Authors: Mamen Sánchez
—Tú no me odias, Clarita —dijo cuando se recuperó del ataque—. Aunque lo intentas, no me odias.
—Pues estoy consiguiéndolo, no te creas. —Clara seguía enfadada—. Además, no sé si creerte o no. ¿Quién te contó todas estas cosas? ¿Greta en persona?
—Estuve en Baviera. —Hinestrosa sonó diferente, más grave ahora—. Y lo que descubrí allí me dejó de piedra.
—Cuenta.
—No. —El maestro se plantó—. Lo siento, Clara, pero no puedo. No así, a diez mil kilómetros de distancia de ti y con este teléfono maldito entre tu boca y la mía. Si de verdad quieres saberlo todo, tienes que volver a casa.
De nuevo Clara, en la encrucijada, colgó el teléfono con la sensación de estar cayendo en una trampa. Comprendió que el cebo era demasiado dulce, demasiado tentador y brillante como para pasar de largo sin probarlo siquiera.
Miró a su alrededor. La luz del amanecer envolvía de brumas su dormitorio de toile de Jouy, los geranios, dispuestos en hilera, se desperezaban con el nuevo día, la gran arteria de Park Avenue, que no se detenía jamás, sonaba ahora distinta, con un redoble de tambores nuevos. Clara se asomó a la ventana. Vio con los ojos del recuerdo su llegada a aquella casa en la que se sintió una intrusa hasta que acudió
Tom a rescatarla de sus miedos, las luces de Nueva York desde lo alto de la azotea, el abrazo de aquellos tres niños pequeños que llevaban cuarenta años callando un terrible secreto, las arrugas en la piel de Rosa Fe y su casita blanca en el cementerio, la sombra del limonero sobre la arena, los fantasmas de Thomas, Gloria, Emilio, Bartek y Luisa señalándola con el dedo, la risa de Bárbara, los pasitos de Greta, tiqui, tiqui, tiqui, igual que una paloma herida, en el mármol del recibidor.
Y luego miró con otros ojos, con los ojos de la despedida, antes de descolgar de nuevo el teléfono para averiguar a qué hora salía el siguiente vuelo a Madrid.
A partir de ese momento, Clara dio por hecho que a la historia, su historia en aquella historia, le quedaban doce horas de vida. A pesar de que en la calle nevaba con una rabia tenaz y las aceras se habían vuelto blancas como novias virginales, Clara tenía la misma sensación del final del verano, cuando los días van perdiendo poco a poco su luz, y las tardes languidecen desde mucho más temprano, y las noches se vuelven largas y tristes, y los besos, antes apacibles y sosegados, ahora se agitan, se angustian y duelen, porque saben que se acaban, que se consumen como la cera de las velas o la leña de las hogueras.
Antes de que Rosa Fe perfumara la casa de aroma a café tostado, Clara Cobián había doblado cuidadosamente su ropa y la había amontonado en el fondo de su maleta. En la bolsa de viaje ya descansaban los zapatos, el neceser, los libros, la grabadora y los mil recuerdos con las iniciales de esa ciudad de locos que ya tenían su lugar decidido en los rincones del piso frente al Palacio Real y que probablemente desentonarían mortalmente en sus estanterías de alfarera nostálgica, donde ahora reinaban los azulejos, las jarras de sangría y los platos esmaltados para el jamón.
Se recogió el pelo en una trenza de espiga y se pintó la raya de los ojos de un negro tan intenso que cuando entro Tom en el comedor no fue capaz de apartar la vista de aquella sombra de otros tiempos. Luisa le decía adiós de nuevo, con una sonrisa en los labios y un peso imposible en las pestañas, como un abanico abierto, el vuelo de una falda de faralaes o el vaivén de unas caderas que suben y bajan las cuestas empinadas de una ciudad con barranco.
«¿Y los geranios? ¿Y el limonero? ¿Y las luces de Manhattan que eran todas para ti?». Tom callaba todas esas preguntas mientras recorría la línea de abéñula deteniéndose en cada recoveco del contorno de sus ojos.
—Qué elegante —comentó Clara por decir algo.
—Te vas —respondió él, y maldijo el momento en el que perdió la ocasión de beberse el brillo de esos labios tiernos a la sombra del árbol marchito.
—Es mejor así, Tom, sin nada de lo que arrepentirse.
—O arrepintiéndose de todo —contestó él con la misma sensación de septiembre que llevaba atenazando a Clara desde que había amanecido.
Entró Rosa Fe con una jarra de agua y Tom se sentó frente a Clara, sin dejar de mirarla muy fijo a los ojos. El silencio se hizo tan denso que la mexicana temió romperlo en pedazos. No dijo ni buenos días. Ni «adiós, señorita Clara, ya vi sus maletas sobre la cama, ya supe que conoció a mi mamá, ya sufro de pensar en ese libro que está escribiendo. Ahorita de usted depende que salgan los muertos de sus agujeros y vuelvan a buscar a los vivos, para llevarlos con ellos a la cocina del infierno».
La delató el temblor de las manos. El agua salpicó el mantel. Clara volvió a imaginarla convertida en una niña, flanqueada por sus dos príncipes azules. Tom haciendo guardia en la escalera y Ernesto esperando el regreso del vagabundo y la borracha, escuchando cada uno el mismo grito: «¡Asesina, asesina!», sin comprender quién era en realidad la víctima y quién el verdugo. Despiertos, desvelados, con la respiración cortada y la tripa revuelta. Huérfanos los tres de padre y madre.
—Rosa Fe. —Tom hablaba mirando al frente—. ¿Se ha levantado ya mi madre?
—Aún no.
—Dile que hoy no vengo a comer.
Clara sonrió por fin.
—Ni a cenar.
Sabía que se llamaba Vivían la amante de Tom y que estaba a punto de librarse de una vez de las cadenas del amor clandestino. En cuanto salió Rosa Fe del comedor, le dijo: «Invítala a la fiesta de Navidad», y aunque temió lo contrario, que su voz la traicionara, o su garganta, o el gesto de su cara, fue capaz de sonar sincera, con ese tono casual que se emplea con los amigos. Así fue su despedida, sin palabras.
Lo vio salir a la calle, abrigo azul oscuro, bufanda anudada al cuello, camisa celeste y corbata melancólica, algunas canas entreveradas en su pelo negro, los ojos del color de las avellanas tiernas, las manos grandes y el paraguas abierto bajo la nieve. Esa mañana Tom prefirió atravesar el parque a pie para hacerse la ilusión de estar pisando un campo de centeno y fue muy consciente de que en el fondo, bajo capas y capas de tierra, estaba ahogándose en el mar.
II
Bárbara Rivera vivía en un piso atiborrado de objetos en un edificio nuevo de apartamentos de lujo. Estaba muy cerca de la mansión Bouvier, a sólo cinco minutos a pie, así que, a pesar del hielo y la nieve, Clara prefirió ir en botas antes que en coche. Las personas con las que se cruzó en el portal correspondían a los nombres de las plaquitas de los buzones: profesionales autónomos y señoras bien venidas a menos que con tal de seguir viviendo en Park Avenue hubieran comido frío el resto de sus días.
Salió a abrirle una doncella de uniforme que la acompañó hasta el salón y le dijo en un español con acento del sur que doña Bárbara no tardaría en llegar, que iba a misa todas las mañanas a las nueve en punto. «Caminando», dijo; «con este frío», añadió. Y luego desapareció por detrás de un biombo chino y ya no volvió a saberse más de ella.
Clara se sentó en un sofá de terciopelo verde todo rebozado de pasamanería, cojines, fundas para los reposabrazos y borlones en las esquinas. Se fijó en la alfombra de mil nudos, oriental, probablemente libanesa, lo mismo que los tibores y objetos de plata y cristal que ocupaban hasta el último rincón de cada mesita. Le llamó especialmente la atención un elefante de cobre del tamaño de un pastor alemán, la escultura en madera policromada de un guerrero azteca, los cuadros de tres o cuatro arcángeles enmarcados en oro y las más de cien fotografías rodeadas de plata que habían invadido aquel salón como una plaga de langostas hambrientas, o de termitas, en las que estaba contenida la vida y milagros de Emilio Rivera hasta que perdió el juicio, de Ernestito hasta que perdió los rizos y de la propia Bárbara hasta que dejó de hacerle efecto el bótox y su asesor de imagen la recomendó aquel lifting que terminó por transformar su cara en una máscara irreconocible.
No había un solo libro.
Gabriel Hinestrosa desconfiaba de las personas que no tienen libros en su casa. Y también de las que presumen de poseer bibliotecas de Alejandría, con tomos y tomos encuadernados en cuero viejo: tratados de medicina del siglo XVII, grabados de botánica del XVIII, códigos de leyes preconstitucionales y pesados volúmenes escritos en latín y en castellano viejo que sólo sirven, decía Hinestrosa, para hacer bonito y que se compran al peso en las tiendas de decoración. El maestro era de los que piensan que no hay cosa más indiscreta que una buena estantería llena de libros de los de veras. «Mira, Clarita —le decía en voz baja cuando alguno de los profesores de la facultad los invitaba a cenar en una de esas casas de intelectual barato—, marxista, reprimido sexual y desconocedor del arte abstracto», o «Esta mujer no sabe que es lesbiana, chiquilla, no sé si decírselo yo o dejar que siga leyendo a Virginia Woolf», y a veces, tres o cuatro semanas después de haber tomado café frente a una de esas librerías, si Clara le preguntaba por qué no había vuelto a llamar a tal o a cual persona, él decía algo así como: «¿Pero no viste los bodrios que tenía en su casa?».
Qué incómodo se hubiera sentido Hinestrosa en el salón de Bárbara Rivera, con tanto adorno y tan poco libro. No hubiera sabido cómo catalogarla ni de qué hablar con ella, ni adivinarle los gustos, las insatisfacciones y las fantasías. Se hubiera tenido que conformar con analizar las fotografías, sabedor de que ésas siempre mienten, porque uno pone buena cara aunque se esté muriendo de pena, y luego escoge aquella en la que menos se note el color del alma para colocarla en lo alto de la chimenea y engañar a los amigos cuando vienen a tomar el té.
A juzgar por aquellos retratos que pasaban del sepia al blanco y negro y luego al color desvaído de los sesenta y después al artificial de la fotografía digital moderna, que es lo mismo que la cirugía estética sólo que utilizando el Photoshop en lugar del bisturí, cualquiera hubiera pensado que Bárbara Rivera había vivido una existencia regalada, rodeada de sus seres queridos, sin preocupaciones de ninguna clase y sin el disgusto de encontrarse una sola arruga en la piel. Igual que el escenario del crimen perfecto, el salón de Bárbara estaba tan limpio de las huellas del sufrimiento que resultaba sospechoso. Si al menos hubiera dejado, como por descuido, una botella vacía de vodka,
o de tequila, o de ron, sobre el carrito de cristal de las bebidas en lugar de aquellas recién compradas, aún cerradas y llenas hasta arriba, tal vez habría logrado que Clara dejara de pensar, por un instante, en su alcoholismo evidente. Y si en lugar de aquellas flores tan perfectas, hubiera colocado otras, más callejeras y menos prefabricadas, Clara habría creído sin problemas la mentira aquella de que eran un detalle de sus nietos. Y si el retrato al óleo de Emilio Rivera no desentonara tanto sobre la chimenea, y si ella lo contemplara con un arrebato menos forzado, y si se le hubieran saltado las lágrimas antes y no después de sacar el pañuelo del bolso, puede que Clara hubiera llegado a pensar que aquella mujer, alguna vez en la vida, estuvo a punto de ser feliz.
—He venido a despedirme, Bárbara.
Qué falsa sonó aquella frase y qué forzada aquella sonrisa en la boca de Clara. A despedirse, como si no resultara evidente que su presencia allí respondía a intenciones mucho más ladinas. Incluso para Bárbara, que era capaz de creerse hasta la mentira más transparente con tal de resultar favorecida por el destino, estaba claro que no hacía ninguna falta decirse adiós. La española podría haberse marchado por donde había llegado, sin más ceremonias. Pero entonces, aquella primera conversación en la mansión Bouvier, inducida por el martini e interrumpida por la pérdida inminente de conciencia de la interlocutora más locuaz, la misma que acusaba a Greta de asesinato sin el menor pudor, habría quedado inconclusa, y eso sí que Clara no estaba dispuesta a permitirlo.
Esta vez Bárbara se sirvió agua con aspirinas.
—No puedes irte —le reprochó—. Viniste a escribir la biografía de Greta y todavía no sabes nada de ella.
—Sé algunas cosas.
—Claro —añadió irónica—. Sabes cuál es su color favorito y que no le gusta el tomate crudo y que usa un perfume de gardenias, bastante desagradable, por cierto. Mira que le he dicho veces que me da arcadas y ella, nada. —La miró a los ojos—. Créeme, Clara, saber, lo que se dice saber, tú no sabes nada.
Se levantó a duras penas del sofá y se volvió hacia la cristalera desde la cual se asomaba a todas horas al parque.
—Ven —le pidió, haciéndole una seña con la mano—, mira, ¿ves ese banco de ahí enfrente, en el parque, junto al lago?
Clara asintió.
—Cuando dimos por muerto a Emilio, compré una de esas plaquitas de bronce y ordené grabar la siguiente inscripción: «Aquí pasó sus últimos días E. R. intentando olvidar». —Soltó una carcajada que sonó a hueco—. Ahora, todas las mañanas a las nueve en punto cruzo la calle, me siento en el mismo rincón en el que se sentaba él y me bebo un botellín de ginebra a su salud. Sin agua. A secas. ¿Ves esas huellas sobre la nieve? Pues son mías. De ida y de vuelta. Yo también trato de olvidar, pero ¡ay, chaparrita!, inventaron de todo para la memoria menos cómo perderla.
Clara guardó silencio. Bárbara era de esas personas que no necesitan estímulos para desahogarse. Simplemente les fluye la rabia, colina abajo, como el agua del deshielo.
—Emilio era un buen hombre —continuó—. El mejor que he conocido en toda mi maldita vida. Y tenía un corazón así de grande. —Agitó las dos manos en alto—. Si hubieras visto cómo era de parrandero, de alborotador, de pendenciero a veces.
Cuando éramos jóvenes y creíamos que el mundo era nuestro, me llevó a lo alto del arrecife y me juró que se tiraría abajo si me negaba a darle un beso. Luego, que se ahogaría en el mar si no me casaba con él. Siempre me estaba amenazando con cosas así: o me quieres o agarro y me mato, o me crees o me doy a la borrachera, o me tomas o me dejas, y si me dejas, me arranco la vida.
—Apasionado —se le ocurrió apostillar a Clara.
—Temerario —la corrigió Bárbara—. No se puede querer con esa vehemencia, con esa intensidad, porque ahí está el límite entre la cordura y la locura, en esa línea tan estrechita que si uno da un mal paso se cae para abajo.
—Ya. Como de un trapecio.
—Sin red.
Bárbara regresó al sofá. Se hundió entre los cojines de terciopelo. Dio un sorbo largo al vaso de agua y luego se quedó mirando al cristal, como si se asomara a una ventana esmerilada a través de la cual contemplara el paisaje distorsionado y de ese modo se colocara por fin cada cosa en su sitio.