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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

El americano tranquilo (2 page)

BOOK: El americano tranquilo
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—Ojalá yo fuera Pyle —dije en voz alta, pero el dolor era limitado y soportable; el opio se encargaba de ello. Alguien llamó a la puerta.

—Pyle —dijo ella.

—No. No es su forma de llamar.

Alguien volvió a llamar con impaciencia. Phuong se levantó rápidamente, sacudiendo el árbol amarillo, con lo que sus pétalos volvieron a caer sobre mi máquina de escribir. Se abrió la puerta.

—Monsieur Fowlair
[5]
—ordenó una voz.

—Soy Fowler —dije. No me iba a levantar para un policía; podía verle los pantalones cortos de color caqui sin levantar la cabeza.

Me explicó en un trance vietnamita casi ininteligible que se requería mí presencia inmediatamente al instante, rápidamente en la Sureté.

—¿En la Sureté francesa o en la vietnamita?

—En la francesa —en su boca la palabra sonó algo así como
françung
[6]
.

—¿Para qué?

No lo sabía; sus órdenes eran sencillamente recogerme.


Toi aussi
[7]
—le dijo a Phuong.

—Emplee
vous
[8]
cuando se dirija a la señora —le dije—. ¿Cómo sabía que ella estaba aquí?

Se limitó a repetir que ésas eran sus órdenes.

—Iré por la mañana.


Sur le chung
[9]
—dijo, con su pequeña, pulcra y obstinada figura.

No tenía sentido discutir, así que me levanté y me puse la corbata y los zapatos. Aquí la policía tenía la última palabra: podían retirarme el permiso de residencia; podían impedirme el acceso a las conferencias de prensa; podían incluso, si querían, negarme el permiso de salida del país. Éstos eran los métodos abiertamente legales, pero la legalidad no era esencial en un país en guerra. Conocía a un hombre que de repente e inexplicablemente había perdido a su cocinero —le había seguido el rastro hasta la Sureté vietnamita, pero allí los oficiales le aseguraron que lo habían puesto en libertad después de interrogarlo—. Su familia no lo vio nunca más. Quizá se unió a los comunistas; quizá se alistó en uno de los ejércitos privados que florecían en los alrededores de Saigón —los Hoa-Haos o los caodaístas o al general Thé—. Quizá estuviera en una cárcel francesa. Quizá se encontrara muy feliz en Cholon, el suburbio chino, haciéndose rico a expensas de las chicas. Quizá le había fallado el corazón cuando lo interrogaron. Le dije:

—No voy a ir a pie. Tendrán que pagarme un
trishaw
—uno tenía que mantener la propia dignidad.

Ésa fue la razón por la que rechacé un cigarrillo del oficial francés de la Sureté. Después de tres pipas tenía la mente clara y alerta: podía tomar decisiones de ese tipo fácilmente sin perder de vista la cuestión principal —¿qué quieren de mí?—. Había visto a Vigot varias veces antes en fiestas —me había fijado en él porque parecía absurdamente enamorado de su mujer, que se teñía de un rubio llamativo y le ignoraba—. Ahora eran las dos de la mañana y Vigot estaba sentado, con aspecto cansado y deprimido, en medio del humo del cigarrillo y el calor sofocante, con una visera verde sobre los ojos, y con un volumen de Pascal abierto sobre su mesa para entretener el tiempo. Cuando me negué a permitirle que interrogara a Phuong sin que yo estuviera presente cedió de inmediato, con un único suspiro que podría representar el hastío que le causaban Saigón, el calor, o toda la especie humana.

—Siento tanto haber tenido que pedirle que viniera —dijo en inglés.

—No me lo pidieron. Me lo ordenaron.

—¡Oh, estos policías indígenas!, no entienden —tenía los ojos sobre una página de
Les Persées
como si todavía estuviera concentrado en aquellos tristes argumentos—. Quería hacerle algunas preguntas… sobre Pyle.

—Sería mejor que se las hiciera a él.

Se volvió hacia Phuong y la interrogó secamente en francés:

—¿Cuánto tiempo ha estado viviendo con monsieur Pyle?

—Un mes… no sé —dijo ella.

—¿Cuánto le ha pagado?

—No tiene derecho a preguntarle eso —dije—. No está en venta.

—Antes vivió con usted, ¿verdad? —me preguntó bruscamente—. Durante dos años.

—Soy un corresponsal que se supone que informa sobre la guerra que tienen ustedes, cuando me dejan. No me pida que contribuya también a la página de escándalos.

—¿Qué sabe sobre Pyle? Por favor conteste a mis preguntas, monsieur Fowler. No quisiera hacérselas. Pero esto es algo serio. Por favor créame que esto es muy serio.

—No soy un delator. Usted conoce todo lo que yo pueda decirle sobre Pyle. Edad, treinta y dos años, empleado en la Misión de Ayuda Económica, nacionalidad norteamericana.

—Parece usted amigo suyo —dijo Vigot, desviando la mirada hacia Phuong. Entró un policía indígena con tres tazas de café solo.

—¿O prefiere tomar té? —preguntó Vigot.


Soy
amigo suyo —dije—. ¿Por qué no? Volveré a casa algún día, ¿no? Y no puedo llevarla conmigo. Se quedará muy bien con él. Es un arreglo razonable. Y se va a casar con ella, según dice. Y podría hacerlo, sabe usted. Es un buen tipo a su manera. Serio. No uno de esos escandalosos bastardos del Continental. Un americano tranquilo —lo resumí de la misma forma en que podría haber dicho «un lagarto azul» o «un elefante blanco».

—Sí —dijo Vigot.

Parecía estar buscando sobre la mesa las palabras con las que expresar lo que quería decir de una forma tan precisa como lo había hecho yo. «Un americano muy tranquilo». Allí estaba sentado, en aquella pequeña oficina sofocante, esperando que uno de nosotros hablara. Un mosquito empezó a zumbar como aprestándose al ataque y yo miré a Phuong. El opio le hace a uno pensar con rapidez… quizá sólo porque calma los nervios y tranquiliza las emociones. Nada, ni siquiera la muerte, parece tan importante. Me pareció que Phuong no había captado su tono, melancólico y final; además, su inglés era muy malo. Mientras permanecía allí sentada en la dura silla de la oficina, estaba todavía esperando pacientemente a Pyle. Yo había abandonado la espera en ese momento, y era evidente que Vigot se estaba dando cuenta de nuestras dos actitudes.

—¿Cómo lo conoció? —me preguntó Vigot.

¿Por qué habría de explicarle que había sido Pyle el que se me había acercado? Lo había visto en septiembre pasado cruzar la plaza hacia el bar del Continental: una cara inequívocamente joven y sin usar, lanzada hacia nosotros como un dardo. Con sus piernas desgarbadas y su corte de pelo militar y su amplia mirada de universitario, parecía incapaz de hacer daño. Las mesas de la calle estaban ocupadas en su mayor parte.

—¿Le importa? —me había preguntado con enorme cortesía—. Me llamo Pyle. Soy nuevo aquí —y se había plegado alrededor de una silla pidiendo una cerveza, Luego miró rápidamente hacia arriba al duro resplandor del mediodía.

—¿Eso fue una granada? —preguntó con emoción y esperanza.

—Lo más probable es que sea e) escape de un coche —dije, y en seguida lamenté su desilusión.

Uno se olvida tan pronto de la propia juventud: hubo una vez en que estuve interesado en lo que, a falta de un término mejor, se llama «noticias». Pero las granadas me sonaban ya a algo rancio; eran algo que se enumeraba en la última página del periódico local —tantas anoche en Saigón, tantas en Cholon—; nunca llegaban a la prensa europea. Subían por la calle las deliciosas figuras chatas, los pantalones de seda blancos, las largas chaquetas ajustadas, con dibujos de colores rosa y malva, cortadas en el muslo. Las contemplaba con la nostalgia que sabía que sentiría cuando hubiera dejado estas regiones para siempre.

—Son preciosas, ¿verdad? —dije mientras me bebía la cerveza, y Pyle les echó una rápida mirada cuando subían ya por la rue Catinat.

—Oh, desde luego —dijo con indiferencia; era un tipo serio—. El ministro
[10]
está muy preocupado por esas granadas. Sería muy desagradable, dice, si se diera algún incidente… con uno de nosotros, quiero decir.

—¿Con uno de ustedes? Sí, supongo que eso sería grave. Al Congreso no le gustaría.

¿Por qué siempre se quiere tomar el pelo a los inocentes? Quizá sólo hacía diez días que éste había estado atravesando el parque en Boston, con los brazos cargados de libros que había estado leyendo con antelación sobre el Lejano Oriente y los problemas de China. Ni siquiera había oído lo que le había dicho; ya estaba absorto en los dilemas de la democracia y las responsabilidades de Occidente; estaba determinado, según me di cuenta muy pronto, a hacer el bien, pero no a una persona individual, sino a un país, a un continente, a un mundo. Bueno, ahora estaba en su elemento, con el universo completamente a su disposición para que él lo mejorara.

—¿Está en el depósito? —le pregunté a Vigot.

—¿Cómo sabe que está muerto? —era una pregunta de policía estúpido, indigna también del hombre que amaba a su mujer de forma tan extraña. No se puede amar sin intuición.

—No soy culpable —dije. Y sentí en mi interior que era verdad.

¿Acaso Pyle no hacía siempre lo que quería? Busqué en mí mismo algún sentimiento, aunque fuera resentimiento por la sospecha del policía, pero no pude encontrar nada. No había más responsable que Pyle. ¿No estamos todos mejor muertos?, razonaba el opio dentro de mí. Pero miré con precaución a Phuong, porque era terrible para ella, que debía haberlo querido a su manera; ¿acaso no me quiso a mí y me abandonó por Pyle? Se había unido a la juventud y a la esperanza y a la seriedad, y ahora le habían fallado más que la vejez y la desesperación. Allí estaba sentada contemplándonos a los dos y pensé que aún no había comprendido. Quizá fuera bueno sacarla de allí antes de que entendiera lo que había pasado. Yo estaba dispuesto a contestar cualquier pregunta siempre que pudiera así acabar rápidamente y sin más aclaraciones la entrevista, de manera que más tarde pudiera contárselo, en privado, lejos de la mirada del policía y las duras sillas de la oficina y la lámpara desnuda por la que circulaban las mariposas.

—¿En qué horas está usted interesado? —le pregunté a Vigot.

—Entre las seis y las diez.

—Tomé una copa en el Continental a las seis. Los camareros se acordarán. A las seis cuarenta y cinco bajé paseando hasta el muelle para ver los aviones norteamericanos descargando. Vi a Wilkins de la Associated News en la puerta del Majestic. Luego entré en el cine de al lado. Probablemente se acordarán —me tuvieron que dar un cambio—. De allí tomé un
trishaw
al Vieux Moulin —supongo que llegué sobre las ocho treinta— y cené solo. Allí estaba Granger —puede usted preguntarle—. Volví a tomar un
trishaw
sobre las diez menos cuarto. Probablemente pueda encontrar al conductor. Esperaba a Pyle a las diez, pero no apareció.

—¿Por qué lo esperaba?

—Me había telefoneado. Había dicho que tenía que verme para algo importante.

—¿Tiene alguna idea de lo que era?

—No. Cualquier cosa era importante para Pyle.

—¿Y esta chica suya?…, ¿sabe usted dónde estaba?

—Lo estaba esperando fuera hacia la medianoche. Estaba inquieta. No sabe nada. Vamos, ¿no se da cuenta de que todavía lo está esperando?

—Sí —dijo.

—Y usted no puede creer realmente que yo lo matara por celos… o ella. ¿Por qué motivo? Pyle se iba a casar con ella.

—Sí.

—¿Dónde lo encontró?

—Estaba en el agua, debajo del puente de Dakow.

El Vieux Moulin se encontraba al lado del puente. Había policías armados en el puente y el restaurante tenía una verja de hierro para resguardarse de las granadas. No era seguro cruzar el puente de noche, porque toda la otra orilla del río estaba en manos del Vietminh después de oscurecer. Debí de haber cenado a unos cincuenta metros de su cuerpo.

—El problema es —dije— que se vio mezclado en algún asunto.

—Para hablar con franqueza —dijo Vigot—, no lo siento mucho. Estaba haciendo bastante daño.

—Dios nos libre siempre —dije— de los inocentes y los buenos.

—¿Los buenos?

—Sí, Pyle era bueno. A su manera. Usted es católico. No podría entender la forma que tenía él de ser bueno. Y en cualquier caso, era un maldito yanqui.

—¿Le importaría identificarlo? Lo siento. Es una rutina, y una rutina no muy agradable.

No me molesté en preguntarle por qué no esperaba a que llegara alguien de la Legación Norteamericana, porque sabía la razón. Los métodos franceses están ya un poco anticuados para nuestros niveles, tan fríos: creen en la conciencia, en el sentido de la culpabilidad, que un delincuente debe ser enfrentado a su delito porque puede derrumbarse y traicionarse. Me repetí de nuevo que era inocente, mientras Vigot bajaba las escaleras de piedra que conducían a la planta refrigeradora, cuyo zumbido se oía en el sótano.

Tiraron de él como de una bandeja con cubos de hielo, y lo miré. Las heridas estaban heladas hasta la placidez.

—Ve usted, no se vuelven a abrir en mi presencia —le dije.


Comment?

—¿No es ése uno de sus objetivos? ¿La prueba de fuego por esto o aquello? Pero lo han dejado totalmente rígido con la congelación. No tenían estas congelaciones profundas en la Edad Media.

—¿Lo reconoce?

—¡Oh, sí!

Parecía más que nunca fuera de lugar: debería haberse quedado en casa. Lo veía en una foto de álbum familiar, cabalgando en uno de esos ranchos de vacaciones, bañándose en Long Island, en una fotografía con colegas en algún apartamento del piso veintitrés. Pertenecía al rascacielos y al ascensor rápido, al helado y los Martinis secos, a la leche en el almuerzo, y los bocadillos de pollo en el Merchant Limited.

—No murió de esto —dijo Vigot, señalando una herida en el pecho—. Se ahogó en el barro. Le encontramos barro en los pulmones.

—Trabajan ustedes con rapidez.

—Tiene uno que hacerlo así en este clima.

Volvieron a meter la bandeja y cerraron la puerta. La goma evitó el ruido.

—¿No puede usted ayudarnos en algo? —preguntó Vigot.

—En absoluto.

Volví con Phuong a mi piso. Ya no mantenía mi dignidad. La muerte acaba con la vanidad —incluso la vanidad del amante engañado que no debe mostrar su dolor—. Ella todavía no se daba cuenta de lo que pasaba, y yo no tenía ninguna técnica para contárselo lentamente y con suavidad. Era un corresponsal: pensaba con titulares. «Funcionario norteamericano muerte en Saigón». Al trabajar en un periódico uno no aprende la forma de dar malas noticias, e incluso en ese momento tenía que pensar en mi periódico y decirle a ella: «¿No te importa si paramos un momento en la oficina de telégrafos?». La dejé en la calle, envié mi telegrama y regresé. Era sólo un gesto: sabía demasiado bien que los corresponsales franceses estarían ya informados, o si Vigot había jugado limpio (lo que era posible), entonces los censores retendrían mi telegrama hasta que los franceses hubieran mandado los suyos. Mi periódico recibiría la noticia primero desde París. Y no es que Pyle fuera muy importante. No era conveniente telegrafiar los detalles de su verdadera carrera, decir que antes de su muerte Pyle había sido el responsable de al menos cincuenta muertes, porque ello habría deteriorado las relaciones anglonorteamericanas, y el ministro se habría molestado. El ministro sentía un gran respeto por Pyle… Pyle había hecho unos buenos estudios en…, bueno, una de esas materias que pueden estudiarlos norteamericanos: quizá relaciones públicas, o técnica teatral, quizá incluso estudios del Lejano Oriente (había leído muchísimos libros sobre eso).

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