Authors: Mamen Sánchez
Thomas la observó desde detrás, le calculó poco más de veinte años, sesenta centímetros de cintura y mil noches en vela. Y no necesitó saber ninguna otra cosa sobre la vida de Greta antes de ese instante. Supo que con aquellas tres cifras tenía suficiente para inventarla.
—¿Dónde te habías metido, Thomas?
Un caballero panzudo y de grandes bigotes se acercó a ellos con una copa de licor en la mano.
Emilio Rivera, te presento a la señorita Solidej —dijo el con la mejor de sus sonrisas—. Es la hija de mi buen amigo Ulrich Solidej, a quien había perdido la pista hace tiempo. Hace tres meses recibí una carta suya. Resulta que pasó los últimos años de la guerra en la clandestinidad, en Baviera, escondido en una granja junto a su familia. Tras la caída del Tercer Reich regresó a Austria y se encontró con que su casa estaba destruida y su hacienda deshecha. Lo ha pasado realmente mal, mi buen amigo. Así que le respondí proponiéndole que viniera a visitarme a Acapulco.
—Ésta es una tierra de grandes oportunidades —aseguró el caballero con la vista clavada en Greta—. ¿Cuándo podré tener el placer de invitar a sus padres a almorzar conmigo, señorita Solidej?
Greta bajó la vista en un gesto de tristeza tal que Thomas no pudo sino admirar sus dotes de actriz.
—Desgraciadamente —intervino la joven con un hilo de voz—, ambos murieron a los pocos días de zarpar de Hamburgo. Tuberculosis —añadió en un susurro—. Pusieron el barco en cuarentena, a doce millas del puerto, y esperaron hasta que sólo los inmunes quedamos en pie.
—¡Qué barbaridad! ¡Qué falta de humanidad! ¡Pobre criatura!
Pronto el salón de baile entero recibió a Greta como a una heroína de guerra. Hombres y mujeres vestidos de gala la rodearon de todos los lujos que encontraron a su alcance a cambio de mil preguntas sobre la crudeza de los años que pasó escondida de los nazis en aquella granja de Baviera que cada cual imaginó a su manera; de la travesía a bordo del barco que alguien bautizó con el nombre de «buque fantasma»; de su soledad en medio de la desolación más absoluta y de sus primeros pasos en la tierra prometida.
Después rogaron a Thomas con lágrimas en los ojos que se ocupara de aquella joven, que no la abandonara a su suerte, y llegaron a exigírselo como si su único deber en esta vida no fuera otro que proteger aquella alma desvalida de los peligros del mundo.
—Contigo estará segura —le decían las señoras empolvadas en talcos.
—O la acoges bajo tu techo o te retiramos el saludo —lo amenazaban los que decían ser sus mejores amigos.
Y Thomas, al cerrar la puerta a sus espaldas y tras despedirse de todos ellos con la amabilidad de siempre, les respondía bajando la voz, como si quisiera evitar que Greta pudiera llegar a pensar que actuaba de aquella manera sólo por caridad y lástima.
—Cuidaré de ella hasta que me muera.
Luego, una vez a solas, ante las brasas de la chimenea del salón donde ya no se oían las notas de aquel piano de cola blanco, ambos brindaron entre risas, por primera vez el uno frente al otro, en aquella casa que con el tiempo terminaría por convertirse en el primer hogar de Greta Solidej y el último de Thomas Bouvier.
Ella le habló de la oscuridad del océano cuando se apagan las luces y uno no sabe distinguir dónde termina el cielo y comienza el agua. «Se mira hacia delante porque es mejor olvidarse de lo que se deja atrás. Porque si queda alguna esperanza, hay que ir a buscarla a la otra orilla del mundo. Y aun así, a veces se duda de que exista algo por lo que merezca la pena seguir viviendo». «¿El destino? Yo creo más bien en la deriva. Así me siento, como una de esas botellas que llevan un mensaje de socorro dentro y van a donde las llevan las olas».
—¿Y quién soy yo para ti en esa historia de naufragio?
—Todavía no sé si una playa o un arrecife. ¿Por qué me recogiste, Thomas Bouvier? ¿Por qué no me abandonaste a mi suerte?
—Porque yo sí creo en el destino.
Poco después de la media noche uno de los peones de la hacienda franqueó la puerta de atrás cargado con los dos grandes baúles de la joven austríaca y los subió a duras penas hasta la habitación, que ya habían llenado de flores.
Entonces Greta se levantó lentamente, miró a Thomas con dulzura y le dirigió las seis palabras con las que se despediría de él de esa noche en adelante, todas y cada una de las veces que se dijeron adiós de mentira, a sabiendas de que la única verdad capaz de separarlos iba a ser la muerte, la parca, la pelona, la desvelada.
—Gracias. Mañana me marcharé para siempre.
Había un tiesto con gardenias entre el cristal y la bahía en la habitación de Greta, y dos baúles cerrados a los pies de la cama.
Ella se arrodilló ante el más grande de los dos y tiró con fuerza de las cinchas de cuero. A toda prisa, sacó la ropa de dentro y la amontonó en desorden a su alrededor. Después, introdujo una pequeña varilla de metal en uno de los extremos de la base e hizo palanca para descubrir un doble fondo en el que viajaban escondidos más de veinticinco mil dólares en marcos alemanes. Volvió a cerrar con cuidado aquella tapadera secreta y se desplomó sobre la cama, todavía vestida, todavía con las uñas clavadas en el bolsito gris.
Entonces se incorporó a medias, abrió el cierre metálico de aquella alforja que parecía contener las últimas gotas de su sangre, y con el cuidado de quien manipula un cartucho de dinamita extrajo de su interior una pistola pequeña y dorada, casi un juguete, la ocultó bajo la almohada y, acurrucada como un recién nacido, se quedó profundamente dormida con la cabeza sobre el gatillo.
I
Clara Cobián obtuvo una sola matrícula de honor en toda la carrera de periodismo. Se la concedió el profesor Hinestrosa como muestra de gratitud por haberle encontrado la juventud después de tantos años de haberla perdido. Ella le dijo, en broma, que parecía uno de esos viejos que andan buscando sus gafas por todos los rincones sólo para terminar descubriendo que las llevaban puestas desde el principio.
Las listas de notas las colgaba el bedel en unos tablones de corcho junto a la puerta de cada clase. Abría la vidriera, pinchaba los cuatro o cinco folios en riguroso orden alfabético y luego le echaba el cerrojillo a la cristalera con que los protegía de los probables asaltos. Con el mismo fin, el de evitar males mayores, llevaba a cabo esta labor en medio de la más absoluta cautela, a puerta cerrada, con la noche encima, veinte o treinta minutos antes de abrir las puertas de la facultad y permitir la entrada a esa horda de estudiantes borrachos e insomnes que habían pasado las últimas horas celebrando por adelantado el final de las clases, los exámenes, el flexo de la biblioteca y el olor a calamares fritos de la cafetería.
Clara tampoco había dormido mucho aquella noche tan corta, tan cálida y luminosa, que luego, con el paso del tiempo, recordaría como un retal de madrugadas cosidas las unas a las otras.
—Escúchame, Clara.
Gabriel Hinestrosa había dejado la puerta de la azotea abierta y un bolero encendido cantándole a la calle estrecha.
—No.
—Tengo sesenta y tres años, doscientos cincuenta de colesterol, la tensión por las nubes, la vista cansada…
—Y azúcar. Te olvidas del azúcar.
Clara preparaba mejor los mojitos que el gazpacho.
—Ya no vamos a salir nunca más ahí fuera, chiquilla.
Ella guardó silencio, pero continuó exprimiendo limones como si no lo hubiera oído.
—¿Quieres que te mienta? ¿Es eso?
El profesor Hinestrosa era un hombre corpulento, de los que al pasar bajo los marcos de las puertas agachan levemente la cabeza. Subía al tercer piso de la facultad apoyándose en la barandilla y deteniéndose a recuperar el aliento cada diez o doce peldaños, sin importarle que sus alumnos lo adelantaran a grandes zancadas, a derecha y a izquierda, de arriba abajo, por aquella escalera del demonio.
—Me aproveché de ti, Clara Cobián, de aquella manera como me mirabas, tan atenta que parecías no haber visto otro hombre en tu vida, sin parpadear apenas, sin bajar los ojos ni para tomar apuntes.
—Te equivocas, maestro. Yo no te miraba. Te escuchaba.
—¿Me escuchabas?
—Y me parecía que todo lo que decías era un poema en prosa. Me acunaba tu voz porque era de madera. Me sabías a whisky escocés, a jamón curado.
—¿Y por qué no quieres escucharme ahora?
Clara puso el hielo en la batidora y comenzó a picarlo haciendo un ruido atronador. Se giró sobre sus talones, se enfrentó a su rostro, a sus manos grandes, a sus ojos tristes, a los quince o veinte años que esperaba vivir todavía.
«No son pocos. Para mí, no son pocos», y supo que Gabriel Hinestrosa, Premio Nacional de Literatura, académico y catedrático, poeta y periodista de la vieja escuela, había tomado la decisión irrevocable de romper con ella.
Dejó la cocina revuelta, el hielo picado, el limón exprimido, el bolero encendido, la azotea abierta y a Hinestrosa en pie, levemente agachado bajo el dintel de la puerta.
—¡Vuela, vuela! —dijo él en lugar de adiós.
Clara vagó por los callejones de Malasaña hasta que se apagaron las farolas nuevas, las que habían transformado el barrio y lo habían despojado de aquellas sombras y aquellos portales oscuros de antes. Ahora colgaban gitanillas en lo alto de los balcones.
Cuando amaneció por fin y las calles se vaciaron de gente sonámbula, Clara tomó el autobús en el que solían viajar los dos hasta Moncloa, donde a veces él, a veces ella, dependiendo del frío, la lluvia, el cansancio de uno o la prisa del otro, se despedía con un beso y un pañuelo blanco y esperaba en la misma parada al siguiente autobús, para que nadie los viera llegar juntos. Para no alimentar los rumores, los susurros, las miradas esquivas, los secretos a voces.
Eran amantes Clara Cobián y Gabriel Hinestrosa. Él había nacido cuarenta años pronto o ella cuarenta tarde. Culpa de ambos. Por eso y por miedo a que el catedrático tomara represalias si alguno de sus alumnos se iba de la lengua, nadie se había atrevido jamás a hablar de ellos en voz alta. Al menos hasta esa mañana, la última del último curso, cuando ya la suerte estaba echada y no había modo de dar marcha atrás.
La estaban esperando los mismos que cuchicheaban a sus espaldas por los pasillos de la facultad para seguirla por la escalera, escoltarla hasta la puerta del aula y felicitarla por aquella matrícula de honor tan bien merecida.
—Conseguida a base de esfuerzo y sacrificio —dijeron entre carcajadas—, del estudio en profundidad de la asignatura de geriatría, de tu dureza de estómago, de tu falta de escrúpulos. Llegarás lejos, araña trepadora, te harás famosa, te comerás el mundo.
Y ella se marchó para siempre de aquel edificio de hormigón armado sin recoger las papeletas firmadas ni comenzar los trámites para la obtención de su expediente académico.
Hinestrosa la vio salir desde la ventana de su despacho, a través del humo de un cigarro que le temblaba en los dedos.
—¿Te valió la pena, Gabriel?
El rector, Francisco Olavide, era más que un amigo. Se habían hecho viejos el mismo día y se habían dejado crecer la barba juntos, ante el mismo espejo. Olavide no se la volvió a afeitar. Hinestrosa, en cambio, se había adaptado mejor a los nuevos tiempos.
—Claro que valió la pena —respondió él sin apartar la vista del camino por donde empezaba a perderse la imagen de Clara—. Tuve la oportunidad de vivir de nuevo. De volver a empezar. —Sonrió—. Acuérdate de mí el día que murió Marcela, viejo como un harapo, vencido como la Revolución del sesenta y ocho, con dos hijos mayores y tres nietos que me llaman abuelo sin piedad cada vez que levanto el auricular del maldito teléfono. Y piensa ahora en el cuerpo de Clara, suave, caliente, dulce y lleno de vida. Imagina que eres tú a quien acarician sus manos, quien se encuentra ante una mujer que contempla el futuro como una realidad, que no teme a la muerte, que te habla de viajes, de retos, de hijos, que está dispuesta a acabarse contigo, que te busca en la noche y se abraza a ti como si no quedara ningún otro ser humano en esta tierra. ¿No crees que valdría la pena?
—¿Entonces?
—Pero ¿y el miedo? ¿Acaso vale la pena pasar tanto miedo?
Clara Cobián se labró un nombre a fuerza de trabajar muy duro desde el instante mismo en que le dio la espalda a la fachada de la universidad. Aquel verano consiguió un puesto como becaria en la redacción de un periódico de provincias en el que aprendió a colarse por las rendijas de la Administración, a despertar del susto a más de una conciencia dormida y a escribir la crónica del estío, que es la época de mayor sequía informativa, con una frescura tan sorprendente que a nadie pasó desapercibida. Y tuvo la suerte de coincidir en aquella playa del sur con el aburrimiento mortal de la directora de una prestigiosa revista femenina que pasaba las tardes sentada en la arena, embadurnada de loción solar y rodeada de periódicos, añorando su despacho del paseo de la Castellana.
Muy pronto vio Clara levantarse y ponerse el sol desde el mismo edificio que ella, envuelto en cristales negros. Sus crónicas, decían, parecían poemas escritos en prosa, y ella sonreía nostálgica cuando alguien le preguntaba dónde había aprendido a escribir de aquella manera.
Se compró un Lancia, alquiló un piso muy cerca del Palacio Real y se ganó fama de solitaria entre sus vecinos.
Las personas con tanta vida interior como Clara Cobián tienden a relacionarse mal con sus semejantes. A veces se quedan embelesadas delante de una gota de lluvia que resbala por una ventana y dejan con la palabra en la boca a quienquiera que esté confiándoles media vida delante de un café. Y, sin embargo, tienen una especie de imán para los desconsuelos, tal vez porque hablan poco y callan mucho, y ahí, entre silencio y silencio, uno cree que escuchan cuando en realidad sólo ven caer la lluvia al otro lado de la ventana.
Siempre un poco de amargura en las crónicas de Clara. Una gota de limón en la vainilla. Porque después de Hinestrosa nada volvió a ser totalmente dulce, ni salado, ni recuperó el sabor aquel mojito primero que le hizo perder definitivamente el sentido del gusto.
—Clara, tengo que pedirte un favor. —Se llamaba Iluminada su jefa, y creía que el estilo de una publicación empieza por uno mismo—. Siéntate un momentito, anda.
Los muebles del despacho hacían juego con las portadas de los suplementos especiales de decoración e iban variando con las estaciones del año. Sobre la mesa auxiliar siempre había una orquídea fresca. En el sofá solía dormitar un perrillo faldero que había llegado a identificarse tanto con aquel lugar que podría haber pasado por un almohadón de piel o por un adorno más de entre todos los que congestionaban la vista.