Agua del limonero (20 page)

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Authors: Mamen Sánchez

BOOK: Agua del limonero
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—¿Y por qué me cuenta a mí esto, Rosa Fe, que no me conoce de nada?

—¡Híjole! ¿Pues no es usted la biógrafa de la señora Greta? —respondió la otra, atónita.

—Algo así.

Era cierto que Tom la había presentado de aquel modo, como la biógrafa de su madre, no como una vulgar periodista en busca de un buen artículo, y que a ella le había halagado el cumplido y no se había preocupado de aclarárselo a la anciana.

«Al fin y al cabo —había resuelto—, que piense lo que quiera esta buena mujer, qué más dará».

—Pues por eso, porque necesita usted saber algunas cosas sobre la señora para su libro —explicó Rosa Fe, impertérrita—, que muchos hablan y pocos saben, y los pocos que podrían contar las cosas tal y como son, ya ve, se callan como muertos.

'—¿A quiénes se refiere, Rosa Fe? ¿Quiénes callan?

—Pues el otro biógrafo, sin ir más lejos, el alto, el de las manos grandes.

—¿Hinestrosa?

—Ése.

—Ande, póngame otro cafecito, que éste me ha sabido a poco. —Y Clara le alargó el pocillo con una sonrisa pérfida entre los dientes, dispuesta a escuchar todas y cada una de las palabras que brotaran de la boca de su nueva e inesperada confidente.

Hicieron el camino de regreso envueltos en el más denso silencio Tom y Clara, con la niebla anidada entre sus cuerpos, el olor del cuero nuevo de aquel coche de lujo, la música del piano de Norah Jones, la nieve cristalizando en un caleidoscopio sobre el parabrisas y las luces de Nueva York al fondo, como un incendio en medio del Polo Norte. Al llegar a la casa, se despidieron con tres o cuatro palabras de cortesía y cada cual desapareció por un lado del pasillo.

Clara se sentó entonces ante el escritorio inglés al que Greta daba el nombre de secreter —«qué premonitorio»—, y escribió de una sentada y sin corregir una sola coma todo el capítulo noveno, de principio a fin, parte primera, segunda y tercera, en una única madrugada de insomnio que remató con una llamada del móvil a la casa recién amanecida de Gabriel Hinestrosa.

—¿Dígame?

Eran las nueve de la mañana de un domingo de invierno; nadie había recogido aún los cristales rotos de la noche anterior.

—Oye, Gabriel. —Ella no lo llamaba por su nombre de pila si no estaba auténticamente furiosa con el maestro—. ¿Dónde cono me escondiste los apuntes?

Él tomó aire y lo soltó de golpe, como si le hubiera dado la calada más profunda de su vida a un cigarro imaginario.

—Sigues empeñada en escribir verdades.

—Y tú en impedírmelo.

Hinestrosa se revolvió en la butaca de cuero negro con remaches apuñalados de chinchetas. Clara se lo imaginó en pijama de dos piezas, el pelo enmarañado y la barba desesperándose por invadirle la cara.

—No es eso, chiquilla —se excusó él después de un largo silencio—, es que una medicina, si se toma en dosis muy altas, puede resultar mortal.

—No me vengas con acertijos —lo amenazó ella—. Sí, he descubierto parte de la gran mentira. Me la ha contado Rosa Fe capítulo a capítulo. Me la ha dictado, vamos.

Y ninguna de las dos comprendemos por qué estúpido motivo publicaste aquella basura de biografía en lugar de la historia que te habría valido el Pulitzer.

—Si no lo entiendes, Clara, es que todavía no estás preparada para contarla tú tampoco. Y lo malo, chiquilla, lo malo es que cuando al fin lo estés, probablemente tú también te calles.

—Pero quiero los apuntes. Tengo derecho.

—Pues ven a buscarlos, ya que te has vuelto tan valiente. Si quieres, te recuerdo el nombre de la calle, el número y el piso.

—No seas cruel, Gabriel Hinestrosa.

Capítulo 9

I

No puede decirse que Bartek Solidej llegara a América con una mano delante y la otra detrás. Muy al contrario: desembarcó en la isla de Ellis ya transformado en un dandi de los de bigotito y pañuelo de seda. Los trámites de inmigración no fueron más que eso, trámites, y hasta el perro policía olfateó su equipaje con cierta desgana, como si comprendiera que debajo de semejante olor a colonia elegante no pudiera esconderse ningún producto ilegal. Bartek se libró de las vacunas, de la cuarentena, del corte de pelo y hasta de mancharse el pulgar de tinta porque al inspector de aduanas le bastó con recorrer el traje de paño con la mirada para sellarle el pasaporte sin hacer más preguntas que las estrictamente necesarias.

—¿Residencia en los Estados Unidos de América? —preguntó en un tono de mero trámite.

—Hotel Waldorf Astoria, Manhattan.

—Claro.

Traía tres baúles, dos sombrereras, varias maletas de cuero y una cartera negra encadenada a la muñeca. Ahí dentro viajaba el dinero. La pistola descansaba para siempre en el fondo del océano Pacífico, en algún lugar de algún archipiélago por el que había navegado su barco una noche de mar gruesa. Aparte de los billetes, perfectamente colocados en montoncitos de a cien, Bartek guardaba con cuidado los treinta o cuarenta recortes de prensa en los que se daba noticia del paradero de Greta Bouvier, la que fuera «viuda de América» hasta que otra Bouvier, de nombre Jacqueline, le arrebatara el título algo más de una década después.

Era un hombre de gran presencia el señor Solidej. En cuanto engordó los ocho o diez kilos que la posguerra le había arrebatado y volvió a brillarle el pelo dorado, y los ojos recuperaron el azul de hielo de siempre, en cuanto se calzó unos zapatos nuevos y se colocó el sombrero y bajó a desayunar al comedor del hotel con un periódico en la mano del anillo de oro, los mozos lo saludaron inclinando la cabeza resignados ante aquel galán de cine que pertenecía a un mundo diferente al suyo, más afortunado, más luminoso, porque la mayoría de aquellos muchachos de sonrisa fácil y pantalón suelto eran hijos de inmigrantes italianos o irlandeses que habían tenido que hacerse sitio a codazos en aquel mundo prohibido diseñado para un puñado de ricos de solemnidad como el señor Bartek Solidej.

Su rutina era la de un rentista bon vivant. Se levantaba a deshora, perdía media mañana delante de un café con leche, paseaba en solitario por Central Park, piropeaba a las pin-up en un idioma incomprensible en el que residía parte de su atractivo, almorzaba con la servilleta sobre las rodillas, no se perdía un estreno y era famoso en los locales de moda donde el jazz era tan necesario como el aire que se respiraba. Solía acostarse en buena compañía pero amanecía solo, libre de cualquier cadena que lo amarrara a ninguna cintura ajena y dispuesto a recomenzar aquella vacación aparentemente perpetua que, sin embargo, para su desesperación, reconocía con fecha de caducidad.

Quedaban muchos menos billetes en el fondo del maletín la tarde en la que conoció a Boris Vladimir por pura casualidad. Ambos tomaban un té con pastas en el piano bar del Pierre y fumaban los mismos pequeños cigarros sin filtro, pero sólo Bartek llevaba encima, aquel día, las cerillas de la suerte. El búlgaro se aproximó a su mesita y, tras el saludo de rigor, el comentario jocoso con relación a las virtudes de las cerillas sobre los encendedores de oro y la presentación formal, con título nobiliario incluido, tomó asiento junto a su reciente adquisición y le desnudó el alma sin recato. Tal vez le fascinó el porte aristocrático del austríaco hasta más allá del límite de lo permitido, pero el otro no supo o no quiso entender la naturaleza de sus insinuaciones y sólo prestó auténtica atención cuando salió a relucir el tema de la inminente fiesta en la Maison Bouvier.

En menos tiempo de lo que tarda un cigarro en consumirse, Bartek Solidej tenía en sus manos una de aquellas invitaciones escritas a plumilla con letra picuda: el tarjetón que le abría la puerta a su nueva y definitiva fortuna.

Es cierto que podía haber aparecido un día cualquiera ante el umbral de Greta, sin anunciarse ni rodearse de toda aquella parafernalia, pero entonces hubiera sido como reconocer su derrota, como descubrirle a aquella despreciable traidora que su plan de huida había dado resultado y que él no era más que un perro callejero disfrazado de príncipe que se arrastraba ante su presencia con el rabo entre las patas. Por eso esperó pacientemente hasta que la oportunidad vino a buscarlo aquella tarde en el Pierre.

Para deslumbrar a Greta se compró un esmoquin blanco, una pajarita negra, unos gemelos de oro, y se dejó crecer un bigotito estrecho que parecía pintado a mano. Se lustró los zapatos y se pulió las uñas, se peinó con vaselina, se embadurnó de crema y se roció con perfume del caro. Aquella noche, el portero del Waldorf Astoria estuvo a punto de hacerle una reverencia.

Dio resultado. A su puesta en escena sólo le faltó un acorde de piano agudo y sostenido de fondo, como la nota que marca el clímax en las películas de terror. Y fue eso precisamente, terror del bueno, lo que asomó a los ojos de Greta cuando se

lo encontró de frente.

—Teníais que haber visto la cara que puso Greta al descubrir la sorpresa que le tenía preparada —presumió durante años Boris Vladimir ante su variopinto auditorio—. Todo salió a la perfección. Lo habíamos planeado hasta el último detalle Bartek y yo. Él debía aparecer de pronto, a medianoche, sin que nadie, excepto yo mismo, supiera de su existencia. Llevaban casi diez años sin verse, sin saber nada el uno del otro. Durante la guerra, Greta se había refugiado en una granja en Baviera junto a sus padres mientras que Bartek, por formar parte de La Rosa Blanca, el grupo de valientes que se enfrentó a los nazis a pesar del riesgo terrible que aquello significaba para sus vidas, aguardaba su más que probable sentencia de muerte en una cárcel de Berlín. Cuando la ciudad fue liberada, Bartek trató de ponerse en contacto con su familia, pero todo fue inútil.

—¿Y cómo lograste encontrarlo?

—El destino —insistía Vladimir con la voz engolada.

—¿Y qué sucedió después?

—Bartek y Greta formaron la pareja más deliciosamente chic de los años cincuenta. Eran tal para cual. Dos hermanos altos, rubios, exquisitos, refinados, muy cultos, amantes del arte, de la música, de la buena compañía.

Bartek Solidej ejecutó su plan con la precisión de un reloj suizo. Llegó con la medianoche, aterrorizó a Rosa Fe con una simple mirada, atravesó el salón de baile dejando a su paso un aroma a lirios desmayados, se aproximó a Greta por la espalda y, en lugar de clavarle el cuchillo con el que llevaba meses soñando, le hundió el filo de su mirada de hielo en el centro mismo de su alma.

—Greta —fue lo único que tuvo que decir para asesinarla por dentro.

—¡Dios mío, Bartek, creí que no volvería a verte jamás! —se delató ella.

Cuando hasta el mismísimo Boris Vladimir reconoció su agotamiento y se despidió con un beso en la mejilla de su anfitriona, Bartek, el último ser humano que todavía permanecía en pie en aquel salón, la agarró con fuerza por los antebrazos y la obligó a sentarse en un sofá, donde Greta se derrumbó con la guerra perdida de antemano.

—Perdóname, Bartek —sollozaba ella a puerta cerrada—. Perdóname, perdóname.

—Eres una traidora. No mereces ni el aire que respiras —le escupió Bartek a la cara.

Levantó el puño cerrado, las uñas hundiéndosele en la carne, y lo descargó con fuerza sobre el cuerpo de Greta, que parecía de trapo.

Por la mañana, la señora, con la luz apagada, pidió una bolsa de hielo, un analgésico y una tregua de dos días para recuperarse de la fiesta. No volvió a abrir la puerta de su dormitorio en aquellas cuarenta y ocho horas de encierro, a pesar de los llantos del pequeño Tom y los ruegos de Rosa Fe, la única que conocía la verdadera naturaleza de su jaqueca, y cuando al fin salió, con los ojos ocultos tras unas inmensas gafas de sol, la voz quebrada y las flores marchitas, ya no parecía la misma. Ahora tenía el cuerpo arrugado, la espalda doblada, las piernas temblorosas y la mitad de la fortuna de Thomas H. Bouvier filtrándose como el agua entre los dedos de sus manos y derramándose sobre la cabeza de Bartek Solidej, el nuevo administrador del usufructo de aquel patrimonio incalculable.

II

Emilio Rivera dormitaba con las piernas en alto en su despacho de la planta treinta y nueve del edificio THB de la Quinta Avenida cuando su secretaria le anunció por el interfono la visita que él había adivinado con antelación de días, aunque también, con la misma aptitud premonitoria, había tratado de catalogar en su mente como una de esas pesadillas absurdas que por la mañana han perdido toda su capacidad de intimidación.

—La señora viuda de Bouvier y el señor Solidej —anunció la voz enlatada.

El mexicano tuvo el tiempo justo de enderezarse y pasarse un peine por la cabeza. Inútil gesto, por cierto, ya que cada vez que se encontraba con las avellanas de los ojos de Greta se le erizaba el poco pelo que le quedaba sobre el cráneo.

—Emilio, querido —dijo Greta, y esta vez, al contrario de lo que solía ser una costumbre entre ambos, no le saludó con un beso en la mejilla—. ¿Te acuerdas de mi hermano Bartek?

Cómo olvidar al elemento aquel, metro noventa, ochenta kilos y una cara que parecía tallada con un cincel, las mandíbulas apretadas, el ceño levemente fruncido, los músculos de todo el cuerpo en tensión permanente y un acento áspero, de papel de lija.

Se sirvieron una copa del mueble bar y se sentaron los tres en los sofás. Antes de abandonar su lugar frente a la mesa de caoba de aquel despacho, Emilio acarició la superficie suave de la madera a modo de despedida. También paseó la vista por las paredes desnudas, la moqueta de lana y el mirador de cristal al que se asomaba cada mañana para contemplar la ciudad en movimiento, el cielo sobre los rascacielos, el parche verde de Central Park y el lugar, escondido entre las torres de hormigón, en el que amanecía la mansión Bouvier con Greta entre sus sábanas.

—En fin, Emilio, no sé cómo empezar… —Greta traía las palabras aprendidas de memoria—. Has sido lo más parecido a un ángel caído del cielo. No sé lo que habría sido de mí si no llegas a estar tú a mi lado durante todos estos meses. Y Bárbara también, claro. Y Ernestito.

Bartek recorría los cuatro rincones del despacho con sus ojos de hielo. Allí donde posaba la mirada parecía que se congelaba el aire. Atendía a medias el discurso de su hermana, más pendiente de los detalles banales que de aquella declaración encendida de gratitud y fraternidad.

—Nunca me ha gustado el color marrón —comentó refiriéndose al tono de las tapicerías mientras Greta trataba de contener las lágrimas al afirmar que Ernestito siempre sería como un hermano para el pobre Tom, y que el papel de Emilio, desde antes incluso de faltar Thomas, así lo dijo, «faltar», había sido insustituible, providencial.

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