano, donde se hallaba sentada y echada una familia completa, dando la impresión de que era un campamento que podría sufrir en cualquier momento un ataque. Las tacitas de té lo invadían todo, y había muchas cajas de cartón llenas de objetos de difícil identificación y maletas de fibra cerradas con correas; había una anciana sentada en una cama grande, dos niños y dos niñas, un bebé que gateaba por el suelo, tres mujeres de edad mediana vestidas con viejos pantalones oscuros de campesinas y chaquetas, y dos viejos en un rincón con ropas chinas de seda azul jugando al
mah jongg
. Ignoraron mi llegada; jugaban con rapidez, identificando cada pieza al tacto, y el ruido era como el de los guijarros en la playa cuando se retira la ola. Y ninguno de los otros se inmutó tampoco; sólo un gato saltó sobre una caja de cartón y un perro flaco me olió y se echó para atrás.

—¿Monsieur Chou? —pregunté, y dos de las mujeres sacudieron la cabeza, sin que nadie me mirara, excepto que una de las mujeres enjuagó una taza y sirvió té de una tetera que se mantenía caliente en su caja forrada de seda.

Me senté al borde de la cama cerca de la anciana y una niña me trajo la taza: era como si ya hubiera quedado absorbido en la comunidad con el gato y el perro… quizá también ellos habían aparecido de la misma forma fortuita la primera vez. El bebé atravesó la habitación gateando y me tiró de los cordones de los zapatos, y nadie lo recriminó: no se recriminaba a los niños en Oriente. De las paredes colgaban tres calendarios comerciales, cada uno de ellos con una joven vestida con alegres ropas chinas y con las mejillas de un color rosa brillante. Había un espejo grande que misteriosamente tenía escritas las letras Café de la Paix… quizá se había visto atrapado por casualidad en medio de la chatarra: yo mismo me sentía atrapado en ella.

Bebí despacio el amargo té verde, cambiando de mano la taza sin asas a medida que el calor me quemaba los dedos, y me preguntaba cuánto tiempo debía quedarme. Intenté una vez comunicarme con la familia en francés, preguntando cuándo pensaban que volvería monsieur Chou, pero nadie me contestó: probablemente no habían comprendido. Cuando acabé la taza la volvieron a Henar y siguieron con sus ocupaciones: una mujer planchando, una niña cosiendo, los dos niños en sus lecciones, la anciana mirándose los pies, los minúsculos pies deformes de la vieja China… y el perro vigilando al gato, que se hallaba encima de las cajas de cartón.

Empecé a darme cuenta de lo duro que era el trabajo que tenía que hacer Domínguez para ganarse su exiguo jornal.

Un chino extremadamente demacrado entró en la habitación. Parecía no ocupar ningún espacio: era como esos pedazos de papel impermeables a la grasa que dividen las galletas de una lata. Su único espesor residía en el pijama de franela a rayas que llevaba.

—¿Es usted monsieur Chou? —le pregunté.

Me contempló con la mirada indiferente de un fumador de opio: las mejillas hundidas, las muñecas de un bebé, los brazos de una niña pequeña… se habían necesitado muchos años y muchas pipas para reducirlo a estas dimensiones.

—Mi amigo, monsieur Domínguez, me ha dicho que tenía usted algo que mostrarme. ¿Es usted monsieur Chou? —le dije.

Oh, sí, dijo, él era monsieur Chou y me indicó cortésmente con la mano que volviera a tomar asiento. Se podía decir que el objeto de mi visita se le había perdido en algún lugar de los espesos corredores de humo de su mente. Se sentía muy honrado por mi visita: ¿le aceptaría una taza de té? Enjuagaron otra taza tirando el contenido al suelo y me la pusieron como un carbón al rojo vivo entre las manos… la prueba del té. Le comenté el tamaño de la familia.

Echó un vistazo a su alrededor con una tenue sorpresa, como si nunca la hubiera visto a esa luz anteriormente.

—Mi madre —dijo—, mi mujer, mi hermana, mi tío, mi hermano, mis hijos, los hijos de mi tía.

El bebé se había alejado de mis pies dando vueltas y ahora estaba tendido de espaldas dando patadas y haciendo ruidos con la boca. Me pregunté de quién sería. Nadie parecía lo suficientemente joven —o lo suficientemente viejo— para haber hecho este niño.

—Monsieur Domínguez me dijo que era importante —le dije.

—Ah, monsieur Domínguez. Espero que monsieur Domínguez esté bien.

—Ha tenido fiebre.

—Es una mala época del año.

Yo no tenía la convicción ni siquiera de que se acordara de quién era Domínguez, Empezó a toser, y bajo la chaqueta del pijama, que había perdido dos botones, la piel tirante sonaba como un tambor del lugar.

—También usted debería ver a un médico —le dije.

Se unió a nosotros un recién llegado… no lo había oído entrar. Era un hombre joven vestido pulcramente con ropas europeas.

—El señor Chou tiene sólo un pulmón —dijo en inglés.

—Lo siento mucho.

—Se fuma ciento cincuenta pipas dianas.

—Eso parece demasiado.

—El médico le dice que no le hace ningún bien, pero el señor Chou se siente mucho más feliz cuando fuma.

Emití un gruñido indicando que comprendía.

—Si me permite que me presente, soy el gerente del señor Chou.

—Yo me llamo Fowler. Me ha enviado el señor Domínguez. Me dijo que el señor Chou tenía algo que contarme.

—La memoria del señor Chou está muy debilitada. ¿Quiere usted tomar una taza de té?

—Gracias, pero ya he tomado tres tazas.

Sonaba a una pregunta y respuesta de un libro de frases hechas.

El gerente del señor Chou me quitó la taza de las manos y se la alcanzó a una de las niñas, que después de tirar al suelo lo que quedaba en la taza la volvió a llenar.

—No está lo bastante fuerte —dijo, cogiendo la taza y probando el té él mismo; la enjuagó con cuidado y la volvió a llenar con una segunda tetera.

—¿Así está mejor? —preguntó.

—Mucho mejor.

El señor Chou carraspeó, para lanzar un inmenso escupitajo a la escupidera de latón decorada con flores rosadas. El bebé daba vueltas de un lado a otro entre los restos de té y el gato saltaba de una caja de cartón a una maleta.

—Quizá fuera mejor que hablara usted conmigo —dijo el hombre joven—. Me llamo Heng.

—Si me dijera usted…

—Bajemos al almacén —dijo el señor Heng—. Se está más tranquilo allí.

Le extendí la mano al señor Chou, que la dejó descansar entre las palmas de las suyas con una mirada de sorpresa, y luego dirigió los ojos por toda la habitación como si tratara de situarme. El ruido de los guijarros descendía a medida que bajábamos por la escalera.

—Tenga cuidado. Falta el último escalón —me dijo el señor Heng, y encendió una linterna para guiarme.

Estábamos otra vez entre los armazones de cama y las bañeras y el señor Heng me condujo hacia un pasillo lateral. Cuando había recorrido unos veinte pasos se detuvo y dirigió la luz a un pequeño tambor de hierro.

—¿Ve usted eso? —me dijo.

—¿Qué es?

Le dio la vuelta y me mostró la marca de fábrica: «Diolacton».

—Sigue sin significar nada para mí.

—Tenía aquí dos de esos tambores —añadió—. Los recogieron con otra chatarra en el garaje del señor Phan-Van-Muoi. ¿Lo conoce usted?

—No, creo que no.

—Su mujer es pariente del general Thé.

—Todavía no comprendo…

—¿Sabe usted lo que es esto? —me preguntó el señor Heng, agachándose y levantando un largo objeto cóncavo como un tallo de apio que brillaba con destellos cromados a la luz de su linterna.

—Podría ser una instalación de baño.

—Es un molde —dijo el señor Heng.

Se trataba evidentemente de un hombre que gozaba fatigosamente proporcionando instrucción a los que lo escuchaban. Hizo una pausa para que yo mostrara de nuevo mi ignorancia.

—¿Comprende lo que quiero decir con un molde?

—Sí, desde luego, pero todavía no entiendo…

—Este molde lo hicieron en Estados Unidos. Diolacton es una marca de fábrica norteamericana. ¿Empieza a comprender?

—Francamente, no.

—El molde tiene un defecto. Por eso lo tiraron. Pero no deberían haberlo tirado con la chatarra… ni tampoco el tambor. Fue un error. El gerente del señor Muoi vino aquí a verme personalmente. No pude encontrarle el molde, pero dejé que se llevara el otro tambor. Le dije que era todo lo que tenía, y lo que me contó es que los necesitaban para almacenar productos químicos. Por supuesto, no preguntó por el molde, eso habría sido muy arriesgado, pero hizo una búsqueda a fondo. El propio señor Muoi llamó posteriormente a la Legación Norteamericana preguntando por el señor Pyle.

—Parece que dispone usted de un servicio de inteligencia completo —le dije.

Aún no podía imaginarme de qué se trataba.

—Le pedí al señor Chou que se pusiera en contacto con el señor Domínguez.

—¿Quiere usted decir que ha establecido cierto tipo de conexión entre Pyle y el general? —le dije—. Pero es algo mínimo. Y no es ninguna novedad, de todas formas. Aquí todo el mundo hace labores de inteligencia.

El señor Heng golpeó el negro tambor de hierro con el talón y el ruido reverberó entre los armazones de camas.

—Señor Fowler —dijo—, usted es inglés. Es neutral. Ha sido honrado con todos nosotros. Es capaz de sentir simpatía por alguno de nosotros, no importa del bando que seamos.

—Si está usted insinuando que es comunista, o del Vietminh, no se preocupe —le dije—. No me asombra. No tengo ninguna inclinación política.

—Si ocurre algo desagradable aquí en Saigón, se nos echará la culpa a nosotros. A mi comité le gustaría que tuviera usted una visión correcta de la situación. Por eso le he enseñado estas cosas.

—¿Qué es Diolacton? —le pregunté—. Suena como leche condensada.

—Tiene algo en común con la leche.

El señor Heng dirigió la linterna al interior del tambor. Quedaba en el fondo, como si estuviera sucio, un poco de polvo blanco.

—Es uno de los materiales plásticos norteamericanos —dijo.

—He oído rumores de que Pyle estaba importando material plástico para juguetes.

Cogí el molde y lo observé. Intenté mentalmente adivinar su forma. No era ésta la apariencia propia del objeto: era la imagen en un espejo, al revés.

—No para juguetes —dijo el señor Heng.

—Parece como si fueran partes de una varilla.

—La forma es extraña.

—No logro entender para qué puede servir.

El señor Heng se alejó.

—Sólo quiero que recuerde lo que ha visto —dijo, regresando a las sombras del montón de chatarra—. Quizá un día tenga usted motivos para escribir sobre ello. Pero no debe decir que vio el tambor aquí.

—¿Ni el molde? —pregunté.

—Especialmente el molde.

3

No es fácil la primera vez que vuelve uno a encontrarse con la persona que —como suele decirse— te ha salvado la vida. No había visto a Pyle durante el tiempo que pasé en el Hospital de la Legión, y su ausencia y silencio, fácilmente comprensibles (porque él era más sensible que yo ante las situaciones embarazosas), me preocupaban a veces de manera irracional, de modo que de noche, antes de que me calmara el somnífero me lo imaginaba subiendo las escaleras de mi piso, llamando a la puerta, durmiendo en mi cama. Había sido injusto con él en eso, y por ello había añadido cierto sentimiento de culpabilidad a mis otras obligaciones más formales. Y supongo que estaba, además, la culpabilidad de mi carta (¿qué distantes antepasados me habían legado esta conciencia estúpida? Seguro que ellos no la tenían cuando violaban y mataban en su mundo paleolítico).

A veces me preguntaba si debía invitar a mi salvador a cenar, o si debía sugerirle un encuentro para echar un trago en el bar del Continental. Era un problema social fuera de lo común, que dependía quizá del valor que uno le atribuyera a la propia vida. ¿Una comida y una botella de vino, o un whisky doble?… había estado preocupado durante días hasta que el mismo Pyle resolvió el problema, al acercarse gritándome a través de la puerta cerrada. Estaba durmiendo la siesta una tarde calurosa, agotado por los esfuerzos que había hecho con la pierna por la mañana, y no había oído cómo llamaba a la puerta.

—Thomas, Thomas.

La llamada se mezclaba con un sueño en el que yo descendía por una larga carretera vacía buscando dónde girar, pero en vano. La carretera se iba presentando como la cinta de un magnetófono con una uniformidad que nunca habría visto alterada si la voz no la hubiera interrumpido… primero era como una voz que sollozaba de dolor, que procedía de una torre, y luego de repente era una voz que me hablaba a mí personalmente:

—Thomas, Thomas.

En voz baja dije:

—Vete, Pyle. No te me acerques. No quiero que me salves.

—Thomas.

Estaba golpeando la puerta, pero yo me hacía el dormido o el muerto, como si estuviera otra vez en el arrozal y se tratara de un enemigo. De pronto me di cuenta de que ya no llamaba más, y alguien hablaba en voz baja fuera con otra persona que respondía. Los susurros son peligrosos. No podía saber quiénes eran los que hablaban. Salí con cuidado de la cama y con la ayuda de mi bastón llegué hasta la puerta de la otra habitación. Quizá me había movido demasiado aprisa y me habían oído, porque se hizo un silencio fuera. El silencio era como una planta que extendía sus ramificaciones: parecía crecer por debajo de la puerta esparciendo las hojas por la habitación donde yo estaba. Era un silencio que no me gustaba, por lo que abrí la puerta de golpe. Phuong estaba de pie en el pasillo y Pyle tenía las manos colocadas sobre los hombros de ella: por su actitud podían acabar de darse un beso.

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