Authors: Mamen Sánchez
Ellos notaron su presencia. Se giraron al tiempo, se aproximaron a ella, y entonces, rompiéndole a Clara los esquemas en pedazos, volvieron a abrazarse, esta vez en un nudo de tres vueltas, Tom, Ernesto y Rosa Fe, como tres notas discordantes en una melodía equivocada, tres vértices de un triángulo absurdo, tres pies de un banco inconcebible.
Clara Cobián se metió para dentro.
Comprendió que no tenía derecho a hurgar en un misterio de ese calibre. Que, si la suerte o el destino la habían puesto detrás del cristal de esa ventana, tenía que ser por un error garrafal en los planes del cielo. No era posible que ella, la Clarita de la calle empinada de Arcos de la Frontera, tuviera escrita en las líneas de su mano la solución a una adivinanza como aquélla: ¿qué podían tener en común Thomas Bouvier, Ernesto Rivera y Rosa Fe más que, tal vez, el lejano recuerdo del sabor de los chiles picantes?
I
A nadie extrañó que Emilio Rivera se subiera al avión deprisa y corriendo. Ni que perdiera el sombrero, ni que olvidara despedirse de su mujer como Dios manda. A Bárbara le llegó un telegrama tres días después de su marcha que sólo contenía dos palabras: «Me fui», como si su ausencia no resultara evidente; como si no fuera necesaria más explicación que aquélla. Ella le respondió a vuelta de correo: «Ya vi», y se fumó el primer cigarro de su vida.
A quien sí desconcertó un poco la presencia de Rivera en el biplano fue a Greta, aunque según estaba de alterada en ese momento, igual le hubiera dado encontrarse sentada junto a otro fantasma cualquiera. No tuvo ánimo para rechazar la mano que él le tendía ni el hombro que le ofrecía para enjugar sus lágrimas.
—No hay nada que temer —la fue consolando durante el vuelo—. Aquí tiene a Emilio Rivera, para servirla. Ahorita déjese cuidar, confíe en mí. Déjelo todo en mis manos.
Él la guío como un perro de ciego por los misterios de la gran ciudad. ¡Cómo encajaron las piezas del nuevo mundo en las imágenes preconcebidas por Greta! Cada edificio, cada esquina, cada puente y cada retal de hierba verde estaban allí donde debían estar. Su propia silueta, devolviendo a la vida a la mansión Bouvier, conformaba la última ficha del puzzle.
Pronto la rotonda se llenó de flores, las habitaciones cerradas se abrieron de par en par, la brisa de Acapulco se fundió con el vapor de las alcantarillas y el humo de las chimeneas de la ciudad, y Greta comenzó a esponjarse, como una planta tropical a la que cambian de maceta.
Emilio Rivera iba y venía acompañado de una cartera de piel donde guardaba la solución a todos los temores de Greta.
—Usted no se me angustie, que yo todito lo arreglo —aseguraba contemplando embelesado cómo ella renacía de sus cenizas.
Como albacea del testamento de Thomas, Emilio Rivera estuvo presente el día en que se reveló la última voluntad de su mejor amigo un par de meses después de llegar a Nueva York. En realidad, aparte del notario, no hubo nadie más en aquel despacho. Solos Greta y Emilio, rodilla con rodilla, como una pareja de novios en la sala oscura de un cine de barrio.
—Al no existir ascendentes ni descendientes, usted, señora Bouvier, se convierte en la heredera universal de la fortuna de su esposo.
El notario era un hombre amable que vestía chaleco y reloj de oro. Pronunció aquellas palabras, «heredera universal», con la misma naturalidad con la que otros hablan del tiempo: «Calor infernal», «frío polar», «heredera universal». Greta se llevó a los labios el vaso de agua fría que le tendió Rivera.
—¿Y si hubiera algún hijo? —preguntó contemplando el dibujo de sus labios rojos en el borde del vaso.
Rivera la miró sorprendido.
—¿Por qué pregunta eso, Greta? No se torture.
Ella lo ignoró.
—En el supuesto de existir un hijo —respondió el notario con el mismo tono neutro de antes—, a él le correspondería toda la herencia y a usted el usufructo sobre un tercio de ésta. Pero en este caso que nos ocupa, señora Bouvier — carraspeó—, dado que el matrimonio sólo duró cinco horas y treinta y siete minutos, parece bastante improbable que pudiera darse tal extremo.
—Materialmente imposible —rumió Rivera, que llevaba doce años casado con Bárbara y sabía muy bien lo difícil que resultaba lograr un embarazo. Había que calcular fechas y temperaturas, pedir permiso y encomendarse a todos los santos para ponerse manos a la obra con la adecuada preparación física y espiritual.
—¿Sería así también en el caso de un hijo póstumo? —insistió ella.
—Por supuesto. El concebido y no nacido es heredero a efectos legales.
Emilio Rivera sacó el pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente. La insistencia de Greta empezaba a inquietarle.
—Por otra parte —añadió pensativo el notario—, hay que tener en cuenta que hasta que no fuese mayor de edad sería necesario que alguien administrase sus bienes.
—¿Quién?
—Su madre, normalmente.
Greta guardó silencio.
—O un tutor legal en el caso de que ella muriese o fuese desposeída de su tutela por algún motivo.
Las náuseas habían comenzado al mes de instalarse en Nueva York. Al principio Greta pensó que se trataba de una venganza gringa al mal de Moctezuma y las trató con infusiones. Luego, a medida que pasaron los días y aquel malestar persistía, comenzó a darle vueltas a la idea descabellada del embarazo. Cuando la rana del doctor Harris falleció a causa de una inyección con su sangre, no quedó ninguna duda. Por extraño que pudiera parecer, Greta esperaba un hijo, fruto de la única noche de amor que había compartido con Thomas Bouvier.
—Una bendición —se empeñaba en repetirle aquel doctor de ojos rasgados que tenía seguro algún antepasado comanche.
Tenía una trompetilla el médico con la que le auscultaba el vientre cada vez que Greta cruzaba la puerta de la consulta.
—Escuche, escuche —decía—, verá qué fuerte late el corazón de su bebé.
Y ella se llevaba aquel invento al oído con la ilusión de encontrar en el acompasado redoble el eco de otro corazón. Desde el instante mismo en que lo notó palpitar, moverse, acariciar sus entrañas, supo que el niño sería varón, que se llamaría Thomas como su padre y que no conocería otro amor más grande en toda su vida.
Se había instalado en la mansión de Park Avenue con la misma naturalidad que la glicinia en las verjas del parque, adueñándose de cada rincón, trepándolo, cubriéndolo con su espesura. El único cambio que notó Rivera cuando la visitó en casa por primera vez fue la sombra del retrato de Gloria sobre la chimenea. En su lugar había un espejo grande, enmarcado en oro, donde se miraba ella de vez en cuando con una sonrisilla de venganza.
Regresaron de la notaría caminando, tomados del brazo, a través del parque nevado. Ninguno de los dos pronunció una sola palabra hasta que se encontraron como de sopetón, cara a cara frente al fuego.
—Entonces, ¿es cierto? —preguntó Emilio sosteniendo la mirada de ella.
—Sí.
—Él siempre deseó un hijo.
Greta se levantó y se acercó al espejo. Lo miró desde dentro del cristal.
—Él siempre logró todo lo que se propuso.
En el fondo, Greta seguía siendo una mujer de carácter. Los meses al lado de Thomas le habían descubierto un modo nuevo de enfrentarse al mundo; más despreocupado, más espontáneo. Sin embargo, la meticulosidad germánica, el orden y el desprecio absoluto hacia los caprichos del azar continuaban formando parte de su condición humana. Qué lejos estaba Rivera de comprenderla.
—Ahorita sí va a necesitar un hombre —sentenció Emilio después de pensar un poco.
—¿Un hombre, Emilio? ¿Para qué?
—Pues para protegerla.
Ella se río con una sola carcajada. La primera desde que murió Thomas.
—No hay mejor ángel guardián que el dinero.
Emilio no era capaz de entender que hasta el último detalle estaba previsto desde antes de aterrizar en Nueva York. Que, asomada a la ventanilla del biplano, Greta había tejido en silencio el tapiz de su nueva vida. Que, a la altura de Baltimore, ya había decidido incluso el color de las cortinas del salón y que, curiosamente, la posibilidad de que un hombre viniera a desbaratarle los planes no se le había pasado siquiera por la imaginación.
—Permítame al menos ser el padrino del niño —continuó Emilio Rivera haciendo oídos sordos a sus palabras—. Se lo ruego.
Ocho días más tarde, Bárbara Rivera desembarcaba en la ciudad de los rascacielos seguida de doce baúles de caoba. Para entonces fumaba ya más de treinta cigarrillos diarios y la punta de los dedos le estaba cambiando de color.
—Debería dejar el tabaco —le recomendó el mismo doctor que trataba a Greta, con otra rana muerta sobre el escritorio.
—¿No era culpa del mar?
—No, señora. Está usted esperando un hijo.
Emilio Rivera no quiso echar cuentas. Llevaba casi dos meses viviendo a más de dos mil kilómetros de distancia de su esposa.
—¿Sabes, Emilio? —le dijo ella cuando volvían a casa—. Creo que te sobreviviré muchos años. Las mujeres de mi familia somos muy longevas. Mi abuelita Constanza cumplió los ciento seis. Mi mamá está sana como un roble y yo —apagó el último cigarrillo de su vida con la suela del zapato— ya tomé mi decisión: no voy a morirme nunca.
Una tarde, Bárbara apareció en la mansión Bouvier sin previo aviso y encontró a Greta con la tripa revuelta. Compartieron náuseas, bacinilla, infusiones y calambres. Se hicieron amigas.
Emilio iba y venía de una casa a otra; para Greta bombones, para Bárbara fresas, para Greta aceitunas, para Bárbara naranjas. Empezó a sospechar que aquellas dos hembras crueles en lugar de antojos tramaban venganzas; que se burlaban de él y de sus buenos propósitos. ¿Por qué no podía amar a dos mujeres a la vez como todo el mundo que él conocía?
Adelgazó hasta el extremo, le salieron bolsas bajo los ojos, úlcera de estómago y canas sobre las canas. A veces le aullaba a la luna, como un lobo en celo, y arañaba las paredes y las puertas tratando de aliviar las exigencias de su cuerpo, que no hallaba consuelo ni en una casa ni en la otra.
—No me seas tan esquiva, caray —le reprochaba a Bárbara en medio de la noche.
—¡Ah, no! —le respondía ésta—. Con tu hijo dentro ya no hay espacio para nadie más.
Y se volvía de espaldas, indiferente a la temperatura de aquel pobre hombre, tenso y sudoroso, que pasaba la noche en vela con Greta Bouvier instalada entre ceja y ceja y el único modo legítimo de gozarla, aunque fuera sólo con la ilusión de tomar a la una por la otra, cruzada de piernas y dormida a su lado cara a la pared.
A Emilio no le gustaba coincidir con ambas al mismo tiempo. Normalmente, pasaba a visitar a Greta a eso de las seis de la tarde con la excusa de los mil papeles que ella debía firmar —hoy un poder, mañana una factura— y después enfilaba el camino de su casa enfundado en un abrigo de paño y un sombrero de fieltro.
Los negocios de Thomas eran tantos y tan florecientes que hubieran hecho falta cientos de Emilios para administrarlos, pero, al contrario de lo que el mexicano le había hecho creer a Greta, aquella máquina de hacer dinero funcionaba a las mil maravillas sin necesidad alguna de su intervención. Thomas Bouvier lo tenía todo atado y bien atado desde mucho antes de morir gracias a una red de consejeros, inversores, gerentes y ejecutivos que le resolvían hasta el más mínimo problema mientras él disfrutaba de la brisa en Acapulco. De hecho, con setenta y ocho años cumplidos, el estado de sus cuentas era uno de los asuntos que menos le preocupaba. Sin hijos que heredaran su fortuna y sin una esposa capaz de perpetuarse a su lado, el que hubiera uno o dos ceros de más o de menos al final del informe del banco le importaba un carajo. Y como suele suceder en esta vida injusta, cuanto menos interés ponía él en sus asuntos, más dinero ganaba su empresa a sus espaldas.
Emilio Rivera no tenía nada que hacer en aquel edificio inmenso. Se aburría tanto afilando lápices que la cabeza se le escapaba a veces por encima de los rascacielos y aterrizaba en el tejado de Greta por si ella salía a pasear. Contaba los minutos, se mordía los labios, se peinaba veinte veces seguidas el mismo mechón de pelo, se acicalaba el bigote, se calaba el sombrero y se despedía de aquellas atareadas secretarias dando la impresión de haber arreglado el mundo.
Su única razón era ella, Greta, y su empeño de vivir en aquella ciudad de espanto, fría y desalmada, en la que cualquiera podía morirse un día en un rincón sin que nadie lo echara en falta.
El primer agosto que pasó lejos de Acapulco le pareció un infierno. El aire se revolvía sobre sí mismo y tenía la impresión de que lo respiraba una y otra vez. El asfalto le quemaba las plantas de los pies, los edificios de hormigón proyectaban sombras de horno sobre las calles desiertas. No quedaba nadie en Nueva York. Sólo él y su calentura.
Bárbara se había convertido en una tinaja inmensa que lo único que ansiaba era volver a verse los pies. Greta mantenía el porte de alemana tiesa a pesar de su nueva geografía. Mirara a donde mirara, Emilio siempre se encontraba con aquellas nuevas curvas inexplicables que, en lugar de calmar su hambre, se la despertaban todavía más.
Sonó el teléfono. Greta se levantó con esfuerzo.
—Residencia Bouvier —respondió sin pronunciar la última erre.
Emilio disimuló su curiosidad haciendo como que leía unos documentos.
—Le aviso —dijo ella.
Y colgó.
—Emilio —le advirtió—, vete a casa, con tu mujer, que vas a ser padre.
—¿Quién llamó?
—La mucama —mintió—. Dice que ya está el doctor en camino.
Emilio Rivera se olvidó el sombrero.
Greta volvió al sofá. La voz de Bárbara Rivera al otro lado del teléfono le había dado miedo. «Dile a mi marido que va a nacer su hijo mientras él anda de donjuán contigo. ¡Qué lindo modo de venir al mundo!».
Notó que el bebé se agitaba en su vientre, que el corazón le dolía, que la panza se le volvía dura como una piedra.
Llamaron a la puerta. Pensó que Emilio regresaba a por su sombrero. Abrió ella misma.
Se encontró con los ojos negros de Rosa Fe mirándola con rencor. La niña dormía en sus brazos, envuelta en una toquilla de algodón. Greta quiso hablar, preguntarle a aquel fantasma si era o no de carne y hueso, pero no pudo. Sintió un pellizco, después un desgarrón y luego un río de agua caliente empapándole las piernas. Miró al suelo y se vio rodeada por un charco turbio en el que flotaban briznas de sangre.