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Authors: Mamen Sánchez

Agua del limonero (21 page)

BOOK: Agua del limonero
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—Pero ahora, Emilio querido, tienes que entender que ya no estoy sola. Mi hermano Bartek —lo señaló con la mano del anillo de Tiffany— ha regresado y lo natural es que de ahora en adelante sea él quien cargue con la responsabilidad que hasta ahora has soportado tú.

Emilio Rivera tuvo el coraje de abandonar la lucha sin pelear siquiera. De todas formas, la guerra estaba vencida de antemano y lo único que habría conseguido con una protesta formal hubiera sido distanciarse aún más de Greta. Desde que Bartek había hecho su aparición formal en escena, Emilio había ido perdiendo posiciones poco a poco: ya no era aquella figura omnipresente e indiscutible que acompañaba a la viuda Bouvier a todas partes. Ahora el brazo en el que descansaba la mano de Greta, el hombro en el que recostaba su cabeza y los pasos que marcaban el ritmo de sus caderas por la Quinta Avenida pertenecían a Bartek, a su anatomía colosal, a su porte aristocrático y a su hermética personalidad. Y lo peor de todo —reconocía Rivera— era que Greta y Bartek formaban un binomio ideal, mucho más lógico y comprensible que aquella unión artificial de su bigote y su barriga con la perfección griega de Greta. Cuando se reunían alguna vez frente al lago las dos parejas y los dos niños a lanzarles trocitos de pan a los cisnes, resultaba evidente quién pertenecía a quién, a pesar de la tendencia de aquel señor mexicano a revolotear alrededor de la flor de Edelweiss.

—No estoy seguro de entenderte, Greta —mintió—. ¿A qué responsabilidad te refieres exactamente?

—Bueno, Emilio, tu labor al frente del Consejo de Administración de la compañía ha sido fantástica…

Rivera sabía que sus dos o tres gloriosas intervenciones —carraspeo, ninguna objeción, carraspeo— en aquellas incomprensibles reuniones a puerta cerrada que solían componerse de gráficas, cifras, enigmáticos términos económicos, sonrisas de satisfacción, estrechones de manos, copa y puro, habían sido tan prescindibles como innecesarias. Al fin y al cabo, él era un hombre de letras, de filosofía y letras, para ser más exactos, y jamás le habían interesado las finanzas hasta entonces. En sus arcas familiares aún descansaba una bonita fortuna de procedencia antigua, achacada a un antepasado que había sido virrey de Nueva España en tiempos de Felipe V, que le permitía vivir de las rentas con una despreocupación absoluta.

—Pero también muy sacrificada para ti y para Bárbara. —Emilio Rivera maldijo en silencio a su mujer—. A ella le gustaría volver a México, es comprensible, con los suyos. Que Ernestito crezca en su propia tierra y no como un extranjero en un país extraño.

Emilio dejó la copa sobre la mesita de cristal. Se santiguó, sólo en espíritu, ya que hacerlo físicamente hubiera sido lo mismo que descubrirse el pecho y mostrárselo a Bartek para que le metiera un balazo.

Dijo:

—Bárbara ha de entender que nuestro futuro está acá. Nuestro hijo Ernesto es norteamericano. Igual de norteamericano que George Washington. Eso es algo que ya hemos discutido muchas veces. Los Rivera no vamos a volvernos atrás.

Pero no era ésa la cuestión que se discutía. Los ojos de Greta apuntando a un lugar inconcreto de la moqueta marrón terminaron por confirmárselo.

—Emilio —le rogó—, no me pongas las cosas más difíciles.

Bartek se había puesto en pie. Ahora contemplaba embelesado el paisaje de hormigón que florecía a la sombra del edificio.

—Sin embargo —concedió Rivera (lo que hace el amor, sobre todo el platónico)—, te doy la razón en un extremo: el mundo de la empresa me resulta ajeno. Soy un administrador pésimo.

—No digas eso, Emilio, por favor.

—Y pongo mi cargo a tu entera disposición.

—Muy bien, Rivera —intervino Bartek Solidej sin girarse—. Muy bien.

—Bartek, querido —logró pronunciar Greta, a la que le temblaba la voz—. ¿Podrías dejarnos solos un momento?

El austríaco fulminó a su hermana con sus ojos de hielo.

—¿Por favor?

En cuanto se cerró la puerta del despacho, a espaldas del hombretón, Greta agarró con fuerza el brazo de Emilio Rivera. Habló deprisa, como si temiera que de un momento a otro aquella puerta pudiera volver a abrirse y su carcelero diera por terminada la audiencia.

—Escúchame, Emilio —le dijo atropelladamente—. ¿Recuerdas la reunión con el notario el día que nos leyó el testamento de Thomas?

—Claro.

—He firmado un documento en el que te nombro tutor legal de Tom en el caso de que a mí me ocurra alguna desgracia.

—Greta…

—Esto es algo que no debe saber nadie, ni siquiera Bárbara. ¿Entiendes?

Entendía Emilio, aunque sólo a medias. Se tomó el secreto de Greta como una declaración de amor. Abandonó aquel despacho con una sonrisa bajo el bigote y de camino a casa, al pasar por un puestecito callejero, le compró un ramo de rosas a la extrañada Bárbara. «He dejado la compañía», le comentó sin más. Y Bárbara no supo si alegrarse o echarse a temblar.

La otra mitad del secreto la negoció Greta con su conciencia como quien contrata un seguro de vida a sabiendas de su necesidad. «Mi hijo Tom tiene un tutor —le anunció a Bartek cuando todavía era mentira—. Por si has pensado en matarme, que sepas que no serás tú quien administre su fortuna». «¿Y si muere primero el tutor?», le respondió él con una rapidez que le sobrecogió las entrañas. Entonces fue cuando calculó la verdadera importancia de su silencio.

Así las cosas, con Bartek Solidej tomando decisiones desde lo alto del rascacielos, Emilio Rivera replegado estratégicamente en su saloncito de Park Avenue, Rosa Fe esquivando la corriente de aire helado que le salía al encuentro cada vez que se cruzaba con el asesino de su esposo por los pasillos de la casa y Greta temblando de miedo sin nadie más que Bárbara en quien refugiarse a ratos, compartiendo los primeros pasos y las primeras palabras de los niños bajo el tilo, pasaron tres o cuatro años como una mala noche. La cómoda presencia de Boris Vladimir en aquella casa, la terca soltería de Bartek, la viudez de Greta, que se estaba convirtiendo en una enfermedad crónica y, sobre todo, el dinero, un habitante más de la mansión, que empezaba a conquistar paredes y suelos, le proporcionaron a la viuda Bouvier un estatus social privilegiado y tal vez inmerecido que le abrió puertas y balcones, amistades interesantes e interesadas, cuentas bancarias en Europa, temporadas de caza, cruceros por los siete mares y mil y una noches de encanto y diversión.

Pero Bartek no soportaba a Tom. Se le notaba a pesar de la sonrisa forzada que le dedicaba al niño cuando había invitados a cenar y Greta se empeñaba en hacerlo bajar en pijama, arropado en una bata de terciopelo, convertido en una miniatura de millonario con la raya en medio, para decirle «buenas noches, mi amor, saluda a estos señores, sé bueno, duerme bien, te quiero mucho, mucho, mucho». No era lo mismo que Emilio, que no dudaba en tirarse al suelo y revolcarse de risa con Ernesto y Tom saltándole encima, dejándose despeinar, arañar, mordisquear, ensuciar, que a veces le pedía permiso a Greta para llevarse a los niños a las carreras de caballos o a pasear por el río en un balandrito de vela, o al cine, que estrenaban un western cada cuarto de hora, y desaparecía con un niño en cada mano, el sombrero torcido, silbando una canción de moda y disfrutando de esa segunda infancia en el país de las maravillas.

Bartek recelaba de Emilio, recelaba de Tom, recelaba del futuro de aquella relación casi paternal que debería corresponderle a él si no fuera por el asco que le daban las manos sucias, las narices húmedas y los rizos sudorosos de su sobrino. Lo consideraba un estorbo incómodo para sus planes. Se negaba a llevarlo a cuestas en aquellos viajes por la Vieja Europa que a veces obligaban a los hermanos Solidej a pasar largas temporadas separados del niño. Greta lloraba, se desesperaba, le rogaba, lo amenazaba y sólo encontraba consuelo si Emilio se ofrecía a quedarse con Tom el tiempo que hiciera falta, «no es molestia, Greta, de verdad, soy su padrino, mi casa es su casa». Entonces ella, personalmente, doblaba las camisillas y los pantalones en una maleta grande y los llevaba a casa de los Rivera, donde su hijo tenía ya su propio dormitorio, su silla en el comedor y su esquina en el sofá.

Luego, tres o cuatro semanas después, volvía con regalos para todos, con un nuevo peinado y un nuevo color de piel y rescataba a Tom de aquella otra familia que también lo quería, pero no tanto como lo adoraba ella.

Por eso Bartek encontró un colegio en Lausana que admitía internos a partir de cinco años, por la rabia que le daba que su sobrino llamara «papá Emilio» al único amigo vivo que le quedaba a Thomas Bouvier sobre la faz de la tierra.

Al principio, Greta se negó de plano a separarse del pequeño, pero luego el príncipe Boris y tres o cuatro elementos afines a la educación europea la convencieron de la necesidad de hablar francés, practicar la esgrima, jugar al criquet, relacionarse con aristócratas y cultivar las artes y las letras de las que tanto adolecía la cultura norteamericana por mucho que hubieran descubierto el valor de la organización.

Entonces, a ella se le llenaron los ojos del agua de los lagos italianos y la boca de frases como: «Mi hijo estudia en el mejor internado de Suiza»; y la lengua de llagas de tanto mordérsela, y la piel de arañazos de tanto clavarse las uñas. Porque a ratos, cuando no había nadie delante, lo echaba tanto de menos que no le alimentaba el aire, y porque lo llamaba en sueños, y porque si no estaba viajando, subida en alguno de esos yates de maravilla, se quería morir. Porque no aguantaba un minuto más sin Tom.

Y pasaba los años sonámbula, sin atreverse a levantarle la voz al bestia de su hermano, sin confesarle a nadie que ella preferiría mil veces estar en casa, con el niño, que en la Selva Negra cazando ciervos, o en París disfrazada de catrina de alta costura, o en Escocia, pescando asquerosos y malolientes salmones.

Entonces llegó la Navidad de mil novecientos sesenta y dos y el tren al que se había subido con una venda en los ojos descarriló, llevándose por delante todos los cimientos de lo que hasta entonces había sido su vida.

III

El diez de diciembre —porque eran rigurosamente necesarios quince días a jornada completa para tenerlo todo listo a tiempo— Boris Vladimir se instalaba en la mansión Bouvier como si fuera uno de esos tíos lejanos que aparecen cargados de baúles, con un caniche en los brazos, e instauran un nuevo orden a partir del caos que ellos mismos provocan. Se paseaba por la casa con un cuaderno de notas y la paciencia infinita de Rosa Fe, a la que tantos apuntes le daban lo mismo, ya que siempre consideró que era demasiado tarde para aprender a leer y por eso lo registraba todo directamente en su memoria de elefante. Iba dos o tres pasos por detrás del búlgaro, procesando toda aquella información sobre cristales de Bohemia, orquídeas japonesas, estatuas de hielo y bandejas de plata.

Los dos primeros días los pasaban encerrados en el despacho de Thomas, rodeados de libros antiguos, Greta y Boris y un montón de tarjetones que escribían a mano, con pluma y tinta y papel secante. Los lacraban uno a uno con aquella cera gruesa y un anillo que tenía tallado el escudo Wittelsbach. Los llevaba el propio Norberto en mano, casa por casa, como si fuera el emisario de un palacio real de cuento de hadas o el portador de una gran noticia: «Le ha tocado a usted el gordo de la lotería, señora», y solía volver ya con la respuesta, afirmativa, claro, encerrada en otro sobre, también lacrado, que olía a perfume del caro.

Entonces volvían a recluirse los anfitriones para decidir el lugar de cada uno en las mesas, según afinidades tan estrambóticas como el gusto por los marfiles tallados o la común excentricidad de fumar cigarros en boquilla.

El batallón de decoradores, electricistas, jardineros, cocineros, camareros, doncellas, floristas, músicos y el tímido afinador de pianos que siempre llegaba el último, cuando ya la casa parecía el escenario del baile de Cenicienta, se dispersaban por los salones y los pasillos como una plaga de langosta capaz de darle la vuelta a todos los tapices y todas las alfombras, de modo que la mansión Bouvier, de un año para otro, se transformaba completamente, hasta resultar irreconocible incluso para sus propios habitantes.

El pobre Tom volvía todos los años a una casa extraña y disparatada. Unas veces encontraba las lámparas cubiertas de seda, otras, los techos tapizados de farolillos chinos, o los pasillos plagados de espejos, o la escalera pintada de rojo, o las puertas rodeadas de muérdago, o las chimeneas invadidas de musgo. Y en el recibidor, eso siempre, le salía al encuentro un abeto atiborrado de candelitas, guirnaldas, estrellas y bolas de cristal que custodiaba, como un gigante feroz, un millón de regalos envueltos en celofán con su nombre escrito a plumilla en la letra picuda de su madre.

Greta estaba tan ocupada preparando la fiesta de Nochebuena que, después de media hora larga de achuchones y besos, enviaba a Tom a la cocina, con Rosita Fe y sus muñecas de trapo para poder decidir con calma el color de las servilletas, y él,

todavía vestido con el uniforme del colegio suizo, aparecía en el horizonte de la niña igual que un príncipe a lomos de un caballo árabe.

Después venía papá Emilio, con Ernesto en pantalón corto, y los rescataba de aquel vodevil. Siempre traía un buen plan escondido en el bolsillo, porque en aquella ciudad no había zoo, cine, carrusel, coche de caballos, barca de remos, helado, hot dog, partido de béisbol, noria, teatro, juguetería o museo que no hubiera disfrutado Rivera escudándose en los tres niños como excusa para su propia diversión.

Devolvía a Tom medio dormido y a Rosa Fecita toda alborotada a eso de las nueve de la noche y se llevaba como premio un beso en la mejilla, una copa de coñac y diez minutos de conversación con el amor de su vida, Greta, que le agradecía de veras la paciencia que demostraba con su hijo, más aún en esos días tan agitados en que ella tanto le necesitaba. «Estoy agotada», solía suspirar reclinándose en el sofá y entrecerrando las pestañas. Sólo eso, ese gesto de desmayo, le resultaba a Emilio tan sensual que casi se volvía loco, casi se abalanzaba sobre ella, casi le mordía la carne y le lamía el cuello, y le arrancaba la ropa y le descubría todos y cada uno de los secretos de su piel. Pero entonces, ella, bostezando, decía algo así como: «Bárbara estará preocupada, son más de las nueve y media», y a Emilio el espejismo se le venía abajo como un castillo de naipes en medio de un terremoto que lo dejaba temblando de frío en lo alto de un montón de cristales rotos.

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