Estás ahora en el solar cantábrico, tierra de tus mayores: es la montaña en la que recuerda el Globo su envergadura de animal celeste; la montaña que yergue su cabeza desnuda, ciñe a sus flancos un vestido de tierra, saca todavía en el valle un recio codo de granito y santifica luego su piedra en una catedral; y es el terruño labrado como una joya, y el asombro del agua que aventura un salto en la luz y cae al pie de los robles dorados en invierno. Aquel paisaje, cuya nostálgica descripción habías oído tantas veces en la llanura de Maipú y en boca de tus abuelos, esboza delante de tus ojos un gesto familiar como de reconocimiento y bienvenida: son familiares los rostros que forman círculo alrededor de la mesa, las grandes manos que te cortan el pan y vierten en tu jarro una sidra nueva, el idioma sonoro y las canciones que, también desterradas, acunaron tu niñez en otro mundo. Y es, justamente, un sabor de infancia lo que aquellas voces y aquellos rostros devuelven a tu ser: un sabor perdido que regresa con toda su delicia, semejante al que suele sugerirte aún el olor entrañable de una planta, de un viejo mueble o de una tela descolorida.
Pero el fervor de tu sangre no admite demoras, y atraviesas ya los campos de Castilla, sus rojos labrantíos y verdores amenos. Es la misma tierra que vio un doble prodigio en la marcha de sus héroes y la levitación de sus santos: a la sombra de aquel pastor que se apoya en su cayado, Salicio y Nemoroso bien pueden entrelazar aún las mojadas voces de su égloga; entre aquellas verduras, no extrañaría que Don Quijote repitiese su alabanza de los tiempos dorados. En dondequiera que se abren tus ojos, hallas la verdad, el número eterno y la medida justa escritos en piedra fiel, metales duros o exaltadas maderas. Y, ciertamente, al aprender la ciencia de los muertos, no desmaya tu ánimo en elegías finales: ¡ah, cómo te acicatea ya el anhelo de continuar aquellas voces, de recoger aquellos números y darles otra primavera, lejos de allí, en tus campos alborozados, junto al río natal!
Árboles recelosos aventuraban apenas sus primeras yemas, y una luz verde se presentía ya en los sauces deshilachados junto al río, cuando tus ojos y los de Camille vieron el agua de color de llanto. Era el primer día de mayo, y estabas en París, entre aquellos hombres sutiles en cuyas venas corría una sangre familiar a la tuya y en los cuales una región de tu espíritu se miraba como en un espejo. El baile de «La Horde» celebraría esa Boche los maitines de la primavera, y no es extraño que te hallaras en aquel tenducho de disfraces, con el griego Atanasio, Larbaud, Van Schilt y Arredondo el jujeño. En los trajes de alquiler perduraba un olor de rancios y festivos sudores, y un silencio amasado con todas las risas muertas parecía Henar el hueco de las máscaras prostituidas muchas veces. Con todo, había demasiado ruido en las almas (en la tuya, en las de tus amigos); y como Van Schilt ensayó una barba roja en su mentón de filibustero, la de Camille tintineó largamente junto a las telas rugosas y los cascabeles enmohecidos. ¡Noche, paréntesis de locura! ¿Qué nudo se había soltado en tu corazón? El recinto inmenso resplandecía bajo la luz de cien mafias, y músicos inspirados en antiguas barbaries hacían gritar los cobres las maderas: una tribu de monos pintarrajeados hasta el delirio te arrancaban en aquel instante hacia el centro del salón; te debatías, riendo, entre brazos y abdómenes lustrosos de aceite; dabas y recibías golpes en pleno rostro; un labio te sangraba ya, y entre tus dedos pendían arrancados jirones de barbas y pelambreras artificiales. Luego, acabada la ceremonia con que se había celebrado tu bautismo de locura, te uniste a los monos iniciáticos, y la noción del tiempo se desvaneció en la sala de baile. ¡Hurra! Frentes pesadas como frutos, entendimientos alertas, voluntades insomnes y doloridas memorias rompieron sus cárceles en desalada evasión. ¡Hurra! Tu ser había saltado sus fronteras y zozobraba, navío ebrio, en un maremágnum de formas absurdas, brutales desnudeces, gestos indecibles, colores que rayaban los ojos y vocablos que hacían estallar los tímpanos. Te preguntas ahora: ¿qué nudo se había soltado en mi corazón? Y te respondes: había demasiado ruido en las almas. El sortilegio estaba roto al amanecer, cuando llegaste con los tuyos al café
Du Dome:
así como el océano, al retirarse, abandona sobre la playa restos monstruosos arrancados a su profundidad, así el reflujo de aquella noche había dejado en la terraza fríos despojos de borrachera y aquelarre. En el umbral del café un organillero sonreía, vaso en mano, antiguo
y
bondadoso habitante del alba; un castaño del bulevar exhibía frente a la terraza el exaltado gesto de sus primeras hojas. Y sucedió entonces que Larbaud, apoderándose del organillo, comenzó a darle vueltas al manubrio, bajo la mirada benévola del organillero, mientras los fantasmas del
Dome,
redimidos en aquella música, iniciaban una ronda en torno del castaño primaveral. Volvías más tarde a tu habitación, con tu ramito de «muguets» en la solapa. De rodillas en el suelo, la vieja Melanie fregaba como de costumbre, reptante y mínima entre sus escribas. La hiciste poner de pie, y arrancándolo de tu solapa le diste aquel ramito de flores augúrales. Y cuando Melanie, deshecha en lágrimas, lo apretó contra sus labios resecos, entendiste cómo podía regalarse toda la primavera en un manojo de florecitas blancas.
¡Mañanas fragantes de Sanary, junto al mar latino!
Momieur
Duparc, tu maestro de amias, desciende ya el áspero sendero de las higueras: acabas de recibir tu lección manual en aquella plataforma de verdura, bajo los pinos que crujen en la mano del viento cual otros tantos mástiles de bergantín, y, sin abandonar aún el florete y la máscara, contemplas desde tu altura un pequeño universo de formas que cantan al sol. A tu izquierda está el edificio de la quinta, en cuya terraza Badi, Morera y Raquel están pintando con los ojos vueltos hacia el mar; detrás del edificio, y emboscado en la maraña, Butler acomoda su caballete, absorto ya en el color verdenigma que le proponen los olivares; la era redonda se dibuja más lejos, y sentada en su borde
madame
Fine, la propietaria, cuenta, elige y adora sus bulbos de narciso; a tu alrededor coimas asoleadas, viñedos
y
olivos resplandecen hasta el horizonte; al frente se abre la pequeña bahía de Sanary, con su mar de color violeta, sus montañas al fondo y su caserío blanco, celeste y rosa instalado en la ribera como una bandada de palomas dormidas. Comienzas a sentir una embriaguez más pura que la del vino, y algo así como un preludio de canto aletea en tu ser cuando bajas al mar por el sendero de las higueras: coleópteros azules y negros huyen de entre tus pies; bajo tu sandalia ruedan los guijarros y crujen las conchas marinas; los caracoles dibujan sus trazos brillantes en la musgosa piedra de los taludes; alto ya, el sol enardece toda savia, y un olor de fragantes resinas desciende como tú de la tierra al mar. Y de pronto, una gran revelación de índigo entre los cipreses: el Mediterráneo. Allá, como de costumbre, te
aguarda.
Ivonne: no existe lazo alguno entre tú y aquella sutil adolescente, como no sea el de la curiosidad y el asombro que cambian entre sí dos mundos extraños al encontrarse por azar: ignoras qué medida y qué forma tienes delante de sus ojos, pero, a los tuyos, aquella grave criatura sólo es un objeto de contemplación, y la miras ahora en quietud de ánimo, tal como si miraras una vibrante palmera de mediodía. Está recostada en las arenas, amiga del sol y parienta del agua: su desnudez tiene aquel aire ceñido y tenso del pimpollo antes de llamarse rosa; el sol hace brillar la pelusilla de oro que la cubre, y, al mirarla, recuerdas el huerto de Maipú y un color de membrillos afelpados, a la hora de la siesta. Los ojos de Ivonne son verdes y niños, ojos de halcón de montaña, como los de la reina Ginebra; pero en la infancia de aquellos ojos hay una luz grave, como si muchos ojos enterrados miraran por ellos todavía. Silvestre y niña es la voz de tu compañera; pero en su voz hay un refinamiento de trabajada música, tal como si por aquella voz cantasen aún mil bocas muertas. Y te habla de su castillo, en Avignon, y de una soledad establecida entre aromas viejos, heladas armaduras y retratos que miran eternamente: o de su abuelo, el comodoro, abismado en un ensueño de primaveras asiáticas, de las cuales ha guardado recuerdos marchitos y siempre verdes melancolías. Le respondes con alguna evocación de tus pampas, o con fragmentos del canto naciente que bordonea en tu ser y es ya un elogio de las umbrías provenzales, a cuya sombra tal vez has discurrido ya con un centauro, o un elogio de aquel mar sobre cuyo rumor has oído acaso las voces antiguas de Jasón o de Ulíses, y en cuyo lecho, sobre corales y esponjas, yace todavía el cráneo de aquel Palinuro que se durmió una noche bajo las estrellas. Y mientras hablas, el alférez Blanchard, casi un niño, te mira desde lejos con silenciosa desesperación. Luego entras en el mar, con la mano
de
Ivonne entre la tuya; la espuma cándida se alborota y encrespa en tus rodillas; y tienes la impresión de avanzar ahora, como en Maipú, entre una densa y caliente majada de corderos.
Habrías detenido aquel hermoso tiempo, y edificado una eternidad con lo mejor de aquellas horas estivales; pero el sol ha entrado en Libra, y los viñedos enrojecen al anuncio del otoño. Durante la mañana y la tarde has vendimiado, con tus amigos, la viña de
madame
Fine: los racimos polvorientos han enriquecido las cestas de mimbre, y están ahora en su lugar, esperando su transformación dionisíaca. Por la noche se dará Un baile rústico en la colina: Badi, Morera y Butler disponen ya el arreglo de la casa, mientras que
madame
Fine, con estudioso método, explora los rincones de su bodega. Es la víspera de tu marcha y en el semblante de las cosas te parece advertir un gesto de adiós. Horas después, en medio de la noche, guías a los invitados por el sendero que conduce a la casa: la tiniebla, el silencio y la soledad han puesto en boca de
madame
Aubert una sombría historia de aparecidos; y la imaginación de tus acompañantes ya está excitada, cuando llegas con ellos frente a la colina. El portón de hierro chirría lúgubremente al abrirse: ¡bien chirriado, portón! Uno a uno los invitados trasponen el umbral, y sus ojos tratan ahora de orientarse en la negrura. De pronto gritan las mujeres, pues acaban de tropezar con piernas oscilantes de ahorcado; ríen luego, al abatir los dos o tres peleles que Badi colgó de las higueras. Y entonces una luz de bengala, chisporroteando súbitamente en el olivar, hiere los ojos, pone un temblor azogado en las sombras e ilumina el baile de dos fantasmas que hacen cabriolas en la era, mientras alguien, hombre o diablo, aúlla entre los pinos inmóviles. Cuando el silencio y la negrura se han reconstruido, enciéndeme todas las luces de la casa, irrumpe la música; y
madame
Fine, desde la terraza, ofrece a los invitados que llegan el primer vino de la noche. Giran las parejas en la terraza: el alférez Blanchard, casi un niño, baila con Ivonne, la cual parece distante y sola entre sus brazos. En el ángulo derecho de la terraza, las viejas
domes,
copa en mano, sacan a relucir el esplendor de sus antiguos días; las tres adolescentes de Nímes, en el ángulo izquierdo, juntan sus cabecitas de oro, cambian entre sí angustiosas impresiones de aquel mundo que no se les abre todavía, y picotean con sus largos dedos las uvas negras de una fuente que Butler ha colocado en la barandilla de la terraza con la intención de pintar una
nature morte.
Cuando cesa la música, se oye un coro de voces que cantan en el pinar una vieja canción de vendimia, o el murmullo excitado de los niños que asaltan en la sombra las higueras. Después, como la luna se levanta sobre los collados, el baile continúa en la era del trigo. Bailas con Ivonne, y una vez más el alférez Blanchard, tras de mirarte con angustia, se aleja entre los olivos del huerto: es necesario que le hables esa noche y le digas qué valor tiene aquella mujer a tus ojos. Pero, cuando sales a su encuentro en el olivar, sólo le anuncias tu partida: lees la sorpresa, el gozo y la turbación en aquel semblante de niño; y en el fervor de sus palabras te sientes ya lejano, como si hubieras partido hace muchas horas. Con todo, el alférez Blanchard se resiste a darte aún el adiós definitivo: quiere despedirte mañana, en su nave de guerra. Es así cómo al día siguiente cruzas las aguas de Tolón en una canoa que vuela por entre grises acorazados: trepas la escalerilla del
Bretagne y
conducido por Blanchard avanzas a la sombra de los grandes cañones. Y ciertamente, se han cambiado luego brindis tan numerosos como imprecisos en la cantina de los oficiales: después, en su férreo camarote, Blanchard te ha leído versos de su cosecha, en el tono de Rimbaud. Atardecer final en Sanary, junto a la torre fenicia que aún se levanta en el extremo del promontorio: el mar lame las rocas llenas de valvas negras, y aunque no corre viento, los pinos guardan su inclinación de combate, como si los doblegara un mistral invisible. Tú sombra y la de Ivonne se alargan, paralelas: has ignorado la forma que tienes tú delante de sus ojos, pero sus ojos lloran en el instante definitivo. Y regresas al fin, en soledad, de cuerpo y de alma. «¡Pudo ser! ¡Pudo ser!», aúlla un demonio en las colinas distantes.
Tras aquella dispersión alegre de Sanary, en que tu ser contestó a las mil solicitudes de la hermosura, iniciabas ahora un movimiento de repliegue sobre ti mismo. Bien conocías ya las cuatro estaciones de tu espíritu. Y sus dos movimientos ineluctables: el de la expansión loca y el de la reflexiva concentración; y bien sabías que un otoño de tu alma correspondería esta vez al ya visible otoño de la tierra. Estabas en Roma, solo y en soliloquio: aquella mañana recorrías la Vía Apia, entre abatidos monumentos. Acababas de abandonar la catacumba de San Calixto, donde sangres y llantos resecos, hedores terrestres y celestiales aromas, cánticos y sollozos eternizaban su invisible presencia. Y tu corazón había iniciado allí el camino de angustia que recorres aún y cuyo término acaso no sea de este mundo. Afuera brillaba el sol, alto ya sobre la campiña: el acueducto, a lo lejos, imponía su fábrica severa; desde un aeródromo cercano llegó de súbito un ronroneo de motores, y dejaste de oír aquel otro que zumbaban entre florecitas las guardosas abejas de Virgilio. Antes de reanudar tu paseo, habías aspirado el olor amargo de los cipreses y acariciado las piedras tumbales, que, a esa hora, tenían bajo el sol una temperatura de animal dormido. Remontabas luego la vía de los
Césares,
en cuya soledad y ruina tu imaginación evocaba tantos arreo de guerra, tanta música en el aire, tanto broncíneo carro, tanta caballería de orgulloso pescuezo. Y sobre la disolución de aquel mundo, tu alma, como tantas otras veces desde tu niñez, oía la lección del tiempo y le replicaba con su viejo grito de rebeldía lanzado —lo sabes ahora— desde su esencia inmortal. Regresabas después a tu alojamiento romano, entre las demoliciones de un suburbio en el cual obreros arqueólogos removían y escrutaban la tierra. Y de pronto voces excitadas te llevaron hasta una pobre alcoba en ruinas: por el techo demolido entraba una luz que hacía chillar los colores vulgares del empapelado, las grasientas chorreaduras y las improntas humanas de aquel chiribitil alquilado muchas veces; pero en el centro del cuartujo se había cavado un foso, y por él asomaba la columna. Los obreros le habían quitado ya su mortaja de greda, y una vez mas la columna exhibía su gracia bajo el sol, inmutable como la verdad que se manifiesta o se oculta, según la hora y el sitio, pero que, ya enterrada o ya al sol, es única, eterna y siempre fiel a sí misma.