Authors: Mamen Sánchez
La casa de Gabriel tendría todavía baldositas azules en la cocina, algunas astillas en la tarima que no barnizaba nunca, por mucho que Clara le dijera que así no se podía andar descalza. «¿Y tú a dónde quieres ir descalza, niña, mi niña, que sólo por ti me invento un suelo de mármol o de alfombra persa?». Y azulejos en la azotea, y de hierro la balconada. Todo igual, con ella y sin ella.
O no.
Si llamaba a aquella puerta y el timbre sonaba distinto, si no flotaba en el aire el olor de la colonia que ella le regalaba, si no colgaba ya su bufanda del perchero, si Gabriel había quitado su fotografía del marco donde ella la puso, en la entrada a su mundo patas arriba, si ahora cada cosa estaba en su sitio y había otras flores en aquel jarrón, Clara se marchitaría de golpe, aferrada al pomo de la puerta, toda ella esqueleto y cuero seco, sólo por sentirse una intrusa en el paraíso.
Al principio de la calle estrecha habían abierto un salón de té. Tenía las paredes pintadas de lila, los manteles de cuadritos de Vichy, y entre sus tazas de porcelana inglesa se sentaban las señoras del barrio a hablar de sus nietos. Tierra de nadie.
Clara se detuvo ante la puerta, sacó el móvil del bolso y marcó los nueve números que no había logrado olvidar.
—¿Dígame?
Hasta el modo de responder al teléfono resultaba anacrónico.
—Soy Clara.
Un latido rompió el silencio.
—Te estoy esperando, chiquilla, con la puerta abierta.
Clara sonrió. Recordó su primera tarde en aquella casa embrujada. La voz de Hinestrosa se le enredó en el pelo, le acarició el lóbulo de la oreja, se balanceó en el pendiente.
—No voy a subir, Gabriel, no me pidas que suba.
—¿Dónde estás?
Lo vio llegar cobijado en un paraguas negro, diez o doce minutos después de colgar el teléfono, envuelto en una gabardina gris y con media sonrisa en la cara. Seguía teniendo los ojos tristes y la boca en desacuerdo.
Se detuvo un momento al llegar. Luego cerró el paraguas y empujó la puerta. Todas las cabezas se volvieron hacia él. Una voz de mujer dijo «Hinestrosa» por lo bajo y sonó una campanita, como cada vez que alguien entraba o salía por aquella lámina de cristal.
Clara se había colocado de espaldas a la calle. Llevaba el pelo suelto, levemente mojado por la lluvia, un colgante alrededor del cuello, una camisa blanca de algodón y un pantalón vaquero. Le esperaba con cierto temor; como si fuera a salir volando del fondo de una chistera, convertido en paloma, para mayor gloria del prestidigitador y desencanto propio. Y por si se trataba sólo de una ilusión, le pidió que se sentara sin mediar palabra.
—Hola, chiquilla —le dijo—. Estás preciosa.
—Llámame Clara, por favor.
Hinestrosa se desabrochó la gabardina, se pasó la mano por el pelo, se dejó caer en un rincón.
—Sigues enfadada.
—No, Gabriel —respondió ella—. ¿Sabes lo que queda cuando se pasa el enamoramiento?
—El amor, dicen.
—Pues eso. A mí se me pasó el enfado hace mucho tiempo.
Se miraron por primera vez.
—Te he pedido un Earl Grey —comentó Clara mientras revolvía en su bolso en busca de un bolígrafo mordisqueado—. Vengo a hablar de Greta.
—También yo.
Luego se preguntaría Clara, Clarita, hecha un ovillo de lana y lágrimas en el sofá de la calle del Alamillo, cómo había podido exhalar tanto frío que hasta las señoras del salón de té echaron mano de sus estolas de piel. Cómo no se desmoronó como el terrón de azúcar en el agua caliente. Cómo se mantuvo erguida, cómo sacó pecho, cómo le salió la voz de esa garganta anudada, cómo no se murió allí mismo, delante de Gabriel, su asesino envenenador, el que de a poquitos la llevaba matando cinco años enteros, con sus noches y sus días, a base de lágrimas negras, acidas, amargas, cianuro potásico, arsénico, amoniaco.
Lo notó temblar un poco, abrocharse la chaqueta, evitar dos o tres veces mirarla de frente, quebrársele el habla en una tos seca, humedecérsele el cristal de sus gafas de ver, la vista cansada, el alma cansada, el cuerpo cansado, envejecido, abandonado. Sin rastro de vida.
Y fue sólo cuando él ya no estaba allí, cuando salió por la misma puerta de cristal que lo enmarcó al entrar, con la misma voz de mujer pronunciando su nombre por lo bajo, «Hinestrosa», como un susurro lejano, cuando Clara reconoció el perfume que ella siempre le regalaba y tuvo la certeza absoluta, total, kantiana, crítica de la razón pura, de que su fotografía seguía presidiendo la entrada de la casa de Gabriel.
—No comprendo las razones —admitía el maestro mientras ella apuntaba en su cuadernillo de alumna aplicada—. Tal vez la edad, o el puro aburrimiento, o esa novia tan guapa que le achacan a su hijo. El caso es que Greta Bouvier, por algún motivo que se me escapa, ha decidido contarlo todo. Contármelo todo —aclaró—. No había vuelto a hablar con ella desde que publiqué la biografía de Thomas hace la friolera de veinte años.
—¿Cómo te encontró?
—A través de mi editorial, o de internet, qué sé yo. Lo cierto es que consiguió mi número de teléfono y me llamó a las doce de la noche del martes.
Una camarera de uniforme oscuro y delantalillo blanco les sirvió un té muy caliente en una taza de porcelana inglesa.
—¿Azúcar? —le preguntó a Hinestrosa.
—No —respondió Clara por él olvidando que la salud del profesor no era ya cosa de su incumbencia.
—A la niña tráigale medio limón, por favor —pidió él como venganza.
Clara levantó la vista del papel y se encontró con su mirada de perro abandonado.
—Así que te llamó el martes —continuó para zanjar la cuestión.
—Exacto. A las doce de la noche. Sonó el teléfono y era ella. Greta. Dijo: «Necesito urgentemente hablar con el profesor Gabriel Hinestrosa. Soy la señora Bouvier, desde Nueva York».
—Ya, como un telegrama de los de antes.
—Es muy de antes esta Greta.
—Sigue.
—Bueno, no recuerdo palabra por palabra lo que me dijo después, pero la conclusión es la que sabes. Quiere que le redacte sus memorias y que las publique tu revista. En todas sus ediciones, eso sí. Me puso esa condición: «En Europa y América».
—A lo grande.
Hinestrosa guardó silencio mientras Clara garabateaba algo en su libreta.
—Ya la conocerás, Clara. A Greta Bouvier no le gustan las medias tintas. Cuando toma una decisión la lleva a cabo hasta sus últimas consecuencias.
El té tenía un regusto amargo. Clara tomó el limón entre sus dedos de escritora moderna, sin rastros de tinta, y lo exprimió sobre la infusión oscura. Aquel gesto suyo, aquella identificación de su persona con el sabor del mojito dulce, del caramelo ácido, del sorbo caliente al despertar escocía en el cuerpo de Gabriel Hinestrosa, que en aquel momento hervía por dentro, igual que el té.
—Le hablé de ti enseguida. —Sonó sincero—. De tu facilidad para extraer el jugo a cualquier historia; de tus dotes de narradora, de tu estilo directo y al tiempo tan lírico, de tu manera de estar sin que se note tu presencia, de tu capacidad para traducir sentimientos en palabras…
—La convenciste.
—Quiso saber tu edad. —Hinestrosa hizo una pausa—. Después me preguntó desde cuándo éramos amantes.
Clara se atragantó.
—¿Qué le contestaste?
—No le contesté nada. Le dije que debía confiar en mí. Que irías tú en mi lugar y que me permitirías dirigirte desde España.
El viejo profesor hizo ademán de tomarle la mano. Clara no se lo permitió. Cuando volvió a hablar, parecía que había envejecido diez años.
—Es tu sueño —imploró él, derrotado—. Tu tesis, tu obra. ¿No lo comprendes?
—¿Qué no comprendo esta vez, Gabriel?
—Mi posición, chiquilla, mi posición. —A Hinestrosa le temblaban los labios—. Podía servirte a Greta Bouvier en bandeja de plata o colgar el teléfono y dejarme devorar las entrañas por el remordimiento maldito.
—Parece que lo conoces bien, el remordimiento, profesor —le escupió Clara con rabia.
—Puede decirse que dormimos juntos.
Era un hombre de conciencia Hinestrosa, pero a su manera. Cuando se trataba de juzgar a los demás, se le ensanchaban las mangas intentando encontrar una excusa razonable para cualquier comportamiento, por muy reprobable que fuera, pero si la falta era propia se mostraba radicalmente inflexible. Dormía mal, callaba mucho, paseaba a solas. A Clara, al principio, le costaba entender que sólo por mirarla el profesor perdiera la paz. Y la guerra. Que le atormentara la culpa. Cuántas veces lo encontró deshecho, frente al retrato de su esposa Marcela, consumido por la rabia y la pena juntas, cóctel mortal. Cuando se despedían alguna mañana después de una noche en vela, él se quedaba en silencio viéndola irse, mientras la muerta, Marcela, recuperaba su puesto en aquella casa vacía.
Clara acabó aceptando el espacio que ella le consentía. Un rincón claroscuro al cruzar la puerta y el título de delegada de curso como excusa para su presencia permanente al lado del profesor. Y una sonrisa irónica en las bocas de los vecinos, los compañeros de clase y los amigos de Hinestrosa.
Una vez llamaron al telefonillo cuando aún no había amanecido y él saltó de la cama con la angustia de un marido infiel. «Quédate aquí, no te muevas, no hables, no salgas, no hagas ruido, no sea uno de mis hijos, no nos encuentre así, medio desnudos, no me mires, no me juzgues, no me culpes, no me mates».
El amor clandestino, al final, no tiene ninguna gracia.
—Qué poco hemos cambiado, Gabriel —dijo Clara maldiciendo su suerte.
Él calló, se levantó despacito, como si le doliera el cuerpo entero, tomó la gabardina entre sus manos ásperas, las de las caricias en la espalda, y se apoyó en la mesa.
—Lo harás, ¿verdad? —le susurró casi.
—Lo haremos los dos juntos, maestro —respondió Clara.
Gabriel Hinestrosa se olvidó de abrir el paraguas al volver a casa. No sintió la lluvia atravesándole la piel. Clara lo había llamado maestro y el mundo había comenzado a girar de nuevo.
En el recibidor, sobre la mesita bajo el espejo, todavía reinaba la sonrisa de Clara con un fondo de nubes. Tal y como la recordaba él: alegre y viva, toda vainilla, sin rastro de la amargura que le había descubierto ahora entre las líneas de la cara.
—Discúlpame, chiquilla —le dijo a la fotografía con la que llevaba manteniendo un diálogo de locos desde hacía cinco años—. Discúlpame por el daño que te hice. Y por el que voy a hacerte. Ojalá comprendas mis motivos cuando sepas la verdad sobre Greta Bouvier. Ojalá tengas piedad de este pobre viejo.
I
A Thomas Bouvier le gustaba desayunar asomado a la bahía. Se sentaba en el mirador, frente al mar, ante una mesita blanca de hierro forjado y saboreaba el café recién tostado, la carne dulce de las papayas y los huevos revueltos con fríjoles negros mientras la brisa le desordenaba el pelo. Era el único momento del día en que la soledad se le hacía soportable. Seguía el rumbo de los barcos de pesca con la vista cansada y dejaba de lado los pensamientos que a otras horas le atormentaban tanto.
Antes de la llegada de Greta Solidej a aquella casa, el miedo a morir solo, durante la noche, sin más compañía que la de los peones de la hacienda, se había convertido en una auténtica obsesión. Se imaginaba la escena con tal nitidez que casi podía sentir la caricia espeluznante de Gloria, su difunta esposa, sobre la espalda. Su mano fría, despojada de carne, invitándolo a acompañarla por los oscuros corredores del más allá. Y su cuerpo inerte, envuelto en sábanas mojadas, en aquella cama vacía donde noche tras noche cerraba los ojos temiendo no volver a abrirlos jamás. Por eso cada mañana era una victoria. Cada desayuno, en aquella mesita frente al mar, la prueba irrefutable de que aún seguía vivo y de que, por muchas batallas que tuviera que librar en la calentura de sus sueños, él, Thomas Bouvier, era invencible. Se sentía poderoso a las nueve de la mañana, con su camisa de lino, su pañuelo de seda, su colonia fresca y su sombrero blanco.
Aquel mes de septiembre de mil novecientos cincuenta y uno en el que Greta irrumpió en su vida llevándose por delante todos sus fantasmas, Thomas llegó a tener el convencimiento de que, por un capricho incomprensible del destino, se había vuelto inmortal. Cuando la veía amanecer con la melena suelta, las piernas firmes, los ojos grandes y la boca de media luna, se olvidaba de que una vez fue viejo y, entonces, otro hombre, mucho más joven que él, más audaz, más valiente, se apoderaba de sus entrañas, de su lengua, de sus deseos, y le hacía la corte a aquella mujer con el alboroto de un veinteañero enamorado.
—Esta noche te oí gritar —le dijo cuando se quedaron a solas, uno a cada lado de la mesita del desayuno, cuarenta días después de la llegada de Greta a Acapulco—. Parecías muy angustiada, güerita, me dieron ganas de echar tu puerta abajo.
Había comenzado a llamarla así, «güerita», como la gente del mercado que cuando bajaban juntos al pueblo le gritaban desde los puestos: «¡Güerita, linda, cómprame una guayabita para tu hombre!». Y ella, que todavía no dominaba aquella lengua mestiza, lo veía sonreír y no entendía el motivo.
—Estaría soñando contigo —lo desafió ella con la boca picante escondida bajo el encaje de la servilleta.
Le costaba reconocer que también ella temía a la noche y sus fantasmas. Se los había traído prendidos de los pliegues de la piel y ahora dormían a su lado, entre las sábanas húmedas de la casa colonial. Sentía terror ante la sola idea de irse a la cama. Temblaba de frío sentada frente al fuego, por muchos rebozos de lana que le pusiera Thomas sobre los hombros. Y cuando se despedía de él con sus seis mentiras —«Gracias. Mañana me marcharé para siempre»—, creía de veras que sólo pasaría una noche más bajo su cielo protector. En cuanto cerraba los ojos volvían a su cabeza, con más nitidez que nunca, los recuerdos de los últimos días de la guerra. Era capaz de escuchar con total claridad el estruendo de las bombas Lancaster al caer sobre los escombros, el rugido de los aviones de la RAF arañando los tejados, el griterío salvaje de los supervivientes que salían a la luz como cucarachas de las alcantarillas. Se veía de pie en lo alto de la escalera de madera que cruzaba de arriba abajo la oscura mansión donde todavía yacían los cadáveres de los niños empapados de sangre.
Y luego, su frenética carrera cargando con el dinero de la familia en el maletín, con la pistola dorada, la asesina de niños, apretada contra el pecho, a punto de estallar. Después, el bosque cubierto de bruma, parcialmente abrasado por las llamas, y el árbol aquel, verde, como si por él no pasara la guerra, esperándola con las raíces al aire. La tierra negra entre las uñas rotas, las piernas cubiertas de barro, un agujero escarbado con sus propias manos. El maletín enterrado junto a la pistola. El pelo enredado, los ojos fuera de las cuencas, la boca espumosa. «¡Mátame!», gritaba en sueños. ¿Cómo no desear la muerte?