Authors: Mamen Sánchez
A media mañana había reunido un tesoro digno de una diosa azteca. Y había imaginado el cuerpo de ella sin otra ropa que aquellas joyas desparramadas sobre su piel.
—Ahora, el anillo —ordenó cuando empezaba a notar que sus ojos no soportarían más destellos.
Uno a uno, cien anillos pasaron por su regazo. Y a todos los acarició como si cada uno fuera el único capaz de encadenarse al dedo de Greta. Quería encontrar el que dibujara mejor su alma de Mata Hari bañada en azúcar de caña.
—Éste —decidió después de una eternidad—. Colóquelo en una cajita acolchada, envuélvalo en papel de seda, rodéelo de un lazo dorado. Es éste, no hay duda.
—Buena elección —observó el joyero, agotado.
Thomas Bouvier salió a las calles heladas de noviembre y se anudó una bufanda de lana al cuello. Llevaba en la mano derecha una maletita en la que estaba guardado el seguro de vida de su amor eterno. «El oro no tiene edad», pensó para sus adentros.
El indio Pedro apagó el candil y se asomó a la bahía. Cientos de lucecitas amarillas brillaban aún a la orilla del mar. Pequeñas embarcaciones de pesca abandonaban el puerto a aquella temprana hora. Los puestos del mercado se llenaban de fruta fresca y pan caliente. Bostezó. En la cocina de la hacienda habían prendido fuego. Se sentó a esperar a que se tostara el café.
Si no había entendido mal, el patrón le había pedido que vigilara de cerca a la extranjera. Que cuidara de ella, sí, que la protegiera, también, pero, por encima de estas cosas, a Pedro le había parecido que su amo le ordenaba que la siguiera, la espiara, la acechara, como si no se fiara del todo de ella. ¿Qué temía el patrón? Si lo supiera a ciencia cierta, le resultaría mucho más fácil cumplir su deseo. Tal vez sospechaba que, en su ausencia, Greta Solidej lo traicionaría con otro hombre; o que robaría alguna pieza valiosa de las que adornaban la casa. O quizá, ¿quién sabe?, su único temor era que Greta, como Gloria y como todas las mujeres que lo habían amado alguna vez, desapareciera para siempre, por sorpresa, sin despedirse, sin explicarle por qué la maldita muerte era más poderosa que su amor por él. Ahora que el patrón lo había designado centinela, perro guardián, Pedro agradecía el pistolón y el machete, y esa habilidad suya de caminar sin ruido y sin huella, herencia póstuma del abuelo tarahumara y de los de su sierra hostil. Entre bostezo y bostezo, mientras la mucamita de trenza negra preparaba el desayuno, se levantó el día como el telón y las gaviotas vinieron a mendigar las mondas de las patatas.
Aquella mañana, Greta Solidej notó un frío diferente al abrir la ventana. Como si la brisa hubiera perdido el cobijo de los arrecifes y subiera directamente del mar a su cara. «Estoy sola —comprendió con horror—. Sola y desnuda en esta casa vacía».
Supo que en la mesita de hierro forjado del mirador no habría más que una taza de café y la angustia la impulsó escaleras abajo. De nada le sirvieron las explicaciones del indio chaparro, que se acercó carraspeando para contarle que el señor había partido en viaje de negocios.
—¿Dónde fue?
—No sé decirle.
—¿Cuándo volverá?
—No sé decirle.
—¿Cómo hablarle?
—No sé decirle.
Creyó que perdería la cabeza. Que recobraría la locura. Regresó a su dormitorio llorando de rabia y se lanzó sobre las sábanas blancas.
Thomas se había ido dejándole las puertas abiertas al peligro que la perseguía como una sombra desde los bosques de Baviera a los cocotales de Acapulco; que la acechaba tras los ventanales, deslizándose por los suelos, lamiendo la sal de la brisa marina en cada rincón de la hacienda y que estaba esperando una oportunidad como ésta; encontrársela a solas para estrangularla de miedo.
No se comportó como un ser humano cabal, sino como la enferma que temía encontrarse en cada uno de los espejos a los que se asomaba. Cualquier persona en su sano juicio habría esperado un poco, uno o dos días al menos, hasta constatar lo genuino del abandono, pero Greta carecía del aplomo de otras gentes. En cuanto se descubrió desamparada entre aquellos visillos temblorosos, dedujo sin más que todos sus malos presagios se habían cumplido. Que Thomas Bouvier había extraviado sus alas de ángel custodio y que las paredes de la hacienda se habían vuelto de un cristal muy fino, translúcido y frágil, incapaz de resguardarla por más tiempo de los dedos largos de sus pesadillas.
Cuando perdió pie, buscó en su cabeza una explicación razonable para su presencia allí, en una casa blanca levantada en lo alto de un arrecife. No la halló. Fue como despertarse en una cama extraña y no reconocer ni el día, ni la hora, ni su nombre, ni su razón de ser.
Aturdida y confusa, como una lunática, se arrodilló frente a la cama y palpó con el brazo hasta que alcanzó las cinchas de sus maletas. Las arrastró hacia fuera y volvió a abrirlas como aquella primera noche en la hacienda.
El dinero seguía allí, junto a la pistola asesina de niños.
Qué tonta había sido al pensar que Thomas Bouvier sería su escudo protector. En las noches frías, delante del fuego, había llegado a imaginar un futuro sin sobresaltos, apapachada para siempre por los poderosos brazos de aquel hombre bueno. Bajo ese cielo abierto habría renunciado de buena gana a aquellos billetes sucios. Y habría cambiado de apellido, de identidad, de país, de condición. Habría borrado cualquier pista de su paso por este mundo; se habría hecho invisible, espectral, ni siquiera una persona. Pero ahora que Thomas Bouvier había desaparecido con su porvenir a cuestas, ella volvía a ser la presa indefensa cuya vida dependía del botín como del aire que respiraba.
Parecía mentira lo poco que abultaban veinticinco mil dólares sobre la cama. Apenas el tamaño de un recién nacido; apenas su peso. Cupieron de sobra en el interior de la cajita de madera que compró en el mercado. La envolvió en una toalla de hilo blanco y la introdujo en la bolsa bordada que le había regalado Thomas el día que probó el tequila por primera vez. Después, salió de su cuarto sin tomar precauciones; ofuscada, ciega y sorda, con una sola idea entre ceja y ceja: poner a buen recaudo aquel dinero que volvía a ser su única esperanza.
Detrás de la puerta la esperaba un sol sin nubes, el aire quieto y el comadreo de las chicharras. Tomó el mismo camino por el que habían pasado a bordo del Packard, cuando todo era de color azul y el cuento de hadas aún parecía posible. Ahora el paisaje se había vuelto negro. Los árboles negros, las flores negras, las rocas negras y el horizonte.
Con cada paso que daba, el polvo se adueñaba un poco más de su ánimo. Le entraba por la boca abierta, por los ojos. Se le quedaba pegado entre los dedos de los pies, le subía por las manos, le recorría la frente. El pelo se le enredaba, los huesos comenzaban a dolerle, se moría de sed.
Iba llorando, con la falda rasgada y la bolsa sucia, zigzagueando por aquel camino de tierra que terminaba ya, en esa lomita, sobre el acantilado, junto a la ermita blanca y el cementerio. Se asomó a un saliente y vio el pueblecito alegre a medio camino entre la montaña y el mar. Hoy no había subido nadie. La iglesia estaba cerrada y las tumbas abandonadas al sol.
Se acercó temblando a la lápida de mármol bajo la que descansaba Gloria Bouvier, la esposa mexicana de Thomas. Sobre la chimenea del salón aún reinaba el retrato de aquella dama que formaba parte de la vida de la hacienda del mismo modo que el olor a tamales, las tortas de maíz, los sombreros de paja y las corrientes de aire. Nadie hablaba de ella abiertamente, ni los peones, ni las mucamas, ni mucho menos el propio Thomas, pero, al pasar frente a la puerta cerrada del antiguo dormitorio de la señora, todos bajaban la vista y se persignaban deprisa, no fuera a ser que su fantasma estuviera espiando por el ojo de la cerradura.
Greta no creía en espíritus. Al contrario, consideraba la muerte, en algunos casos, como la mayor de las justicias. Había visto morir a mucha gente que lo merecía de veras. Se había alegrado, en lo más profundo de su ser, con la idea de que jamás volvería a ver aquellas caras, ni escucharía aquellas voces, ni se vería obligada a obedecer sus repugnantes órdenes.
También había presenciado la muerte de muchos inocentes, claro. Pero había descubierto que éstos abandonaban la vida mansamente, casi con gusto, tal vez intuyendo la gloria con anticipación. «A cada cual lo que le corresponde —pensaba Greta—, el infierno para unos y el cielo para otros, sin vuelta atrás».
Se arrodilló ante la lápida blanca y volvió a leer el epitafio, que más parecía una declaración de amor: «Aquí yace Gloria Bouvier, mi amor, mi compañera en la vida y en la eternidad». Se preguntó si sería cierto, si Thomas y Gloria compartirían la misma suerte, o si, por el contrario, detrás de las paredes de la muerte, cada cual ocuparía una habitación diferente, una cama fría y solitaria, y lo único que tendrían en común sería la añoranza del otro.
Hundió los dedos en la arena. La superficie ardía abrasada por el sol del mediodía. Bajo la primera capa había otra más húmeda de tierra negra, apelmazada, y cantos afilados. Volvió a sentir las mismas punzadas de dolor entre la carne y las uñas que en su último día de libertad en Würzburg, cuando enterró el botín entre las raíces del árbol verde.
Entonces se dijo que, en realidad, nunca había dejado de pensar en la manera de esconder los billetes; ni siquiera durante las noches frías frente al fuego, por mucho que Thomas la abrigara con sus rebozos de lana. Desde el primer día en que amaneció en la hacienda, Greta había tratado de encontrar un lugar seguro y un momento de soledad para devolver el tesoro a la tierra. No podía salir así, sin más, con el dinero y la asesina de niños y ocultarlos bajo la primera palmera con la que se topara. Tenía que ser mucho más cauta. Esperar, calcular, templar. Pero hoy las cosas se habían precipitado, Thomas se había ido y la frágil burbuja de cristal que los envolvía a ambos se había roto en mil pedazos.
Una tumba era, sin duda, un buen lugar para ocultar un tesoro. Pasarían siglos sin que nadie removiera aquella lápida de mármol. Nadie escarba allí donde descansan los muertos; nadie los cambia de sitio; nadie se atreve a profanar un camposanto. Y por mucho tiempo que transcurriera, no sería necesario mapa alguno para regresar a aquel lugar, junto a la ermita blanca, en la que cada noviembre se celebraba el cumpleaños de la parca huesuda.
Aquel Día de Difuntos, abrazada a Thomas en lo alto de la loma, mientras sus vecinos se santiguaban al pasar,
Greta había imaginado la tumba de Gloria como el mejor de los escondites. Tal vez alguno lo intuyó en sus ojos, o en la manera de remover, disimuladamente, la tierra seca con la punta de sus pies.
Se le desgarró la piel bajo las uñas y la arena se tiñó de sangre. El pelo se le pegó a la frente sudorosa, le entró en la boca y, al apartárselo, la cara se le manchó de barro. Cuando el agujero estuvo abierto, Greta sacó la caja de madera envuelta en hilo blanco y la depositó con cuidado en el fondo. Después la cubrió de tierra y piedrecillas negras, se puso en pie y pisó con fuerza sobre la superficie. Entonces, por primera vez, miró a su alrededor. Algunos árboles se mecían suavemente con la brisa; los zopilotes volaban en círculo sobre su cabeza revuelta; los gritos de las gaviotas rompían el silencio del valle.
Se levantó viento. Se le alborotó el pelo. La campana de la ermita comenzó a balancearse perezosamente, de delante atrás, de atrás adelante. El badajo rozó el cobre. Sonó lastimosa. Una vez, dos veces. Unas palomas que estaban posadas sobre el tejado levantaron el vuelo, asustadas.
Pronto el suave tañido se transformó en estruendo. Parecía que alguien, a los pies de la torre, estuviera tirando de la soga del campanario con el único propósito de delatarla. Algunas ventanas del pueblo se abrieron; algunas cabezas se asomaron por entre las paredes de cal.
Greta echó a correr colina abajo. Llevaba el pelo suelto, la cara sucia, la falda rasgada, las manos en carne viva. Si alguien la hubiera visto con aquel aspecto, habría jurado que huía de un asesino. Y ella podría haber confirmado que la habían atacado en lo alto de la loma. Tal vez un indio armado con un machete, sediento del cuerpo prohibido de la señora, que en las noches oscuras, a la luz de la luna, la espiaba desde su choza, frente a la casa grande de la hacienda.
Por eso el indio Pedro no salió a su encuentro en aquel camino de polvo, sino que permaneció oculto tras los arbustos en los que estaba parapetado, confundido con las sombras y los vientos, vigilando a Greta Solidej tal y como le había ordenado el patrón, atento a cada uno de los movimientos de aquella mujer, que era un misterio en sí misma.
La había seguido sigiloso por los pasillos de la casa en penumbra, había descendido por la misma escalera y abierto las mismas puertas. Se había agazapado en cada matorral, en cada rocalla y en cada saliente junto al camino. La había visto subir a rastras la loma pelada, arrodillarse ante la tumba de la señora Gloria, escarbar con sus propias uñas la tierra reseca, enterrar una caja de madera envuelta en hilo blanco manchado de sangre y descender luego al galope azuzada por el repicar de la campana, que parecía reírse a carcajadas a sus espaldas.
No. No saldría de la oscuridad para darle a ella la oportunidad de acusarlo de algún crimen siniestro. Regresaría a la casa con el mismo sigilo con el que había ido y cuando el señor Thomas hiciera su aparición en el asiento trasero del Packard, al abrirle la puerta lo miraría a los ojos de frente y le diría: «El patrón estaba en lo cierto».
I
Con un gorrito de lana y un abrigo de piel habría desembarcado Clara en la isla de Ellis. Con su libreta de papel de seda y una pluma de tinta china. Y una ráfaga salada de aire turbio la habría envuelto, como envuelve el papel de estraza los peces del mercado, y la habría acompañado por los pasillos lúgubres de inmigración hasta un despachito donde flotara el humo de un habano apenas consumido. Y un inspector de voz ronca la habría contemplado de arriba abajo, como hombre primero, como agente después, y el periodismo entonces habría sido una especie de patente de corso para ingresar en la tierra del ciudadano Kane. Una alfombra roja la habría precedido por la Quinta Avenida hasta la mansión Bouvier, y un criado con levita la habría conducido al salón en el que Greta recibía a las visitas, donde olería a gardenias tiernas aunque fuera diciembre y la nieve coronara el jardín.