Adán Buenosayres (71 page)

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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
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Un fuerte chorro de luz nos iluminó desde lo alto: el astrólogo volvió a sentarse, me miró y le devolví la mirada. Entonces vimos patente la razón de nuestra captura; porque uno y otro, a la luz del fanal, nos miramos cubiertos de aquel polvo amarillo que tanto abundaba en el
Plutobarrio y
que, ciertamente, nos hacía idénticos a los ricachones que lo habitaban.

A partir de aquel instante se confunden mis recuerdos: el cansancio que ya traía, unido al de mi carrera final y a la tentadora invitación del banco, me sumieron de pronto en cierta modorra que, iniciándose en un irresistible caer de párpados, terminó sin duda en el ronquido. Con todo, me parece recordar que, antes de dormirme yo enteramente, Schultze, dirigiéndose al hombre de la corona, le afirmaba que «por ser él quien era» tenía derecho de tránsito en aquel infierno; que el hombre de la corona le respondía: «sos un mentiroso y un maula»; y que Schultze, más ofendido por el tuteo que por el insulto, le preguntaba «cuándo habían comido mazamorra en el mismo plato». Sólo más tarde, y por boca del astrólogo, conocí el final de la incidencia: el hombre coronado, que resultó ser el rey Midas, famoso plutócrata venido a menos, le exigió a Schultze que respondiese a un interrogatorio si quería demostrar su condición de no evadido y salir de aquella espira con armas y bagajes. Aceptó Schultze, rindiendo un examen que, según me aseguraba él después, resultó un dechado de pedantería por ambas partes.

—¿Cree usted —le había preguntado el señor Midas— que las iniquidades y despojos cometidos por la llamada clase burguesa, o tercer estado, aconsejarían su amputación del cuerpo social?

—No, señor —había respondido Schultze—. Porque, al llamarla «tercer estado», ya decimos que figura entre otros y en tercer lugar. Ahora bien, toda clase o estado es órgano de una función social distinta pero igualmente necesaria; y si elimináramos una clase nos quedaríamos sin una función.

—Diga usted cuál es la función del tercer estado.

—La de producir la riqueza material —dijo Schultze—. Y reconozcamos ahora que los feos burgueses han nacido con esa vocación: ellos descubren manantiales de abundancia donde la mayoría de los hombres no veríamos ni una hierba.

—Eso es más bien un elogio —repuso el señor Midas—. Entonces, ¿qué debemos reprocharles?

—No quiero insultar su inteligencia —le contestó Schultze— recordándole que un órgano corporal, verbigracia el estómago, al cumplir su función lo hace en beneficio del cuerpo total, de cuya salud y conservación dependen las suyas propias.

—¡Esa comparación ya se cae de vieja! —rezongó Midas con bastante desdén.

—Es vieja, pero no se cae —le retrucó Schultze—. Porque si la burguesía es el órgano nato de la función económica, debiera cumplirla en beneficio de todo el cuerpo social.

—¿Qué ley se lo exige?

—Muchas —dijo Schultze—. ¿Admitiría usted que los burgueses son hombres?

—¡Hum! —gruñó el de la corona, sin comprometerse.

—Si son hombres —argumentó Schultze—, están sujetos a la gran Ley de la Caridad o Inteligencia Amorosa; y deberían cumplirla voluntariamente, haciendo que la riqueza, fruto de su vocación, llegase a todos los hombres que no la tenemos.

—Pero no la cumplen —dijo el señor Midas—. Luego, no son hombres.

—Admitamos que sean brutos —insistió el astrólogo—. Si lo fueran, obedecerían al instinto de la propia conservación, haciendo que los bienes materiales llegaran a todo el cuerpo social y lo fortalecieran. Porque la conservación de un órgano está supeditada, como dije antes, a la conservación del organismo total.

—¡Y dale con el órgano! —volvió a refunfuñar el señor Midas—. Los burgueses tampoco siguen el instinto de la propia conservación. Luego, ni siquiera son brutos. ¿Qué son entonces?

—¡Esa es la madre del borrego! —suspiró Schultze—. Cada estado social o clase tiene una virtud y un vicio en oposición: si su virtud puede más que su vicio, la clase obrará conforme a la justicia; de lo contrario, su vicio no tardará en llevarla por el declive de la iniquidad. En el tercer estado, a la virtud de producir la riqueza se opone una inclinación fatal hacia el egoísmo y la usura. Por eso Brahma (¡loado sea mil veces!), entendiendo que el burgués, librado a sí mismo, no acataría ley alguna, lo ubicó en el tercer lugar de la jerarquía, para que los dos estados superiores lo gobernasen con mano enérgica.

—¡Un cuerno! —dijo aquí el señor Midas—. ¡Arroje una mirada sobre la ciudad presente, y dígame si la clase burguesa ocupa el tercer lugar!

—¿Qué? —le preguntó Schultze—. ¿Encuentra usted que se ha ubicado en otro?

—En el primero, exactamente.

—¡Ahí lo quería! —exclamó entonces el astrólogo—. Si el tercer estado es hoy el primero, quiere decir que, a través de la Historia, se ha cometido una doble usurpación.

Schultze me contaba después que sólo en este punto el hombre de la corona lo había mirado con algún respeto.

—Bien —le dijo el señor Midas—. Refiérame con gracia, concisión y brevedad la historia de ambas usurpaciones.

—Sabido es —expuso el astrólogo— que Brahma (¡loado sea mil veces!) distribuyó a los hombres en cuatro clases, estados o jerarquías: la primera es la del metafísico Bracmán, que por conocer las verdades eternas ejerce la función sutilísima de conducir a todos los hombres ya en la vía terrestre ya en la celeste; la segunda es la del aguerrido Chatriya, cuya vocación es la del gobierno terrestre y la defensa militar; la tercera es la del adiposo Vaisya, el burgués, que tiene la función de crear
y
distribuir los bienes materiales; y la cuarta es la del transpirado Sudra, que nació de los pies de Brahma (¡loado sea mil veces!). Cuando todas las clases guardan fidelidad a su vocación y se mantienen en su jerarquía, el orden humano reina, y la justicia tiene la forma de un toro bien asentado sobre sus cuatro patas.

—¡Epa, señor! —le dijo Midas—. ¡No me salga con ese balazo metafórico!

—Pero, ¡ay! —continuó Schultze—.
Errare humanum est. Et nunc, reges, intelligite: erudimini quijudicatis terram.

—¡Señor, señor! —volvió a reprenderlo Midas—. ¡Exponga con llaneza! ¿O ha olvidado que se dirige al gran público?

—Decía —sentenció Schultze— que no hay bien que dure mil años. En lo mejor se da vuelta la taba, y, tras de suerte, culo; porque nunca falta un buey corneta, y el mundo es una bola que rodando
y
rodando... Bien, imaginemos a las cuatro clases jerarquizadas y en paz: ¡Oh, armonía fructuosa!, ¡oh, equilibrado júbilo! Pero, ¿qué ocurre de pronto? ¡El aguerrido Chatriya lanza la piedra del escándalo!

—¿Cómo? ¿Por qué?

—La virtud esencial del Chatriya —contestó el astrólogo— es la del gobierno terrestre y la defensa del estado; su vicio correspondiente es la sensualidad del poder, el orgullo de las armas y la sed de conquista. Por eso está subordinado al metafísico Bracmán, que le aconseja prudentemente: «No te metas a loco», «Ahí se te fue la mano», «Acordate que hay un Dios arriba y que te pedirá cuentas de las burradas que haces aquí abajo». Pero llega una hora en que Chatriya no puede más con el genio: harto de oír los rezongos del viejo, decide tenderle la cama; y se la tiende, no más, insubordinándose contra el viejo y escamoteándole la primera jerarquía. Para eso ha contado con la ayuda de Vaisya, el burgués, que también lo tenía entre ojos al Bracmán, porque el viejo lo cargoseaba no sé con qué aburrido sermón sobre la avaricia.

—Exacto en el fondo —aprobó el señor Midas—, aunque vulgar en Li forma.

—No se olvide que me dirijo al gran público —le recordó Schultze venenosamente.

—Sea. Ya tenemos a Chatriya en el primer plano. ¿Qué sucede luego?

—¡Ay! —respondió Schultze—. Ya sin freno y librado a sus malas inclinaciones, Chatriya no tarda en mostrar la hilacha: empezó en héroe de la noble y amorosa caballería, y acaba en conquistador injusto; era un rey ecuánime, y termina por hacerse déspota; su austeridad antigua cede paso al orgullo del mandón, y su desnudez heroica se viste al fin con el pesado y rico sobretodo de las gloriólas terrenales. ¡Claro está que todo ese lujo le cuesta un platal! ¿Y a quién puede acudir Chatriya en busca de dinero, a quién sino al acaudalado Vaisya? Pero Vaisya, el burgués, profesa un tierno amor a sus doblones: con el llanto en los ojos ve la hemorragia creciente de sus bolsas. Y llorando se dice: «¡Para esto lo ayudé a ese generalote!» Andando el tiempo, Vaisya deja de llorar y reflexiona: «Si el Chatriya, con mi ayuda, se lo fumó al Bracmán, ¿no podría yo fumarme al Chatriya, con una manito que me diera el Sudra?» La idea es tentadora, y cuanto más vueltas le da Vaisya más le va gustando. Al fin entra en conversaciones con el transpirado Sudra, le promete el oro y el moro; y al verlo convencido espera una ocasión favorable. Entretanto, aparcero, ¡viera usted en lo que ha venido a parar Chatriya! Harto de batallas y honores, vive ahora en su palacio: se ha vuelto trasnochador, parrandero
y fifi;
el champán y las mujeres le hacen perder los estribos; ya no usa el casco marcial, sino la peluca rizada
;
las guerras ahora no le dicen ni fu ni fa, y en cambio se muere por los bailongos carnavalescos. ¡En fin, amigazo, una porquería de hombre! Y Vaisya, que no le saca el ojo de encima, en cuanto lo ve débil y afeminado lo chacotea primero, se le encocora después, y termina por degollarlo sin más vueltas. Desde entonces Vaisya es dueño de la situación y engorda en la primera jerarquía,
quod erat demostrandum.

—No está mal —dijo aquí el señor Midas.

Y agregó ponzoñosamente:

—Aunque su exposición acuse lecturas recientes de cierto metafísico galo...

Al oír aquellas palabras, el astrólogo enrojeció visiblemente, y no de vergüenza, según afirmaba luego, sino de justa indignación.

—Vea, señor —le dijo tartamudeando—, si utilicé un esquema de otro, ¡y nada más que un esquema!, lo he revestido en cambio de una carnadura bastante original. Por otra parte, ahora viene lo de mi cosecha.

—¡Hum! —repuso el hombre coronado—. ¿Hay más todavía?

—Falta extraer la médula del asunto —respondió Schultze—. ¿Cree, por ventura, que yo me habría metido con el Vaisya, si ese burguesote se hubiera limitado a quedarse con los cuatro pesos de la comunidad?

—¿Qué otro delito le reprocha?

—El de haber impuesto universalmente su grosera mística.

—Aclare, señor, aclare —le dijo el de la corona refunfuñando.

—Sólo el viejo Bracmán —aclaró Schultze— posee la mística verdadera, la que deben seguir todos los hombres, cada uno según sus límites. Pero Chatriya, Vaisya y Sudra tienen, además, una mística propia, un culto privado que nace de sus íntimas y diversas inclinaciones. Así, por ejemplo, Chatriya rinde culto a lo heroico en sus dos cifras: el honor y el valor. La mística de Vaisya es un pragmatismo agudo que tiende a glorificar la materia y lo material en su cifra única: el oro. Sudra, por su parte, rinde culto al trabajo manual y a las técnicas de sus oficios. Cuando todas las clases están ordenadas y actúan conforme a la equidad, las tres místicas particulares, respondiendo simbólicamente a la mística universal, son tres actitudes humanas diferentes o tres formas de oración dirigidas al mismo Absoluto. Es entonces cuando Brahma, satisfecho, esboza una sonrisa de noventa grados.

—¡Asombroso! —bostezó casi el señor Midas.

—Pero —concluye Schultze— no bien una clase inferior usurpa la primera jerarquía, impone su mística particular al mundo, y al universalizarla traduce a ella todos los valores humanos. —¿Por ejemplo?

—Cuando reina Bracmán, el acento de la vida cae sobre lo religioso, y la tabla de valores humanos se construye sobre lo espiritual; cuando reina Chatriya, el acento recae sobre lo político, y al hombre se lo mide por su nobleza, honor y valor; ahora que reina Vaisya, el acento recae sobre lo económico, y el hombre es medido por su libreta de cheques. El Bracmán decía: «En el principio es el Ser»; Chatriya dijo luego: «En el principio es la Acción»; y Vaisya dice ahora: «En el principio es la Materia». Bracmán hizo guerras de cruzada religiosa y Chatriya guerras de imperio; las de Vaisya son actualmente guerras económicas. En cuanto al arte...

—Suficiente —le interrumpió el de la corona—. Si no recuerdo mal, dejamos a Vaisya dueño de la situación. Descríbamelo ahora en tren de imponer su mística.

—Dije ya —obedeció Schultze— que la mística de Vaisya tiende a glorificar el oro. Pero Vaisya no carece de algunas nociones teológicas, y en trance de imponer su mística se dice: «El oro es mi dios, y siendo un dios es necesario que yo lo haga invisible.» Sin más ni más Vaisya encierra su oro en recintos subterráneos
y
en cámaras blindadas. Pero se dice luego: «Ya que los fieles no verán a mi dios, que al menos vean sus imágenes.» Entonces crea los billetes de banco y los ofrece a la veneración de la feligresía. Con todo, Vaisya no está satisfecho, y dirigiéndose a la respetable Arquitectura le dice: «Tú que has levantado catedrales para el Bracmán y fortalezas para el Chatriya, levántale ahora un templo a mi dios.» La respetable Arquitectura obedece, y construye un Banco monumental sobre la fosa en que Vaisya enterró su oro. Luego Vaisya, el burgués, se declara Sumo Pontífice de su dios, y entre su dios y los fieles interpone un ejército de sacerdotes con mangas de lustrina. Por último, recordando que el Bracmán tenía una liturgia sagrada y el Chatriya una liturgia caballeresca, Vaisya no quiere ser menos, e inventa un minucioso rito bancario que usted conocerá sin duda.

—¡No, desgraciadamente! —dijo el examinador—. Y créame que daría la mitad de mi corona por ver a ese animal de Vaisya oficiando su liturgia.

—No le sería fácil verlo —contestó Schultze—. Porque Vaisya, como pontífice, reina en un Vaticano de cemento, donde, con un puro en la boca, se complace en dictar encíclicas financieras a sacerdotisas estenógrafas no menos bellas que huríes del paraíso. El muy bribón, que tanto envidiaba los esplendores del Bracmán y el Chatriya, no se ha quedado corto en materia de boato; pero, en su grosería fundamental, hace un uso profanatorio de las cosas. Por ejemplo: hizo tapizar los sillones de su comedor con las viejas y doradas casullas del Bracmán; envidiando las coronas y escudos nobiliarios del Chatriya, Vaisya los hace grabar ahora en las marcas de fábrica de sus jabones, inodoros, casimires y otras chucherías; sobre el escritorio de Vaisya se pueden ver dos raros incunables lujosamente encuadernados, pero si usted los abre descubrirá que sus hojas han sido cortadas para dejar sendos huecos donde Vaisya esconde sus cigarros y su botella de whisky. Con el pergamino de un antifonario medieval, Vaisya hizo construir los
abat-jour
de su dormitorio; y...

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