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Authors: Mamen Sánchez

Agua del limonero (8 page)

BOOK: Agua del limonero
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Pero la realidad era otra. Hacía un frío húmedo, una noche precoz. En vez de abrigo llevaba un anorak de plumas; en vez de pluma, un ordenador portátil; en vez de mil novecientos cincuenta y uno, una era de luces rabiosas y rostros hostiles. Clara Cobián se sintió chiquita, desamparada, terriblemente sola en un Nueva York que había avanzado medio siglo en su ausencia. Tenía razón el maestro: ya no circulaban los gánsteres en sus viejos Ford bajo las farolas, ni Audrey Hepburn desayunaba en Tiffany, ni Gene Kelly bailaba bajo la lluvia de Broadway. El taxi en el que iba salpicaba agua sucia contra las aceras grises igual que en cualquier otra ciudad del mundo, las mujeres cargaban el peso de la compra, los hombres arrastraban un cansancio de años y por los callejones oscuros se colaba la luz de los portales.

—¿Decepcionada, dices? —Greta se enojó cuando Clara le confesó durante la cena que la ciudad le había parecido triste—. Yo la conocí bajo una lluvia de lágrimas, y a pesar de eso la vi tan linda como una de esas bolas de cristal que al agitarlas se llenan de nieve blanca, patinadores alegres, árboles de Navidad y castañas asadas. Era treinta de noviembre, igual que hoy.

La recibió una doncella de uniforme, con cofia y delantal. En el jardín, un mozo con librea que se frotaba las manos para espantar el frío se empeñó en subir sus maletas a pulso, despreciando las medulas, rechazando la ayuda que ella le ofrecía.

Una vez, el maestro cargó una tarde entera con su bolsa de viaje por las callejas empedradas de una ciudad del sur y Clara protestó al principio sintiéndose culpable al oírle jadear. Pero él se detuvo bajo un balcón invadido de geranios, a media cuesta, y le dijo: «Chiquilla, estoy educado de un modo que o me dejas llevarte la bolsa o no pego ojo en toda la noche».

También se rindió ahora a la autoridad del mozo sin más discusión que un leve encogimiento de hombros y la duda de si debía o no darle una propina al final de la escalera.

La doncella aquella tenía ojos de miedo, como si cada vez que abría la puerta de la casa temiera que entrara el hambre. Condujo a Clara por un pasillo largo cubierto de láminas pintadas a plumilla y le mostró la habitación que le habían preparado, en el primer piso, con dos ventanas grandes que daban al jardín. Le dijo que la señora no tardaría en volver, que había ordenado la cena a las siete, que si prefería sal o pimienta en el salmón. Y que se llamaba Rosa Fe, como su madre. En ese momento Clara cayó en la cuenta de que todo eso lo había dicho en español y sintió un alivio tonto, una sensación rara de bienvenida.

Las paredes de su dormitorio estaban empapeladas en un toile de Jouy azul sobre fondo blanco. La moqueta también era azul, como las cortinas de terciopelo recogidas a los lados con sendos cordones de pasamanería que terminaban en borlones dorados. La cama era de madera noble, lo mismo que el resto de los muebles de aquella estancia: dos mesillas repletas de cajitas de porcelana y figuritas de plata y un escritorio inglés al que Greta daba el nombre de secreter, por conservar aún, en el doble fondo de uno de los cajones, un pedazo de papel con la firma de lady Clarke y la fecha remota de 1812.

Habían perfumado el aire de lavanda. Habían colocado un ramillete de flores de invierno sobre el escritorio. Habían ahuecado los almohadones y estirado la colcha. A la izquierda de la cama, una puerta disimulada daba entrada a un cuarto de baño pequeño, blanco, luminoso, que era una continuación natural del toile de jouy a menor escala.

La ropa de Clara en el interior del armario desentonaba tanto como su pobre reflejo enmarcado en el dorado del espejo decimonónico. Nunca, en toda su vida, se había sentido más intimidada y al tiempo tan afortunada como durante los quince primeros minutos de su estancia en la mansión Bouvier. Se vistió como para una cena de gala en el Alfonso XIII, con un vestido negro ceñido a la cintura, medias de seda y zapatos negros de tacón. Se retiró el pelo de la cara, se pintó los ojos como les había visto hacer a las gitanas del Albaicín, los labios con brillantina. Se adornó las orejas con unos aretes de oro y se perfumó el cuerpo con Agua de Sevilla. Después, se sentó a esperar en una butaquita tapizada de terciopelo azul a que Rosa Fe tocara a la puerta, o a que sonara una campanilla, o a la voz profunda de un criado que anunciara la cena a golpe de bastón.

Para Gabriel Hinestrosa eran las doce y media de una noche helada sin sueño. Se imaginó a Clara en la orilla contraria del océano que los separaba, temblando de nervios, a punto de conocer por fin a la protagonista de todos sus cuadernos de recortes. Se mordería las uñas, se atusaría el pelo, se cambiaría de dedo aquel anillito de amatista que le regaló su padre. Dudaría si llamarlo o no porque calcularía la hora y lo creería dormido. Supuso que no tendría noticia de las andanzas de Clara en Nueva York hasta el día siguiente por la tarde. Sin embargo, el timbre del teléfono le sobresaltó a eso de las dos y media de la madrugada con unos maullidos tan estridentes que no tuvo corazón para ignorarlos, aunque sabía de sobra que no podía ser ella, Clara, quien le alterara el metabolismo de aquella manera. Al otro lado del mundo, Greta Bouvier esperaba su respuesta con un enfado memorable.

—Es vulgar —le escupió al auricular—. Aniñada, escuchimizada, insegura. Y peor aún, lleva el vestido por debajo de la rodilla, Gabriel, por debajo.

Hinestrosa sonrió para sus adentros.

—Es delicada, Greta Bouvier, y por eso se te llevan los demonios.

La gran dama colgó de golpe y destrozó una gardenia a mordiscos. Luego se encerró en su dormitorio dos días seguidos pretextando un dolor de cabeza que al final resultó ser tan cierto como aquella explosión de rabia contenida, libre por fin después de tantos años de despecho.

Ocurrió que Clara se dio de bruces con los ojos color miel de Tom al otro lado de la puerta y cayó en la cuenta de que nadie la había prevenido contra aquella dulzura tristona. Él en persona fue quien la avisó de que la cena estaba servida en el comedor de diario. La saludó con un apretón de manos y una sonrisa elegante, sin poder apartar la vista de los aretes de oro que colgaban de los lóbulos de sus orejas. Fue como si un relámpago iluminara de repente el recuerdo de su esposa Luisa, la madre de su hija Carol, en su memoria. De su acento español, de sus ojos negros, de su ausencia. Clara lo notó.

—Yo soy de Arcos de la Frontera. Arriba de la sierra —le dijo.

Y con eso bastó para que Tom comprendiera que esa sierra era la misma de Luisa, sólo que vista desde una ladera diferente. Y también que Clara había sabido interpretar su silencio. Y no tuvo que darle ni entonces ni nunca explicación alguna sobre su soledad de los últimos quince años, ni contarle con pelos y señales la historia de amor de su vida, ni describirle la manera como se movía Luisa al bailar, ni lamentarse con la tragedia de su muerte prematura, ni confirmarle que, por un momento, se había quedado colgando del balanceo de sus pendientes.

Mientras tanto, Greta los esperaba de pie, levemente apoyada en el mueble bar, con un cansancio estudiado y envuelta en perfume. Había enviado a su hijo a buscar a Clara Cobián para poder representar esta escena de manera convincente. Sabía que la primera impresión contaba lo mismo que veinte días de arduo trabajo dramático y no quería estropearlo con una mala iluminación o un tropiezo en el pasillo. Se situó bajo el arco de la puerta, con la ventana entreabierta para que el aire de la calle le ahuecara el pelo, y le pidió a Tom que avisara a la joven periodista que había cruzado el océano sólo para entrevistarla.

Luego se arrepintió horrores de no haber utilizado a Rosa Fe para semejante misión en cuanto vio entrar a Clara y a Tom cogidos del brazo y se fijó en cómo se había pintado los ojos aquella reproducción de Luisa en chiquito que le había alborotado el ritmo de la respiración a su hijo. Entonces supo que Clara le había ganado la partida; que su puesta en escena, consciente o no, había sido cien veces mejor que la suya y se sintió vieja, oscura y casi muerta. Por eso, en cuanto Clara y Tom abandonaron la casa, otra vez del brazo, para ver las luces de la Quinta Avenida, Greta alcanzó el auricular del teléfono y despertó a Gabriel Hinestrosa hecha una fiera. «Es vulgar», dijo ella. «Es delicada», respondió él. Y la noche cayó al tiempo a ambos lados del mundo.

Rosa Fe notó la tensión en cuanto escuchó los golpes del cuchillo en el filo de cristal de la copa de Greta. Se le agarrotaban los nervios con el cling, cling, cling que utilizaba la señora para mostrarle su impaciencia o su descontento, para decirle que faltaba vino, que la carne estaba seca, la servilleta mal planchada, el mantel descolorido. Escuchar el cuchillo en la copa y ponerse a temblar era una sola cosa. Igual que se les hacía la boca agua a los perros de Pavlov con sólo oír la campanilla, a ella se le descomponía el cuerpo y se le nublaba el entendimiento con el mero sonido del tintineo aquel. Entró en el comedor con la bandeja del consomé bailándole entre los dedos.

—Rosa Fe, te he dicho un millón de veces que no llenes tanto las tazas, que se desbordan. —Greta decía las cosas entre dientes; sin perder la sonrisa—. Ahora, cuando las sirvas, ten cuidado de que no goteen en los platillos, no sea que manchemos sin querer el deslumbrante vestido de nuestra invitada.

El comedor de diario estaba junto a la cocina. Era de pequeñas dimensiones, cuadrado y sin ventanas, pero había sido delicadamente decorado con un papel de seda estampado en motivos orientales y del techo colgaba una lámpara de araña que

lo llenaba todo de destellos de colores. Las copas, una para el agua y otra para el vino, eran de cristal de Murano, compradas en Venecia, con el borde ribeteado de filigranas de oro. Era tal vez el sonido de la plata sobre el oro lo que llenaba de espanto a Rosa Fe, responsable, entre muchas otras tareas domésticas, de mantener la cubertería inglesa tan lustrosa como el primer día, la cristalería translúcida y brillante, los candelabros resplandecientes y la vajilla impoluta.

—Es de Carolina Herrera, no me engañes —comentó la señora mientras se colocaba la servilleta sobre las rodillas.

—No, de veras que no —respondió aquella chica a la vez tímida y mundana.

—Pues en ti lo parece.

Rosa Fe conocía lo suficientemente bien a Greta Bouvier como para darse cuenta de la falsedad del cumplido. Ni el vestido era deslumbrante ni lo parecía. Otras veces le había descubierto la misma manera de bajar la vista en un halago, pero siempre que la persona a quien fuera dirigido lo mereciera de veras. Se preguntó quién sería en realidad la pálida mujercita que ejercía semejante poder sobre la soberbia de Greta. Después observó algunos detalles en el proceder de Tom; en su modo de paladear el vino, en su alegría repentina y, sobre todo, en la profundidad de sus silencios, que terminaron por desconcertarla completamente. Desde que había muerto Luisa, la mujer que le desbarató el destino al prometedor horizonte sentimental de Thomas Bouvier Jr., muchas y muy diversas habían sido las jóvenes que habían ocupado el lugar de Clara en esa mesa. Pero hasta esa noche/todas ellas habían pasado de largo por los corredores de la casa como ráfagas de viento que se cuelan por una ventana abierta, sin la menor esperanza de causar mayor descalabro que el de levantar algo de polvo antes de desaparecer para siempre. Y todas ellas habían tenido en común, además, el perfume inconfundible de las maquinaciones de Greta a espaldas del hijo, cuyo máximo entretenimiento consistía en mover los hilos de un matrimonio de conveniencia con el mismo ahínco que otras abuelas tejen toquillas para sus nietos. Por eso, a Rosa Fe no le cuadraban las cosas. Esta chica no tenía comparación con las otras. No parecía digna de los cumplidos de Greta ni de la mano de Tom, y, sin embargo, daba la sensación de que alguien había cerrado la ventana por la que había entrado para atraparla dentro.

Antes de acostarse los oyó entrar en la casa. Clara y Tom regresaban charlando animadamente en la misma mezcla de inglés y español con la que se comunicaban el patronato y ella, la mucamita, de niños cuando nadie los oía. Todavía algunas veces, si la nostalgia se le hacía insoportable, Tom la buscaba en la cocina y se sentaban los dos, delante de un tequila, a escuchar boleros lastimosos y rancheras desgarradoras mientras les rodaban lágrimas gruesas por la cara.

Clara se arrepintió inmediatamente del desafortunado comentario sobre sus primeras impresiones de Nueva York. «¿Decepcionada, dices?», le había espetado Greta en un tono que le había hecho sentirse aún más ajena al hormigón armado. No podía evitarlo. En las grandes ciudades se ahogaba, se desorientaba, perdía pie. Le costaba aclimatarse al vaivén de las olas y a su espuma de humo.

—Te creo, Clara. —Tom salió en su auxilio—. Yo he nacido aquí y aún noto el peso de todos estos rascacielos sobre mis hombros. Pero tengo un remedio infalible.

Le pidió que se pusiera el abrigo, los guantes de lana, las botas de nieve; le dijo que la humedad era de hielo; le ofreció un brazo fuerte, un camino largo, y ella accedió porque tuvo la certeza de que a ese hombre era imposible decirle que no.

Enhebrada a su brazo fuerte le pareció que la ciudad brillaba bajo una luz diferente. Tom era capaz de iluminar la isla de Manhattan y de volver a apagarla. Recorrieron la Quinta Avenida deteniéndose en sus escaparates dorados, sus músicas lejanas, sus mendigos de retales y mitones, sus taxis amarillos, sus esquinas sombrías y el estrecho trozo de cielo negro del que caía la nieve como la sal.

Al llegar a un edificio tan alto que de la mitad para arriba se confundía con la noche, Tom se detuvo y golpeó con los nudillos la puerta de cristal. Un guardia de seguridad acudió a abrirles. Llevaba en la solapa las tres letras que identificaban a la compañía en el mundo entero —THB— bordadas en hilo blanco. Saludó a Tom con pocas palabras y a Clara con picardía, y volvió a sus cámaras y a sus anotaciones y a sus novelas policíacas y a su café sin leche. Ellos subieron cuarenta pisos en un ascensor de cristal, salieron a una azotea desierta desde la que contemplaron la ciudad como un campo de luciérnagas y no hubo nada ni nadie que rompiera aquella bola de cristal de la que hablaba Greta.

—El remedio es infalible —aseguró Clara.

—Ya te lo avisé —respondió Tom.

Y no quiso contarle, para no estropearle el cuento, las veces que había subido a esa misma azotea con la decisión tomada de tirarse al vacío en busca de Luisa y su fantasma de faralaes. Clara, por su parte, se calló la historia de sus noches en vela en una azotea parecida a aquélla, con las luces de Madrid haciéndole guiños desde abajo, con un mojito en una mano y el beso de Hinestrosa en la otra, porque de pronto vio con claridad, uno a uno, los miles de kilómetros que la separaban del maestro y los sintió con el mismo peso que si fueran años de distancia.

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