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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

Siempre en capilla

BOOK: Siempre en capilla
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Tres jóvenes médicos, Leonard, Jasper y Alexander, se enfrentan a una epidemia de difteria que se extiende sin control por una barriada pobre de los alrededores de Londres. Estamos al final del siglo XIX y no hay tratamiento médico para la enfermedad; por esto Jasper, siguiendo los métodos científicos de Pasteur, está desarrollando una vacuna, aun cuando no osa probarla en humanos. Un asesinato misterioso precipitará de forma sorprendente los acontecimientos y pondrá en riesgo la vida de los protagonistas.

Lluïsa Forrellad

Siempre en capilla

ePUB v1.1

Elle518
28.02.12

Portada retocada por: adruki

Premio Nadal 1953

Lluïsa Forrellad, 1953.

Escribo esto para quitármelo

de la mente y dejarlo olvidado

en el papel. Prefiero cerrar el

recuerdo a las horas de angustia.

DR. LEONARD BARKER

J
asper, Alexander y un servidor éramos socios. Yo llamaba a nuestra asociación el «trío milagroso» por la sencilla razón de que realizábamos milagros. El primero, desde luego, consistió en obtener los tres un título de doctor después del examen oral en el Colegio de Médicos teniendo por examinador al profesor Mackintosh, excelentísimo y honorable señor que había destrozado el sistema nervioso de treinta y dos candidatos. Cierto es que también nosotros sufrimos una violenta crisis: Jasper llegó a los cuarenta grados de fiebre, Alexander se vio obligado a inyectarse una dosis de morfina para poder dormir y yo me desmayé en un lavabo del
South London Hospital
. A cuantos conocieron al excelentísimo y honorable profesor Mackintosh no será necesario decirles que salir bien del examen oral equivalía a ser un verdadero genio. Y he aquí que tres genios lívidos, ojerosos y calenturientos, celebraban su resonante triunfo derrumbados sobre el lecho de una discreta pensión, durmiendo como troncos.

Ya teníamos profesión. Nos faltaba lugar donde ejercer, dinero para hallar el lugar, tiempo para reunir el dinero y paciencia para procurar el tiempo. En ésas estábamos cuando se nos presentó una oportunidad barata y, desde luego, mala. La aprovechamos sin más. Se trataba de un helado consultorio sito en determinada ciudad de determinado condado inglés. Su antiguo dueño había optado por pasar a mejor vida, no sin razón; la clientela que nos legaba constituía la barriada llamada de Spick, que pasó a la posteridad por la variedad de sus epidemias. Para vergüenza de la Sanidad, hasta transcurridos muchísimos años no se consiguió extirpar enteramente aquel feo tumor de la ciudad. Allí verificamos el segundo milagro manteniéndonos cuerdos. Nos instalamos con el sano propósito de trabajar. Alexander, doctorado en química, se puso a las órdenes de Jasper, que llevaba a cabo trabajos experimentales además de ejercer la medicina general. Yo actuaba casi exclusivamente de cirujano, y de continuo me proponía empezar en seguida una investigación acerca de la regeneración de los huesos. Deseábamos perfeccionarnos cada uno en su especialidad para unir nuestras fuerzas y revolucionar la medicina con nuevos sistemas y descubrimientos… Pero el diablo debió de castigar esta buena intención. Dispuestos y preparados para luchar contra elementos poderosos, nos asaltaron a traición los elementos frágiles: la
Liga Femenina Amiga de Animales y Plantas
nos creó el primer problema denunciándonos como «torturadores de conejillos de Indias». Era más duro combatir la ignorancia que la difteria. Alexander, que amaba a los animales con fanatismo, al conocer la noticia se fue a dormir, con una buena dosis de bromuro y una bolsa de hielo en la cabeza. Jasper, inflamable como la dinamita, estalló; inició una acción judicial por difamación contra las damas denunciantes, alegando que en nuestro laboratorio, ¡qué diablos!, no había conejillos de Indias. Irrumpió la presidenta de la
Liga
cargada con una jaula donde se movían cuatro simpáticos bichos que conocíamos bien. «¿Y esto qué es, señores míos?», profirió exaltada. «¡Lo hallé en su laboratorio, doctor!» Jasper no se inmutó. «Son
ratas
, señora mía», respondió fríamente. La presidenta sufrió un colapso nervioso. Entonces intervine yo demandándola por violación de domicilio. El juez se divertía. Pero no podía acabar todo aquí. El hecho de que las denunciantes incurrieran en un lapsus de nombres, no quitaba que las ratas blancas fueran animales lo mismo que los conejillos de Indias y no teníamos permiso para realizar trabajos experimentales con ellos. Explicamos que eran ratas libres, que lejos de ser martirizadas, tenían todas nombre y apellido y se ponían firmes a una orden de Alexander. Fue comprobado: era verdad. A pesar de todo, no pudimos disimular el hecho de que estuvieran enjauladas y una de ellas con disentería. Hubo multa. Lo que no hubo fue dinero con que pagarla, pero vendimos un busto en bronce que ni siquiera servía para adornar el consultorio, y todo acabó aquí. Hoy tenemos dinero como para comprar toda la producción de bustos en bronce y tenemos también permiso para practicar la vivisección. Nada de esto nos sirve. Después de treinta años de pobreza, uno se habitúa a ella. En cuanto a la vivisección, nos falta valor. Alexander sigue amaestrando a los animales y poseemos una legión de ratas blancas inteligentes y disciplinadas que mueven las orejas cuando pasamos lista.

Si prosiguiera enumerando las ridículas dificultades que entorpecieron nuestros comienzos, el manuscrito de mis memorias adquiriría un matiz de humorada. Llegó a constituir un infortunio para nosotros el ser poseedores del suspirado título de doctor… En aquella época adquirían un prestigio sin límites los curanderos. La gente acomodada no acudía a nuestro consultorio; preferían confiar sus males al distinguido doctor Pressburger, que poseía una clínica en el lugar más céntrico, rimbombante y ruidoso de la ciudad a costa de la tranquilidad de los enfermos que se alojaban en ella. Sólo vivíamos de los ingresos que nos proporcionaba nuestra clientela, y recaudábamos a razón de algunos chelines y muchísimos peniques por día, descontando los honorarios, que quedarían pendientes hasta el Juicio Final.

Ni Jasper ni Alexander ni yo proveníamos de familias acomodadas. Al primero le pagó los estudios un zapatero tío suyo que había ganado dinero y perdido a un hijo de su misma edad. Su madre y su padrastro vivían en Londonderry, y apenas se trataban. Alexander, como expósito, no tenía apellidos. Fue recogido por unos modestos irlandeses sumamente católicos y por fin se llamó O'Donnell. Pero el azar se recreaba dejándolo solo y le arrebató a los nuevos padres casi inmediatamente. Fue químico gracias a una beca y a una poderosa voluntad. Yo, nacido en un pueblecito cerca de Colchester, había soportado el bochorno de ver trabajar a mi padre y a mi hermano para pagar mis matrículas y mis libros. Eran gente sumamente buena y no esperaban recompensa, pero a mí me carcomía la inquietud. Una vez me escribieron para decirme que mi padre sufría una erisipela y fui al pueblo inmediatamente. Deseaba demostrarles que tenían en mí un puntal. Curé la erisipela, se pusieron contentos con mi talento… y tuvieron que ayudarme a pagar el viaje de regreso.

Un día, nuestro querido colega el doctor Pressburger se fue de pesca al lago Mirror. En su ausencia llamaron a Jasper. Se trataba de una familia burguesona cuya hijita sufría ronquera y tenía que cantar en el festival benéfico de no sé qué. «Ha de tener clara la voz esta misma tarde», puntualizó el padre. Jasper le exploró la garganta atentamente y luego diagnosticó: difteria. La incredulidad descompuso el rostro paterno. «¡Eso no puede ser! ¡Haré que la visite el doctor Pressburger!» Ni la natural desesperación de aquel hombre pudo disculpar el sentido de sus palabras.

Así fue como nuestro querido colega el doctor Pressburger tuvo que interrumpir su pesca en el lago Mirror.

A Jasper le dolió profundamente no llevar aquel caso. El estudio de la difteria crupal le subyugaba desde que Kleb había descubierto la bacteria productora y Loeffler la había aislado y cultivado. Estos hechos ocurridos precisamente cuando nosotros iniciábamos los estudios de Bacteriología y, además, los nuevos horizontes que Pasteur había abierto con su descubrimiento de la inmunización, habían dado a Jasper una inquietud que le llevaba a trabajar febrilmente buscando lo que casi en la misma época preocupaba a Emil von Behring, en Alemania: las propiedades terapéuticas del suero sanguíneo de animales vacunados contra la difteria. ¿A cuántos cerebros atraía el estudio de la terrible
úlcera pestilencial de Egipto
, descrita ya así por Areteo en tiempo de los romanos? Para orgullo del mundo científico, Dios otorgó el premio del éxito a muchos de estos esforzados caballeros de la Humanidad.

Cuando la enfermedad adquiría carácter epidémico, causaba verdadero pavor ver por millares a los niños atacados. Yo registré en una misma familia cuatro defunciones en el intervalo de treinta y seis horas.

De aquel tiempo voy a llenar estas páginas. Si te cansas, lector, puedes dejar de leer. ¡Ojalá del mismo modo yo hubiera podido cerrar el libro de los acontecimientos!

C
orría el año mil ochocientos noventa y tantos. Septiembre… Frío…

Llegué a casa aterido. Me abrió la puerta la vieja Honora, a pesar de que solía marcharse siempre antes de las nueve.

—Buenas noches, doctor.

—Es tarde, Honora, ¿qué haces aquí aún?

—No hay nadie en la casa y aguardaba a que uno de ustedes llegara.

—Podía haberse marchado, mujer; tengo la llave.

—Usted sí, doctor, pero yo no sabía que llegaría el primero.

—¿Dónde ha ido Alexander?

—A casa de los Nelson. Jennie tiene paperas, y para que se deje poner las cataplasmas el doctor le ha llevado un conejo blanco.

Entré en el cuartito, que olía a parque zoológico, y vi la jaula de
Idle
vacía. Alexander, con el pretexto de las cataplasmas, había regalado el hermoso animal para librarle de una inoculación de prueba. Como de costumbre, Jasper se vería obligado a comprar otro conejo más feo, más arisco y, a ser posible, aburrido de la vida.

Fui hacia el laboratorio; curioseando el trabajo de Alexander pegué un ojo al microscopio. A través de la lente vi un cúmulo de leucocitos teñidos de azul que hacían resaltar el rojo de la fucsina coloreando el bacilo de la tuberculosis. La materia que se hallaba en examen pertenecía a un adolescente del arrabal de Spick, uno de tantos en que había de apoyarse la generación del mañana. Por fortuna interrumpió mi pensamiento el ruido de la puerta de la calle. En seguida entró Jasper en el laboratorio. Extremadamente alto, rubio, de ojos claros, con fuertes mandíbulas y fuertes brazos. A Alexander y a mí nos doblaba el grueso de la muñeca. Echó una mirada a la estancia y frunció las cejas.

—¿Y Alexander? —dijo a modo de saludo.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

—¿No está en casa?

—No. ¿Qué hay?

—Óyeme. Len, verás… es que…, en fin, aguarda.

Abrió la puerta y dijo a alguien que esperaba fuera:

—Entra.

Me levanté intrigado. El acompañante de Jasper apareció en el umbral campechanamente. Al verle disimulé mi sorpresa y volví a sentarme; no valía la pena hacerle tantos honores. Iba mal vestido, con una chaquetilla larga descolorida y una gorra de marinero. No llevaba pantalones, cosa que no me escandalizó por la sencilla razón de que se trataba de un mico.

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