Agua del limonero (2 page)

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Authors: Mamen Sánchez

BOOK: Agua del limonero
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Al caer la tarde se tomaba un bourbon con hielo en el mirador de su casa y luego pedía el bastón y el sombrero para bajar al pueblo por las curvas del camino, entre los árboles de naranjas. Se detenía a veces para arrancar uno de aquellos frutos y saborear el jugo dulce y fresco de la pulpa. Aspiraba el aire húmedo de los cocotales, caminaba despacio, a la sombra de las palmas que se columpiaban con la brisa del mar, y aligeraba el paso al escuchar la música de los burdeles del puerto, con los ojos negros de las mulatas instalados en el centro de las sienes.

Tenía una debilidad entre las piernas, como la mayoría de los hombres que han construido el mundo, la mala costumbre de enviudar cada cierto tiempo, hasta tres veces, y ni un solo descendiente con el que nutrir su árbol genealógico. A ratos era consciente de que se le secaba la vida más deprisa que el petróleo de sus pozos de Texas y entonces buscaba la inmortalidad en las callejas del pueblo, jurando amor eterno a quien menos lo merecía, recibiendo a cambio la promesa de no olvidarlo jamás, y dejando a deber la última copa para asegurarse, después de esa noche, un día más en el que saldar su deuda. Luego volvía a trompicones a la casa, que le recibía recién levantada; con destellos de color amanecer en las columnas de su fachada inmensa.

Un mozo de piel tostada le abría la puerta y él atravesaba primero el recibidor, del que partía una escalera dividida en dos, luego un salón donde danzaban los visillos con la suave brisa de la mañana, después otro, más grande aún, presidido por un piano de cola blanco, un cóctel-bar con una barra de madera maciza y varios taburetes altos tapizados con piel de cebra; el comedor, con su vajilla de Talavera, su cristal de Bohemia y su lámpara de Murano; y al final, el mirador, desde el que una tarde de septiembre de mil novecientos cincuenta y uno vio llegar un barco que le pareció diferente al resto.

Ocurrió tres o cuatro semanas después de aterrizar en el aeródromo de Guerrero y de instalarse en aquella hacienda desalmada en la que jamás durmió tranquilo, ni cuando vivía Gloria, su tercera esposa, la mexicana que le sazonó los primeros años de su vejez con chile picante, ni cuando se quedó a solas con su catrina de tules y plumas, de sedas y encajes sobre la calavera del rostro tan bello, tan dulce, que a veces se le aparecía en sueños para avisarle de que ya pronto, muy pronto, le vendría a rondar el mariachi de la muerte.

Había una elegante mujer al piano y un centenar de personas en la casa aquella tarde. Los caballeros vestían esmoquin blanco y pajarita negra. Las damas llevaban guantes de seda largos, la espalda al aire, el pelo suelto, la risa entre los labios. Los balcones estaban abiertos, los farolillos prendidos. En el mirador, cuatro o cinco grupos de fumadores hablaban del precio del maíz, de los buenos cafés y de los malos gobiernos mientras se les consumían los cigarros y se les iluminaban las estrellas.

A Thomas Bouvier le traían sin cuidado aquellas cosas. Consciente de haber llegado ya al penúltimo capítulo de su novela, lo único que le interesaba de veras era sentirse vivo, y lo lograba así, con un pie entre las convenciones de la alta sociedad y el otro sumergido en el fango de los barrios bajos.

Estaba de pie frente a la bahía, con el vaso casi vacío y el habano casi encendido, cuando escuchó la sirena de un buque que se acercaba al puerto. Era uno de esos cargueros que parecen provenir de otro mundo; que traen el casco modelado a golpes de hielo y agua de mar. Sin embargo, no entraba renqueando por la bocana, sino con la proa muy alta y la cubierta encendida, alumbrando cien sombras entre los contenedores de metal. Decenas de hombres y mujeres viajaban a bordo y a codazos trataban de hacerse un sitio en la baranda superior para presenciar la maniobra de atraque y ver cómo se amarraban sus destinos a la tierra fértil, serena y libre que los recibía con los brazos abiertos.

No dijo nada a nadie. Sólo se llevó un bastón de caña. Salió por la puerta principal, bajó por el camino de los cocotales, tantas veces recorrido a oscuras, y, cuando abandonó aquel laberinto verde, se encontró en otro, de adobe y cal, entre palenques, mercados y cantinas. Luego se introdujo por el callejón que llevaba al puerto y buscó con la memoria aquel café sospechoso de contrabando desde el que solía asistir al desembarco de gentes y mercancías procedentes de la otra orilla del océano. Se sentó en una butaca de mimbre, se colocó de frente al apeadero, encendió por fin el habano y entre las virutas de humo blanco la vio llegar.

Algo tenía la silueta de la gente cuando la iluminaba la luna que, en cuanto ponían un pie en la dársena, Thomas adivinaba quién sobreviviría y quién perecería; quién echaría raíces y quién se secaría, quién vencería y quién sería derrotado. Y al distinguir la silueta de Greta entre el mar y la tierra supo que aquella mujer venía para quedarse. Para quedarse con todo.

Diez centímetros de tacón, los ojos claros, la boca triste, la falda recta, la blusa blanca y una cascada de rizos rubios derramándose por su geografía montañosa. Con los dientes de arriba se mordía el labio de abajo, que parecía de sangre. Con las uñas largas se aferraba a un bolsito gris. Lo apretaba contra el pecho con tal fuerza que daba la impresión de que en él viajaba su única esperanza de mantenerse a flote mientras el resto de los mortales se ahogaba a su alrededor. Vaciló un momento al pisar tierra por primera vez. Paseó la vista por las candilejas del puerto y comenzó a caminar en línea recta, con una seguridad extraña, como si conociera de sobra aquel lugar.

Al pasar junto a Thomas Bouvier se le enredó el pelo en el humo de su cigarro y ambos respiraron a un tiempo el mismo aire. Fue sólo un instante, imperceptible para cualquiera ajeno a los dos, pero suficiente para que aquel anticuado caballero sintiera de golpe, sobre los hombros, los cien años de soledad de la futura novela de García Márquez y tomara la inexorable decisión de volver a ser joven.

La siguió sin ser visto por los callejones hasta una casa de huéspedes que quedaba en un alto y entró tras ella en la oscuridad del recibidor. El dueño de la pensión guardó bajo el mostrador una botella de Tequila Cuervo.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita?

—Soy Greta Solidej —dijo ella con un acento lejano.

El hombre acercó la luz al libro de huéspedes y paseó una uña negra por la lista de nombres y fechas hasta que pareció encontrar lo que buscaba.

—Llega muy tarde.

—Dos días tarde, sí. Culpa del mar.

—Pero tendrá que pagar las dos noches. La estuve aguardando como usted me dijo. Su equipaje llegó el martes. Yo mismo lo reclamé. Tuve que responder muchas preguntas, ¿sabe?

Greta tomó el control de la conversación.

—¿Cuánto?

—Veinte pesos.

Ella asintió.

—Los tendrá por la mañana, cuando compruebe que no falta nada. Ahora déme la llave.

El hombre no quedó conforme con el trato.

—¿Y cómo sé que no se marchará esta misma noche sin pagar lo que me debe, señorita Solidej?

Greta lo miró de arriba abajo.

—Tendrá que confiar en mi palabra, no le queda otra.

—Ni modo —respondió él sin la corrección del primer momento—. Yo no me fío ni de mi sombra, güerita. O me paga ahorita o ya se me está regresando por donde vino.

La voz de Thomas Bouvier podía ser tan dulce y melosa como una papaya madura, pero también tan fría, profunda y negra como el agua de nieve al final de un pozo.

—¿No le oyó a la dama lo que le dijo, que mañana tendrá su dinero? —pronunció con el tono cortante que empleaba con los peones de la refinería.

Greta se volvió hacia la figura que parecía salir de detrás de la niebla. Se fijó en el esmoquin blanco, en el cabello gris peinado hacia atrás y en el olor a gardenias que hasta aquel momento había confundido con el aroma natural de esa tierra desconocida y que la había acompañado desde el instante mismo en que descendió del barco. Ahora que era capaz de separar aquel olor de cualquier otro, tuvo la certeza de que la presencia de Thomas Bouvier en aquel antro, a aquella hora, no era producto de la casualidad, y por primera vez en mucho tiempo sintió un miedo atroz.

No había temblado de aquella manera durante las tres semanas que pasó a bordo del carguero; ni en los días anteriores, mientras preparaba su viaje a la luz de un candil, ni siquiera cuando se apagaba aquel candil y se quedaba a oscuras en la soledad de su celda. Este miedo era diferente; más visceral, miedo a lo desconocido, o a la claridad con la que se le apareció su imagen atrapada entre dos fuegos.

«Las cosas de lejos parecen más sencillas», pensó mientras trataba de calcular mentalmente de dónde procedía el peligro mayor, si del dueño de la pensión o del hombre que la venía siguiendo desde el puerto. Se aferró aún con más fuerza a su bolsito gris y procuró disimular su angustia.

—¿Qué le sucede, gringo? ¿Es que es suya la señorita? —preguntó entonces aquel individuo refiriéndose a Greta como si hablara de una muía de carga.

—No. Pero si ella quiere, se viene conmigo.

Se acercó todavía unos pasos más al mostrador, sacó del bolsillo interior de su chaqueta una cartera de piel y extrajo un billete de cincuenta pesos que dejó caer ante las narices del posadero como por descuido.

—Me llamo Thomas Bouvier, y no puedo ofrecerle más que mi sincera amistad. Lamento no tener treinta años menos para regalárselos todos —le dijo mirándola a los ojos de un modo que consiguió hacer sentir a Greta una serenidad nueva—. ¿Me hará el hombre más feliz del mundo y aceptará mi invitación? Le advierto que soy totalmente inofensivo. Vivo solo en una casa inmensa y soy más aburrido que un aristócrata inglés.

A Greta se le dibujó un principio de sonrisa al final de los labios.

—Es usted muy amable, pero, como comprenderá, lo que me propone es imposible —respondió sin bajar la vista—. ¿Qué pensarían sus amigos? ¿Cómo les explicaría mi presencia en esa casa de la que me habla?

Thomas Bouvier dejó escapar una carcajada sincera.

—En realidad, señorita…

—Solidej.

—En realidad, lo que opinen los demás me importa un carajo, perdone la expresión —continuó—, pero sí puedo entender que a una mujer tan bella como usted y con tanto futuro por delante las convenciones sociales le condicionen la vida. Pensemos pues.

—¿Pensemos?

—Sí. Inventemos. Digamos que es usted mi sobrina.

—¿Tiene usted sobrinos en Austria, señor Bouvier? Porque, de otro modo, el parentesco puede resultar ciertamente chocante.

El dueño de la casa de huéspedes asistía a esta conversación desde el otro lado del mostrador sin disimular su interés. Se había apropiado del billete y lo apretaba entre sus sucios dedos. Los observaba con tal atención que su presencia se hizo cada vez más evidente, y con ella la necesidad de salir de aquel lugar cuanto antes.

—En un par de horas enviaré a mi gente a recoger el equipaje de la señorita Solidej —anunció Thomas en ese tono que parecía inventado sólo para el hombre aquel—. Y más le vale que no falte nada.

Después, con un elegante ademán, le indicó a Greta el camino hacia la calle. La tomó del brazo como si fueran viejos conocidos que caminaran juntos por el paseo marítimo de alguna capital costeña y pasito a paso, sin que ella pudiera o quisiera evitarlo, fue dirigiéndola hacia el sendero entre cocotales que subía por la colina de Las Brisas y desembocaba en su casa de sábanas húmedas y corrientes de aire.

III

—Inventemos.

Thomas se había sentado sobre una roca muy negra en lo alto del acantilado. Unos metros más abajo rompían las olas sobre la playa vacía y el horizonte era de un color indeciso entre cobre y plata.

Greta se había sujetado la melena con una cinta de terciopelo negro y ahora que se había retirado el pelo de la cara aún parecía más joven y bella que antes. Tenía los ojos del color de los melocotones maduros. Lucía un collar de perlas cultivadas alrededor del cuello. Su ropa era de buen paño y daba la impresión de haber sido hecha a medida. Las manos eran suaves, los ademanes elegantes. Aquella mujer era un misterio en sí misma.

Thomas se moría por saber de dónde había salido semejante ejemplar. Lo que normalmente traía el mar eran peces de otra clase. Gente sin esperanza en los ojos, sin pizca de orgullo ni dignidad. Personas que jamás se atreverían a levantar la voz, ni la vista, y que no poseían un ápice de la altanería mal disimulada que se le adivinaba a Greta.

Pero habría tiempo para todo. Ahora lo único urgente era dibujarle un motivo a la presencia de esta joven en su futuro inmediato.

—Conque es usted austríaca —dijo cuando recuperó el resuello.

—Nací en Viena, sí, pero he vivido en Baviera desde que era una niña —respondió ella—. Como sabrá —añadió enigmática—, la guerra altera todas las cosas.

—¿Y ha viajado usted sola desde la Vieja Europa?

—Sí. Ya no me queda nadie en este mundo —confesó con aparente resignación.

—No parece usted muy afectada.

Greta se volvió hacia el acantilado y guardó silencio por un momento.

—No lo estoy —admitió por fin encarándose con Thomas—. Creo que he perdido la capacidad de sentir, ¿sabe? Yo ya no siento nada.

Una brisa fresca subió por la colina y Greta se estremeció.

—Al menos es capaz de sentir frío, señorita Solide).

Thomas se levantó de la roca, se quitó su chaqueta y se la puso sobre los hombros a la joven.

—Si voy a ser su sobrina, debería empezar a llamarme por mi nombre de pila, ¿no cree? —comentó ella—. Me llamo Greta.

—El mío es Thomas, pero me niego a que me llame tío Tom —respondió él—, así que mejor pensamos otra coartada.

Todavía se escuchaba la música del piano blanco cuando llegaron ante la puerta de la casa. La luz se escapaba por las ventanas iluminando parte del jardín. En la rotonda, a la entrada, esperaban los coches silenciosos y a cierta distancia llegaba el olor del cuero y la madera de sus interiores.

En cuanto los vio asomar por el camino de los cocotales, el mozo se apresuró a abrirles la puerta. Un delicioso aroma a pavo asado los envolvió.

—Pedro, dígale a Rosa Fe que prepare la habitación celeste para mi invitada. La señorita Solidej se quedará una temporada con nosotros.

Greta se había detenido en el centro del amplio hall, bajo la lámpara de cristales, y contemplaba inmóvil la espléndida visión de la casa en fiesta. Iba procesando sonidos, perfumes y emociones, sintiendo que giraba sobre sus propios zapatos, como en una noria o en un tiovivo de feria.

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