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Authors: Mamen Sánchez

Agua del limonero (13 page)

BOOK: Agua del limonero
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El encargado de la casa de huéspedes se encogía de hombros cuando Bartek se encaraba con él. Por mucho que le gritó, le suplicó y hasta lo tentó con un suculento soborno a cambio de la información que fuera sobre la extranjera de los ojos de almendra, el otro se limitó a llevarse la mano al cinto, amenazándolo con un pistolón viejo como la revolución de Villa y Zapata.

Tras siete días de soledad y desierto, empezaba a creer que había sido víctima de un engaño tan burdo y probable que no podía entender cómo había caído en la trampa. Ahora Greta estaría disfrutando del dinero a sus espaldas, con el verdadero mapa bien dobladito en la cartera, mientras él se pudría bajo un sol regido por otro dios.

Se consolaba únicamente a eso de las ocho de la tarde, cuando el calor remitía, caminando despacito por la playa y dejándose llevar con la misma cadencia del oleaje de norte a sur, de sur a norte, con el rumbo y las esperanzas perdidas. Y ni siquiera entonces hallaba la paz que anhelaba. Los vendedores ambulantes lo confundían con uno de los turistas que arribaban a esas costas y lo agobiaban con sus abalorios y sus danzas de maracas y timbales. Que si quiere coco, que si le muevo la panza, que si cómpreme un rico elote o un cucurucho de pepitas de calabaza. Y él a todos espantaba a ladridos, aunque lo tomaran por loco.

Hasta que cierta tarde, una niña peinadita con dos trenzas muy largas se soltó un momento de la mano de su madre y se acercó a Bartek porque lo encontró sentado a la orilla del mar tan flaco y tan rubio que parecía una criatura de otro mundo. «Señor», le dijo, y él respondió con un gruñido. Entonces la niña dejó caer el cucuruchito de papel a la arena y salió corriendo al encuentro de su madre.

Fue una casualidad que el periódico con que se había fabricado aquel recipiente llevara impresa a toda página la fotografía en blanco y negro de la boda del siglo en Acapulco. Bartek lo desdobló a toda prisa.

Greta Solidej llevaba sobre la cabeza una tiara de diamantes de tal calibre que sólo con mirarla se le desencajaron los ojos. En el anular, un diamante inmenso; del brazo, un señor muy mayor que la contemplaba embelesado, vestido con un chaqué blanco, una gardenia en el ojal y un reloj de oro en el bolsillo. Bartek olvidó los zapatos en la playa y sólo cayó en la cuenta de que estaba descalzo cuando pisó la mugre del mercadillo. Fue de puesto en puesto preguntando quién era el hombre de la foto, dónde vivía, cómo se llegaba hasta esa casa tan blanca, cuál de todas era la colina de Las Brisas y la suerte tuvo el detalle de proporcionarle un don de lenguas momentáneo para entender que ése era el gringo Bouvier, que tenía hacienda y hasta avión privado, que ésa su esposa extranjera, que aquél el día de su boda y que hoy lo enviaron de vuelta a casa en un cajón de caoba, muertecito, le dijeron en lenguaje universal, cruzándose el cuello con el filo de la mano.

En ese mismo momento, a dos o tres kilómetros del mercado, en lo alto de la colina por la que un par de horas más tarde subiría Bartek Solidej con las plantas de los pies en carne viva, el indio Pedro deambulaba por la hacienda agitando la cabeza de lado a lado, pensando para sus adentros que aquello no estaba bien.

—A los muertos hay que velarlos en la casa —se quejó a Rosa Fe en la cocina vacía—, con cirios y plegarias, y agua bendita.

—Ni modo —respondió ella.

Había formado parte del grupo compuesto por hombres de toda clase con Emilio Rivera a la cabeza que aquella mañana habían acompañado el cuerpo del patrón en su último paseo por la carretera de la costa hasta el aeródromo, donde los esperaba Greta, de luto riguroso, ahogada en lágrimas negras.

—Se lo llevó abrazado —continuó Pedro—. Dijo que no lo dejaba en esta tierra infestada de fantasmas.

—¿Y qué va a ser de nosotros?

Rosa Fe y los demás trabajadores de la hacienda habían recogido los restos de la boda todavía sobrecogidos por la noticia de la muerte de Thomas. Ya la casa parecía la de antes, a excepción del vacío que había sembrado su ausencia por todas partes. «Este lugar está sin alma», convenían los que entraban o salían por los balcones abiertos, echando en falta las corrientes de aire que antes recorrían los pasillos y que ahora, de pronto, se habían esfumado sin dejar rastro. La soledad se había adueñado de lo que antes era silencio y una tristeza muy opresiva se paseaba altanera de arriba abajo, resbalando por la barandilla de la escalera.

Recién golpeados por la catástrofe, muchos de los peones se reunieron en el patio de atrás a pedirle cuentas a Pedro. Temían por su futuro ahora que faltaba el patrón y la extranjera había abandonado la hacienda sin dejar nada dicho. Exigían el jornal de los últimos días y se negaban a continuar con sus labores hasta saber si iba a ser de algún provecho todo el esfuerzo de barrer hojas y abrir caminos, y recoger cocos y cosechar naranjas, y alimentar a los caballos, o si, por el contrario, sólo lograrían aplazar por un tiempo la ruina. Pedro no tenía ninguna noticia que darles. Los recibió con un poncho blanco sobre el cinto del machete y con el pistolón cargado oculto tras él, pero sin poder disimular su propia angustia. A cada rato volteaba la cabeza hacia la ventanita que daba al cuarto de Rosa Fe y la bebé preguntándose cómo iban a salir adelante una vez que se terminaran los víveres de la despensa. Pidió paciencia, serenidad, comprensión. Repartió algunas botellas entre los más pendencieros; a los pacíficos los despidió con una palmada en la espalda y los vio alejarse a todos con el mismo paso lúgubre de los expatriados, los fracasados en el amor y los vencidos en la guerra. Después se apresuró a cerrar a cal y canto puertas, ventanas, balcones y cancelas por si alguno se desesperaba de veras y le daba por regresar a cobrarse lo que en justicia le correspondía y se cebaba con las vajillas, las lámparas y la plata.

—¿Quién cuidará ahorita de tu hija? —preguntó Rosa Fe.

—¿Pos cómo quién? —respondió Pedro—. Pos yo, que pa eso soy su padre.

—¿Y cómo crees?

Por eso, en cuanto terminó de asegurar el blindaje de la casa, salió el indio Pedro con el candil y la pala; porque sentía que entre unos y otros le iban a empujar al fondo del barranco. Y porque no era capaz ya de dirigirle la mirada a su esposa sin que se le nublara la vista.

«Qué mala es la necesidad», iba pensando para sus adentros por el camino de polvo que conducía a la ermita del camposanto. Él, que jamás habría tomado un puñado de fríjoles sin permiso, por muchos fríjoles que hubiera en la despensa, ni un solo peso de más, ni los puros restos de un cigarro habanero de los que abandonaba el patrón a medio fumar en el fondo de los ceniceros, por no hablar de las armas o los objetos de valor que contenía aquella mansión; él, que creía en la honestidad por encima de todas las otras virtudes, ahorita se veía obligado a andar desenterrando secretos ajenos, con la esperanza de hallar un tesoro con el que salir de pobre. Aunque no tenía la menor idea de qué cosa lo estaba aguardando junto a la tumba de la señora Gloria, suponía que debía de tratarse de algo importante.

Algo grande debía de haber bajo esa tierra negra para que Greta Solidej hubiera renunciado a sus uñas de nácar. Algo, por otra parte, que ya no era propiedad de nadie, puesto que nadie iba a reclamarlo jamás, y menos todavía una mujer que acababa de heredar una de las mayores fortunas del mundo. ¿Regresaría Greta alguna vez a Acapulco? Probablemente no. Pero sí enviaría a buscar todo aquello que legalmente le pertenecía como viuda de Thomas Bouvier y él, Pedro, se lo devolvería pieza por pieza, sin que ella echara nada en falta, sin que pudiera pensar: «Qué mala es la necesidad, que vuelve a los hombres ladrones».

—Ella tiene la culpa de todo —protestaba Rosa Fe, que seguía abriendo y cerrando la ventana del dormitorio de Greta como si no se hubiera marchado o como si creyera que iba a volver de un momento a otro—. No se abandona a las personas igual que a muebles. Hay que hacerse cargo.

—Ella qué va a saber —respondía Pedro—, si jamás tuvo hacienda.

Cuando llegó por fin al cementerio, se santiguó ante la lápida de la señora Gloria, se arrodilló en el mismo lugar en el que vio hacerlo a Greta y acarició el suelo con la palma de su mano hasta dar con el punto exacto, libre de hierbas, en el que estaba enterrada su buena fortuna. Lo descubrió despacito, disfrutando con cada palada, extrajo la bolsa de algodón, la cajita de madera, acarició la pistola, casi un juguete, abrió el tesoro, contó los billetes, calculó el cambio. Cacareó.

Regresó corriendo y llegó sin aliento ya con la noche encima. Encontró a su esposa cambiándole los pañales a la niña sobre la cama y no fue capaz de esperar a que terminara para vaciar allí mismo el contenido de su alforja. En cuanto Rosa Fe escuchó a lo lejos la campana de la ermita, un escalofrío le recorrió la espalda. «Es la santa muerte —pensó para sus adentros—, que ya nos descubrió con todo este dinero sobre la colcha y no va a permitir que salgamos vivos de acá». Se había quedado impávida, blanca como la cal de las paredes, al enfrentarse a la visión de su esposo Pedro cubriendo a la bebé de billetes. Una lluvia verde, una piñata, una alcancía rota en pedazos, un bautismo compuesto de sucios papeles sobre la niña Rosa Fe, que pataleaba en pañales sin adivinar lo que se le venía encima.

—¿De dónde sacaste estos billetes que no son ni de México?

—Son de tu hija, mujer, no quieras saber más.

Así estaban las cosas cuando Bartek Solidej, aún descalzo y con las manos negras de barro, alcanzó la cumbre de la colina de Las Brisas y se encontró con la silueta de la mansión Bouvier de frente. La casa estaba muerta; aún en pie, pero muerta, de modo que no halló resistencia cuando escaló la fachada y se coló al patio de atrás por el gallinero. Los animales se alborotaron como si hubiera entrado un zorro a devorarlos, pero nadie vino a echarlo del corral. Bartek se dirigió entonces hacia la única luz que salía del interior de la hacienda, en un edificio de una planta, chiquito, de ladrillo, y se asomó a la ventana. Una mujer morena vestida con una túnica de algodón teñido de mil colores se hacía de cruces mientras un indio chaparro y renegrido dejaba caer veinticinco mil dólares en billetes alemanes sobre el cuerpecito rosado de una bebita en pañales. La pistola, dorada como él la recordaba, descansaba junto a la niña encima de aquella cama, poco más que un jergón tirado de cualquier modo sobre el piso, muy cerca de la puerta, si aquella manta que cubría el hueco de la pared podía llamarse puerta.

No tuvo que pensar mucho. Conocía a la perfección el origen del dinero y sabía que no valía la pena meterse en pleitos, porque el hombre aquel escondía un pistolón bajo el poncho y en la casucha aquella en vez de puerta colgaba una manta. Entró como un jaguar, de un salto, y el pobre Pedro no tuvo tiempo ni de percatarse de aquella muerte que se le vino encima. No hubo machete ni pistolón que remediara su destino.

—Era güero —explicaría luego Rosa Fe a quien pudo entender lo que contó entre sollozos—. Primero me empujó contra la pared, después tomó una pistola, le acertó a mi esposo en el centro de la frente, me dejó ir con la bebita, véanla, cubierta de sangre, mi bebita. Vengo corriendo desde la casa, por el camino de los cocotales, sin pararme a mirar atrás. Y no, no lo había visto nunca antes. Era flaco, todo huesos y pellejo, llevaba los pies descalzos, parecía un mendigo, o un fantasma, sí, un fantasma debía de ser, porque esa casa está infestada de fantasmas, válgame Dios.

Tampoco volvió jamás Rosa Fe a la hacienda. Ella también borró Acapulco de los mapas del mundo. Pero no logró quitárselo de su mente, y muchos años después, siendo ya una viejita solemne, cuando caminaba a tientas por los caminos húmedos bajo los castaños de Central Park, recordaba aquella noche entre cocotales, con su hija recién nacida a cuestas, en la que miró por primera vez a la muerte a los ojos. Eran como el hielo, claros y sólidos, del color del amanecer en Nueva York, tan transparentes que permitían asomarse al otro lado y descubrir, qué ironía, un arrecife profundo y negro, igualito, igualito al que caía desde la hacienda al océano.

Capítulo 6

I

Bárbara Rivera llevaba varios años cumpliendo setenta y cinco. La viudez antigua la había dotado de unas energías, una vitalidad, una alegría, una levedad de espíritu tal que, como ella misma afirmaba sin importarle un comino los juicios ajenos, la hacían tan apta para el placer como a los veinte.

—Es que me casé demasiado joven —solía decir por toda explicación a su comportamiento escandaloso.

Irrumpió en el salón de Greta Bouvier vestida de verde de arriba abajo, con una estola de visón sobre los hombros, gafas de sol, bolso de charol, y envuelta en un perfume denso y empalagoso, procedente de algún lugar escondido bajo el cardado de su pelo gris.

—Te traía un Cuervito, comadre, pero veo que no te hace falta —exclamó señalando el cuello de la botella de tequila que asomaba por su bolso entreabierto—. Mejor me lo guardo para otra ocasión.

Se giró sobre sus zapatos a juego y gritó «Rosa Fe» con una estridencia capaz de hacer estallar los cristales de las vitrinas.

—Tráigame un martini, no sea malita.

Luego se dejó caer en un butacón, a la derecha de Greta, frente a Clara, que se había puesto en pie nada más verla entrar, con el cuaderno aún en una mano y la grabadora en la otra.

—Soy Clara Cobián… —empezó.

—Ya sé, ya sé, vuelvan a lo suyo, no se interrumpan. Ustedes ignórenme —añadió Bárbara Rivera dirigiéndose a Greta, la cual, de todas formas, se había hecho la desentendida desde la aparición de su amiga.

Clara volvió a sentarse.

—Me estaba hablando del anillo —señaló, indecisa.

—¿No vas a presentarme, Greta Bouvier? —exclamó Bárbara alzando la voz por encima de la de Clara.

Clara dio un respingo.

Greta expulsó el humo por la nariz y aplastó el cigarrillo en el cenicero.

—Clara, ésta es Bárbara Rivera —dijo sin más ceremonias.

Sorprendentemente, eso bastó para que Bárbara se acomodara entre los cojines, se despojara de su estola de piel y dibujara en su rostro una rotunda sonrisa.

—Encantada —comenzó—. Debes saber, Clara, que esta mujer y yo somos como hermanas. Se puede decir que hemos crecido juntas; nuestros maridos eran íntimos amigos; llegamos a Nueva York a la vez; tuvimos a los niños el mismo año, hemos llevado vidas paralelas, somos como dos gotas de agua.

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