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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

El americano tranquilo (17 page)

BOOK: El americano tranquilo
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Me sentía físicamente enfermo. Hacía ya mucho tiempo que no recibía ninguna carta de mi mujer. Yo la había forzado a escribir ésta y se podía percibir su dolor en cada línea. Su dolor hería mi propio dolor: volvíamos a revivir otra vez la vieja rutina de herirnos el uno al otro. ¡Ojalá se pudiera amar sin herir!… la fidelidad no es suficiente: yo había sido fiel a Arme, y sin embargo la había herido. La herida se produce por el acto de la posesión: somos demasiado pequeños en cuerpo y espíritu para poseer a otra persona sin orgullo o para ser poseídos sin humillación. En cierta forma estaba contento de que mi mujer me atacara otra ve?,… había olvidado su dolor durante demasiado tiempo, y ésta era la única clase de recompensa que yo le podía dar. Desgraciadamente los inocentes se ven siempre involucrados en cualquier conflicto. Siempre, en todas partes, hay alguna voz que solloza desde una torre.

Phuong encendió la lámpara de opio.

—¿Va a dejar que te cases conmigo?

—Todavía no lo sé.

—¿No lo dice?

—Si lo dice lo hace muy despacio.

Pensé: «¡Cuánto se enorgullece uno de estar
degagé
[40]
, de ser un reportero, no un editorialista, y cuántos líos organiza detrás del escenario! El otro tipo de guerra es más inocente que éste. Se hace menos daño con un mortero».

Sí voy contra mis más profundas convicciones y te digo «Sí», ¿acaso sería eso bueno para ti? Dices que te han pedido que vuelvas a Inglaterra y soy consciente de lo que debes odiar la situación y de que harás cualquier cosa que te la ponga más fácil. Te imagino casándote después de haber tomado demasiadas copas. La primera vez lo intentamos de verdad —tanto tú como yo— y fracasamos. No se intenta con tanta fuerza la segunda, vez. Dices que perder a esa chica será el fin del mundo. Una vez usaste exactamente esa misma expresión conmigo —te podría enseñar la carta, la conservo todavía— y supongo que le dirías lo mismo a Anne. Dices que siempre hemos tratado de decirnos la verdad el uno al otro, pero, Thomas, tu verdad es siempre tan temporal ¿De qué vale discutir contigo, o tratar de que comprendas una razón? Es más fácil actuar como me dice mi fe que actúe —irrazonablemente, según crees tú— y te diga simplemente: no creo en el divorcio, mi religión lo prohíbe, así que la respuesta, Thomas, es no… no.

Había otra media página, que no leí, antes de la despedida de «Con cariño, Helen». Creo que contenía noticias sobre el tiempo y sobre una vieja tía mía a la que quería.

No tenía ningún motivo de queja, y esperaba esta respuesta, Había mucha verdad en ella. Sólo hubiera deseado que Helen no hubiese pensado en voz alta con tanta extensión, cuando esos pensamientos la herían tanto a ella como a mí.

—¿Dice que no?

—No se ha decidido. Todavía hay esperanza —dije casi sin ningún titubeo.

Phuong se rió.

—Dices «esperanza» con esa cara tan larga.

Se echó a mis pies como un perro en la tumba de un cruzado, preparando el opio, y me pregunté qué le diría a Pyle. Después de fumarme cuatro pipas me sentí mejor preparado para afrontar el futuro y le dije que la esperanza era buena… que mi mujer estaba consultando a un abogado. Cualquier día podría recibir el telegrama de liberación.

—Eso no importaría tanto. Podrías llegar a un acuerdo económico —dijo Phuong, con lo que pude oír la voz de su hermana hablando a través de su boca.

—No tengo ahorros —dije—. No puedo mejorar la oferta de Pyle.

—No te preocupes. Puede ocurrir cualquier cosa. Siempre hay múltiples maneras —dijo—. Mi hermana dice que podrías hacerte un seguro de vida.

Y pensé en lo realista que era al no minimizar la importancia del dinero y no hacer ninguna gran declaración de amor que la pudiera atar. Me pregunté cómo con el transcurso de los años podría Pyle soportar esta difícil empresa, porque Pyle era un romántico; pero, desde luego, en su caso habría un buen acuerdo económico, y las dificultades podrían suavizarse como ocurre con el músculo que no se usa cuando desaparece la necesidad. Los ricos siempre saltan ganando.

Aquella tarde, antes de que cerraran las tiendas de la rue Catinat, Phuong se compró otros tres pañuelos de seda. Se sentó en la cama y me los enseñó, con exclamaciones sobre sus colores brillantes, llenando un vacío con su voz cantarina, y luego, doblándolos cuidadosamente, los colocó con una docena más en su cajón: era como si estuviera poniendo los cimientos de un modesto acuerdo económico. Y yo puse los alocados cimientos del mío, al escribirle a Pyle una carta esa misma noche, con esa lucidez y previsión del opio, tan poco fiables. Esto fue lo que le escribí —la volví a encontrar el otro día dentro del libro de York Harding,
El papel de Occidente
. Debía de estar leyendo el libro cuando le llegó mi carta. Quizá la usara para marcar el libro, y luego no siguiera leyéndolo.

«Querido Pyle», decía, y estuve tentado por única vez de escribir «Querido Alden», porque, después de todo, ésta era una carta de andar por casa de cierta importancia, y se diferenciaba de otras cartas de andar por casa por contener una falsedad:

Querido Pyle, llevo tiempo queriendo escribirle desde el hospital para agradecerle lo que hizo la otra noche. Ciertamente me salvó usted de un final incómodo. Estoy volviendo a moverme ahora con la ayuda de un bastón —me lo rompí aparentemente por el sitio idóneo y la vejez no me ha llegado todavía a los huesos y aún no están frágiles—. Debemos organizar una fiesta juntos para celebrarlo (El bolígrafo se quedó trabado en esa palabra y, de pronto, como una hormiga que encuentra un obstáculo, la rodeó para seguir por otro camino). Tengo otra cosa que celebrar y sé que usted, se alegrará también con ello, pues siempre ha dicho que lo que ambos queremos es el bienestar de Phuong. Cuando volví tenía una carta de mi mujer esperándome, y más o menos se muestra conforme en divorciarse. De manera que ya no tiene usted ninguna necesidad, de preocuparse más por Phuong.

—Era una frase cruel, pero no me di cuenta de la crueldad hasta que volví a leer la carta y entonces ya era demasiado tarde para cambiarla; si quitaba eso, haría mejor en romper en pedazos toda la carta.

—¿Qué pañuelo te gusta más? —me pregunto Phuong—. Me encanta el amarillo.

—Sí. El amarillo. Baja al hotel y échame esta carta al correo.

Miró la dirección.

—Podría llevarla a la Legación. Se ahorraría un sello.

—Preferiría que la pusieras por correo.

Entonces me eché y con el sosiego del opio pensé: «al menos ahora no me dejará antes de que yo me vaya, y quizá mañana, de alguna forma, después de algunas pipas más, se me ocurra algo para quedarme».

2

La vida normal sigue… eso ha salvado la cordura de muchos hombres. De igual forma que durante un ataque aéreo se comprobaba que era imposible estar asustado todo el tiempo, así también bajo el bombardeo de los trabajos rutinarios, de los encuentros casuales, de las ansiedades personales, se pierde durante horas el miedo personal. Los pensamientos sobre el venidero abril, sobre el abandono de Indochina, sobre el incierto futuro sin Phuong, se veían afectados por los telegramas de cada día, por los boletines de la prensa de Vietnam, y por la enfermedad de mi ayudante, un indio llamado Domínguez (su familia procedía de Goa a través de Bombay), que había asistido en mi lugar a las conferencias de prensa menos importantes, que había mantenido sus sensibles oídos abiertos a los tonos del chisme y del rumor, y que llevaba mis mensajes a la oficina de telégrafos y a la censura. Con la ayuda de comerciantes indios, especialmente en el norte, en Haipliong, Nam Dinh y Hanói, llevaba su propio servicio de inteligencia personal, del que yo me beneficiaba, y creo que conocía con más exactitud que el Alto Mando francés la situación de los batallones del Vietminh dentro del delta de Tonkin.

Y debido a que nunca usábamos nuestra información excepto cuando se convertía en noticia, y nunca pasábamos ningún informe a la inteligencia francesa, este hombre gozaba de la confianza y de la amistad de varios agentes del Vietminh que se escondían en Saigón-Cholon. El hecho de que fuera asiático, a pesar de su nombre, sin duda ayudaba.

Yo sentía afecto por Domínguez. Mientras otros hombres llevan su orgullo en la superficie como una enfermedad de la piel, sensible al menor roce, el orgullo de Domínguez estaba profundamente escondido, y se reducía a la proporción más pequeña que se pudiera encontrar, pienso yo, en cualquier ser humano. Todo lo que uno encontraba en el contacto cotidiano con él era gentileza y humildad, y un absoluto amor por la verdad: tendría uno que estar casado con él para descubrir su orgullo. Quizá la verdad y la humildad vayan juntas: hay tantas mentiras que nacen de nuestro orgullo —en mi profesión, el orgullo de un reportero, el deseo de enviar una historia mejor que la del otro, y era Domínguez el que me ayudaba a no preocuparme—, de ese orgullo por resistirse a todos esos telegramas que me enviaban de Inglaterra preguntándome por qué no había cubierto la historia que contaba fulano de tal, o el reportaje de otro que yo sabía que no respondía a la verdad.

Ahora que estaba enfermo me daba cuenta de lo mucho que le debía… es que hasta se ocupaba de que mi coche estuviera lleno de gasolina, y sin embargo, ninguna vez, ni con una frase ni con una mirada, se había inmiscuido en mi vida privada. Creo que era católico, pero no tenía más indicios que su nombre y su lugar de origen… por lo que sabía a través de su conversación, podía haber adorado a Krishna o haberse incorporado a los peregrinajes anuales, envuelto en una armazón de alambres, a las Cuevas Batu. Ahora su enfermedad se presentaba como una salvación, que me libraba de la monotonía de mis ansiedades personales. Era yo el que ahora tenía que asistir a las plúmbeas conferencias de prensa y acercarme cojeando a mi mesa del Continental en busca de algún chisme entre mis colegas; pero yo era menos capaz que Domínguez de distinguir lo verdadero de lo falso, así que adquirí el hábito de ir a visitarlo por las tardes para hablar de lo que había oído. A veces estaba presente uno de sus amigos indios, sentado junto a la estrecha cama de hierro del alojamiento que Domínguez compartía en una de las calles más míseras cerca del boulevard Galliéni. Se sentaba derecho en la cama con los pies metidos debajo del cuerpo hasta el punto de que uno no tenía la impresión de visitar a un enfermo, sino más bien de que era recibido por un rajá o un cura. A veces cuando tenía mucha fiebre le corría el sudor por el rostro, pero nunca perdía la claridad de pensamiento. Era como si su enfermedad tuviera lugar en el cuerpo de otra persona. La dueña de la pensión le tenía siempre preparado un jarro con lima fresca al lado de la cama, pero nunca lo vi beber… quizá eso hubiera sido admitir que tenía sed, que era su propio cuerpo el que sufría.

De todos los días en que lo visité recuerdo uno en particular. Había dejado de preguntarle cómo se sentía por miedo a que la pregunta sonara como un reproche, y era siempre él el que preguntaba con gran ansiedad sobre mi salud y se disculpaba por las escaleras que me había tocado subir. Dijo entonces:

—Me gustaría que conociera a un amigo mío. Tiene una historia que usted debería escuchar.

—Sí.

—He escrito su nombre porque sé que le resulta difícil recordar los nombres chinos. No debemos usarlo, por supuesto. Tiene un almacén de chatarra en el Quai Mytho
[41]
.

—¿Es importante?

—Podría serlo.

—¿Puede darme una idea?

—Preferiría que usted mismo lo oyera de sus labios. Hay algo extraño, pero no lo comprendo.

Le corría el sudor por la cara, pero lo dejaba correr como si las gotas tuvieran vida y fueran sagradas —tenía mucho de hindú, nunca hubiera puesto en peligro la vida de una mosca.

—¿Cuánto sabe usted de su amigo Pyle? —me preguntó.

—No mucho. Nuestros caminos se han cruzado, eso es todo. No lo he vuelto a ver desde lo de Tanyin.

—¿Qué tipo de trabajo desempeña?

—Está en la Misión Económica, pero eso cubre una multitud de pecados. Creo que está interesado en las industrias locales… supongo que con conexiones comerciales norteamericanas. No me gusta la forma en que mantienen a los franceses luchando, mientras al mismo tiempo les cortan los negocios.

—Le oí el otro día hablando en una fiesta que la Legación daba a unos congresistas que estaban de visita. Lo habían puesto a informarles.

—Que Dios salve al Congreso —dije—, rio lleva ni seis meses en este país.

—Hablaba de las viejas potencias coloniales… Inglaterra y Francia, y de cómo ustedes no tenían esperanzas de ganarse la confianza de los asiáticos. Y ahí es donde entraba Estados Unidos ahora con las manos limpias.

—Hawái, Puerto Rico —dije—, y Nuevo México.

—Entonces alguien le hizo una de esas preguntas tópicas sobre las oportunidades que tiene el Gobierno de aquí de derrotar alguna vez al Vietminh, y respondió que una Tercera Fuerza podría hacerlo. Siempre se podía encontrar una Tercera Fuerza independiente del comunismo y del nacionalismo corrupto… democracia nacional la llamó; bastaría con encontrar un líder y con mantenerlo a salvo de las viejas potencias coloniales.

—Todo eso está en York Harding —dije—. Lo había leído antes de venir. Hablaba de eso la primera semana, y aún no ha aprendido nada.

—Puede que haya encontrado a su líder —dijo Domínguez.

—¿Y qué importa eso?

—No lo sé. No sé lo que hace realmente. Pero vaya y hable con mi amigo del Quai Mytho.

Me dirigí a casa para dejarle una nota a Phuong en la rue Catinat, y luego bajé en coche hasta el puerto cuando se ponía el sol. En el
quai
junto a los vapores y los buques de guerra grises, había mesas y sillas al aire libre, y las cocinillas portátiles estaban encendidas y en ebullición. En el boulevard de la Somme los peluqueros trabajaban bajo los árboles y los adivinos se sentaban en cuclillas contra los muros con sus mazos de cartas sucias. En Cholon estaba uno en una ciudad distinta, donde parecía que el trabajo estaba sólo empezando más que acabando con el final del día. Era como entrar en un escenario de pantomima: los largos carteles verticales chinos y las luces brillantes y la multitud de extras lo llevaban a uno hacia los bastidores, donde todo se volvía de repente mucho más oscuro y tranquilo. Uno de estos bastidores me condujo de nuevo al
quai
y al enjambre de sampanes, donde los almacenes parecían bostezar en la sombra, sin que hubiera nadie por los alrededores.

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