Authors: Mamen Sánchez
I
Efectivamente, tal y como Clara había sospechado, todos los objetos que había comprado en Nueva York perdieron su razón de ser nada más traspasar el umbral de la puerta de su piso. En vez de colocarlos a la vista, en los lugares que les tenía predestinados, prefirió envolverlos con cuidado en papel celofán y guardarlos en una caja de cartón que dejó en el fondo de un armario. Pensó en sus muñecas viejas, en
lo altos que eran los techos de su casa de Arcos y en cuánta razón tenía su padre: qué pocas veces somos conscientes de estar haciendo algo por última vez en la vida; la última vez que juego con muñecas, la última vez que corro descalza por la calle empinada, la última vez que subo al campanario a escondidas para robarles los pichones a las palomas, la última vez que le permito a mi madre trenzarme las coletas, comprarme la ropa, castigarme sin salir. Cómo dejamos atrás esa etapa tan linda de la vida que es la niñez, ávidos de libertad, sin darnos cuenta de que emprendemos un camino sin retorno en el que cada paso que damos acarrea unas consecuencias imprevisibles de las que nadie, aparte de nosotros, es responsable.
Cuando pudo asomarse al charco de barro que resultó de su visita a la casa de sus padres aquel mayo tan caluroso en el que quiso presentarles a Hinestrosa, descubrió en el fondo, bajo capas y capas de sedimento, una verdad tan nítida que no entendió cómo no le había saltado antes a la cara. En aquel palenque andaluz, entre limones y tiestos de geranios, se habían enfrentado dos gallos de pelea: su padre, Miguel Cobián, con los espolones bien afilados, dispuesto a proteger la inocencia de Clara de las amenazas del mundo, y su amante, Gabriel Hinestrosa, la cabeza bajo el ala, la vergüenza tiñéndole las plumas de verde y las entrañas envenenadas por el deseo irracional que lo empujaba hacia la chiquilla de las rodillas huesudas y las carnes tiernas. Ella jamás le preguntó a su padre de qué habían hablado en el patio durante su ausencia, ni por qué Gabriel se marchó de esa manera, sin más explicación que la calle vacía, la habitación vacía, la maleta vacía. Ella había salido corriendo tras él, colina abajo, y el eco de sus pasos la habían devuelto de nuevo a su infancia. Se había refugiado en los brazos cálidos de su padre y se había dejado secar las lágrimas con el pañuelo bordado de su madre, porque Hinestrosa la había llevado de vuelta al nido del que se la llevaron las águilas o las nubes, o los ángeles o Dios, sin otro motivo que su remordimiento atroz.
—Ya voy aprendiendo a quererte de veras —le dijo el maestro cuando logró articular palabra.
Pero Clara no entendió entonces el significado de sus palabras: que renunciaba a su cuerpo para no contagiarle la vejez en plena juventud. Que le regalaba unas alas nuevas porque las otras, las de cera, podían derretirse si se acercaba al sol. Que cuanto más larga es la vida, más oscuras son las galerías que la horadan y más negra la conciencia y más profundo el arrepentimiento.
Habían pasado cinco años desde que Gabriel y Clara se dijeron adiós en la azotea. Fue aquella noche tan corta en la que la alumna Clara Cobián, sin saberlo, estaba a punto de recibir la única matrícula de honor de toda su vida. Ella exprimía limones y picaba hielo, engañada por el envite del maestro. No era su intención hacer las paces ni explicarle los motivos de su espanta —como bautizaron los del pueblo a su fuga nocturna—. Sólo la había llamado para romper con ella. Así de fácil. Como esos amores de verano que acaban el treinta y uno de agosto, el suyo terminaba el último día de curso. Fin. Tres meses más tarde, en el Aula Magna, Olavide e Hinestrosa recibirían a una nueva promoción de chiquillas que por fin se habían librado del uniforme escolar y se habían soltado el pelo. Y la música volvería a sonar en la azotea, tal vez un bolero, o una habanera, con un mojito dulce tintineando en otros dedos, un beso en otros labios, un secreto encerrado en otra conciencia, «escóndete, que vienen mis hijos; no destapes los espejos, que me muero de pena; bájate del autobús, no nos vean juntos; diles que eres mi adjunta, apártate de la ventana, no contestes al teléfono, quítate la ropa y apaga la luz».
Aquélla sí fue una decepción de las que hacen posible el olvido, o si no el olvido, sí la voluntad de perder la memoria, romper los recuerdos en pedacitos, borrar el número de teléfono del listín, evitar aquel autobús, aquel barrio y aquella calle. No volver a levantar la cabeza para mirar las azoteas perderse en el azul del cielo, apagar la televisión y no comprar el periódico cuando aquel nombre dañino, el de Gabriel Hinestrosa, aparecía detrás de algún premio o al final de algún artículo de los suyos, escrito en una prosa que más parecía un vals, y que al leerlo en voz alta, sonaba a madera vieja de roble y sabía a whisky escocés.
A lo largo de aquellos cinco años Clara había aprendido a defenderse de las embestidas de la nostalgia a base de trabajo duro y de una coraza de cinismo que contrastaba abiertamente con la naturaleza dulce de su carácter. Así eran sus crónicas: siempre la gotita de limón en la vainilla, aceptando sin problemas lo absolutamente perra que puede llegar a ser la vida y negando, en cambio, que exista en algún rincón la felicidad completa. Cuando le parecía haber encontrado un hilo del que tirar para ser al fin dichosa, le bastaba con imaginar a Hinestrosa seduciendo a otra estudiante en minifalda para volver de golpe y porrazo a la realidad.
Y si alguna vez se preguntó qué sentía, en fin, hacia el maestro, nunca supo bien qué responderse, porque aquella mezcla de amor y odio, fascinación y desencanto, indiferencia y celos era un combinado pastoso, agridulce, amargo, salado, incoherente, que no tenía nombre ni comparación con ningún cóctel de los conocidos sobre la faz de la tierra.
Pero ahora, después de tanto tiempo, el barro se había posado en el fondo del estanque y el agua, tan turbia, se había aclarado de repente, y ella se había atrevido a asomarse para contemplar la verdad tal y como era, sin miedo.
—Ya voy aprendiendo a quererte de veras.
Ahora sí comprendía Clara las palabras de Hinestrosa: que su vida terminaba donde empezaba la de ella, que el destino les había tendido una trampa, los había creado anacrónicos, incompatibles, imposibles de abarcar en un solo golpe de vista. Que cuarenta años son demasiados hasta para una novela tonta, una comedia romántica o un bolero lastimoso de los que escuchaba el maestro sentado en la butaquita vieja que sacaba a la azotea cuando se marchaba el sol.
Aquella tarde de noviembre, en el Café Comercial, Clara, pensativa, daba vueltas y vueltas a la cucharilla en una tila hirviendo sin decidirse a subir a casa de Gabriel por la angustia de encontrar otra bufanda en el perchero, otra fotografía en el marco donde ella la puso o unas flores distintas en el jarrón. En cambio, desde que era dueña de una nueva visión que le había saltado a la cara desde el fondo del charco de barro gracias a Greta y a su intención nada indiscreción, Clara tenía la certeza de que hallaría al maestro solo y desamparado, columpiándose como un viejo acabado en una mecedora mientras su casa se llenaba de polvo y se vaciaba de vida.
Era doce de diciembre. Boris Vladimir se estaría instalando en una habitación de la mansión Bouvier con el proyecto de otra Navidad suntuosa en la chistera. Tom habría invitado a la mujer clandestina a salir a la luz. Greta se habría tirado de los pelos por segunda vez en su vida y se habría encerrado en su cuarto a la espera de que Bárbara apareciera con un tequilita envenenado de resentimiento. Rosa Fe habría barrido los desperfectos de la familia escaleras abajo y Gloria habría surgido del interior de la tierra, como cada noche, para alborotarle las pesadillas a la vieja Rosa Fe, que la veía bailar tangos y polcas y rumbas y sambas y cumbias, bien agarradita a Bartek Solidej encima de la tumba de Thomas Bouvier, cada vez que se asomaba a la ventana de su casita blanca en el cementerio.
Clara Cobián se puso un gorrito de lana y un abrigo de piel, metió sus cuadernos y sus apuntes en una bolsa de lona y salió a una placita helada del Madrid de los Austrias dispuesta a recorrer la distancia que separaba su piso del de Hinestrosa a pie, para demostrarse a sí misma que ni cuarenta años, ni cuarenta calles, ni cuarenta grados bajo cero representaban suficiente impedimento para alejarla ni un segundo más de la azotea del maestro. Era consciente de que ni siquiera sabía a ciencia cierta lo que ocurriría cuando lo tuviera delante. Sólo que necesitaba volverlo a ver, decirle: «Vine porque me llamaste, porque lo quisiste tú», y esperar, como esperó Greta durante veinte años, a que Hinestrosa tomara partido entre su razón, su miedo y su voluntad.
II
Miguel Cobián solía leer poesía en el desván, a la luz de un candil, y sus pisadas sobre el techo del cuarto de Clara eran como las de un animalillo furtivo que prefería la soledad al bullicio y la claridad de una vela a la de las bombillas eléctricas. Si estaba de buen humor, recitaba en lugar de cantar bajo la ducha o al afeitarse y la niña Clara disfrutaba pegando la oreja a la puerta. Así aprendió el primer poema de su vida, «El lobo de Gubia», con un acento tan cantarín que hasta mucho después no supo distinguirlo del original.
Al enfilar la calle donde vivía Hinestrosa, de repente a Clara le vino a la mente la imagen del santo y la fiera, frente a frente ante la gruta, dos naturalezas tan dispares como ésas. Agua y aceite, limón y vainilla, pero no supo cuál de los dos merecía un poema.
Seguía sin tener ascensor aquella casa tan vieja.
Cinco años atrás no era vieja, sino antigua, y no estaba oscura la escalera, sino en penumbra, y los desconchones de las paredes no daban mala impresión, sino que dotaban al edificio de un encanto especial, como de fachada italiana hecha de estuco y humedad.
Se preguntó qué sentiría al volver a ver a Hinestrosa en aquel escenario. No era lo mismo encontrarlo afeitado y bien vestido en un café que recién levantado, con sesenta y ocho años cumplidos, el pelo revuelto y la bata escocesa. Clara lo prefirió así, con la verdad por delante, tal y como la vida lo pillaba desprevenido por las mañanas.
Llamó con dos timbrazos y escuchó un chirrido. La mecedora. Después pasos. Luego la tapa de metal de la mirilla. Luego nada.
—¿Clara? —La voz de Hinestrosa temblaba un poco.
Abrió la puerta con cuidado. La enmarcó como si fuera una pintura a contraluz. Ella seguía siendo una chiquilla y aún conservaba las piernas flacas, las botas de bucanero y la falda de flores.
—Pasa. ¿Cuándo has vuelto?
—Hace una hora.
Eran las nueve en punto de una mañana cubierta de nubes negras. Acababa de amanecer, aunque poco y despacio. El aún no se había vestido, ni se había afeitado, ni se había tomado el café que le devolvía el calor a su cuerpo helado, y, sin embargo, al volver a encontrarse con la juventud de Clara en el recibidor sintió que el pecho se le llenaba de plumas de colores. Cayó en la cuenta del aire contaminado por el humo de tantos cigarros consumidos en ausencia de la chiquilla y fue abriendo ventanas sin dejar de repetir «pasa, pasa, Clara, pasa», hasta que la tuvo presa en el centro del salón.
Clara se quitó el gorrito de lana y el abrigo de piel. El hizo amago de besarla en la mejilla, ella lo apartó suavemente y se sentó frente a la chimenea.
—Iba a tomarme un café —dijo él algo decepcionado—, ¿quieres uno?
—Bueno, con leche.
Tardó horrores en volver con las dos tazas. Cuando regresó al salón, se había puesto un traje de chaqueta azul marino, una corbata burdeos y una camisa de rayas celeste. Llevaba las mangas abiertas.
—¿Me ayudas con los gemelos?
Olía a loción para el afeitado y a colonia fresca, llevaba la raya a un lado, no había perdido ni un pelo, continuaba caminando algo encorvado, como si temiera golpearse la cabeza contra las lámparas, medía unos veinte centímetros más que Clara y pesaba unos cuarenta kilos más que ella. En su sombra cabían dos Claras abrazadas.
—Tengo una clase a las once —se excusó por su repentina elegancia.
—Tuviste un lío con Greta —le disparó ella a bocajarro.
Hinestrosa dejó la bandeja sobre la mesa y tomó asiento en el sofá frente a Clara. La contempló muy serio. Se frotó las manos.
—No.
Clara esperaba una disculpa, una confesión, una nueva reprimenda de la conciencia aguda de Gabriel Hinestrosa, una muestra de arrepentimiento o de vergüenza, y hasta un enfado memorable. Pero no una mentira. Eso no.
—¿Cómo puedes decirme que no, cobarde embustero, cuando los dos sabemos de sobra que te acostaste con la señora Bouvier en el salón de su casa y luego la abandonaste igual que me abandonaste a mí?
—Yo no abandoné a nadie.
—Y estando casado, menudo hipócrita, tanto hablar de escrúpulos y de fidelidad y de honradez y de todas esas cosas con las que se te llena la boca —continuó ella, haciendo como si no lo oyera.
—Clara…
—¿Cuántas mentiras me has contado, maestro, aprovechándote de mí? ¡Qué tonta he sido, que te seguí la corriente, y me escondí, y cumplí todos tus deseos! No hables, no abras, no salgas, no entres.
—¡Clara, escúchame! Es falso. Yo jamás me acosté con Greta.
Un par de lágrimas negras rodaron hasta el suelo. Clara había desatado a la fiera. Mordía.
—Mira, chiquilla, quien te haya dicho eso sólo quiere hacernos daño. No pasó nada entre Greta Bouvier y yo. Como bien dices, yo estaba casado con Marcela cuando conocí a Greta. Nuestra relación fue fría y distante. Yo era el biógrafo de su marido, eso era todo. Apenas la vi dos o tres veces mientras estuve en Nueva York. Te lo dijo Bárbara Rivera, ¿a que sí? —aventuró—. Esa cotilla es incorregible.
—Te equivocas —respondió Clara con un susurro—. Fue ella, Greta, quien me lo contó todo.
Con la vista nublada, Clara se dio cuenta de que estaba echándole en cara a Gabriel una infidelidad que no era de su incumbencia, una historia que, fuera o no fuera cierta, había ocurrido hacía veinte años, cuando ella aún corría descalza por las cuestas de Arcos. No tenía ningún derecho a irrumpir en su vida así, sin avisar, para acusarle de un delito que no había tenido tiempo, ni ganas, ni ánimo para contrastar, menuda periodista de pacotilla, sino que se había fiado de la palabra de Greta Bouvier, la dama de las mil mentiras y los mil inventos: que si pertenecía a la dinastía Wittelsbach, que si escapó de Alemania en un barco fantasma, que si aún sentía los dedos helados de Gloria recorriéndole la espalda, que si Bartek Solidej ^ se cayó rodando por la escalera, que si Rosa Fe maltrataba la vajilla a propósito. Ésa era su fuente. Tan turbia y venenosa que cualquiera la hubiera desechado con sólo leer la etiqueta. Y, sin embargo, ella, la Clara de la verdad sobre todas las cosas, la había dado por buena porque de un modo inexplicable había escuchado el sonido de la pieza que casa o la llave que encaja en algún recóndito rincón de su cerebro anestesiado.