Authors: Mamen Sánchez
—Necesito una redactora que no tenga planes para las Navidades.
—Y has pensado en mí, qué halagador.
Después de cinco años mirando a la calle desde el mismo balcón, Clara e Iluminada se habían convertido en algo muy parecido a dos buenas amigas, aunque ambas sabían que era mucho más lo que las separaba que lo que las unía y mucho más lo que intuían que lo que conocían de veras la una de la otra.
—Bueno, tú tómatelo como quieras, pero a mí me parece que lo que voy a proponerte es un regalo. Una perita en dulce. Si no tuviera tantos nietos, iría yo misma perdiendo los zapatos.
Iluminada sonrió misteriosa y después de un segundo más de suspense miró a Clara directamente a los ojos y disparó a bocajarro:
—Greta Bouvier nos ha concedido sus memorias.
Clara no pudo reprimir una exclamación de sorpresa tal que provocó un ladrido de pánico en el caniche.
—¡No es posible!
—Sí, Clarita. Lo es. Aquí tengo el fax que lo demuestra.
La firma, en un negro muy turbio al final de un folio muy blanco, disipaba todas las dudas.
—Pasarás dos meses en Nueva York para entrevistar a la señora Bouvier. Te alojarás en su casa y vivirás rodeada de todas las comodidades. Asistirás con ella a todas las fiestas, reuniones y aburridas galas que puedas imaginar. Viajarás allá donde estén sus recuerdos y, por supuesto, conocerás a su hijo, el famoso Thomas Bouvier, y a su nieta Carol, que, por cierto, creo que anda por Madrid siguiendo no sé qué curso de arte. Ya sabes lo rara que es esa niña.
Clara seguía contemplando aquella firma sin poder dar crédito a lo que le estaba ocurriendo.
—Pero hay un pequeño detalle —añadió casi en voz baja—. Resulta que, técnicamente, la entrevista no nos la ha concedido a nosotros, sino a Gabriel Hinestrosa.
Clara levantó la vista del papel y palideció de golpe. Sintió el nombre de Hinestrosa en el centro de su cuerpo, como siempre que lo oía, pero ahora, en medio de aquel despacho, no podía apagar la televisión ni cerrar el periódico, ni hojear los libros de Gabriel evitando mirar la solapa donde estaba su fotografía. No tenía más remedio que tragar saliva y procurar mantenerse erguida en lugar de hundirse en el sofá de Iluminada, que seguía hablando sin sospechar que Clara estaba a punto de venirse abajo.
—Por lo visto, lo conoce desde hace años. Fue el biógrafo de su marido, no sé si lo sabes —apuntó—. Verás, Hinestrosa me ha llamado esta mañana para decirme que no se encuentra con fuerzas para hacer un viaje tan largo. Está medio retirado, creo. Y me ha propuesto que vayas tú en su lugar. Dice que le encantan tus artículos, Clara, que los lee todos. Le he dicho que irías a tomar un café con él esta tarde a las cinco, para que te explique, ya sabes, cómo plantear el tema y para que te ponga en antecedentes. Me ha asegurado que Greta Bouvier no tendrá ningún inconveniente en que seas tú quien la entreviste, siempre y cuando le permitas a él orientarte un poco. ¿Qué te parece? ¿No te mueres de ganas?
Clara tomó un sorbo de agua de un vaso de cristal azul. El papel temblaba entre sus manos. «De la) emoción», le contaría luego Iluminada al santo de su marido, que cada tarde escuchaba salir atropelladamente de esos labios de metralleta que habían perdido en parte la frescura de antaño los chismes de la redacción. «Se fue de mi despacho sin decir una palabra. Tiene sangre de periodista esta Clara Cobián».
II
Había una chopera a la orilla del río Guadalete que en otoño se volvía toda de oro macizo. Entonces solía llevarla su padre a dar un paseo, casi siempre bajo una lluvia muy fina, y le contaba historias del campo en el que habían nacido los dos. «La vida hay que disfrutarla como viene —le decía a menudo—. Cada minuto. Porque hasta aquello que damos por hecho puede terminar en cualquier momento. Sin avisar. Y luego, cuando eches la vista atrás y no recuerdes ya cuándo fue la última vez que llevaste a tu hija en brazos, la última vez que subiste al monte o la última vez que galopaste a caballo, sentirás no haber sido consciente de eso, de que lo hacías por última vez en la vida».
Cuando talaron aquellos árboles, el verano en el que Clara cumplió los trece años y supo a ciencia cierta que jamás volvería a pasear con su padre por debajo de esas hojas amarillas, se encerró en su cuarto con dos vueltas de llave y, una a una, fue envolviendo todas sus muñecas en papel celofán después de haber jugado con ellas por última vez.
Del mismo modo, la noche triste en la que abandonó a Hinestrosa al final de la escalera, antes de perderse por los callejones del barrio de Malasaña, Clara Cobián se detuvo bajo la luz de una farola y contempló por última vez, durante más de diez minutos seguidos, la casa a la que se juró no volver; aquella en la que aprendió a querer cuando ya era demasiado tarde. Se recreó en la tristeza, en el ocre de las paredes y el óxido de los balcones, en la azotea vacía, en la calle estrecha, en la música de un bolero que seguía sonando arriba, hasta en las pintadas y los cubos de basura, para que no le ocurriera aquello que tanto temía su padre: que al echar la vista atrás, no recordara ya lo que se siente estando vivo.
Y no volvió. A pesar de las noches de luna llena, no volvió. Hasta le pareció que le llovían pétalos marchitos de geranio según se alejaba de allí para siempre.
Le dieron las cinco de la tarde delante de una tila en el Café Comercial sin haber tomado todavía ninguna decisión. Durante los cinco años que habían transcurrido desde que se despidió de Gabriel Hinestrosa a Clara le había dado tiempo a acompañar a la mayor parte de sus amigas por los pasillos de las iglesias y de los hospitales donde se convertían en felices esposas y madres mientras ella se instalaba en los treinta en la más absoluta soledad. Había alcanzado ese estado de autonomía aparente en el que quienes no la elogiaban por su independencia y libertad la criticaban por el mismo motivo, pero nadie dudaba de que la soltería de Clara Cobián era tan consciente y voluntaria como el matrimonio de los demás y se debía en buena parte al amor desmedido hacia su trabajo.
Sin embargo, a veces, como hoy, delante de una tila caliente y temblando de frío por dentro, no podía evitar ser sincera consigo misma y reconocer, como siempre que se atrevía a mirarse de frente, que el verdadero motivo de su celibato no era otro que el persistente recuerdo de Gabriel Hinestrosa.
Si alguna vez se había dejado convencer por la sonrisa blanca y los ojos negros de algún aspirante a suplir las caricias de las manos ásperas del maestro en el cuenco de su vientre, se había arrepentido antes de abrirle la puerta de su casa. Lo había dejado fuera, maullando de hambre, sin ofrecerle siquiera las sobras de su banquete. «Me arruinaste la felicidad, Gabriel Hinestrosa —le decía al fantasma que la perseguía incansable—. ¿Cómo quieres que vuele si me robaste las alas?».
Ahora, una vida y cinco años después de soñarle de lejos, se enfrentaba a una encrucijada: o escapar del abismo o caer en él. Con todas sus consecuencias.
No. No volvería a dejarse atrapar por la telaraña del maestro. Le diría a Iluminada que se buscara otra mosca.
Sí. Se arrastraría por las calles del barrio al que juró no regresar jamás y subiría uno a uno los escalones hasta la azotea, llamaría a la puerta, le dejaría abrir y le diría: «Vine porque me llamaste. Porque lo quisiste tú».
No. ¿Qué le importaba a nadie Greta Bouvier y la crónica de su existencia absurda?
Sí. ¿Quién si no firmaría en su lugar, al final del artículo más anhelado de toda su carrera?
Clara dio una vuelta más a la tila ardiendo. Bastante injusto era ya que Hinestrosa se entrometiese de aquel modo en la intimidad de su suerte. ¿Iba a permitirle también que interviniese en su vida profesional hasta el punto de negarle un sueño como el de publicar las memorias de Greta Bouvier?
Gabriel sabía de sobra que la historia de aquella mujer mayor y misteriosa de pasado turbio y presente glamuroso era el objetivo absoluto de todas sus ambiciones y que desde niña coleccionaba cualquier recorte de cualquier revista en la que se hablara de ella, de sus intrigas, de sus andanzas.
El propio Hinestrosa había contribuido a avivar las llamas del deseo cuando una tarde lluviosa, refugiados los dos en el Café del Espejo, le había contado que él, veinte años antes, había publicado la única biografía autorizada de Thomas Bouvier y se había dedicado durante tres años a investigar y documentarse antes de sentarse a escribir una sola línea.
En algún rincón del desorden de su casa encontraron las notas cubiertas de polvo. Clara las leyó mientras Gabriel dormía. Luego fue mezclando una a una aquellas páginas viejas con las de sus cuadernos nuevos, papel con papel, letra con letra, hasta que se engendró el embrión de su tesis doctoral.
—Tú me la diriges, maestro, y yo te la regalo luego, para que la eduques en la anarquía de tus papeles caóticos —le propuso.
Pero jamás vio la luz aquella obra. Se ahogó en el tintero, igual que muchas de las ambiciones de Clara.
—Viajaremos juntos a Nueva York —llegó a decirle con la mirada perdida—. A bordo de uno de esos transatlánticos de película en blanco y negro. Yo, con mi boina de lana, tú, con tu abrigo largo, pasearemos cubierta arriba, cubierta abajo, nos asomaremos a la proa con el viento en contra y tomaremos el sol en una tumbona de madera, con una manta sobre las piernas.
—Chiquilla.
—Y te esperaré bajo la lluvia en lo alto del Empire State. Y tú aparecerás recién peinado, con la corbata anudada, el paraguas abierto y el recorte del periódico por el cual supiste que estuve a punto de morir cuando iba a verte.
—Chiquilla.
—Y habrá un local de jazz en una calle oscura donde nos refugiaremos de la tormenta. Gilda te arrojará el guante, y tú, con tu esmoquin blanco y tu pajarita negra, sólo querrás bailar conmigo, porque seré tu Frida, tu Guiomar, tu Simone de Beauvoir.
Decía estas cosas tumbada sobre las sábanas mientras él le acariciaba la espalda. Por eso no veía cómo se le iban llenando los ojos de bruma.
Jamás hubiera comprendido el miedo que le tenía Hinestrosa a la vejez. Ni lo que sufría cuando comparaba sus manos secas con la humedad de la piel de Clara. Ni la razón por la que había cubierto los espejos de la casa con velos de seda —«¡qué cosas tienes, maestro!»—, ni por qué le pedía siempre que apagara la luz antes de dormir a su lado.
—¿Pero qué dices, chiquilla? —A veces se detenía en sus caricias y ella le pedía más—. Hablas de una ciudad que ya no existe. Olvidas que estamos en el siglo XXI, que se abolió la ley seca, que arrasaron los Beatles, que invadieron los chinos, los hombres de negocios, el pop art. No soy tan mayor —añadía dolido—. Ya no quedaban gánsteres cuando yo nací.
—¡Ay, Al Capone, no me vengas con ésas! —respondía ella muerta de risa.
Y seguía soñando con sentarse a escribir su tesis, como Walt Whitman, a la orilla del río Hudson, con el maestro a su lado acariciándole la espalda.
Siempre imaginó aquel trabajo con más poesía que otra cosa, comenzando por un barco que llegaba a la bahía de Acapulco con una mujer a bordo, y un hombre mayor, qué cosas, igualito a Hinestrosa, esperándola en el puerto con un habano entre los dedos. Greta sería muy joven y muy rubia y muy austríaca. Y quizá apretaría contra su pecho aquel bolsito gris con el que apareció retratada por primera vez, en septiembre de mil novecientos cincuenta y uno, en las páginas de sociedad de un periódico local: «La señorita Solidej, una belleza llegada de Europa, sonríe a nuestro fotógrafo en un momento de la velada. A su lado, el millonario norteamericano T. H. Bouvier, su anfitrión en Acapulco, y un grupo de elegantes socialiités». Luego, ella, Clara Cobián, contaría, uno a uno, los pasos de aquella dama por la vida y los iría dando con Greta, del brazo de Gabriel, porque necesitaba un Thomas Bouvier de carne y hueso para poder dibujarle los ojos, las manos, el pelo y los andares.
Pero todo terminó la noche del bolero y el mojito. Nueva York, la tesis, el puerto de Acapulco, todo. Cuando Clara contempló despacio, consciente de que lo hacía por última vez, la fachada del edificio en el que vivía Gabriel Hinestrosa, vio todas estas cosas proyectadas en la pared como en una inmensa pantalla de cine que fue apagándose poco a poco, después de la palabra «fin». Y como en una de aquellas películas de la Metro, al encenderse las luces de la sala de butacas, el público, o sea, Clara, se enjugó lo que quedaba de unas lágrimas de melodrama y abandonó el lugar para volver al mundo real.
Qué cruda, qué previsible, qué insulsa era la existencia sin Gabriel Hinestrosa sentado al piano de Casabianca.
Ahora, cinco años después del end, llegaba el reviva, igualito que en el cine, adaptado al nuevo siglo: remasterizado, digitalizado y con sonido dolby-surround martilleándole la conciencia.
Pasen y vean, comienza la venta de entradas. Pueden adquirirlas por internet o acudir directamente a la taquilla si logran reunir el valor suficiente.
Empezó a llover contra la ventana del Café Comercial. Las gotas de agua tamborileaban en el cristal y dibujaban toboganes líquidos, carreras de lágrimas. Clara Cobián escogió dos de las grandes. A una la llamó Gabriel. A la otra le dio su nombre, Clara, como si fuera posible separar lo uno de lo otro.
En el agua de Gabriel nadaba Greta Bouvier por el río Hudson, las caricias de Hinestrosa sobre su espalda, la anarquía de sus papeles desordenados, la pluma de Simone de Beauvoir amando a Sartre y las palabras de su padre bajo la chopera del río Guadalete: «La vida hay que disfrutarla como viene, cada minuto». En la gota de Clara se ahogaba Clara, su piso de la calle del Alamillo, el limón en la vainilla, el orgullo malherido, la soledad.
No esperó a presenciar el triunfo de Hinestrosa sobre Cobián. Abandonó la tila sin probarla, se levantó de la mesa, del café sin compañía, y salió a la lluvia a eso de las cinco y media de un jueves de noviembre, decidida a bailar de nuevo sobre la cuerda floja.
III
Recordaba cada esquina, cada plaza, cada portal y cada acera de aquellas calles que había jurado no volver a pisar jamás. Cinco años no se notan más que por dentro. Tal vez algunas canas más, algunos kilos menos, dos o tres disgustos acumulados bajo los ojos, ropa nueva, largo o corto, dependiendo de la moda, pero los mismos adoquines, las mismas cornisas y el mismo trozo de cielo colándose entre los tejados. Hasta los gatos parecían los de antes y los niños jugaban en los charcos de siempre.