Authors: Mamen Sánchez
—¿Se quedará a almorzar, doña Bárbara? —preguntaba todos los años Rosa Fe sin perder jamás la esperanza de que la mexicana respondiera que no, que tenía otros planes, cosa que jamás, hasta el momento, había ocurrido.
Luego regresaba a la cocina para meter el pavo en el horno, batir el puré de castañas, rehogar la guarnición y elaborar el apfelstrudel que la señora Greta se empeñaba en ofrecer a sus comensales todas las Navidades y que nunca, en todos los años que llevaban juntas, había logrado hacer al gusto de su patrona. Podía faltarle azúcar o sobrarle canela, o tener demasiadas pasas o quedar la manzana dura.
—¡Cómo añoro el strudel de mi madre! —exclamaba Greta año tras año con un suspiro nostálgico y cara de asco.
A continuación el café, la sobremesa, la chimenea encendida, la siesta de salón.
Rosa Fe recogía la cocina, se cambiaba de ropa y salía sin hacer mucho ruido por la puerta de servicio cargando con su maletita de viaje, rumbo a los Hamptons, donde la esperaban su madre y los fantasmas de la familia Bouvier. Permanecía entre fresnos, castaños y abedules tan sólo un par de días, ya que el ciclo se repetía de nuevo al llegar la noche de Fin de Año, cuando la mansión Bouvier volvía a vestirse de gala y una orquesta se instalaba en el salón, y una horda de aristócratas expatriados, empresarios y banqueros, políticos y artistas invadía otra vez los miles de rincones de aquella casa. No era de extrañar, pues, que después de aquel trajín, la señora Greta, su hijo Tom, su nieta Carol y un grupo de amigos entre los que no faltaban jamás Boris Vladimir y Bárbara Rivera partieran rumbo al Caribe en un avión privado que los depositaba con sumo cuidado en la cubierta superior del yate Lady Luisa, con el que recorrían las islas, deteniéndose a veces en las playas más blancas y solitarias del mundo.
Pero aquella tarde, la del veinticinco de diciembre, después de la siesta Bárbara se levantó del sofá con la excusa de un estreno de cine en el Odeon y Boris la secundó del brazo porque dijo que lo habían invitado a unas copas en el Astoria y que regresaría de madrugada si era capaz de encontrar el camino de vuelta, y Tom se marchó también sin decir a dónde y Greta se encontró de pronto más sola que la una en aquella casa en penumbra.
Entonces, llamaron a la puerta. Dos timbrazos alegres que sonaron a campanillas de fiesta. La señora Bouvier se levantó a duras penas del sofá que la envolvía y se
asomó a la ventana por donde se atisbaban la rotonda y la escalera. Recordó de golpe las palabras de Rosa Fe, las cuales había enterrado en el fondo de sus emociones, indignada como estaba por la huida de Carol y la deserción de Tom, que habían dado lugar a la trágica consecuencia de su repentino abandono, y casi tuvo que frotarse los ojos de la impresión cuando vio a Clara Cobián ante la puerta. La joven española había regresado con un portafolios y una extraña sonrisa entre los labios.
II
Las cortinas del salón aún estaban abiertas, aunque ya no entraba más luz a través de los cristales que la de una farola encendida en la calle de enfrente. Greta se preocupó de cerrarlas a conciencia, tirando con fuerza de los extremos y montando un paño sobre otro, no fuera a ser que la vieja Gloria se levantara de nuevo de su tumba —que debía de ser incomodísima, a juzgar por las ganas que tenía siempre de abandonarla— y asomara su joven rostro de fantasma inquieto por la ventana. Después, tomó asiento en la butaca más próxima al fuego y clavó los ojos claros en la expresión impaciente de Clara.
Bajo una gruesa capa de maquillaje y a pesar de los liftings y del bótox y demás filtros de la eterna juventud, la señora Bouvier no dejaba de ser una anciana asustada que evitaba contemplar el paso del tiempo en los espejos de su casa, lo mismo que Thomas y que Gabriel, aunque ella prefería ocultar las arrugas de su rostro a base de cirugía, lo cual era un poco menos cruel, pero más falso aún si cabe.
Clara, en cambio, seguía siendo una niña revoltosa que llevaba los calcetines arrugados y las trenzas deshechas y que así, sentada como estaba sin parar de moverse, balanceando las piernas de delante atrás, igual que una colegiala esperando ansiosa la hora del recreo, parecía más candida de lo que realmente era, y más inocente, y menos conocedora de la auténtica dimensión de la imperfección humana.
—No sé por dónde empezar —dijo mordiéndose el labio inferior con unos dientes que a Greta le parecieron de pronto demasiado grandes, desproporcionados en aquella cara menuda salpicada de pecas.
Alcanzó el portafolios que había dejado sobre la mesa que las separaba y lo abrió por la mitad. Extrajo un documento ajado, lo desdobló, lo sacudió un poco como para quitarle el polvo y se lo entregó a su anfitriona diciéndole:
—Creo que esto le pertenece.
Greta no reaccionó. Tomó el papel en una mano y permaneció rígida, callada, hasta que una lágrima se desbordó por el caminillo de sus ojos y fue a parar al borde de su boca.
—¿Gabriel Hinestrosa te ha dado esto? —preguntó, incrédula.
—No exactamente —respondió Clara sin poder evitar que una sonrisa de satisfacción asomara a su cara—. Lo encontré escondido detrás del Premio Nacional de Literatura.
—Esa rata…
—Gabriel me contó que usted lo envió a Würzburg con la misión de destruirlo. — Clara esperó a ver la reacción de Greta. Fue un leve entornar de los ojos—. Pero, como ve, se lo quedó de recuerdo.
—Lleva veinte años chantajeándome —confesó ella en un tono casi inaudible. El papel temblaba entre sus manos—. Desde hace diez le envío el dinero directamente a una cuenta de Suiza. Ha hecho una buena fortuna a mi costa nuestro amigo Hinestrosa.
Clara llevaba también una pequeña bolsa de viaje de lona negra con cremalleras. Abrió una de ellas y sacó un paquetito envuelto en papel de celofán con un gran lazo rojo.
—Le he traído un regalo de Navidad —le dijo al tiempo que extendía la mano ceremoniosamente.
Greta dejó el documento doblado en su regazo y durante unos instantes se dedicó a desenvolver con cuidado la cajita, la cual contenía un elegante encendedor dorado.
—Ojalá fuera de oro —añadió Clara—; es lo que merecería la ocasión.
—Es perfecto —respondió Greta sonriendo por fin.
Se inclinó sobre la mesa, contempló durante un instante la llama y acercó el borde del documento al fuego. Ninguna de las dos dijo nada mientras se consumía aquella sucia hoja de papel. Ambas asistieron en silencio al extraño ritual observando las caprichosas figuras que dibujaba el humo antes de desvanecerse definitivamente en el aire del salón. Era Gabriel Hinestrosa el que se quemaba; su impostura, su arrogancia, su tiranía y su apariencia de hombre recto, intachable, al que sólo dos mujeres en el mundo, Greta y Clara, conocían de veras.
—Yo ya no tengo ganas de más hombres —aseguró Greta de pronto, cuando arrojaba de un manotazo las cenizas a la chimenea—. Con la edad que tengo, no me apetece pasarme lo que me queda de vida aguantando sus achaques.
Clara sonrió.
—Si te soy sincera —continuó—, creo que en toda mi vida sólo he amado a un hombre. A mi esposo, Thomas, aquel otoño del cincuenta y uno.
Greta se acomodó de nuevo en el sofá. El salón estaba en penumbra, tan sólo iluminado por la claridad de las llamas y sus vaivenes. La dama era elegante hasta en el modo en que acariciaba el encendedor entre sus dedos. Clara Cobián se sintió de golpe trasladada al hogar de sus abuelos, donde había siempre una chimenea encendida, una copa de jerez y una conversación larga y reposada. Sintió la necesidad de sentarse en el suelo, como hacía en aquella casa andaluza que en invierno perdía el calor de los veranos agobiantes y se volvía fría en cuanto uno se separaba más de tres metros del fuego. Comprendió que las historias, por muy extraordinarias que fueran, deberían escucharse siempre así, con los pies descalzos sobre una alfombra cálida, la cabeza apoyada en el borde del sofá y los ojos entrecerrados, sin más ruidos que el chisporroteo de la madera y sin más acompañamiento que la voz de una mujer mayor que desglosa uno a uno sus recuerdos.
—Conocí a Bartek Solidej cuando todavía era una niña. No había cumplido aún los veinte el día en que lo vi por primera vez remando a contracorriente en la pequeña embarcación de madera de los Waffen. Era un chico increíblemente atractivo, Bartek. Tenía los ojos de un color azul brillante, la piel tostada, las palabras justas y el don de aparecer por arte de magia allí donde se le necesitaba. Llegué a pensar que era un ángel. Uno de esos centinelas celestiales que en medio de la guerra vagaban de un lado a otro tratando de paliar todos los desastres con el aleteo de sus plumas blancas. Luego supe que no era más que un demonio, un espía que nos vigilaba a todas horas, que nos adivinaba los pensamientos, que tramaba venganzas, ojo por ojo, de un modo enfermizo y morboso, disfrutando con antelación del sufrimiento que pensaba causarnos.
Mientras prendía un cigarrillo con la ayuda de su nuevo encendedor, Greta parecía leer en el humo del tabaco. Clara disfrutaba escuchando el relato de su juventud en Würzburg porque se imaginaba aquellas escenas envueltas en un halo de color verde esperanza y el fondo sonoro de las notas de la flauta de Bartek.
Comprendió perfectamente que una joven Greta, de apellido Von Schónborn, creyera haber hallado el centro del universo en aquella barquita de remos, que se hubiera dejado llevar, como en un dulce paso de vals, hasta el claro del bosque en el que nació su matrimonio y que hubiera despertado después, al encontrarse cara a cara con la verdadera naturaleza del primer hombre al que amó por error.
Se contagió después de las lágrimas de la narradora al llegar a la parte del bombardeo, se aterró con la idea de que a Frida y a Hansel pudiera pasarles algo malo y gritó, incluso, crispada como estaba, con las manos y el corazón en un puño, cuando Greta le describió la escena de los niños muertos en sus camas.
—¿Quién la encontró en el bosque? —preguntó Clara después de un largo silencio, aprovechando la pausa obligada en el relato que Greta había detenido por culpa de aquellas lágrimas que se tragaba desde hacía cincuenta y siete años.
—Nunca lo supe —respondió Greta—. Estuve diez días sin poder hablar. Me contaron que tenía los ojos abiertos de día y de noche, que me agarraba las rodillas con las manos y que me balanceaba de delante atrás, como los locos. Que no comía, ni bebía, ni dejaba que me tocaran. Me ingresaron en un hospital psiquiátrico. No supieron mi nombre hasta que apareció Bartek.
Por lo visto, Bartek Solidej había investigado durante días la misteriosa desaparición de su esposa en los bosques de Würzburg. Al principio, la imaginó oculta en alguna cueva, esperando a que la tormenta amainara y las aguas volvieran a su cauce, pero, al cabo de un tiempo, le dio por pensar que tal vez la candida Greta fuera más lista de lo que parecía. «Soy un estúpido», se repetía creyendo que su esposa lo había abandonado y se había escapado con el dinero, mientras, incansable, seguía buscando su nombre en las listas de desaparecidos, enfermos, heridos y muertos. Por fin, dio con ella en un sanatorio mental a las afueras de Munich, después de muchos días de búsqueda infructuosa. Le costó reconocerla en el estado en el que la halló, flaca, despeinada, sucia y con la expresión perdida de quienes se han olvidado hasta de su nombre. Pidió que los dejaran a solas, la tomó de la mano, le apartó un mechón descolorido de la cara y, con un susurro apenas audible, le preguntó: «¿Dónde enterraste el dinero?». Greta lo miró sin comprender. Aquella frase no tenía el menor sentido para ella. Cuando el doctor le pidió su opinión sobre el tratamiento denominado electroshock terapéutico, Bartek quiso saber si aquello le devolvería la memoria a su mujer. Después de dar el visto bueno al método, se instaló en un apartamento cercano al sanatorio para poder visitar a Greta a diario.
«Cuánto la quiere», solían decir las enfermeras con lágrimas en los ojos, y los dejaban a solas, en un banco del jardín, donde él la tomaba de la mano, la miraba fijamente a los ojos y le hacía siempre la misma pregunta: «¿Dónde enterraste el dinero?».
—De repente, un día lo recordé. —Greta arrojó el cigarro a medio consumir al fuego. Clara, todavía en el suelo, se apoyó en el asiento del sofá y estiró las piernas—. Tuve un sueño o algo parecido en el que me vi corriendo por el bosque, con un maletín y una pistola en la mano. Había un árbol verde rodeado por otros árboles más pequeños y algunas matas de bayas rojas. Me arrodillé, escarbé como un perro en la tierra negra y eché aquellas cosas al fondo del agujero. Después apelmacé el terreno a patadas y luego me desmayé. —Hizo una pausa—. Pero no sólo me vino a la cabeza aquella escena —continuó—, también volví a ver las caras de Hansel y Frida manchadas de sangre, volví a sentir las uñas de Oskar Waffen arañándome la espalda, volví a sostener entre las manos el brazo de mi madre, con su alianza puesta y sus pulseras, pero sin el resto de su cuerpo en el otro extremo, y perdí de nuevo el habla, perdí el pie, perdí el hilo, lo perdí todo.
Hicieron falta tres años más de terapias más o menos intensivas. Bartek se armó de paciencia y continuó con sus visitas y sus preguntas, pero a cierta distancia. Un puesto de vigilante nocturno en uno de los edificios del departamento de justicia lo mantuvo ocupado durante un tiempo. Luego conoció a un estraperlista con el que hizo negocio, se compró unos zapatos italianos y viajó por los lagos del sur.
Al comenzar el año cincuenta y uno, el tratamiento de Greta llegó a su fin.
—Creemos que ya no se puede hacer nada más por ella —le dijeron al buen esposo los doctores, afligidos—. La mente es capaz de eliminar de un modo selectivo aquellos recuerdos que le resultan insoportables. Es posible que no recupere la memoria jamás.
Entonces Bartek pidió dos meses de excedencia y comenzó una terapia paralela inventada por él mismo consistente básicamente en amenazas lanzadas en voz baja que por fin dieron el fruto apetecido.
—En el bosque, bajo un abedul —confesó Greta temblando como una hoja.
Ya estaba la maleta hecha y el alta médica firmada cuando los devaneos de Bartek y el mercado negro salieron a la luz. Lo condenaron a tres meses de cárcel.
—¡Maldita sea! —gritó el polaco, que ya había comprado los billetes de barco para México y que había diseñado con total precisión el itinerario que debían recorrer el maletín, la pistola, su esposa y él mismo para terminar sus días en uno de aquellos paraísos tropicales donde pensaba adquirir una hacienda y vivir de las rentas.