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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

El americano tranquilo (11 page)

BOOK: El americano tranquilo
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—Y ella tampoco. Phuong, ¿quiere usted casarse conmigo?

—¿Y qué hay del grupo sanguíneo? —le pregunté—. ¿Y el certificado médico? Necesitará el de ella, ¿verdad? Quizá deba también tener el mío. Y su horóscopo… no, ésa es una costumbre india.

—¿Quiere usted casarse conmigo?

—Dígaselo en francés —le dije—, que me cuelguen si voy a seguir traduciéndole.

Me puse de pie y el perro gruñó. Me puso furioso.

—Dígale a su maldito Duke que se calle. Ésta es mi casa, no la suya.

—¿Quiere usted casarse conmigo? —le repitió.

Avancé un paso hacia Phuong y el perro volvió a gruñir.

—Dile que se vaya y se lleve al perro —le dije a Phuong.

—Venga conmigo ahora —le dijo Pyle—.
Avec moi
[34]
.

—No —dijo Phuong—, no.

De pronto desapareció todo nuestro enfado; era un problema muy sencillo: podía resolverse con una palabra de dos letras. Sentí un enorme alivio; Pyle se había quedado allí de pie con la boca a medio abrir y una expresión de sorpresa en la cara.

—Ha dicho que no —dijo.

—Sabe suficiente inglés como para decir eso.

Ahora tenía ganas de reírme; cómo habíamos hecho el tonto los dos.

—Siéntese y tome otro whisky, Pyle —le dije.

—Creo que debo irme.

—Una copa para el camino.

—No debo beberme todo su whisky —murmuró.

—Consigo todo el que quiero a través de la Legación.

Me acerqué a la mesa y el perro me enseñó los dientes. Pyle dijo con furia:

—Tranquilo, Duke. Compórtate.

Se limpió el sudor de la frente.

—No sé lo que me ha pasado.

Cogió el vaso y dijo con melancolía:

—Gana el mejor. Sólo le pido, por favor, que no la abandone, Thomas.

—Por supuesto que no la abandonaré —le dije.

Phuong me preguntó:

—¿Quizá a él le apetezca fumar una pipa?

—¿Le apetece fumar una pipa?

—No, gracias. No toco el opio, y tenemos instrucciones estrictas en nuestro servicio. Me acabo esta copa y me voy. Siento lo de Duke. Generalmente es muy tranquilo.

—Quédese a cenar.

—Si no le importa prefiero estar solo —hizo una mueca rara—. Supongo que la gente diría que nos hemos comportado de forma muy extraña. Ojalá pudiera casarse con ella, Thomas.

—¿Lo dice de verdad?

—Sí. Desde que vi aquel lugar, ya sabe, aquella casa cerca del chalet… he estado tan preocupado.

Se bebió el desacostumbrado whisky con prisas, sin mirar a Phuong, y cuando se despidió no le dio la mano, sino que hizo una torpe reverencia. Me di cuenta de cómo los ojos de ella lo seguían hasta la puerta y cuando pasé por delante del espejo me vi a mí mismo: el botón superior de los pantalones desabrochado, el principio de una barriga. Ya fuera, dijo Pyle:

—Le prometo no volver a verla, Thomas. Usted no permitirá que todo esto se interponga entre nosotros, ¿verdad? Pediré el traslado cuando acabe mi trabajo.

—¿Cuándo será eso?

—Dentro de unos dos años.

Regresé a la habitación pensando: «¿qué beneficio he sacado de esto? Podría haberles dicho a los dos que me voy a ir». Pyle tendría que llevar su corazón destrozado como un objeto decorativo sólo durante unas pocas semanas… Mi mentira le haría sentirse incluso mejor con su conciencia.

—¿Te preparo una pipa? —me preguntó Phuong.

—Sí, dentro de un momento. Sólo quiero escribir una carta.

Era la segunda carta del día, pero no rompí ningún trozo, aunque tenía tan pocas esperanzas de contestación como en la anterior. Decía así:

Querida Helen, regreso a Inglaterra el próximo mes de abril para encargarme del puesto de editorialista de extranjero. Puedes imaginarte que no me hace mucha ilusión. Inglaterra representa para mí el escenario de mi fracaso. Había pensado que nuestro matrimonio durara tanto como si compartiera tus creencias cristianas. Hasta este día no he visto con claridad lo que no funcionó (sé que ambos lo intentamos), pero creo que fue mi humor. Sé lo cruel y malo que puede llegar a ser. Pero ahora creo que es un poco mejor —el Oriente me ha influido—, no más dulce, pero sí más tranquilo. Quizá sea sencillamente que tengo cinco años más —al final de la vida, cuando cinco años constituyen una proporción importante de lo que queda—. Has sido siempre muy generosa conmigo, y nunca me has reprochado nada desde nuestra separación. ¿Serías incluso más generosa? Sé que antes de casarnos me advertiste que nunca podría haber divorcio. Acepté el riesgo y no tengo por qué quejarme. Pero a la vez, ahora te lo pido.

Phuong me gritó desde la cama que tenía la bandeja preparada.

—Un momento —dije.

Podría disfrazártelo todo —continué— para hacer que sonara más honorable y más digno, haciéndote creer que era por el bien de otra persona. Pero no es eso, y hemos tenido siempre la costumbre de contarnos la verdad. Es por mi bien y sólo por el mío. Amo mucho a otra, hemos vivido juntos durante nías de dos años, me ha sido muy leal, pero sé que yo no le soy esencial. Si la abandono, creo que se sentirá algo infeliz, pero no será ninguna tragedia. Se casará con otro y formará una familia. Es de tontos por mi parte contarte esto. Te estoy ofreciendo la respuesta en bandeja. Pero porque he sido sincero hasta ahora, quizá me creas cuando le digo que perderla sería, para mí, el principio de la muerte. No te pido que seas «razonable» (la razón está toda de tu parte) o que tengas piedad. Es una palabra demasiado importante para esta situación mía y, en cualquier caso, no merezco especialmente piedad. Supongo que lo que te estoy pidiendo realmente es que, de repente, irracionalmente, reacciones como si no fueras tú. Quiero que sientas (dudé sobre qué palabra escribir y no conseguí encontrar la adecuada) afecto y que actúes antes de que tengas tiempo para pensar. Sé que eso es más fácil de hacer por teléfono que a trece mil kilómetros de distancia. ¡Si pudieras simplemente ponerme un telegrama diciendo «Estoy de acuerdo»!

Cuando acabé me sentí como si hubiera recorrido un largo trecho corriendo, forzando unos músculos que no estaban en condiciones. Me eche en la cama mientras Phuong me preparaba la pipa.

—Es joven —le dije.

—¿Quién?

—Pyle.

—Eso no es importante.

—Yo me casaría contigo si pudiera, Phuong.

—Lo sé, pero mi hermana no lo cree.

—Le acabo de escribir a mi mujer pidiéndole el divorcio. No lo había intentado nunca antes. Siempre hay alguna posibilidad.

—¿Una posibilidad grande?

—No, pequeña.

—No te preocupes. Fuma.

Aspiré el humo mientras ella empezaba a preparar la segunda pipa. Le pregunté otra vez:

—¿No estaba tu hermana realmente en casa, Phuong?

—Ya te lo dije… había salido.

Era absurdo someterla a esta pasión por la verdad, una pasión occidental, como la pasión del alcohol. Debido al whisky que había bebido con Pyle, el efecto del opio era menor que otras veces.

—Te mentí, Phuong. Me han ordenado que vuelva a Inglaterra.

Bajó la pipa.

—Pero no irás.

—Si me niego, ¿de qué vamos a vivir?

—Podría irme contigo. Me gustaría conocer Londres.

—Sería muy incómodo para ti sí no estamos casados.

—Pero quizá tu mujer acepte divorciarse.

—Quizá.

—Iré contigo en cualquier caso —dijo.

Y lo decía de verdad, pero pude ver en sus ojos cómo se ponían en marcha sus pensamientos, cuando levantó de nuevo la pipa y comenzó a calentar la pasta del opio.

—¿Hay rascacielos en Londres? —me preguntó.

Y la quise por la inocencia de su pregunta. Phuong podría mentir por educación, por miedo, incluso por interés, pero era incapaz de la astucia necesaria para mantener oculta su mentira.

—No —dije—, tienes que irte a los Estados Unidos para verlos.

Me echó una rápida mirada por encima de la aguja reconociendo su error. Entonces, cuando amasaba el opio, comenzó a hablar desordenadamente de los vestidos que se pondría en Londres, de dónde viviríamos, del metro, que había conocido leyendo una novela, y de los autobuses de dos pisos: ¿iríamos en avión o en barco?

—Y la Estatua de la Libertad… —dijo.

—No, Phuong, eso está también en los Estados Unidos.

Capítulo 2
1

Al menos una vez al año los caodaístas celebran un festival en la Santa Sede de Tanyin, que se halla a ochenta kilómetros al noroeste de Saigón, para conmemorar tal año de la Liberación, o de la Conquista, o incluso algún festival budista, cristiano o de Confucio. El caodaísmo era siempre el capítulo preferido de mis explicaciones a los visitantes. El caodaísmo, invento de un funcionario cochinchino, era una síntesis de las tres religiones. La Santa Sede estaba en Tanyin. Había un papa y cardenales femeninos. Profecías en tablillas. San Victor Hugo. Cristo y Buda contemplando desde lo alto de la catedral una fantasía oriental al estilo de Walt Disney, con dragones y serpientes en tecnicolor. Los recién llegados quedaban siempre encantados con la descripción. ¿Cómo podía uno explicarles lo triste de todo el asunto: el ejército privado de veinticinco mil hombres, armados con morteros construidos con los tubos de escape de coches viejos, aliados de los franceses que se volvían neutrales en los momentos de peligro? A estas celebraciones, que contribuían a mantener tranquilos a los campesinos, el papa invitaba a los miembros del Gobierno (que aparecían si en ese momento los caodaístas ocupaban algún puesto), al cuerpo diplomático (que enviaría a algunos subsecretarios con sus esposas o sus chicas) y al comandante en jefe francés, que delegaría en un general de dos estrellas, de los que trabajan en una oficina, para que lo representara.

A lo largo de la ruta a Tanyin fluía un rápido tráfico de coches del estado mayor y del cuerpo diplomático, y en las zonas más peligrosas de la carretera había soldados de la Legión Extranjera cubriendo los arrozales. Era siempre un día de cierta ansiedad para el Alto Mando francés y quizá de cierta esperanza para los caodaístas, pues ¿qué podría poner de relieve su propia lealtad, sin mayores esfuerzos, que dispararan sobre algunos invitados importantes fuera de su territorio?

En cada kilómetro se levantaba una pequeña torre de vigilancia, de barro, que dominaba los lisos arrozales como un signo de exclamación, y cada diez kilómetros había un fuerte más amplio a cargo de un pelotón de legionarios, marroquíes o senegaleses. Como el tráfico en Nueva York, los coches iban a una velocidad fija… y como ocurre con el tráfico de Nueva York, sentía uno cierta impaciencia controlada, al contemplar el coche de delante y, en el espejo, el coche de detrás. Todo el mundo quería llegar a Tanyin, ver el espectáculo y regresar lo más rápidamente posible: el toque de queda era a las siete.

Se pasaba de los arrozales bajo control francés a los arrozales de los Hoa-Haos y de ahí a los arrozales de los caodaístas, que estaban generalmente en guerra con los Hoa-Haos: sólo cambiaban las banderas en las torres de vigilancia. Se veían los niñitos desnudos sentados en los búfalos, que vadeaban los campos llenos de agua que les llegaba hasta los genitales; donde la dorada cosecha estaba lista los campesinos, con sus sombreros en forma de lapa, aventaban el arroz frente a unos pequeños refugios curvados de bambú trenzado. Los coches pasaban rápidamente, como si pertenecieran a otro mundo.

Pero las iglesias de los caodaístas atraían la atención de los forasteros en todos los pueblos; estuco azul pálido y rosado, y un gran ojo de Dios sobre la puerta. Aumentaban las banderas; las tropas de campesinos avanzaban por la carretera; nos acercábamos a la Santa Sede, En la distancia la montaña sagrada surgía como un bombín verde sobre Tanyin —ahí era donde se mantenía el general Thé, el miembro disidente del estado mayor que había declarado recientemente su intención de combatir tanto a los franceses como al Vietminh—. Los caodaístas no habían hecho ningún intento para capturarlo, aunque había secuestrado a un cardenal, pero se rumoreaba que lo había hecho con la connivencia del papa.

Siempre daba la impresión de que hacía más calor en Tanyin que en cualquier otro sitio del delta meridional; quizá era la ausencia de agua, quizá era la sensación de ceremonias interminables que lo hacían sudar a uno vicariamente, sudar por las tropas que se mantenían firmes con atención soportando los largos discursos en una lengua que no comprendían, sudar por el papa con sus pesados ropajes chinescos. Solamente las mujeres cardenales con sus pantalones de seda blancos, que charlaban con los sacerdotes de anchos sombreros, daban una impresión de frescura bajo el calor abrasador; no se podía creer que fueran las siete y la hora del cóctel en la terraza del Majestic, con la brisa procedente del río Saigón.

Después del desfile entrevisté al delegado del papa. No esperaba sacarle nada, y no me equivoqué: era un convencionalismo por las dos partes. Le pregunté sobre el general Thé.

—Un hombre imprudente —dijo y cambió de tema.

Comenzó con el discurso que ya tenía preparado, sin darse cuenta de que ya se lo había oído dos años antes —me recordaba a mis propios discos de gramófono cuando llegan nuevos visitantes—. El caodaísmo era una síntesis religiosa… lo mejor de todas las religiones… se habían enviado misioneros a Los Ángeles… los secretos de la Gran Pirámide… Llevaba puesta una larga sotana blanca y fumaba sin parar. Tenía algo de astuto y corrupto: surgía con frecuencia la palabra «amor». Yo tenía la seguridad de que él sabía que todos nosotros estábamos allí para reírnos de su movimiento; nuestro aire de respeto era tan corrupto como su falsa jerarquía, pero nosotros éramos menos astutos. Nuestra hipocresía no nos proporcionaba ninguna ganancia… ni siquiera un aliado en quien se pudiera confiar, mientras que la de ellos les había procurado armas, provisiones, y hasta dinero en efectivo.

—Gracias, eminencia.

Me levanté para irme. Me acompañó hasta la puerta, esparciendo la ceniza del cigarrillo.

—Dios bendiga su trabajo —dijo con untuosidad—. Recuerde que Dios ama la verdad.

—¿Qué verdad? —le pregunté.

—En la fe caodaísta todas las verdades se reconcilian y la verdad es amor.

Llevaba un enorme anillo en el dedo y, cuando me dio la mano, creo que esperaba realmente que se lo besara, pero no soy nada diplomático.

Bajo la lúgubre luz vertical del sol vi a Pyle; estaba intentando en vano arrancar su Buicks. Sin saber cómo, durante las dos últimas semanas, me había estado encontrando con Pyle continuamente, en el bar del Continental, en la única librería buena de la rue Catinat. La amistad que él se había impuesto desde el principio ahora la enfatizaba más que nunca. Sus ojos tristes preguntaban con fervor por Phuong, mientras sus labios expresaban con más fervor incluso la dimensión de su afecto y de su admiración —Dios me perdone— por mí.

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