—¿Quién habla de pueblos? —dijo—. ¿Se ha olvidado que aún existe Bruno de San Yasea?
Me acerqué al que así pregonaba su nombre, y vi al más curioso de los pergeños, un anciano de barbas fluviales, cuernos de Moisés en la frente y vestidura entre civil, militar y sacerdotal. Al reconocerlo, temblé como una hoja:
—¡No! —le supliqué—. ¡Usted no! ¡Sería demasiado ridículo!
—¿Ridículo? —articuló el apóstol en tono de elegía—. Yo, Bruno de San Yasea, en pleno siglo XX asumí o asumiría el gobierno de la República; y durante ocho lustros regí sus destinos con una mano de hierro y la otra de azucena. Los obreros migratorios de Tucumán y el Chaco, los miserables de la zafra, los malditos del quebrachal se afincaron por mí o se afincarían en una tierra que, hasta entonces, les había sido madrastra: constituyeron o habrían constituido familias impecables; y los hijos de sus hijos me bendicen hoy o me bendecirían en un castellano folklórico. ¿Y eso le parece ridículo? Yo soy quien organizó en corporaciones vistosas a los ganaderos australes, a los agricultores del centro, a los viñadores de Cuyo y a los tabacaleros, yerbateros y algodoneros del trópico: instituí sus trabajos en bien medidas octavas reales, yo mismo les di códigos asombrosos, dibujé sus escudos y emblemas, determiné sus festivales, escribí sus canciones alusivas y legislé sus danzas litúrgicas. ¿Y ello le parece ridículo? En llanos, montes, aldeas y urbes templé y armonicé las clases sociales como si fuesen las cuerdas de un laúd, para que juntas y sin discordia levantaran el acorde unitario de la vida. ¿Y le parece demasiado ridículo?
—¡No, no, pobre fantasma! —le contesté—. Pero las creaciones
ad intra...
San Yasea me interrumpió con un triste ademán:
—Y aún falta lo sublime —dijo—. Al conseguir que todos los habitantes de la nación recobraran por la felicidad y la holgura el perdido concepto de sus dignidades, no quise engolosinarlos con la mentirosa ilusión de un Paraíso Terrestre, sino darles el
ocius
necesario, la oportunidad de redescubrir en ellos mismos la imagen del Creador. Y fue así como, no bien logré o habría logrado que el solar argentino fuese una «gran provincia de la tierra», conseguí también que se transformara en una «gran provincia del cielo». ¡Se vio entonces cómo sesenta millones de almas emprendían el sabroso camino de la metafísica y alcanzaban todos los grados de la contemplación!...
—¡Basta! —le supliqué yo anonadado.
—Y se vio cómo los desertores de la ciudad construían sus Tebaidas en los eriales de Santiago del Estero, en la puna de Atacama o en la travesía de San Luis. ¡Gran Dios, las catedrales brotaban como hierbas!
—¡Cállese! —insistí—. ¡Ni una palabra más!
—¿Olvido, acaso, el día de mi muerte? —añadió Bruno de San Yasea con voz fanática—. En torno de mi catafalco, millones de rostros sollozantes...
Lo atropellé, lo hice girar como una veleta y huí a la desesperada. Un homúnculo en forma de pisaverde intentó hablarme todavía:
—Yo soy aquel Urbano de Sasaney, doctor en amores...
Pero lo derribé al pasar, ¡triste muñeco de celuloide! A puñetazos y cabezadas me abría camino entre aquellos entes aborrecibles. Y me alentaba ya la convicción de que ninguna fuerza podría detenerme en lo sucesivo, cuando me sentí desfallecer ante una dulce y ascética figura de monje que me clavaba sus ojos llorosos. Traté de no mirar aquel semblante descarnado por las mortificaciones y los ayunos: hubiera querido hundirme bajo la tierra como un gusano. Pero, ¡ay!, bien sabía yo que todo era inútil y que fray Darius Anenae (O.S.B.) no tardaría en hablar.
—¡Padre! —le rogué—. Si en un exceso de su caridad me ahorrara este bochorno...
Sin oírme siquiera, fray Darius comenzó a decir, entre lloroso y exaltado:
—En la provincia de Corrientes, a orillas de la misteriosa Ibera, existe una región insalubre que parece dejada de la mano de Dios. ¿Recuerda el sitio?
—¡Padre, padre! —volví a decirle con voz mendiga.
—En aquella comarca, y llamado por el Señor a las duras vías de la penitencia, edifiqué o habría edificado mi eremita, un chiquero de paja y barro, casi hundido en la ciénaga. El sol implacable, los ponzoñosos vahos de la laguna y las trompas mordientes de los insectos castigaban allá toda carne; de modo tal que
yo,
fray Darius Anenae (O.S.B.), consagré o habría consagrado mis días y mis noches a lavar las llagas de los leprosos, enterrar a los muertos, restañar el llanto de las viudas y alimentar a los huerfanitos, ¡ah!, todo ello bajo un cielo que gravitaba sobre hombres y bestias como una terrible mirada de cólera. Una noche...
—¡Padre! —le interrumpí yo, sudoroso de angustia—. ¿Para qué revelar los extravíos de una imaginación más poética que culpable?
Fray Darius no dio muestras de haberme escuchado:
—Aquella noche —siguió diciendo— estaba yo en un rancho de la vecindad: había barrido el suelo de tierra, y ahora vigilaba un guisote junto al fuego de leña de vaca. En la penumbra del rancho se oía, ya el ronco jadeo del agonizante, ya la voz de una mujer que gritaba en su delirio, ya el sollozo incontenible de las viejas, ya la inocente risa de las criaturas que alborotaban en los rincones. Pero lo más terrible de aquel antro era el hedor que difundían las pústulas abiertas, las costras resquebrajadas, los corrompidos alientos, los trapos húmedos de babas y sudores. Y yo, fray Darius, aspiraba ese duro aroma de la penitencia: revolviendo mi guisote, persistía yo en una oración que ya duraba muchos años y que, a mi juicio, no tardaría en forzar las compuertas del cielo. De pronto vi que todo el rancho se llenaba de una claridad suavísima; y sentí en el aire tufaradas de un perfume sabeo, como si númenes invisibles comenzaran a balancear allí fragantes incensarios. ¡Gran Dios! Al mismo tiempo vi cómo los agonizantes se ponían de pie, cómo exultaban las mujeres y cómo se despavorían los niños. Y todos los ojos estaban clavados en mí, y las voces gritaban: «¡Padre Darius! ¡Padre Darius!» Quedé un instante como desorientado: me pasé una mano por la frente. Y, ¡gran Dios!, al retirarla llena de chispas entendí que luces y aromas brotaban de mi cuerpo, y que yo era el fanal de aquella luz y el incensario de aquel perfume.
Su exaltación creciente multiplicaba mi vergüenza:
—¡Loco, loco! —le grité—. Yo leía entonces el
Fias Sanctorum...
Pero fray Darius no callaba:
—¡Huí del rancho! —prosiguió—. ¡Corrí a través del erial y bajo la noche que abría sobre mí su gran corimbo de estrellas! Una embriaguez infinita encabritaba mi sangre: ¡Milagro! ¡Yo, fray Darius, acababa de hacer un milagro! Corría, volaba por el erial. ¡Un milagro! Todas las avenidas del cielo se me franqueaban ahora, y oía voces angélicas que me llamaban desde las alturas: «¡Darius! ¡Es nuestro hermano Darius!»
—¡Loco! —volví a gritarle.
—De pronto —dijo él—, estalló en la noche una risotada inmensa, diabólica, terrible. Me detuve, como petrificado: la embriaguez se desprendió de mi alma como un sucio vestido; y sentí que algo se derrumbaba en mí con fragores de catástrofe, y que ese algo era la ridícula, soberbia y deleznable catedral de mi orgullo. Entonces volé a la ciénaga: hundí mis ojos, mi nariz, mi boca, mis orejas en el barro infecto, no sin rogarle al barro que me perdonase aquella injuria. Y luego...
No escuché más. Tapándome los oídos con los índices, volví mis espaldas a fray Darius y arremetí contra los últimos Potenciales, que se me abrieron como un trigal. Cuando levanté la cabeza, el astrólogo Schultze atravesaba conmigo el portal abierto.
Al evocar después todo mi viaje por el Helicoide schultziano, me dije que ningún incidente había resultado tan enojoso para mí como la batalla de los Potenciales, ni siquiera el que tuve más tarde con Samuel Tesler, en el Infierno de la Soberbia, cuando me tocó resolver el enigma de su endiablado quimono chino. Es muy lógico, pues, que al abandonar la quinta espira del Helicoide me sintiera devorado por cierta rencorosa humillación que se traducía en reflexiones nada benévolas para el astrólogo Schultze y en una ira desbordante contra todos los ingenios que, haciendo gala de una presunción tan absurda como maliciosa, se habían atrevido a estructurar un Infierno literario. Meterse a hurgar en las vidas ajenas, lavar en público la ropa sucia de los otros, hacer la autopsia moral del vecino y obligarlo después a sudar en violentos deportes infernales, me parecían ejercicios que, al contravenir las dulces leyes de la misericordia, revelaban una maldad sin límites. «Ciertamente —reflexionaba yo—, ante las desfiguraciones humanas que nos han derivado de la injusticia primera, el hombre sólo debería compadecer o reír: compadecer, en el sentido literal de padecer con las criaturas que se nos asemejan en la forma y en el destino; o reír, siempre que la risa sea otra imagen de la compasión. Encasquetarse una aureola falsa, esgrimir endebles rayos de latón y parodiar el gesto de Dios en trance de manejar la balanza, es exponerse a dar en el sacrilegio y a ser silbado por la galería.» No dejaba de inquietarme, además, el sesgo amenazador que iba tomando aquel viaje a medida que descendíamos al fondo del Helicoide: cada nuevo círculo infernal se nos presentaba más numeroso de vicisitudes, menos disciplinado, excesivamente levantisco y discutidor; y me preguntaba yo si todos aquellos entes que había convocado el astrólogo no acabarían por sublevarse y darnos un susto de padre y señor nuestro.
Afortunadamente, la sexta espira me tranquilizó bastante, ya que se redujo a una simple visión de panorama. Cierto es que todavía resuena en mis oídos el desagradable golpe de los remos sobre los cráneos de los que allá se atrevían a levantar sus cabezas; pero, en lo demás, el cruce del agua melancólica se realizó sin incidente alguno, como no fuera el de «la voz que se hacía oír entre dos gárgaras de barro». El sexto círculo se nos mostró de pronto, al doblar una curva de la galería que Schultze y yo veníamos recorriendo, silencioso él, hundido yo en mis reflexiones amargas. Ni puerta ni muro ni jeroglífico ni guardián cerraban el paso del Infierno de la Envidia, quizá para dar a entender cuan fácilmente se insinúa esa pasión en el alma, o acaso (y es lo más probable) debido a la natural aversión de Schultze por lo simétrico y reiterado. Toda el área infernal parecía sugerir un contraste de cielo y suelo, de ordenación y caos: arriba, en la negrura de la noche muy bien imitada, esferas celestes giraban sobre sus polos y alrededor de soles verdes, azules y rosas; pero lo hacían aceleradamente, con un ritmo artificial de planetario, y cada una, en su rotación, producía un zumbido musical diferente que al unirse al de las otras esferas integraba cierto acorde furioso como de avispas irritadas. Abajo, cubriendo todo el suelo, extendíase un cañadón semejante a los que yo había visto en las llanuras del sur, entre Segurola y el mar, y en los cuales me había dedicado muchas veces a cazar nutrias y a pescar dientudos: claros de agua ya espejeante ya ferruginosa de mohos, espesuras de junco e islas de camalote se alternaban en el cañadón; la superficie navegable del mismo era recorrida por embarcaciones chatas a cuyo bordo tripulantes activos parecían entregarse a una tarea que no alcancé a distinguir en el primer momento.
Sólo cuando Schultze me hizo descender hasta un embarcadero de tablas pude vislumbrar algo de lo que allá sucedía. La luz de las esferas giratorias, al pasar de su creciente a su plenilunio y de su plenilunio a su menguante, revelaba y escondía en la laguna fragmentos de un mundo bastante agitado. Entonces vi que todo el cañadón era un vivero de hombres y mujeres que bullían en el líquido fangoso: nadaban como nutrias, abriendo estelas triangulares cuyos vértices eran las narices asomadas apenas; gruñían sus descontentos o retozaban en saltos de anfibio que descubrían por un instante nalgas, muslos y pechos lustrosos de barro. Al mismo tiempo se me reveló el oficio de los que tripulaban las embarcaciones: no bien, ya fuese por descuido ya por deliberación, alguna cabeza pretendía mantenerse fuera del agua, el bote más próximo se le acercaba como una flecha, y los remos de sus tripulantes se abatían sobre la cabeza rebelde que sonaba entonces a hueso roto y desaparecía de la superficie. «No levantar cabeza» era, sin duda, la consigna de aquel infierno.
Mientras yo hilvanaba estas observaciones, el astrólogo Schultze venta cambiando una serie de gritos y señas con los dos tripulantes de una embarcación anclada no lejos de la orilla. Era evidente que Schultze les ordenaba o pedía que se acercasen al embarcadero donde nos encontrábamos; pero los hombres de la embarcación no daban señales de obedecer, visto lo cual el astrólogo se puso a insultarlos violentamente, naciendo uso de calificativos esotéricos entre los cuales dejó caer al fin el muy alado y musical de «putifilios». Aquella palabra debía de tener algún sentido mágico, ya que, al oírla, los tripulantes, venciendo su natural resistencia, enfilaron hacia nosotros la proa. Cuando la embarcación hubo atracado, uno de los hombres nos preguntó groseramente:
—¿Qué se les frunce?
—Nada —le contestó Schultze—. Queremos pasar el cañadón.
Los dos tripulantes dejaron oír una risa llena de retintines, como si la pretensión del astrólogo les resultase cómicamente desorbitada: el hombre de popa tenía en la mano una larga caña que le servía para dar impulso a la embarcación; el de proa levantaba un remo goteante cuya sola utilidad era, según ya sabíamos, la de apalear cráneos rebeldes; uno y otro, sin más vestido que sus taparrabos, exhibían una flacura indecible, chupados rostros de color de hígado, frentes amargas y ojos que ardían rencorosamente dentro de hondas ojeras cavadas por el resentimiento.
—¡Atravesar el cañadón! —dijo el hombre del remo, sin abandonar su risita, como si le respondiese a un niño que acabara de pedirle la luna.
—Sí —añadió el hombre de la caña—. Y papá también les traerá un caballito.
—¡Hijos de tal por cual! —tronó Schultze—. ¿Saben con quién están hablando? ¿La soberbia igualitaria los ha enceguecido hasta impedirles reconocer al Neogogo?
Aunque el hombre de la caña insistiera en su risa, el hombre del remo pareció vacilar un instante, y volviéndose al astrólogo le señaló el planetario:
—¿Quiere hacerme creer —le dijo— que oye la música de las esferas?
—Hasta la última nota —le contestó Schultze.
El hombre de la caña empezó a morderse rabiosamente las uñas.