—¿Qué haría usted?
—Pues nada —cacareó el viejito—: darle un golpe de teléfono a Macoca Funes, el senador, para que clausurara este odioso clandestino.
Iba Schultze a responderle como se merecía y a revelarnos quizás una tercera historia, cuando se nos vinieron encima dos Cíclopes enormes que avanzaban a trancos, revolviendo a izquierda y derecha sus ojos frontales, como sí buscaran algo en la penumbra. El de la vanguardia no tardó en descubrir a los tres héroes waterclosescos, y con una facilidad asombrosa los arrancó de sus tronos: colocó a la figura sacerdotal bajo una de sus axilas, al viejo
dandy
bajo la otra, y sostuvo a don Celso en el aire, con una sola mano.
—¡Hay que volver al yugo! —les dijo—. ¡No se van a pasar toda la noche
arrepollando
en el inodoro!
Nos vio de pronto a Schultze y a mí, que le observábamos llenos de curiosidad.
—¡Seleuco! —gruñó, dirigiéndose a su camarada—. ¿Qué hacen aquí estos dos tirifilos?
—Mironez, de juro —le respondió ceceando el otro Cíclope—. ¡Dejámeloz a mí, Crizanto!
En otra circunstancia me hubiera reído no poco al oír aquellos nombres de ática sonoridad aplicados a un cíclope arrabalero y a otro en cuya ceceosa lengua me parecía reconocer a cierto mensual de Santo Domingo que vigilaba diez asados de vaquillona el día en que perdimos la elección y entraron a mandar los de levita. Pero el caso era que Schultze, irguiendo una cabeza pletórica de autoridad, acababa de volverse a Seleuco:
—¡Usted se calla! —le dijo—. ¡Yo soy el patrón del barco!
—¿Aja? —rió Seleuco, mirándolo desde sus alturas.
—¡Es un tirifilo! —insistió Crisanto—. ¡Seleuco, ponle un ojo a la vinagreta!
El furor había sustituido a la hilaridad en el duro semblante de Seleuco:
—¡Déjamelo, Crizanto! —gritó ahora—. ¡Yo le voy a dar el primer galope a ezte zotreta!
—¡Usted se calla y cumple! —volvió a ordenarle Schultze.
—¡Zotreta! —vociferaba Seleuco—. ¡Déjamelo a mí, Crizanto! ¡Yo le voy a poner laz caronaz!
En este punto los tres personajes del
water closet
intervinieron a una:
—¡Un golpe de teléfono a Macoco Funes! —amenazó el vejete, cautivo en una axila de Crisanto.
—¡Almas buenas! —imploraba el cura desde la otra.
Don Celso, que se mecía y dormitaba en un puño del monstruo, despertó a la batahola:
—¡Buenos días, joven Schultze! —ronroneó—. ¿Cómo va la preciosa salud? ¡Ojo al Cristo! Se congestionan los bronquios, falla el corazón, ¡y
salute!
Pero el astrólogo no se intimidaba. Encarándose con los dos cíclopes a la vez, les dijo, no sin amargura:
—¡Ralea despreciable! Los he rescatado graciosamente del
bricabrac
de la Mitología, donde se amontonaban como trastos viejos, y les he dado aquí un destino muy superior al que se merecían. ¿Y ahora se me hacen los gallitos? ¡Así paga el diablo!
—¡Mentiz, trompeta! —le gritó Seleuco, yéndosele al humo.
—¡Dale, Seleuco! —lo azuzó Crisanto—. ¡Empavónale un ojo!
Sin más ni más el desalmado Seleuco nos agarró de las solapas, nos alzó en vilo y nos apretó contra su tórax gigante. Inútilmente nos resistimos a manotazos y a patadas: el monstruo, sin advertir acaso nuestra resistencia, había girado sobre sus talones y nos llevaba rumbo a lo desconocido. Entonces comenzamos a pedir socorro:
—¡Ciro! —gritaba Schultze en italiano—.
A noi!
—
Aiuto, Ciro!
—grité yo con todas mis fuerzas.
No tardamos en oír una voz iracunda, la de Ciro Rossini, que rogaba, sugería y amenazaba:
—
Santa Madonna!
¡Déjenlos, que son del barrio! ¡Una fiestita
in
familia!
Desgraciadamente, Seleuco no se daba por enterado: inició un trote muy vivo y nos estrechó aún más en su tórax agitado que subía y bajaba como el mar. El trote de cíclope se asemeja un tanto al de camello, y el jinete que se decide o es constreñido a cabalgar en tan inusitada bestia, no demora en sufrir oscilaciones y cambios de nivel que se le hacen particularmente sensibles en el diafragma. Llenos de susto, casi asfixiados y sujetos al ritmo infernal de aquel trote, Schultze y yo padecíamos aún otras incomodidades: el resuello del monstruo, que nos azotaba como un vendaval y nos metía en las narices un insoportable olor de ajo; y la vecindad de las axilas ciclópeas, que nos arrojaban tufos de sudor envejecido, emanaciones cabrunas y vahos de cueva de león. Mal sabría decir, pues, cuánto duró nuestro viaje a bordo del cíclope: sólo recuerdo que, de pronto, Seleuco nos arrancó de sus tetillas y nos hizo aterrizar junto a lo que me pareció la cabecera del Banquete. Allí, sentada en un sillón de altísimo respaldo, cierta señora presidía el festín:
Aquella mujer era de una obesidad repelente, magnificada por cierto traje de noche, lleno de lentejuelas, que se le reventaba por todas las costuras. Lucía una cara de plenilunio, con dos cachetes redondos en uno de los cuales negreaba cierto lunar muy vegetado; su nariz de perro, húmeda y respingada, erguíase y venteaba incesantemente, puesta entre dos ojitos que, no sin dificultad, se abrían un rumbo a través de la grasa; cóncava y estrecha, su frente remataba en un peinado monumental de sus cabellos, entre los cuales, a manera de ornato, aparecían mejillones y langostinos, pejerreyes y martinetas, chorizos y morcillas, espárragos y bananas. Una doble papada le unía el mentón y el arranque de un cuello inexistente: desde allí la línea no tardaba en remontar el vuelo según la expansión formidable de dos tetas vacunas, para decaer un tanto en la posible región umbilical, elevarse con multiplicado brío en la comba de un vientre casi esférico, y hundirse al fin, bajo la mesa, en desconocidas aunque sospechadas honduras. Macizos e informes, los brazos de aquella señora terminaban en dos manitas regordetas y cortos dedos que lucían un anillo gritón en cada una de sus falanges.
Contemplando estaba yo a la mujer; y al advertir que Schultze quería darme con ella una personificación de la Gula, me pregunté, no sin inquietud, si el astrólogo intentaría en su Infierno la de todos y cada uno de los pecados capitales, aunque lo dudaba (y el tiempo me dio la razón), considerando su genio caprichoso y rebelde a toda simetría. Pero la mujer, tras estudiarnos un instante, se dirigió a Seleuco y le preguntó:
—Agente, ¿qué hacen aquí estos muchachos?
—Intruzoz —contestó el Cíclope—. Ze han reziztido a un representante de la autoridad, y zuz papeles no están en regla.
—¿Qué más?
—Zi ze me permite una zugestión, diría que loz arrestados no zon ajenoz al contraezpionaje de nueztro aztuto enemigo. La bolza negra y el oro de Nueva York...
La mujer dejó escapar una grasienta risotada:
—Agente —lo interrumpió—, creo que lee demasiadas novelas policiales.
En seguida se volvió hacia Schultze, y, sonriéndole con zurda coquetería, le tendió una mano, como para que se la besase.
—¡Nunca, señora! —se le negó el astrólogo—. Yo soy el Demiurgo de este infierno, y dice la sabiduría: «No adorarás la obra de tus manos.» Bien sabe usted que con estos pulgares modelé las tetas, el vientre y la papada que, según veo, le inspiran tan deleznable orgullo.
—¡Una insolencia! —chilló la mujer, clavándole a Schultze dos ojos de basilisco—. ¡Agente!
—¡Ordene! —le contestó el Cíclope.
—¡Agárreme al Demiurgo, y échemelo afuera!
Otra vez nos cargó Seleuco, y nuevamente padecimos la náusea de su trote. Al fin me pareció que se nos franqueaba una salida; y el Cíclope nos arrojó entonces como dos fardos a la soledad externa. Sentados en el suelo, jadeantes y mohínos, el astrólogo y yo miramos hacia la puerta que así nos rechazaba: era circular, e iba cerrándose ahora en movimiento centrípeto, como un esfínter gigantesco.
Nos levantamos del suelo. La indignación de Schultze por el agravio que acababan de inferirle sus propias criaturas se traducía en palabrotas que, ciertamente, no quedaban muy bien en los labios de un Demiurgo: puteando como un carrero, el astrólogo llegó a maldecir hasta la hora en que se le había ocurrido hacerme visitar aquel inmundo bodegón. Apenas amainó su cólera, y mientras nos ayudábamos fraternalmente a corregir la línea de nuestras corbatas, él y yo nos trenzamos en el siguiente coloquio:
—Amigo Schultze —le dije—, ¿cómo es posible que sus mismas criaturas no hayan reconocido en usted al creador?
—Eso es posible, y hasta corriente —me respondió él—. Y si no, que lo digan los dioses inmortales: ¿qué negación teológica no han recibido Ellos de los hombres?, ¿qué rebelión no les aguantaron?, ¿qué impiedad no les sufrieron? Si bien se mira, todo eso es halagador para un Demiurgo que se respeta.
—¿Halagador? —protesté yo, sintiendo aún en mis riñones la caricia del Cíclope.
—Supongamos que usted le da el ser a una criatura, y que se lo da con tanta plenitud que la criatura, lejos de reconocer en usted a su causa primera, se imagina ser por sí misma, libre de toda relación entre causa y efecto. Supongamos que Don Quijote, por ejemplo, negara la existencia de Cervantes: esa exuberancia de ser, que Cervantes dio a su héroe y por la cual se ve negado, ¿no sería el más agradable incienso que, como creador, pudiera recibir de su criatura?
—¡Hum! —observé—. Teorizadores menos peligrosos que usted acabaron en el fuego, cuando el mundo era más prudente.
—No confunda —me replicó él—. Dos manos utiliza el Demiurgo; una de lana, que es la de la Misericordia, y otra de hierro, que es la del Rigor. Y si puede considerar sin enojo la iniquidad de su criatura, no puede pasar por alto el desequilibrio que dicha iniquidad introdujo en el orden creado; porque la justicia es una necesidad a la que no escapan ni los mismos dioses. El Demiurgo necesita restablecer el equilibrio roto por su criatura; y lo hace, ya sea con la mano de su Rigor, ya con la de su Misericordia.
—Y usted, ¿qué mano utilizaría con los Cíclopes?
—¡Estoy por volver allá y agarrarlos a patadas! —me contestó Schultze, todavía rencoroso—. Afortunadamente —agregó—, Cacodelphia nos mostrará en seguida un barrio menos díscolo.
Sin decir más, el astrólogo se internó en la nueva espira de su Helicoide, y yo lo seguí a través de una oscuridad que se adensaba rápidamente hasta darme la sensación de algo sólido. Perdidos entre aquella negrura, no tardamos en divisar cierta luz como de vela, que abría frente a nosotros un temblequeante y pobre círculo de claridad. Al acercarme, observé que la luz brotaba de un candil puesto sobre algo semejante a un estrado de justicia, hasta el cual se llegaba por dos o tres escalones. Junto al estrado, alguien con aspecto judicial erguía su magra figura de ave negra, ya sujetando a su nariz rampante unos anteojos de carey, ya retorciendo los bucles algodonosos de su peluquín, o acariciando los folios de un librote monumental que tenía delante y alrededor del cual revoloteaban inquietas polillas.
Cuando estuvimos frente al estrado, el juez nos miró sin curiosidad ninguna:
—¿Cómo fueron los pobres diablos? —nos preguntó al fin, con cierta voz monótona, indiferente y dormida que revelaba todo el aburrimiento del oficio.
El astrólogo Schultze avanzó un paso todavía:
—Fueron —respondió— como el zorro y la oveja. «¡Ah, doña —le dijo el zorro—, voy a comerme a su borreguito, porque veo que ya tiene dos dientes y mucha grasita en la cola!» «Muy bien, don Juan —le contestó la oveja—, pero, dígame, ¿no es usted bautizador?» «Sí, señora —le dijo el zorro—, y facultado por el cura de Huancacha.» «Me alegro —dijo la oveja—, porque así podrá bautizarme al borreguito antes de comérselo.» Lamiéndose de gusto, el zorro se acercó al arroyo para sacar el agua del bautismo; y entonces la oveja, de un topetazo, lo zambulló en la correntada.
Cierto asombro se pintó en el semblante del juez al oír aquella respuesta. Bajando uno de los tres escalones, preguntó nuevamente:
—¿Cómo fueron los pobres diablos?
—Fueron —contestó Schultze— como la garrapata y el suri. Un día el suri, orgulloso de sus veloces piernas, la chichoneó a la garrapata. Entonces la garrapata le dijo: «¿A que te gano una carrera?» «¡Qué vas a ganar!», le contestó el suri, muerto de risa. «¿Van diez nacionales?», lo desafió la garrapata. «¡Pago!», aceptó el suri. Llegó el día de la carrera, y los dos convinieron en que la ganaría el que primero se sentara en un cráneo de vacuno puesto en la raya. Listos ya, el suri convidó: «¿Vamos?» «¡Vamos ya!», le contestó la garrapata. Como el suri no la viera en el suelo, volvió a convidarla: «¿Vamos?» «¡Vamos, no más!», le gritó ella cerquita. Entonces la garrapata, con disimulo, se prendió a la rabadilla del suri que ya trotaba como un diablo. Al llegar a la meta, el suri, creyéndose ganador, fue a sentarse en el cráneo de vacuno. Pero la garrapata le advirtió: «¡Epa, cuñao, no me apriete, que yo llegué primero!»
Más asombrado aún, el juez bajó un segundo escalón:
—¿Cómo fueron los pobres diablos? —volvió a preguntar.
Y Schultze respondió:
—Fueron como el sembrador, el tigre y el zorro. El tigre le dijo al sembrador: «Te voy a comer con bueyes y todo.» Y el hombre le rogó: «¡No me coma, don Tigre, que tengo mucha familia!» «Es al pedo —contestó el tigre—, te voy a comer lo mismo.» Pero el zorro, que los oía, se escondió entre unos pastos y con voz dura le gritó al sembrador: «Amigo, ¿no me lo ha visto por aquí al tigre? Lo ando buscando con mi perrada.» El tigre, pensando que lo buscaba un cazador, se tiró al suelo y le mandó al hombre: «¡Decíle que no me has visto!» «No, señor, no lo he visto al tigre», dijo el sembrador. «¿Cómo que no lo has visto? —volvió a gritar el zorro, bien oculto—, ¿qué es esa cosa que hay en el suelo?» «¡Decíle que son porotos!», ordenó el tigre. El hombre obedeció: «Señor, son porotos que traje para sembrar.» «Si son porotos —dijo el zorro—, métalos en esa bolsa que tiene ahí.» «¡Méteme en la bolsa!», volvió a ordenar el tigre. Entonces el sembrador embolsó al tigre, y dijo: «Ya está, señor.» «Mi amigo —insistió el zorro—, ate bien la bolsa, para que la porotada no se le vuelque.» «¡Ata la bolsa!», le susurró el tigre al hombre. Obedeció el sembrador, atando la bolsa con un tiento. Pero el zorro volvió a gritarle: «Vea, mi amigo, esa bolsa está medio flojona; déle con el ojo del hacha y aplástemela un poquito.» El hombre agarró el hacha, y le pegó al tigre hasta dejarlo muerto.
No bien hubo escuchado la tercera respuesta del astrólogo, descendió el juez un tercero y último escalón, y por señas nos hizo entender que le siguiéramos. Obedecimos al instante, y mientras el juez nos guiaba en torno del estrado le pregunté a Schultze con un hilo de voz: