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Authors: Mamen Sánchez

Agua del limonero (9 page)

BOOK: Agua del limonero
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—¿Don Gabriel?

La puerta estaba entornada y Clara no sabía bien cómo debía dirigirse al catedrático fuera de la universidad. Optó por el respeto a las canas, el don y el usted, aunque la mayoría de sus compañeros de pupitre llamaban a los profesores por su nombre de pila y la miraban con sorna cuando ella se ponía en pie al entrar éstos en el aula cuando comenzaba la clase.

Aquella tarde había pasado por el despachito del bedel y se lo había encontrado literalmente enterrado detrás de una pila de papeles sin clasificar. Era un hombre simpático aquel bedel. Procedía de un pueblo cercano al suyo y conocía a su padre de lejos, aunque ahí, en Madrid, las amistades como aquélla se estrechaban tanto que cualquiera hubiera jurado que eran íntimos desde la infancia. Cuando el bedel supo por casualidad que la alumna Clara Cobián había crecido al otro lado de su barranco, hizo lo imposible por hacerla sentir como en casa. A menudo le mostraba viejas fotografías de su familia, la ponía al día de todo lo que acontecía en su añorada tierra y de vez en cuando le traía rosquillas del santo y carmelas envueltas en papel de plata.

—¿Qué tal, Antonio? Mucho trabajo, ¿no?

—Mucho. Aquí me tienes, liado con la correspondencia y sin un mal café en el cuerpo.

—Pues yo me iba ya, porque el profesor Hinestrosa no viene y son casi y media.

—¡Digo! —El bedel dio un respingo por detrás del montón de cartas—. ¡Si me ha llamado para decirme que está con fiebre y se me ha olvidado dar el aviso!

—Bueno, no se preocupe, ya sólo quedaba yo.

—Y menos mal que me lo has recordado, Clara, porque me pidió que le llevara este libro a su casa y, si no es por ti, me olvido también.

Clara se sintió obligada a corresponder a las rosquillas.

—¿Quiere que se lo acerque yo? Como ahora tengo un rato…

Y ahí estaba. Sin saber cómo llamar a una puerta abierta. Ni cómo presentarse ante Hinestrosa: «¿Profesor?», «¿señor?», «¿Gabriel?», «¿se puede?», no, eso sonaba a cuarto de baño. «¿Hay alguien ahí?», a película de terror. «¿Oiga?», a vecina cotilla…

—Soy Clara Cobián —dijo desde la puerta, aunque el silencio que siguió a aquel tímido «¿don Gabriel?» le hizo sospechar que la casa estaba vacía.

Se decidió a pasar sin esperar respuesta y empujó aquella puerta por la que entró en un mundo de gatos invisibles y naipes con cabeza.

El recibidor era pequeño y oscuro. La luz llegaba desde el fondo del pasillo tamizada por los visillos y había partículas de polvo suspendidas en el aire flotando inmóviles en medio del silencio.

—¿Don Gabriel? —repitió un poco más alto.

Clara se había imaginado un entorno mucho más convencional para el único profesor que llevaba a clase corbata y gemelos a diario. Tal vez una doncella con delantal que la invitara a pasar a un salón tapizado de libros en el que la estampa de Hinestrosa formara parte natural de la decoración: escritorio de nogal, lentes de ver de cerca, tintero, pluma y papel secante, un perro viejo dormitando a los pies de su amo y una taza de té caliente para curarse el resfriado.

Sin embargo, tras la puerta entreabierta del ático, sujeta por un libro que Clara apartó con el pie, el caos parecía haberse adueñado de todo. Una mezcla de objetos que nada tenían que ver entre sí se disputaban los cuatro rincones del recibidor: un perchero aquí, un paragüero allá, una repisa atiborrada de libros y cajas, tarros de especias, lámparas orientales, un par de paisajes al óleo. Aquello parecía la antesala de un desván o un castillo cubierto por la espesura tras cien años de quietud, con la Bella Durmiente desmayada al fondo. Se percibía que debajo de varias capas de sedimento alguien, alguna vez, ideó un orden lógico para todo aquello; una mujer, seguro, que tuvo el detalle de colocar un jarrón con flores sobre la mesa, ante el espejo. Ahora, el jarrón estaba vacío y el espejo parcialmente cubierto con fotografías, postales, recortes de prensa y tarjetas de visita.

Clara dio un paso al frente. Se vio la cara a trozos en el espejo. Sonrió.

Sujeto en la parte de atrás de la puerta, con cuatro chinchetas clavadas a mano, el Premio Nacional de Literatura había aparecido reflejado a su espalda. Ahí estaba. Qué sorpresa. Un poco ladeado a la derecha. Con la firma del rey de España rubricando el documento en tinta negra. Cuánta gente habría dado media vida por poseer semejante trofeo y poder exhibirlo enmarcado presidiendo su salón. Hinestrosa, en cambio, lo había dejado allí, colgado detrás de una puerta, dormido en la penumbra. No había perro guardián en aquella casa. Tan sólo un premio que gruñía a los extraños cuando entraban sin permiso: «Cuidado con el premio». Clara dejó el libro sobre la mesita del recibidor, junto al florero, y se giró en redondo para salir de allí a toda prisa. Mejor así, sin tener que saludar al profesor de la voz de roble.

Salió al rellano. La puerta se cerró tras ella con un leve crujido.

—¡No! —La exclamación de Hinestrosa subió ahogada por el hueco de la escalera—. ¡No cierre la puerta!

—¿Profesor? —Clara se asomó al vacío.

—¿Señorita Cobián?

Gabriel Hinestrosa, visto desde arriba, no pasaba de los cincuenta; tenía el pelo a mechones grises, un poco más claro en las sienes; vestía un Loden verde con botones de cuero y llevaba una bufanda de lana alrededor del cuello; el pantalón le caía con elegancia sobre unos zapatos ingleses y la expresión de su rostro, entre sorprendida y contrariada, le disfrazaba de desconcierto las líneas que otros días delataban su verdadera edad.

Subió con esfuerzo los diez o doce escalones que lo separaban de su alumna. Era unos veinte centímetros más alto que ella y bastante más corpulento.

—Se cerró —dijo resignado refiriéndose a aquella puerta de madera barnizada.

Clara se sintió tan culpable que no fue capaz de pronunciar ninguna palabra. Se limitó a asentir, como una colegiala a la que han descubierto fumando en el baño.

—Pues la hemos hecho buena —farfulló Hinestrosa—, porque las llaves están dentro. —Se sentó en el último escalón.

Entonces ella se fijó en sus ojos líquidos, sus labios secos y su nariz enrojecida.

—He venido a traerle un libro de parte de Antonio, el bedel. Me ha dicho que estaba usted con fiebre —logró pronunciar con un hilo de voz—. Siento muchísimo haber cerrado la puerta, don Gabriel, no me podía imaginar que…

El profesor comenzó por toser y terminó por reír. Lo hizo con unas carcajadas sonoras de fumador empedernido.

—¡Qué situación, chiquilla! —La miró desde su asiento en la escalera—. Has dejado sin casa a un pobre anciano enfermo y abandonado. ¿Qué vas a hacer ahora?

Clara sacó el móvil del bolso.

—Voy a llamar a urgencias.

—No, señorita. Nada de urgencias. —Hinestrosa dejó de reírse—. No necesito una ambulancia; sólo que alguien eche abajo esta maldita puerta.

—¿Los bomberos?

Otra vez estalló el catedrático en una risotada ronca.

—¿No has oído hablar de los cerrajeros?

Con el paso del tiempo, Gabriel Hinestrosa sentiría el cosquilleo de un rubor incómodo cada vez que pensaba en la escena de Clara Cobián sentada a su lado en la penumbra de aquella escalera. La niña llevaba una falda de flores que le dejaba dos rodillas menudas al descubierto, dos piernecillas flacas y dos botitas de cordones como las de los bucaneros. Tenía los ojos negros, el pelo revuelto y aretes en las orejas. Hablaba con la dulzura suave de quienes piensan que el mundo termina en Despeñaperros y mezclaba entre su voz y su aliento todas las plantas aromáticas de los campos de Andalucía. Olía a retama fresca, a lavanda y tomillo, a olivos y aceitunas negras, a agua del limonero.

Le apeteció probarla a sorbitos, como si fuera un jarabe capaz de curarle la fiebre, la edad, la soledad, la tristeza. Pero tuvo que conformarse con respirarla, porque en ese momento cayó en la cuenta de los cuarenta años que lo separaban de ella y se sintió viejo verde de repente.

Clara lo trepó como la hiedra al roble. De la raíz al tallo, del tallo a la espesura de su pelo gris, sin darse cuenta de que empezaba a asfixiarlo poquito a poco, con una culpa de la que ella nunca se sintió culpable.

«Padre, me atormentan los pensamientos impuros, a mi edad, fíjese qué cosas, por culpa de una chiquilla que apenas terminó el colegio, alumna mía, para colmo. Desde la tarima le miro el pecho, cómo sube y baja al ritmo de su respiración ligera, las piernas escondidas en el pupitre, la boca entreabierta y no sé si eso del propósito de enmienda me va a ser posible, padre».

Cada tres minutos exactos se apagaba automáticamente la luz del rellano y Clara Cobián se levantaba a oscuras para volver a encenderla. Cada vez que pasaba junto a su cuerpo, Hinestrosa notaba oscilar la falda de ella muy cerca de su cara y cerraba los ojos para imaginarla corriendo por una playa del sur.

—Está ardiendo, Gabriel. —Clara le posó la mano en la frente, que le latía entre sudores fríos.

—Tengo fiebre —mintió él.

Para distraerlo mientras llegaba el cerrajero, Clara le habló de la chopera junto al río Guadalete, de la hoguera en verano donde se asaban las patatas dentro de una enorme montaña de arena, de las uvas de su parra, de la sombra, del sol, del eco de las palabras en el barranco, del vértigo, del grito de los vencejos que cuelgan sus nidos en el vacío. De la plaza de toros de Ronda, de la goyesca, de las rosquillas del santo y de las carmelas, del vaivén de los abanicos, de las agujas con las que las viejas tejían encajes de bolillos en los portales, del agua fría de los botijos y de la manera como había visto pintarse los ojos a las gitanas del Albaicín de Granada una noche de luna llena en la que contempló con su padre la Alhambra desde el otro lado del puente.

El atendía a medias, admirado como estaba de la repentina falta de dominio sobre su santa voluntad. Llevaba treinta y siete años justos encaramándose a la tarima sin otra cosa en la cabeza que sus clases de literatura española. Presumía de haber superado la crisis de los cincuenta sin más estropicio que el que le causó un tinte para caballeros que le destiñó con el sudor y le dibujó carreteritas de color negro sobre la frente. Nunca le toleró a Franciso Olavide que se jactara de tener sueños eróticos con las alumnas ni le permitió que le contara un solo detalle de éstos. Decía que esa perversión era el único escollo de su amistad de toda la vida. Jamás se dejó convencer a base de zalamerías, llantos o insinuaciones de fémina vertidos en su despacho a puerta cerrada, porque sabía de sobra que las mujeres tienen armas diferentes a las de los hombres y no quiso darles ventaja académica alguna por semejante desigualdad. También pensaba que el amor repentino, a su edad, no era más que un engaño de la vanidad masculina; que el hombre, pasados los sesenta, es capaz de creerse las mentiras más evidentes siempre que salgan de la boca de una mujer menor de treinta.

Por todo eso, aquélla fue tal vez la hora más larga de su vida, la lucha más feroz, en aquel rellano que se encendía y se apagaba de manera intermitente, con esa niña que se levantaba para volverse a sentar a su lado, que le abanicaba aires de fruta fresca y lo volvía hombre malo de repente cuando ya parecía que tenía las puertas del cielo abiertas y el peso del alma más en el otro mundo que en éste.

Por su parte, Clara no calibró entonces la trascendencia de aquella noche en el resto de sus días. De la vergüenza mortal por haberle dado con la puerta en las narices al catedrático que más admiraba de toda la facultad pasó al esfuerzo sobrehumano de vencer su timidez para hacerle la espera más soportable. Trató de entretenerlo con cuentos de su infancia; de mostrarle la sierra, el tajo, el río allá al fondo, le imitó el ruido de los pájaros, le cantó en voz baja una nana gitana que le enseñó su abuela y cuando por fin lograron entrar en la casa, después de que dos fornidos operarios destrozaran a golpes la triste cerradura, sintió lástima de aquel señor que no tenía fuerzas ni para llegar al sofá.

Se asomó a la cocina, recalentó una cena de viudo en un fuego de gas, preparó una bandeja con lo que encontró en los armarios y se la llevó a la sala donde él seguía rogándole que se fuera a casa, que se valía muy bien él solo, que era tarde, que gracias, que qué amable, que qué rica la sopa, que qué bonita la canción que me cantaste en la escalera, que vuélvemela a cantar, que si te gustan los boleros. ¿Y los mojitos?

Fue después, cuando Gabriel Hinestrosa regresó a clase plenamente recuperado de su gripe y volvió a recitar con su voz de madera, cuando Clara saboreó otra vez el gusto a whisky y jamón curado y, al levantar la vista del papel donde tomaba los apuntes, se encontró con los ojos del maestro explorando entre las costuras de su blusa. Entonces intuyó que los sudores fríos de ciertas fiebres podían también deberse a enfermedades del alma y, para estar segura del origen de los de Hinestrosa, se desabrochó el primer botón. El maestro se llevó la mano al bolsillo, extrajo un pañuelillo de hilo y se secó la frente. Clara dejó de escribir.

III

Greta Bouvier llevaba cuarenta horas encerrada en su habitación alegando una jaqueca histórica cuya autenticidad echaba por tierra la actitud de Tom y la de Rosa Fe, quienes, tras la primera noche de insomnio, habían retomado la normalidad de sus vidas sin mostrar la menor preocupación por la salud de ella. Clara, en cambio, se revolvía en el sofá de seda sin saber a qué atenerse. Repasaba sus apuntes, tomaba notas, resolvía algunos enigmas con sólo fijarse en los marcos de fotos, los títulos de los libros de la biblioteca, los objetos reunidos durante cincuenta años que andaban ahora desperdigados por la casa, y le surgían dudas nuevas, más preguntas que lanzarle a Greta en cuanto la tuviera a tiro. No se imaginaba que aquella maniobra de desgaste es la misma que utilizan los presidentes cuando se reúnen con las guerrillas y los guerrilleros cuando lo hacen con los presidentes: dejar esperando al contrario hasta que se le agote la paciencia, desarmarlo, someterlo, sin que se dé cuenta de que todo el tiempo ha estado luchando contra sí mismo.

La de Clara era una batalla perdida de antemano y por partida doble. Con respecto a Greta, la ansiedad de saberla tan cerca estaba minando su sistema nervioso. Garabateaba entre sus anotaciones deseando comenzar a escribir, de una vez por todas, aquella crónica escrupulosa de los avatares de la dama por el mundo, pero notaba que poco a poco se le debilitaban las ínfulas con las que había aterrizado en Nueva York. Llegó a temer que cuando la tuviera delante se le encogiera el cuerpo o se le olvidara el habla o se le nublara el entendimiento, así que recurrió a Hinestrosa, con lo cual perdió definitivamente la segunda parte de su batalla personal.

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