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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

El americano tranquilo (14 page)

BOOK: El americano tranquilo
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Tuve que abrir con llave el maletero para sacar la manta y el clic y el chirrido me sobresaltaron en medio de todo el silencio. No me hacía mucha gracia que fuera el único ruido en lo que debía ser una noche llena de gente. Con la manta sobre los hombros bajé la puerta del maletero con más cuidado que antes, y entonces, justo cuando se cerró del todo, el cielo hacia el lado de Saigón se iluminó y llegó retumbando por la carretera el sonido de una explosión. Una Bren empezó a escupir fuego sin parar, aunque volvió a quedar muda antes de que cesara el estruendo. Pensé: «le han dado a alguien», y oí voces muy lejanas que gritaban de dolor, o miedo, o quizá incluso de triunfo. No sé por qué, pero había estado pensando todo este tiempo en un ataque que viniera desde detrás, por la carretera por la que habíamos pasado, y tuve por un momento la sensación de que era injusto que los viets estuvieran allí delante, entre nosotros y Saigón. Era corno si inconscientemente nos hubiéramos estado acercando al peligro en lugar de habernos distanciado de él, justamente igual que ahora yo caminaba en su dirección, volviendo a la torre. Y caminaba porque así se hacía menos ruido que corriendo, aunque el cuerpo me pedía correr.

Al pie de la escalera llamé a Pyle.

—Soy yo… Fowler —{ni siquiera entonces me decidí a usar el nombre de pila para dirigirme a él).

La escena en el interior de la habitación había cambiado. Las cacerolas de arroz habían vuelto a estar en el suelo; uno de los hombres mantenía su rifle en la cadera y estaba sentado contra la pared mirando fijamente a Pyle, y Pyle estaba de rodillas un poco más allá en la pared de enfrente con los ojos puestos en la ametralladora que yacía entre él y el segundo centinela. Parecía que había empezado a arrastrarse hacia ella pero que algo le había detenido. El brazo del segundo centinela estaba extendido hacia la ametralladora: nadie había luchado, ni siquiera amenazado, era como ese juego infantil en el que uno no puede moverse cuando lo ven, o Lo vuelven a mandar al principio otra vez.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Los dos centinelas me miraron y Pyle se lanzó sobre la ametralladora, llevándosela al sitio que ocupaba en la habitación.

—¿Es un juego? —pregunté.

—No me fío de que ése tenga el arma —dijo Pyle— en caso de que llegue el enemigo.

—¿Ha usado alguna vez una ametralladora?

—No.

—Muy bien. Yo tampoco. Me alegro de que esté cargada… no sabríamos corno cargarla.

Los centinelas habían aceptado con tranquilidad la pérdida de la ametralladora. Uno bajó el rifle y se lo colocó sobre los muslos; el otro se dejó caer contra la pared y cerró los ojos como si fuera un niño y creyera que se hacía invisible en la oscuridad. Quizá estuviera contento de no tener ya responsabilidad. A lo lejos volvió a sonar la Bren… tres tiros y luego silencio. El segundo centinela apretó con fuerza los ojos.

—Ellos no saben que no sabemos usarla —dijo Pyle.

—Se supone que están de nuestro lado.

—Pensaba que usted no era de ningún lado.


Touché
—dije—. Me gustaría que los viets lo supieran.

—¿Qué está ocurriendo ahí afuera?

Le cité de nuevo el
Extrême Orient
de la mañana siguiente: «Un puesto a cincuenta kilómetros de Saigón fue atacado y temporalmente ocupado anoche por tropas irregulares del Vietminh».

—¿Cree usted que sería más seguro irse a los arrozales?

—Haría una humedad terrible.

—No parece usted preocupado —dijo Pyle.

—Estoy bastante asustado… pero las cosas van mejor de lo que podrían ir. Generalmente no atacan más de tres puestos en una noche. Nuestras posibilidades han mejorado.

—¿Qué es eso?

Era el ruido de un vehículo pesado que venía por la carretera, circulando en dirección a Saigón. Me acerqué al hueco del rifle y miré hacia abajo, justamente cuando pasaba un tanque.

—La patrulla —dije.

El cañón de la tórrela se movía de un lado a otro continuamente. Quise llamarlos, pero ¿de qué serviría? No tenían sitio a bordo para dos civiles inútiles. El suelo de tierra tembló un poco cuando pasaban, y enseguida se habían ido. Miré mi reloj —las ocho cincuenta y uno—, y me mantuve a la espera, haciendo esfuerzos por vislumbrar el primer resplandor. Era como calcular la distancia del relámpago por el retraso antes del trueno. Pasaron casi cuatro minutos antes de que abrieran fuego. En una ocasión pensé que había detectado la respuesta de un bazuca, y luego se hizo el silencio otra vez.

—Cuando regresen —dijo Pyle— podríamos hacerles señas para que nos acercaran al campamento.

Una explosión estremeció el suelo.

—Si regresan —dije—. Eso sonó como si hubiera sido una mina.

Cuando volví a mirar mi reloj eran las nueve quince y el tanque no había regresado. No había habido más tiros.

Me senté al lado de Pyle y estiré las piernas.

—Será mejor que intentemos dormir —dije—. No hay otra cosa que podamos hacer.

—No me gustan estos centinelas —dijo Pyle.

—Están muy bien si no aparecen los viets. Póngase la ametralladora bajo las piernas para más seguridad.

Cerré los ojos e intenté imaginarme que estaba en otro lugar… sentado en uno de los compartimientos de cuarta clase que tenían los ferrocarriles alemanes antes de que Hitler llegara al poder, en los días en que uno era joven y podía pasarse toda la noche despierto sin melancolía, en que se soñaba despierto con la esperanza y no con el miedo. Ésta era la hora en que Phuong se disponía siempre a prepararme mis pipas nocturnas. Me pregunté si habría alguna carta esperándome… no tenía esperanzas, porque sabía lo que contendría una carta, y mientras no llegara ninguna podía soñar despierto con lo imposible.

—¿Está dormido? —me preguntó Pyle.

—No.

—¿No cree que deberíamos subir la escalera?

—Empiezo a comprender por qué ellos no lo hacen. Es la única salida.

—Ojalá volviera ese tanque.

—No volverá ya.

Trataba de no mirar el reloj excepto a intervalos largos, y los intervalos nunca eran lo largos que parecían. Las nueve cuarenta, las diez y cinco, las diez y doce, las diez y treinta y dos, las diez cuarenta y uno.

—¿Está despierto? —le dije a Pyle.

—Sí.

—¿En qué piensa?

Vaciló antes de responder:

—En Phuong.

—¿Sí?

—Me estaba preguntando qué estará haciendo.

—Yo puedo decírselo. Habrá decidido que yo voy a pasar la noche en Tanyin —no es la primera vez—. Estará acostada en la cama con un pebete encendido para alejar los mosquitos y estará mirando las fotos de un viejo
Paris-Match
. Como los franceses, siente pasión por la familia real.

—Debe ser maravilloso saberlo con tanta exactitud —dijo con melancolía.

Me imaginaba sus suaves ojos de perro en la oscuridad. Deberían haberle puesto Pido, no Alden.

—No lo sé realmente… pero es muy probable. No sirve de nada estar celoso cuando no se puede hacer nada. «No hay barreras para una barriga».

—A veces odio la forma que tiene de hablar, Thomas. ¿Sabe cómo la veo yo? Me parece fresca, como una flor.

—¡Pobre flor! —dije—. Tiene mucha hierba mala en torno.

—¿Dónde la conoció?

—Estaba bailando en el Grand Monde.

—Bailando —exclamó, como si la idea le produjera dolor.

—Es una profesión perfectamente respetable —le dije—. No se preocupe.

—Tiene usted una cantidad tan terrible de experiencia, Th ornas.

—Lo que tengo es una cantidad terrible de años. Cuando usted llegue a mi edad…

—Nunca he tenido chica —dijo—, no propiamente. No lo que se podría llamar una experiencia de verdad.

—Gran parte de la energía parece que se les va a ustedes en silbar.

—Nunca se lo he dicho a nadie.

—Es usted joven. No tiene por qué avergonzarse.

—¿Ha conocido usted muchas mujeres, Fowler?

—No sé lo que significa muchas. No más de cuatro han significado algo importante para mí… o yo para ellas. Las otras cuarenta y tantas… quién sabe por qué lo hace uno. Cierta idea de higiene, de las propias obligaciones sociales, ambas equivocadas.

—¿Cree usted que son
ideas equivocadas
?

—Ojalá pudiera volver a tener esas noches. Todavía estoy enamorado, Pyle, y estoy en decadencia. Ah, y había orgullo, desde luego. Lleva mucho tiempo dejar de sentirse orgulloso porque a uno lo necesiten. Aunque Dios sabe por qué nos sentimos así, cuando basta con echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar quiénes se ven también solicitados.

—¿No creerá usted que hay algo que no funciona en mí, verdad, Thomas?

—No, Pyle.

—No significa que yo no sienta
necesidad
, Thomas, como todo el mundo. No soy… raro.

—Ninguno de nosotros lo necesitamos tanto como decimos. Hay muchísimo de autohipnosis sobre eso. Ahora yo sé que no necesito a nadie… excepto a Phuong, Pero eso es algo que se aprende con el tiempo. Podría pasarme un año sin ninguna inquietud por la noche si ella no estuviera.

—Pero ella
está
ahí —dijo con una voz que casi no pude captar.

—Uno empieza siendo promiscuo y acaba como su abuelo, siendo fiel a una mujer.

—Supongo que parece muy ingenuo empezar así…

—No.

—No está en el
Informe Kinsey
.

—Por eso no es ingenuo.

—Sabe, Thomas, es estupendo que esté aquí, hablándole así. En cierta forma no parece que haya peligro ya.

—Así nos solía pasar con los ataques aéreos en Londres —dije— cuando venía la calma. Pero siempre volvían los aviones.

—Si alguien le preguntara cuál ha sido su experiencia sexual más profunda, ¿qué diría usted?

Ya me sabía la respuesta.

—Una mañana temprano, tumbado en la cama, cuando contemplaba a una mujer de bata roja que se cepillaba el pelo.

—Joe me dijo que había sido acostarse con una china y una negra al mismo tiempo.

—Así habría pensado yo también cuando tenía veinte años.

—Joe tiene cincuenta.

—Me pregunto qué edad mental le dieron en la guerra.

—¿Era Phuong la mujer de la bata roja?

Deseé que no hubiera hecho aquella pregunta.

—No —le dije—, esa mujer fue antes. Cuando dejé a mi esposa.

—¿Qué ocurrió?

—La dejé a ella también.

—¿Por qué?

Sí, ¿por qué?

—Somos tontos —le dije— cuando estamos enamorados. Tenía mucho miedo de perderla. Pensaba que la notaba cambiada, no sé si realmente había cambiado, pero no podía soportar la incertidumbre más tiempo. Me precipité hacia el final, tal como un cobarde se precipita hacia el enemigo y acaba ganando una medalla. Quería terminar con la muerte.

—¿Con la muerte?

—Era como la muerte. Entonces me vine al Oriente.

—¿Y encontró a Phuong?

—Sí.

—¿Pero no encuentra lo mismo con Phuong?

—No es lo mismo. La otra me quería, entiende. Yo tenía miedo de perder ese amor. Ahora sólo tengo miedo de perder a Phuong.

¿Por qué se lo había dicho?, me pregunté a mí mismo. Él no necesitaba que yo le brindara ningún tipo de estímulo.

—Pero ella le quiere, ¿verdad?

—Pero no así. No va con su naturaleza. Ya se dará cuenta de ello. Es un cliché llamarlas niñas, pero hay algo infantil. Le quieren a uno a cambio de amabilidad, de seguridad, de los regalos que le demos, y le odian por un golpe o una injusticia. No entienden cómo puede ser… que simplemente se entra en una habitación y se ama a un extraño. Para un hombre de edad, Pyle, es muy seguro… no se escaparán de casa mientras la casa sea feliz.

No había pretendido herirlo. Sólo me di cuenta de que lo había hecho cuando me dijo con sofocada rabia:

—Quizá prefiera mayor seguridad o más amabilidad.

—Quizá.

—¿No tiene miedo de que pueda pasar eso?

—No tanto como el que tenía con la otra.

—¿Pero usted la quiere?

—Oh, sí, Pyle, sí. Pero de aquella forma sólo he querido una vez.

—A pesar de las cuarenta y tantas mujeres —me espetó.

—Estoy seguro de que esa cifra está por debajo de la media Kinsey. Sabe, Pyle, las mujeres no quieren hombres que sean vírgenes. Y no estoy seguro de que nosotros las queramos vírgenes, a menos que pertenezcamos a un tipo patológico.

—Yo no quise decir que fuera virgen —dijo.

Todas mis conversaciones con Pyle parecían tomar direcciones grotescas. ¿Era por su sinceridad por lo que se salía de los cauces acostumbrados? Su conversación nunca mejoraba.

—Se pueden poseer cien mujeres y seguir siendo virgen, Pyle. La mayoría de los soldados norteamericanos que fueron colgados durante la guerra por violación eran vírgenes. No tenemos tantos en Europa, por fortuna. Hacen mucho daño.

—Sencillamente no le entiendo, Thomas.

—No merece la pena que se lo explique. Ya me aburre el asunto, en cualquier caso. Ya he llegado a la edad en la que el sexo no es tanto problema como la vejez y la muerte. Me despierto con estos últimos en la mente y no con el cuerpo de una mujer. Simplemente no quiero quedarme solo en mi última década, eso es todo. No sabría en qué pensar a lo largo de todo el día. Preferiría tener una mujer en la misma habitación… incluso aunque no la quisiera. Pero si Phuong me dejara, ¿tendría la energía para buscar otra?

—Si es eso todo lo que ella significa para usted…

—¿Todo, Pyle? Espere hasta que tenga miedo de vivir diez años solo, sin compañía, con un asilo al final. Entonces empezará a correr en cualquier dirección, incluso dejando a esa chica de la bata roja para encontrar a otra, a alguien que le vaya a durar hasta que muera.

—¿Entonces por qué no regresa con su mujer?

—No es fácil vivir con alguien a quien se ha herido.

Sonó un largo estampido de ametralladora… no sería a más de un kilómetro. Quizá un centinela nervioso había disparado a las sombras: quizá había comenzado otro ataque. Tenía la esperanza de que fuera un ataque… ello aumentaba nuestras posibilidades.

—¿Está asustado, Thomas?

—Por supuesto que lo estoy. Con todo mi instinto. Pero con la razón sé que es mejor morir así. Por ello vine al Oriente. La muerte se queda con uno.

Miré mi reloj. Eran las once. Nos quedaba una noche de ocho horas y luego podíamos descansar.

—Parece que hemos hablado de casi todo excepto de Dios. Mejor lo dejamos para la madrugada —le dije.

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