Agua del limonero (31 page)

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Authors: Mamen Sánchez

BOOK: Agua del limonero
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En diecisiete minutos, ni uno más ni uno menos, cayeron doscientas veinticinco bombas Lancaster sobre los tejados de Würzburg. El olor a carne quemada alcanzó el bosque enseguida.

—Ingleses —afirmó Bartek sin perder la calma.

Greta, en cambio, sintió que la tierra había dejado de soportar el peso de sus piernas. Se hundió hasta las rodillas en la maleza y enterró su cabeza en el barro, como los avestruces, porque comprendió que aquel estruendo y aquel humo que habían envuelto su ciudad en una nube de gas letal no eran sino la cara sonriente y satisfecha de la muerte.

Dijeron los expertos que el noventa por ciento de la ciudad había sido destruida. Ni la torre de la iglesia quedó en pie. Ni la calle mayor, ni el palacio residencial de los príncipes-obispos, ni el hospital, ni el puente, ni los jardines, ni las estatuas, ni aquella tiendita de dulces, ni la escuelita de primaria, ni los soportales de la plaza donde jugaba de niña, ni el mercado de las flores, ni la fuente del ángel sin alas.

Greta bajó del monte corriendo hacia el infierno y encontró un brazo de su madre entre los escombros de su casa en ruinas. Bartek la alcanzó a tiempo, antes de que se desplomara sobre la pira del tejado ardiendo.

—¡¿Tú qué sabías?! —le escupió ella recordando sus palabras de la noche anterior.

—No me culpes de la guerra —le respondió él.

Pero en ese instante Greta puso fin a su matrimonio. El más efímero de la historia. Se prolongó diecisiete años, pero sólo fue real durante una noche de estrellas.

—¡No me toques! —gritó cuando le adivinó las intenciones de abrazarla.

Estaban los dos agachados detrás del muro que hasta esa misma mañana había sido la cuarta pared del salón de los Von Schónborn. Aún colgaba un retrato de un clavo retorcido. Bartek se sentó en el suelo, muy cerquita de Greta. Llevaba la camisa sucia, remangada hasta los codos, el pantalón sujeto por unos tirantes de cuero, las botas desatadas y el pelo revuelto. Si alguna vez, al mirarlo, Greta creyó adivinarle un aura de ángel rubio envolviendo su cuerpo fibroso, ahora sólo sintió hielo cubriendo su piel. Hacía frío cuando Bartek estaba cerca. Un frío sobrenatural, de piedra revestida de musgo.

Habló.

—Oskar Waffen violó y asesinó a mi hermana pequeña.

Greta dejó de llorar.

—Hace seis años —prosiguió Bartek—. Vivíamos en Dzików cuando su batallón arrasó la ciudad. Él estaba al mando de la operación que, supuestamente, se encargaba de sofocar las revueltas antialemanas en Polonia. —Tomó aire—. ¿Qué revueltas, si allí no quedábamos más que niños huérfanos y mujeres hambrientas? — Bartek agarró un puñado de tierra y lo apretó con fuerza entre los dedos—. Waffen entró en la casa de mi madre con otros cuatro hombres. Nos ataron de pies y manos. —Rompió a llorar—. Helga tenía trece años.

Ahora sí lo abrazó su esposa. Se acompasaron sus dolores. Bien pensado, él era un niño casi, ella, una criatura desorientada.

Luego, en el claro del bosque donde pasaron la noche temblando de frío, Bartek Solidej le confesó a Greta que el único horizonte que había perseguido a partir de aquel día fue la destrucción total de Oskar Waffen. Así lo dijo: «Destrucción total», y sonó igual que «solución final» o «efecto colateral». Cosas de venganzas.

Se había unido a la resistencia, a La Rosa Blanca, fundada por un puñado de profesores y estudiantes de la Universidad de Munich, en cuanto supo de la existencia de aquel grupo clandestino de disidentes. Había propuesto él mismo la misión que llevaría a cabo con total precisión: acabar con la vida, la fama, la dignidad y el alma de aquel ser inhumano que tenía las entrañas podridas antes de que los gusanos devoraran su cuerpo ahorrándole injustamente el sufrimiento que le correspondía.

Los rebeldes le proveyeron de documentos e identidades falsos: su nacimiento en la capital de Baviera, su procedencia discreta, sus estudios básicos en una escuela de la ciudad y hasta una familia de cartón piedra para no levantar sospechas. El resto fue sencillo: la señora Waffen se rindió a su flautín y a su sonrisa de espíritu celestial sin presentar batalla y él, de inmediato, se dedicó a la tarea de enviar información cifrada a su base de operaciones. Espiaba desde las copas de los árboles, desde detrás de los setos y de los muros, bajo las ventanas, a través de las cerraduras y de las rendijas abiertas de algunas puertas. Escuchaba las conversaciones telefónicas de Waffen y sus discusiones en voz alta con aquellos militares uniformados que desfilaban por su casa. Interceptaba los telegramas, leía las cartas que debía entregar y escribía otras nuevas que firmaba con aquel nombre aborrecido. Esperaba el momento oportuno para acabar con el monstruo con la misma anticipación gozosa del que aguarda un milagro a sabiendas de que tarde o temprano se hará realidad. Soñaba con estrangularlo él mismo con sus propias manos después de haberle humillado hasta el límite. Lo soñaba de noche y de día, con los ojos abiertos y con los ojos cerrados. Con los puños apretados y las uñas clavándosele en la piel. Con las trenzas rubias y los calcetines blancos de su hermana Helga tiñéndose de sangre en lo más profundo de su memoria.

Y se lo contaba a Greta, temblorosa y aterrorizada en aquel claro del bosque, sin darse cuenta de que por la comisura de sus labios se escapaba una espuma gruesa y por cada poro de su piel se escurría el veneno verde del odio reconcentrado.

—Me das miedo —le dijo ella esa noche y muchas más. Todas las que durmió a su lado.

Durante un tiempo vivieron escondidos en la escombrera en la que se había transformado Würzburg. La confusión que siguió al bombardeo de la RAF, el humo que tardó días en disiparse, el polvo que se asentó primero en la tierra y después en los ánimos de las familias desmembradas y el inevitable trasiego de gentes y máquinas tratando de levantar lo poco que aún conservaba los cimientos permitieron a Bartek y Greta volver a formar parte de aquella ciudad de fantasmas.

Ella se presentó voluntaria ante la Liga de Muchachas Alemanas, la sección femenina de las Juventudes Hitlerianas, blandiendo un diploma de enfermería que tenía las cuatro esquinas abrasadas. La nombraron jefa de equipo porque el resto de las chicas del servicio jamás había visto una herida abierta y la destinaron a un hospital de campaña que habían levantado a las afueras de la ciudad. Cuando leyó la dirección en el papel que le tendía aquella mujer gruesa, perdió el aplomo.

—¿Sabe llegar a la residencia Waffen, señora Solidej? —le preguntó al notar su repentino aturdimiento.

Bartek celebró la coincidencia con grandes aspavientos. Dijo que era cosa del destino. Bailó una polca inventada y maquinó un plan para continuar vigilando a Oskar Waffen a través de los ojos de su mujer.

Cuando Greta regresaba a casa, agotada y triste, con la retina inundada de pus, los oídos rezumando agonía y los huesos blandos de tanto andar de arriba abajo enterrando muertos en el viñedo de los Waffen, aún tenía que encontrar fuerzas para relatarle a su marido hasta el más mínimo movimiento que hubiera registrado en su mente aletargada.

—Hoy vi de lejos a la pequeña Frida. Llevaba su vestidito blanco y sus zapatitos de piel. Estaba sola y tenía las trenzas mal hechas. No sabes las ganas que tuve de salir corriendo a abrazarla, Bartek, es tan frágil esa niña y sus besos son tan tiernos, y cuando duerme, parece una muñequita, con esos ojos rasgados, y esa paz.

—Pero Waffen, ¿qué hacía Waffen? —preguntaba Bartek, a quien el bienestar de aquellos niños le importaba muy poco.

—Me pregunto dónde estará Hansel. Hace días que no lo veo. Temo que esté enfermo, o tal vez le estén saliendo ya los dientes. La última vez que lo tuve en brazos lo noté algo caliente. ¿Sería fiebre?

—¿Y Waffen?

Mientras tanto, Solidej recibía noticias cada vez más alentadoras sobre la marcha de la guerra. La noche en que Berlín se rindió ante el general Zhukov y se confirmó que el Führer se había suicidado en el sucio agujero de su bunker, Bartek le arrancó la ropa a Greta a mordiscos. Después, cuando Eisenhower proclamó oficialmente la derrota total del Tercer Reich en todos los frentes —tierra, mar y aire—, él le succionó el cuello hasta provocarle moratones, y el siete de mayo, al declararse oficialmente el fin de la guerra en Europa con el Acta de Rendición de Alemania, Greta sintió que se le deshacían las entrañas a empujones mientras su marido gritaba de placer y rabia y alegría y alivio, embadurnado de polvo y sudor, con aquel jugo viscoso de la venganza metiéndosele en el cuerpo a través de los poros de la piel, los pliegues de la carne, las membranas de las vísceras y los latidos del corazón.

Envalentonado por la situación, pero aún cauteloso, no fuera a ser que alguien se tomara la justicia por su mano, Bartek salió de su escondrijo y partió hacia Munich con toda la información reunida hasta el momento acerca del asesino Waffen y su familia, mientras Greta se debatía en un mar de dudas sobre si debía o no alertar a Angela Waffen del peligro que corrían los niños.

—Confío en tu silencio —le había advertido su esposo con una amenaza velada bajo el azul de sus ojos de hielo antes de partir hacia el norte.

Pero ella aún notaba las piernas tiernas de Hansel entre sus dedos, los pasitos de Frida en la madera del suelo, el roce de las trenzas sobre su cuello pálido y el cálido abrazo de los niños en su piel.

—No les pasará nada —le aseguraba Bartek.

Y ella recelaba, porque en la guerra, como en el amor, todo vale.

III

La información que poseía Greta le pesaba como una losa de piedra sobre los pulmones. La llegada de Bartek y su ejército vencedor era inminente y ella seguía encerrada en aquel desván, mirando para otro lado, consciente de que Hansel y Frida corrían un peligro cierto y sin hacer nada por evitarlo.

Después de diez días de pesadillas y sudores fríos llegó junio. Y con él, Greta alcanzó el límite de su ansiedad. Se levantó en plena noche, como una enferma sonámbula que va tanteando las paredes porque no encuentra asidero para sus pasos, envolvió en un chal de lana los hombros desnudos, las piernas en unas medias rotas, las manos en unos mitones desparejados, la cabeza en un pañuelo que se anudó bajo la mandíbula temblorosa y salió a la oscuridad de las calles infestadas por el hambre y la desilusión.

De esa guisa subió por la cuesta de los viñedos hasta la casa donde dos niños pequeños, ajenos a la insensatez de sus mayores, dormían un sueño ligero, desapacible y sobresaltado, pero inocente.

Había tomado una determinación. Entraría en la residencia Waffen por el canalón del desagüe y se llevaría a Frida y a Hansel muy lejos de allí. Al claro del bosque que conocía bien. Al menos, hasta que el peligro hubiera pasado.

En su bolsa de enfermera llevaba la cantidad suficiente de cloroformo como para inducirles un sueño de horas a aquellos dos angelitos de alas rotas. Primero, Hansel: algodón empapado, pulso estable, peso ligero. Luego, Frida: boquita abierta, cabeza dúctil, constantes ligeramente alteradas por la droga, algo más grande que su hermano, pero manejable aún entre sus brazos fuertes.

Mientras cargara al niño, dejaría a Frida escondida en los arbustos del camino. Regresaría inmediatamente a por ella igual que una loba que cambia a sus cachorros de carrasca cuando constata que el hombre, el más cruel de las bestias de la tierra, ha descubierto su guarida. La llevaría agarrada del cuello con sus fauces de fiera bien abiertas, ejerciendo la leve presión del animal que muerde sin clavar los dientes, que ama sin alma, que se arriesga por instinto y que, en su naturaleza salvaje, alberga más humanidad que en las entrañas miserables de los seres creados por Dios a su imagen y semejanza.

Allí de pie, frente a la casa del nazi Waffen, Greta Solidej, sin pretenderlo, puso en marcha el mecanismo que, con los años, la convertiría en Greta Bouvier después de pasar por el infierno, la cárcel, el éxodo, la expiación y la gloria.

No fue necesario que se arriesgara a subir trepando por las tuberías de la fachada. Cuando Greta alcanzó la casa, comprobó con extrañeza que el portón de entrada estaba abierto. Alguien había manipulado la cerradura con algún instrumento metálico, así que bastó con empujar la hoja de aquella puerta maciza para colarse dentro, sigilosa como una corriente de aire, conocedora de cada rincón, cada recoveco y cada escondrijo posible de la casa.

El silencio era absoluto. Parecía que la oscuridad y la quietud se hubieran adueñado del espacio y del tiempo.

Había un reloj de pared que golpeaba rítmicamente marcando los segundos. Alguna madera crujía aquí y allá. El viento golpeaba levemente los cristales.

Greta subió los escalones refugiándose en las sombras de las esquinas.

Arriba, nada.

Recorrió los diez o doce metros del pasillo que llevaban a las habitaciones de los niños con una urgencia malsana, casi a zancadas, procurando no hacer ruido al pasar frente a la puerta del dormitorio de los Waffen, donde por fin escuchó un roce de ropas o de pasos sobre alguna alfombra, el primer signo de vida que advertía desde que había entrado en la casa.

La puerta de la habitación de juegos estaba abierta. Los juguetes recogidos. Las ventanas cerradas. La puerta que conducía al dormitorio infantil estaba entornada. La luz apagada.

Greta se asomó al interior del cuarto y permaneció un rato quieta, esperando a que los ojos se acostumbraran a la nueva oscuridad. Poco a poco, fue reconociendo las siluetas de los muebles: los cabeceros tallados pintados a mano, las lamparitas forradas con tela estampada, las cortinas a juego, la mecedora, la cuna, la mesita de noche, el oso de trapo. Después identificó también los dos bultos chiquitos de los niños dormidos.

Se acercó de puntillas. Sacó el algodón. Lo empapó de cloroformo. Empezó por Frida.

El cuerpo de la niña alcanzaba desde la almohada hasta más o menos la mitad del colchón de la cama. Vio la cabecita casi cubierta por la sábana y la manta, sólo se adivinaba su pelo rubio desordenado, escapándose por debajo de la ropa, y una mano pequeña colgando por un lado del colchón.

Levantó las sábanas con sumo cuidado.

Le bastó con un segundo. Giró hacia la cuna y comprobó que Hansel también era un promontorio apenas bajo una manta.

Frida tenía la cara destrozada. Hansel un tiro en la sien.

Para cualquier mortal sin nociones de medicina hubiera resultado evidente que ante aquella escena brutal no había ya nada que hacer, pero Greta, enfermera diplomada, aún tuvo el coraje de buscarles el pulso, golpearles el pecho, insuflarles aire en los pulmoncitos deshechos a través de sus propios labios, de modo que cuando Bartek Solidej entró en la habitación, con la respiración agitada y los ojos a punto de salirse de sus cuencas, contempló el espectáculo aterrador de su esposa empapada en sangre —cara, pecho, brazos, piernas—, como una muerta viviente, ciega a la matanza y tenaz, empeñada en devolverles la vida a los dos niños de su alma.

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