Authors: Mamen Sánchez
Y parecía adrede, porque tal vez lo era, que nada más desaparecer Emilio con Ernesto de la mano por el extremo norte de la calle, surgiera por el sur la inconfundible figura de Bartek Solidej, que se aproximaba silbando, o fumando, o danzando casi con el bastón y la pajarita, y entraba en aquella casa como si fuera el dueño incuestionable de todo su contenido. A esas alturas, ya consideraba que la compañía THB, la planta décima del Waldorf Astoria, el Capitol Club, el solomillo de Smith & Wollensky, la Quinta Avenida y toda la extensión de la isla de Manhattan que se divisaba desde el Empire State eran suyas y de nadie más.
De espaldas a Greta se servía un whisky a secas, se encendía un habano, se desabrochaba el chaleco y dos o tres botones de la camisa, siempre blanca, se subía las mangas hasta los codos, se pasaba la mano por el pelo, para despeinarse a conciencia, y lanzaba los zapatos italianos a estrellarse contra la pared más lejana del salón. «Siempre serás el mismo patán», le reprochaba Greta. «Y tú la misma víbora», le respondía él mientras mordisqueaba el extremo del puro y luego lo escupía directamente sobre la alfombra persa.
Parecía que los días y las noches tenían una cadencia rítmica, armónica y germánica; que aquella rutina no podría romperse por nada del mundo, y, sin embargo, el doce de diciembre de mil novecientos sesenta y dos, al salir del estreno de la última película de Montgomery Clift, Bárbara Rivera recordó angustiada que le había prometido a Greta devolverle sin falta los soportes de plata para las tarjetas con los nombres de las mesas que ella, tan amablemente, le había prestado el Día de Acción de Gracias y que ahora se los reclamaba con tanta urgencia que temió que pudieran ser motivo de un enfado histórico. Así que, en lugar de encaminarse directamente a la mansión Bouvier a recoger a Ernestito, como estaba previsto, Emilio tuvo que acompañar a Bárbara a casa, revolver armarios y cajones hasta que dieron con los dichosos angelitos con ranura entre las alas y salir corriendo después para llegar a la rotonda de la mansión Bouvier pasadas las diez.
Encontró la casa temblando de frío y a Rosa Fe con una expresión de susto entre ceja y ceja. Era la misma cara de espanto que se le venía encima todas las noches, en cuanto le abría la puerta a Bartek Solidej, pero Emilio creyó que su llegada a deshora aquella noche tan negra era la razón de su palidez y le dijo, sonriendo:
—Buenas noches, Rosa Fe, no se asuste, que soy yo, el señor Emilio, inofensivo, como siempre, y vengo en son de paz. ¿Dónde me escondió a Ernestito?
—Arriba está, en la recámara, con Rosita Fe y con Tom, jugando a no sé qué guerra de barcos —respondió ella sin perder los nervios—. Ya pensé que no vendría hoy, que el chamaco dormiría acá en la casa, y le puse el piyama. Ya déjelo hasta mañana.
—¿Y qué le digo a su mamá, Rosa Fe? ¿Que nos lo secuestraron?
Emilio Rivera conocía cada rincón de aquella casa desde mucho antes de la llegada de Greta a México. Había sido su residencia neoyorquina durante años y años; desde los tiempos de Linda hasta los de Gloria, así que, sin encomendarse a nada ni a nadie, apartó con delicadeza a Rosa Fe del umbral de la puerta y avanzó decidido hacia la escalera.
—Ya subo yo —le atajó Rosa Fe tratando de ponerse delante.
—No se preocupe, que conozco muy bien el camino.
—Es que la señora está descansando.
—Pues no haré ruido.
Pero al alcanzar el piso superior, Rivera escuchó con claridad los sollozos apagados de la diosa en el interior de su dormitorio de viuda. Greta estaba llorando. A la sordina. Y su llanto era de esos que llevan sonando años enteros sin que nadie los escuche. No pudo, o no quiso, porque comprendió que si se daba la vuelta no volvería a pegar ojo en toda su vida, hacerse el desentendido de aquella pena antigua que arrastraba Greta desde quién sabía cuándo. Tal vez desde su juventud terrible en el escondite de Baviera, o desde la cuarentena a bordo de un buque maldito, viendo consumirse a su madre y al resto de los fantasmas de aquel barco, o desde la muerte inoportuna de Thomas Bouvier once años atrás, o desde el día en el que se despidió de su hijo Tom ante la verja del colegio suizo y supo que más de la mitad de su alma se desprendía en aquel mismo instante de su cuerpo para dejarla casi vacía, que ya ni lágrimas debían de quedarle en los ojos de avellana.
Así que, sin llamar a la puerta, el caballero andante Emilio Rivera, quijote con el seso definitivamente perdido, el juicio empañado, el entendimiento marchito antes incluso de abandonar Acapulco, empujó la puerta del dormitorio de Greta con la decisión tomada de empezar por besarla y terminar por devolverle una a una todas las gotas de felicidad que la vida le había arrebatado. Estaba frenético, obsesionado, excitado. Se había rendido y ya lo mismo le daban Bárbara y el apellido Rivera, y las promesas y los sacramentos, y hasta la vergüenza de su hijo Ernesto o las habladurías de todos los Estados Unidos de América, y los de México, y los del universo entero si es que existía la vida más allá de este planeta.
La puerta se abrió, sí, pero al otro lado no había una mujer llorosa e indefensa esperando al valiente que la despertara del desmayo con un beso de amor, sino una escena tan sucia y vil que a Emilio Rivera se le arruinó el futuro en ese mismo instante y para siempre.
Greta tenía un amante. Lo había tenido siempre. Un hombre de mandíbula cuadrada, raya en medio, pelo rubio, espalda fuerte y hombros tan anchos como poderosos. Las manos grandes, la carne prieta, los músculos de todo su cuerpo en tensión sobre la piel de Greta y su agotamiento. Ella ya ni siquiera oponía resistencia, ni se defendía, ni se quejaba, sólo se dejaba hacer, llorando con las últimas lágrimas que le quedaban, después de llevar toda la vida soportando el peso de Bartek Solidej sobre su conciencia.
Rosa Fe llegó jadeando al final de la escalera y fue testigo de la definitiva muerte en vida de Emilio Rivera, ya que quien descendió uno a uno los peldaños barnizados y llegó a duras penas hasta la puerta y luego cruzó la rotonda y caminó sin levantar la vista del suelo hasta que se perdió por el bosque de Central Park no era ya el hombre sano y bonachón de la barriga y el bigote, sino un espectro que se arrastraba con el vientre en carne viva sobre las brasas del infierno.
Tras él, abrochándose el botón del pantalón, el torso al descubierto, descalzo y sudoroso, salió Bartek Solidej a la carrera, desoyendo los gritos de Greta: «¡Por Dios, Bartek, déjalo ir!», con los puños apretados y el arrecife violento que caía de la hacienda al mar instalado en sus ojos; el mismo al que se asomó Rosa Fe la noche en la que murió el indio Pedro. La parca, la pelona se había encarnado en él para arrebatarle a este mundo la poca nobleza que le quedaba y que residía precisamente en el espíritu gentil de Emilio Rivera.
A Rosa Fe la impulsó el odio profundo que sentía hacia el asesino de su esposo, la lealtad que le profesaba a su señora, el ansia de venganza que había aprendido a encontrarle a su hija Rosita en las líneas de la mano, el amor que había volcado en el pequeño e indefenso Tom desde el mismo día de su nacimiento y la sed de justicia que no le permitiría seguir viviendo si Bartek Solidej lograba su objetivo y asesinaba por la espalda al señor Rivera, que sonreía cuando Rosa Fecita lo llamaba «papá Emilio», destruyendo con su inocencia salvaje cualquier convención social preestablecida.
Extendió los dos brazos, cerró los ojos y empujó aquel cuerpo medio desnudo escaleras abajo con toda la rabia de sus entrañas y las de todos sus antepasados tarahumaras, aztecas y castellanos viejos hirviendo en un caldo de sangres mestizas.
Y Bartek Solidej cayó como un pelele, golpeándose la nuca, abriéndose el cráneo, descoyuntándose todas las articulaciones, desollándose como un cerdo, rebozándose en su propia inmundicia hasta acabar doblado sobre sí mismo, con la cabeza colgando del último escalón.
Greta se asomó al vacío y lo vio en el fondo del barranco, aún con los estertores de la muerte animando el cadáver, orina y baba, sangre y piel y pelo convertidos en un ovillo grotesco. Luego volvió el rostro hacia Rosa Fe, que temblaba apoyada en la pared blanca y comprobó con espanto que los niños también estaban allí, asomados igual que ella al hueco de la escalera, en el escondite desde el que asistían a los bailes y las fiestas, ocultos por los barrotes, a cubierto, a salvo de todo menos de esta escena de película de terror. Ernesto abrazaba a Tom, Tom a Rosita Fe, las tres cabezas unidas, las manos entrelazadas, y sus vidas ligadas para siempre por una mentira que de tanto repetirse llegaron a creerse de veras: «El tío Bartek se cayó por las escaleras».
Se lo contaron tal cual al inspector de policía, que sentenció: «Los niños nunca mienten», al director del periódico, a sus padres, amigos y vecinos: «El tío Bartek se cayó por las escaleras», «se cayó por las escaleras», «por las escaleras». Y el eco de sus voces también cayó por el mismo hueco y se hizo añicos en el fondo. Porque en el fondo, los tres sabían, lo habían visto, que había hecho falta más que un accidente para acabar con la vida de Bartek.
Greta se vistió de negro, Rosa Fe se puso el uniforme gris y los titulares de prensa del día siguiente corroboraron la versión de todos los presentes, junto con la fotografía de la silueta de Bartek dibujada con tiza en el suelo de madera. Boris Vladimir fue el único que lloró lágrimas auténticas. Las lloró años y años, y siempre llevó escondido en la cartera un retrato de Bartek Solidej vestido de esmoquin al lado de sus tarjetas de visita. En cambio, los Rivera no asistieron al entierro. Ni enviaron flores, ni condolencias, ni acompañaron en esta ocasión a Greta en su fingido duelo.
Aunque nadie lo supo jamás, una noche, varios días después de la muerte de Bartek, Bárbara Rivera apareció borracha en la rotonda y se dedicó a lanzar piedras contra las ventanas de la mansión Bouvier.
—¡Asesina! —gritaba desencajada—. ¡Asesina!
Pero nadie salió a su encuentro, nadie la respondió, nadie llamó a la policía y su voz se fue apagando poco a poco hasta que se confundió con el ulular de un búho que llevaba varias noches posado en el tilo.
También la sombra de Emilio Rivera se difuminó entre las brumas de las orillas de los estanques. Primero se dejó crecer la barba, después el pelo, luego se negó a bañarse,
se olvidó de comer, se aferró al cuello de una botella de licor y se hizo dueño de un banco de madera donde pasaba los días de espaldas al sol. Mascullaba palabras en una mezcla extraña de lenguas, escupía al hablar, orinaba en las esquinas y revolvía en las basuras.
Murió como un perro abandonado una madrugada de hielo, en un callejón oscuro del barrio chino, y nadie reconoció aquel cuerpo de vagabundo alcohólico porque ya no le quedaban dientes, ni anillos, ni huellas dactilares en la piel ajada que pudieran arrojar alguna pista sobre su identidad perdida.
I
—¡Se acostaba con su hermano! —Clara no salía de su asombro. Le echaba en cara a Hinestrosa todos los pecados del mundo, como si por el hecho de no haberlos compartido con ella desde el principio se hubieran transformado en cosa suya—. Tú lo sabías y te lo callaste. Te convertiste en su cómplice, le guardaste el secreto y me
lo ocultaste a mí. Mira quién habló de integridad, ética periodística, derecho a la información y búsqueda de la verdad. Eres un fraude, Gabriel Hinestrosa.
—No era su hermano, chiquilla, ¡qué disparate! No saques conclusiones a la ligera. Piensa, mide, reflexiona. —A Clara le sacaba de quicio el tono de catedrático condescendiente que a veces empleaba el maestro en su contra—. ¿Por qué iba a tenerle tanto miedo a su hermano?
—Pero tenían el mismo apellido.
—Claro, porque estaban casados. Desde el año cuarenta y cinco —añadió Hinestrosa—. Llevaban diecisiete años de matrimonio cuando murió Bartek.
Clara guardó silencio. Realmente la historia cuadraba mejor con aquella aclaración.
—Así que Tom, a efectos legales, era hijo de los Solidej, no del señor Bouvier — continuó el maestro—. Como comprenderás, en aquella época no había modo de demostrar lo contrario. Se presumía que el vástago nacido en el seno del matrimonio era hijo de ambos cónyuges.
—¿Aunque llevaran casi un año sin verse?
—Ese pequeño detalle era lo de menos. Había casos mucho más evidentes todavía. —Hinestrosa parecía estar leyendo en un libro de historia—. Ocurría a diario, en todos los estratos sociales, incluso entre reyes y reinas, y fueron numerosísimos en el periodo de guerras. Había soldados que regresaban del frente y se encontraban con dos o tres bocas que alimentar; chiquillos desconocidos, pelirrojos o cetrinos de piel que nada tenían que ver con su código genético. Pero hacían la vista gorda, todo fuera por preservar su honor. Y, además, les daba lo mismo. Al final de la guerra casi todo daba lo mismo.
—Entonces, el matrimonio de Greta y Thomas…
—Jamás existió. Por mucho que quedara inscrito en el registro civil de Acapulco, aquel matrimonio no tenía validez, porque ella ya estaba casada con Bartek en Alemania.
—Y entonces la herencia tampoco le correspondía a ella.
—Exacto. Ahí está la clave del secreto. Greta y Bartek hicieron creer a todo el mundo que eran hermanos para poder disfrutar de la fortuna de Thomas, del usufructo y del dinero de Tom.
—Y de la dirección de la compañía.
—Y de todas las propiedades, sí. Sólo había un peligro. —Hinestrosa carraspeó—. Que Bartek se decidiera a asesinar a Greta.
—¿Asesinarla?
—Sí. Para quedarse con todo. Al fin y al cabo, supuestamente era el familiar más próximo del pequeño Tom.
—Y por eso Greta nombró a Emilio Rivera tutor legal del niño.
—Exacto.
Clara se tomó un par de minutos antes de exponer sus conclusiones al maestro.
—Cuando Rivera los descubrió, Bartek salió tras él para matarlo porque sabía que si Emilio hablaba, saldría a la luz la gran mentira.
—Pero no contó con Rosa Fe. Ése fue su gran error. Olvidó que una mujer agraviada es muy, muy peligrosa. Jamás menosprecies la intensidad del odio femenino.
—Ni tú, maestro.
Hinestrosa se rió con ganas. Primero con unas carcajadas sonoras y profundas que poco a poco se tornaron en tos de fumador empedernido. Desde la ausencia de Clara, el humo se había apoderado del aire que se respiraba en aquel ático solitario.