Afortunada (5 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Afortunada
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Me avisaron con dos minutos de antelación de que mi madre subía por la escalera. Yo quería que Tricia se callara —no veía cómo sus palabras podían ayudarme a afrontar aquel encuentro—, y me paseé nerviosa por la habitación, preguntándome si debía salir al pasillo a saludar a mi madre.

—Abre la puerta —le dije a Mary Alice.

Respiré hondo y me quedé de pie en medio de la habitación. Quería que mi madre supiera que estaba bien. Que nada podía vencerme. Me habían violado pero estaba bien.

Al cabo de unos segundos vi que mi madre, que yo había esperado que se viniera abajo, tenía la clase de energía vitalista que se necesitaba para ayudarme a pasar aquel día.

—Ya estoy aquí —dijo.

A las dos nos temblaba la barbilla cuando estábamos al borde de las lágrimas, un rasgo en común que odiábamos.

Le hablé de la policía, que teníamos que volver a la comisaría. Necesitaban una declaración jurada formal y había fotos del archivo de la policía que yo debía mirar. Mi madre habló con Tricia y Cindy, dio las gracias a Tree y a Diane, y sobre todo a Mary Alice, a quien ya conocía. Observé cómo se hacía cargo de la situación. La dejé hacer encantada, sin cuestionarme de momento el efecto que había tenido en ella la noticia.

Las chicas ayudaron a mi madre a hacer mis maletas y a llevarlas al coche. Víctor también ayudó. Yo me quedé en la habitación. El pasillo se había convertido en un lugar difícil para mí. Las puertas se abrían a habitaciones donde había gente que me conocía.

Antes de que mi madre y yo nos fuéramos, y como último gesto para demostrarme su afecto, Mary Alice me recogió el pelo en una trenza. Era algo en lo que tenía muchísima práctica, por haber cuidado caballos cuyas crines trenzaba para las competiciones. Me hizo daño, tenía el cuero cabelludo muy dolorido de los tirones que me había dado el violador, pero con cada mechón de pelo que ella trenzaba traté de aunar las fuerzas que me quedaban. Supe antes de que Mary Alice y mi madre bajaran conmigo la escalera y me acompañaran al coche, donde Mary Alice me abrazó y se despidió de mí, que iba a fingir lo mejor que pudiera que estaba bien.

Fuimos en coche al edificio de Seguridad Pública, que estaba en el centro de la ciudad. Había que cumplir con aquel deber antes de volver a casa.

Miré las fotos del archivo de la policía, pero no vi al hombre que me había violado. A las nueve de la mañana llegó el sargento Lorenz y lo primero que decidió hacer fue tomarme declaración. Yo sentía cómo se me cerraba el cuerpo y tenía dificultades en mantenerme despierta. Lorenz me llevó a la sala de interrogatorios, cuyas paredes estaban cubiertas de una gruesa moqueta. Mientras yo contaba lo ocurrido, él permaneció sentado ante una máquina de escribir, tecleando despacio y de manera poco eficiente. Yo estaba adormilada e hice un gran esfuerzo por mantenerme despierta, pero se lo conté todo. Fue tarea de Lorenz reducirlo a una hoja para el expediente y a tal efecto de vez en cuando gritaba furioso: «¡Eso es intrascendente, sólo los hechos!». Yo me tomé cada reprimenda por lo que era, una constatación de que los detalles de mi violación sólo importaban en la medida en que se ajustaban a los cargos establecidos: Violación I, Sodomía I, etcétera. Cómo me había retorcido los pechos o metido el puño en la vagina, arrebatándome la virginidad, era intrascendente.

Durante mi lucha por mantenerme despierta me fijé en aquel hombre. Estaba cansado, extenuado, no le gustaba la parte burocrática de su trabajo, y tomar una declaración jurada en un caso de violación era una forma desagradable de empezar su jornada.

También se sentía incómodo en mi presencia. En primer lugar, porque yo era la víctima de una violación y tenía información que a cualquiera le incomodaría escuchar, pero también porque estaba teniendo dificultades en mantenerme despierta. Me miró con los ojos entornados, juzgándome desde detrás de la máquina de escribir.

Cuando le dije que no sabía que un hombre tenía que estar erecto para penetrarme, Lorenz me miró.

—Vamos, Alice —dijo sonriendo—. Los dos sabemos que eso no es posible.

—Lo siento —dije escarmentada—. No lo sé, nunca he tenido relaciones sexuales con un hombre.

Guardó silencio y bajó la mirada.

—No estoy acostumbrado a tratar con vírgenes en mi profesión —dijo.

Decidí que el sargento Lorenz me cayera bien, verlo como un padre. Era la primera persona a la que le había explicado con detalle lo ocurrido. No podía sospechar que tal vez no me había creído.

 

El 8 de mayo me fui de la casa de mi amigo, en 321 Westcott St., hacia las 12.00 horas de la noche. Procedí a ir a mi residencia, en 305 Waverly Ave., cruzando el Thorden Park. A las 12.05 aprox., mientras recorría el sendero que pasa por delante de la caseta de la piscina y cerca del anfiteatro, oí pasos detrás de mí. Empecé a andar más deprisa, y de pronto un hombre me cogió por detrás y me tapó la boca. El hombre dijo: «Cállate, no te haré daño si haces lo que te digo». Me quitó la mano de la boca y yo grité. Luego me arrojó al suelo y me tiró del pelo, diciendo: «No hagas preguntas, podría matarte aquí mismo». Estábamos los dos en el suelo y él me amenazó con un cuchillo que no vi. Luego empezó a forcejear conmigo y me dijo que caminara hacia el anfiteatro. Mientras caminaba me caí y él se enfadó, me agarró por el pelo y tiró de mí hasta el anfiteatro. Procedió a desnudarme hasta que me quedé en sujetador y bragas. Me los quité, él me dijo que me tumbara y yo obedecí. Se quitó los pantalones y empezó a hacer el acto sexual conmigo. Cuando terminó, se levantó y me pidió que le hiciera una «mamada». Le dije que no sabía lo que quería decir, y el hombre dijo: «Sólo chúpamela». Entonces me cogió la cabeza y me metió su pene a la fuerza en la boca. Cuando terminó, me dijo que me tumbara en el suelo y volvió a hacer el acto sexual conmigo. Se quedó dormido un rato encima de mí. Luego se levantó, me ayudó a vestirme y cogió nueve dólares de mi bolsillo trasero. Después me dejó marchar y yo volví a la residencia Marion, donde informé a la policía de la universidad.

Quiero declarar que el hombre del parque es un negro de dieciséis o dieciocho años, menudo y musculoso de aproximadamente sesenta y cinco kilos, llevaba una camiseta azul oscuro, vaqueros oscuros y el pelo corto al estilo afro. En caso de que capturen a este individuo, deseo que se le procese.

 

Lorenz me entregó la declaración jurada para que la firmara.

—Eran ocho dólares, no nueve —dije—. ¿Y qué hay de lo que me hizo en los pechos y con el puño? Luchamos más de lo que pone aquí.

Todo lo que yo veía eran los errores que creía que él había cometido, lo que había omitido o las palabras que habían reemplazado las que yo había dicho.

—Todo eso es irrelevante —dijo—. Sólo necesitamos lo esencial. En cuanto firmes podrás irte a casa. Lo hice. Me fui con mi madre a Pensilvania.

Aquella mañana temprano, en la residencia, yo le había preguntado a mi madre si era necesario decírselo a papá. Ella ya se lo había dicho. Fue a la primera persona que llamó. Discutieron por teléfono sobre si decírselo a mi hermana en ese momento, pues le quedaba un examen final más por hacer en Pensilvania. Pero mi padre necesitaba decírselo a mi hermana tanto como mi madre había necesitado decírselo a él. La llamó a la habitación de su residencia de Filadelfia la mañana en la que mi madre y yo volvíamos a casa. Mary se presentó a su último examen sabiendo que me habían violado.

Y así, poco después empecé a elaborar mi teoría sobre las personas principales frente a las secundarias. No tenía inconveniente en que las personas principales, como mis padres, mi hermana y Mary Alice, contaran lo que me había ocurrido. Necesitaban hacerlo, era natural. Pero las personas a quienes se lo habían contado, la gente secundaria, no debían contarlo a otros. De ese modo creí poder impedir que se divulgara la noticia. Me olvidé convenientemente de todas las caras de los que me habían visto en la residencia y no tenían gran interés en serme leales.

Regresaba a casa.

Mi vida había terminado; mi vida acababa de empezar.

3

Paoli, en Pensilvania, es una ciudad propiamente dicha. Tiene un centro y una línea de tren que lleva su nombre, el cercanías Paoli. Yo le decía a la gente que era de allí. O al menos que ésa era mi dirección postal. Pero en realidad era de Frazer. Crecí en un amorfo valle de tierras de labranza que habían sido divididas en parcelas sin árboles y vendidas a promotores inmobiliarios. Nuestra urbanización, Spring Mili Farms, era una de las primeras que se habían construido en la zona. Durante muchos años fue como si aquellas quince primeras casas hubieran aterrizado en medio de un antiguo cráter producido por el impacto de un meteoro. No había nada a kilómetros a la redonda salvo el instituto, igualmente nuevo y sin árboles. Nuevas familias como la mía se habían instalado en las casas de dos pisos, y habían comprado tepe o pequeños y runruneantes esparcidores de semillas con los que los padres recorrían las parcelas de acá para allá como si fueran disciplinados animales de compañía. Deprimida por su incapacidad para cultivar algo que se pareciera al césped de las revistas, mi madre recibió con los brazos abiertos la llegada del garranchuelo. «Al diablo con todo —dijo—. ¡Al menos es verde!»

Las casas eran de dos tipos: con un garaje que sobresalía de la fachada o con un garaje adosado al lateral. Se podía escoger entre dos o tres colores para las tejas de madera y los postigos. Era, desde mi punto de vista adolescente, un erial que suponía un continuo podar, segar, plantar, arrancar malas hierbas y competir con los vecinos de ambos lados. Hasta teníamos una pequeña cerca blanca. Mi hermana y yo conocíamos cada estaca de la cerca, ya que éramos las encargadas de gatear por allí con unas podadoras manuales para cortar la hierba que el cortacésped no alcanzaba.

Con el tiempo empezaron a aflorar otras urbanizaciones alrededor de la nuestra. Sólo los primeros residentes de Spring Mili Farms sabían dónde terminaba nuestra urbanización y dónde empezaban las demás. Fue a aquel barrio de las afueras, diseminado y semiderruido, adonde fui después de mi violación.

El viejo molino, que había dado nombre a mi vecindario, aún no había sido restaurado cuando yo era adolescente y la casa del dueño del molino del otro lado de la calle era una de las pocas viejas casas de la zona. Alguien le había pegado fuego y la gran casa blanca tenía ahora agujeros negros por ventanas y una barandilla de madera verde chamuscada que se caía a pedazos.

Al pasar por delante de ella en coche con mi madre, como hacía cada vez que salía de la urbanización, me quedaba fascinada: los años que tenía, la maleza y las malas hierbas que la cubrían, y las huellas del fuego, cómo las llamas habían salido por las ventanas y habían dejado negras cicatrices por encima de sus bordes como coronas.

Los incendios parecen formar parte de mi niñez, y me indicaban por señas que había otro lado de la vida que yo no había visto. Los incendios eran sin duda terribles, pero lo que me obsesionaba era que parecían, inevitablemente, señalar un cambio. Una chica que había vivido en nuestra misma manzana y cuya casa había sido alcanzada por un rayo, se había mudado. Nunca había vuelto a verla. Alrededor del incendio de la casa del molino había un aura de maldad y misterio que daba rienda suelta a mi imaginación cada vez que pasaba por delante.

Cuando cumplí cinco años entré en una casa que había cerca del viejo cementerio Zook de Flat Road. Estaba con mi padre y mi abuela. El fuego había arrasado aquella casa, que estaba apartada de la carretera. Yo tenía miedo, pero mi padre estaba intrigado. Creyó que tal vez podríamos rescatar de su interior cosas para la casa parecida a una caja de zapatos a la que él y mi madre acababan de mudarse. Mi abuela le dio la razón.

En el patio delantero, a cierta distancia de la casa, había un muñeco Raggedy Andy medio carbonizado. Fui a cogerlo, pero mi padre me dijo:

—¡No! Sólo queremos cosas aprovechables, no juguetes.

Creo que fue entonces cuando caí en la cuenta de que estábamos entrando en un lugar donde había vivido gente como yo —niños—, pero ya no estaban allí. No podían.

Una vez dentro, mi abuela y mi padre se pusieron manos a la obra. La mayor parte de la casa estaba en ruinas; lo que tenía algún valor había quedado tan ennegrecido por el humo que no era aprovechable. Todavía había muebles, y alfombras y cosas colgadas en las paredes, pero estaban renegridos y abandonados.

De modo que decidieron llevarse los balaustres de la escalera.

—Es madera buena —dijo mi abuela.

—¿Qué me dices de arriba? —preguntó mi padre.

Mi abuela trató de disuadirlo.

—Está muy oscuro allá arriba. Además, no me fío de esa escalera.

Yo soy una buena probadora de escaleras. Siempre me fijo en eso en las películas en que hay un incendio y los héroes entran corriendo. ¿No prueban primero la escalera? Si no lo hacen, la crítica que hay en mí grita: «¡Falso!».

Mi padre decidió que como yo era pequeña, era la más indicada para correr el riesgo. Me hizo subir la escalera mientras él y la abuela se ocupaban de arrancar los balaustres.

—¡Di qué ves! —dijo—. Muebles y cosas así.

Lo que recuerdo es una habitación de niños con juguetes desparramados por el suelo, concretamente Matchboxes que yo coleccionaba. Estaban de lado y boca abajo sobre una alfombra trenzada, el metal vaciado despedía brillos amarillos, azules y verdes en la oscura casa incendiada. Había ropa de niño chamuscada por los bordes en el armario abierto; una cama sin hacer. Había ocurrido de noche, recuerdo que pensé cuando me hice mayor. Mientras dormían.

En el centro de aquella cama había una pequeña cavidad oscura y chamuscada que llegaba al suelo. Me quedé mirándola. Un niño había muerto allí.

Cuando volvimos a casa, mi madre llamó idiota a mi padre. Estaba pálida. Él llegó con lo que creía que podía ser un botín.

—Estos balaustres serán unas buenas patas de mesa —anunció.

Yo preferí recordar los Matchboxes y el Raggedy Andy, pero ¿qué niño deja atrás juguetes, aunque estén ligeramente ennegrecidos? ¿Dónde estaban los padres?, me pregunté aquella noche y en las pesadillas que siguieron. ¿Habían sobrevivido?

El incendio dio lugar a una historia. Inventé para aquella familia una nueva vida. La convertí en una familia como la que yo había querido: mamá, papá, hijo e hija. Perfecta. El incendio era un cambio que señalaba un nuevo comienzo. Lo que habían dejado atrás había sido a propósito: el niño se había hecho demasiado mayor para sus Matchboxes. Pero el recuerdo de los juguetes me persiguió. La cara del Raggedy Andy en el sendero, sus ojos negros y brillantes.

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