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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

Siempre en capilla (8 page)

BOOK: Siempre en capilla
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Atravesé la calle con el entrecejo fruncido. Se me había acentuado la pesadez de cabeza. Me faltaban por lo menos tres visitas más, pero no tenía ninguna intención de hacerlas. Ya me había aguantado bastante. Incluso tenía la borrosa sensación de haber errado un diagnóstico; tanto mejor para Brown si en realidad su tumor no pasaba al terreno de la malignidad.

Me iría a dormir la siesta y a media tarde lo vería todo más claro.

Al volver la esquina vi en un quiosco, prendidos de una pinza seis ejemplares del periódico de la ciudad con la fotografía de Martino. Los canutillos de crema de almendras dieron un salto. Pasé de largo precipitadamente, pero una palabra en enormes letras de molde chocó contra mi cerebro: «Asesino».

En el cruce de la avenida, por poco me aplasta un
Voiturette Ford
que poseía Sir William Greene para pasmo de los peatones.

Llegué al arrabal de Spick, pasé ante la droguería de donde procedía
Penique
y, una manzana más abajo, oí la voz chillona de una mujer que me llamaba en francés:


Monsieur le docteur!

Me volví irritado. Sabía de quién se trataba. Una
madame
divorciada, casada de nuevo, separada de su segundo marido y juntada otra vez con el primero. Rayaba en los cuarenta, aunque se empeñaba frenéticamente en parecer una niña. ¡Y hasta dónde llega la pertinacia femenina! En su empeño había conseguido contraer el sarampión. En aquella ocasión la conocí. La curé, es decir, se curó siguiendo el proceso de los millares y millares de seres que sufren la sencilla enfermedad infantil, pero ella se empeñó en creer que yo le había salvado la vida y así le fue posible quedar eternamente agradecida, con esa clase de agradecimiento que produce náuseas.

—¿Qué se le ofrece,
madame
?

Su cara empolvada me dio un susto.

Necesitaba mucho de mí. Le ocurría una cosa comprometidísima. Sólo yo podía ayudarla. Los doctores son como los confesores; además, ¡yo era tan buen cirujano! El asunto era delicado… Ben no sabía nada… y no debía saber nada. Se trataba… ¡Santo Dios! ¿De qué se trataba?… De una sortija de brillantes que no se podía quitar. Se la puso el domingo y ahora no había quien la arrancara de su dedo. Ben regresaría, se daría cuenta, no le hallaría explicación… él sólo le daba diez chelines a la semana… ¿Me hacía cargo? ¿La sacaría del brete?

—Lo siento, lo siento de veras,
madame
—dije, rojo como la grana—. En este momento no llevo el instrumental adecuado.

Di media vuelta y la dejé plantada.

Llegué a casa, solté el maletín, arrojé el abrigo, penetré en la cocina, olfateé, pillé un garbanzo, Honora gritó, me fui, entré en el laboratorio.

—¿Tienes dinero, Len? —me dijo Alexander por todo saludo.

—No.

—¿Cuándo te pagará la sangría nuestro querido colega?

—A finales de mes, tal vez. ¿Te encuentras en algún apuro?

—De la granja de King han traído otra remesa de conejos para Jasper y no tengo con qué pagarlos.

—Que los pague él.

—No, no, Len. Ya me dio el dinero, pero…

—Comprendo —dije recordando el entierro de Jennie.

En aquel instante se oyó la característica llamada de los que se olvidan la llave.

—¡Jasper! —dijo Alexander con un sobresalto.

En efecto, era Jasper. Cuando entró le miramos como si fuera el coco.

—¿Qué sucede?

Alexander, valientemente, le expuso el problema con una sinceridad patética. Fue escuchado con calma y comprensión.

Los tres nos sentamos meditando.

—Además, está la manutención de Martino —comentó alguno de nosotros.

Jasper se levantó, fue hacia la percha y se puso el abrigo.

—He olvidado ir a casa de Howells. Luego discutiremos eso.

Y se marchó.

Me puse en pie.

—Yo también salgo un momento, Alexander.

—¡Óyeme! —exclamó instantáneamente—. ¡No se te ocurra telegrafiar a tu casa otra vez!

Farfullé una negativa y me fui con paso rápido.


Oh, merci, merci, monsieur le docteur!
!Es usted
très gentil
! ¡Usted trabaja
si
finamente! ¡
J'e n'ai même pas senti
el frotamiento de la lima!
Quel esprit! Quel esprit! Je savais bien que vouz étiez un excellent chirurgien!
¡Cuánto discreto es usted!
Mon mari
no sabe nada. ¡
Oh, docteur,
nunca
j'ai douté
de su amabilidad!
Vous étes revenu bien vite!

Soporté todo esto, recogí la lima y cerré el maletín.


Oh, monsieur le docteur!
¿Usted se marcha ya?


Oui madame.

—¿Quiere usted tomar el té?


Impossible, madame.

—Dígame
le prix
, los honorarios.

—Diez chelines,
dix. Service spécial.

Era un abuso. No sé cómo le sentó la noticia. Creo que mal. La cara se le puso verde. Pero consiguió reaccionar.


Oh, oui, oui, monsieur le docteur!

Desapareció por un agujero adornado con cortinajes floreados, y reapareció con los diez chelines.

Yo, habiéndome puesto por anticipado de acuerdo con mis escrúpulos, me incliné, besé su mano, le dediqué una sonrisa, tomé el dinero y desaparecí.

Llegué cargado de paquetes y no me fue posible sacar la llave para abrir la puerta. Llevaba, además del maletín, una botella de leche, otra de «Noyau», jamón, cuatro panecillos y media docena de huevos metidos dentro de un cucurucho que al salir de la fiambrería ya se había desgarrado. Con el meñique alcancé la cadena de la campanilla; di un tirón: cayó un huevo. Pudo haber sido un panecillo, pero fue un huevo. Me abrió Alexander.

—¿Qué es esto, Len?

—¡Ayúdame, por Dios! ¡El cucurucho, cógelo! ¡Cuidado, no pises este huevo!

Estaba chafado en todo lo que se dice cáscara, pero el contenido no se había vertido.

—¿Qué es esta botella?

—«Noyau» elaborado en Francia. La última vez que fui a casa, mi padre me lo hizo probar. Está muy bien.

Con el firme propósito de mantener secreta la humillante procedencia del dinero que me había permitido tanta holgura, expliqué a Alexander con laconismo:

—Cobré de Tom Numps.

Mi amigo reflejó tan viva sorpresa que temí haber escogido una mentira excesiva.

—Sólo diez chelines a cuenta —agregué a toda prisa.

Me encaminé hacia la despensa y Alexander me siguió. Abrí la puerta empujándola con el pie y al ver el armario me quedé de una pieza. Dentro había una caja de pasas, otra de queso, una botella de crema de limón, mazapanes, vino generoso, una lata de harina, un filete de ternera y más huevos. Miré a Alexander interrogante.

—Jasper también ha cobrado de Tom Numps —explicó sin pestañear.

Entramos en el comedor. Honora, con la cara muy seria, volvió a sacar la sopera y me sirvió.

—Por fortuna sólo son tres —dijo entre dientes.

Alexander y Jasper estaban ya en el queso de Roquefort falsificado con patata cocida. Comí aprisa para darles alcance.

Penique
pasaba de las rodillas de Jasper a las de Alexander y de éstas a las mías. Tenía marcado interés en ver de cerca lo que comíamos, pero nunca trataba de usurparnos nada. Le dábamos recortes de lo que fuera, y no sé si por glotonería o por cortesía se los comía, le gustaran o no. Cuando ya nos había molestado lo bastante, avisábamos a Honora. Ésta, desde la cocina, metía ruido con las tijeras con que solía cortar la carne, y acto continuo
Penique
desaparecía en aquella dirección.

Aquel mediodía, Jasper se hartó del gato en seguida.

—¡Te pones pesado de veras! —le dijo—. ¡Sal de una vez!

Penique
era sensible. Se fue a la cocina antes de oír las tijeras y nadie volvió a saber de él en el resto de la comida.

Alexander desmenuzaba miga de pan para las ratas; sus manos se movían pesadamente y a duras penas mantenía abiertos los ojos. Bostezaba una y otra vez, contagiándome a mí. Los dos poníamos cara de estúpidos. En contraste estaba Jasper, convertido en un manojo de nervios. Su cabello rojizo se le arremolinaba sobre la frente y se lo echaba atrás a golpes. Tenía ante sí el periódico y leía las gacetillas vertiginosamente mientras despedazaba el queso a mordiscos. De pronto se interrumpió para contemplar la fotografía de Martino. Frunció el ceño y lanzó un silbido.

—¿Lo has leído, Len? —exclamó.

Negué con la cabeza, pero no debió darse cuenta porque gritó

—¡Pregunto si lo has leído!

Alexander se despabiló al instante.

—¿A quién le gritas, Jasper? —preguntó dócilmente.

Jasper no contestó. Dejó el periódico con brusquedad, se levantó y fue hacia la cocina. Le oímos hablar a Honora categóricamente:

—De ninguna manera. Usted no es una enfermera. Yo lo haré. Cuando yo no esté, lo hará Alexander o Len, pero nunca usted.

Y reapareció llevando una bandeja atestada de platos tapados. Cruzó el comedor, salió por el gabinete y subió la escalera.

Alexander me dirigió una mirada de resignación. Luego, cogió el periódico, lo dobló por el lado de la fotografía de Martino y empezó a leer. Me revolví inquieto. Con el tenedor tracé sobre el mantel infinidad de dibujos sin sentido. Clavé los ojos en el delgado rostro de Alexander con una especie de obcecación.

—Len —me dijo—, escucha esto…

—¡No! —interrumpí poniéndome en pie—. ¡No quiero saber nada!

Se produjo un silencio intenso. Volví a sentarme con pesadez y me pasé la mano por la frente.

—Hay cosas, Alexander, que quiero ignorarlas toda la vida: aquellas que, sabiéndolas, no puede evitarse que hayan sucedido.

Alexander esbozó una sonrisa de admiración. Alargó el brazo y poniéndome la mano sobre el hombro, exclamó:

—Apenas doy fe a lo que oigo, Len. Nunca creí que existiera alguien preservado de curiosidad morbosa.

Entró Honora en el comedor y empezó a quitar la mesa. Me levanté y miré el reloj: las dos.

—Quiero echar una siesta, Honora. Llámeme…, mejor dicho, no me llame. No abriré el consultorio hasta que me vea capaz de trabajar con acierto. Que esperen los que quieran, y los que no, que se larguen.

Me fui hacia la escalera. Alexander me alcanzó en el rellano.

—Yo también voy a echarme —dijo.

Me cogió por el brazo, me detuvo y añadió en voz baja:

—Asómate, Len.

Lo hice y vi a Honora cargada con un montón de platos, con la cabeza inclinada hacia el periódico, tratando de enterarse de lo que decía.

—Incluso ésta, que no lee nunca ningún diario, goza estremeciéndose con los detalles de la acción que valió treinta años de condena a un adolescente.

Alexander llevaba razón: yo era un caso único. Ni siquiera tú que estás leyendo mi narración te sientes libre de esa malsana curiosidad.

Jasper salía del cuarto de Martino.

—Oye, Len —me dijo—, hallarás tu mesilla de noche, tu percha y tu lavabo en el dormitorio de Alexander. Así queda espacio para la otra cama.

—¿Has comprado otra cama? ¿Y pagar los conejos, cuándo, Jasper? A mí me quedan siete…

—No, no, me refiero a la de Alexander; la hemos pasado a tu habitación. Él estará contigo y así quedaréis aislados. ¡No, Len! ¡No objetes nada! Ha de ser así. La alcoba de Alexander comunica con la de Martino. Me trasladaré allí, me pondré un colchón en el suelo y podré estar al cuidado de lo que pase.

—Haz lo que quieras. Pero coge mi cama. Yo duermo mejor en lugar duro. Ya sabes: mi lordosis.

—¡Oh, Len, qué pena! ¡Tan joven!

—No te burles; tú mismo hiciste el diagnóstico.

—No, no; me refiero a Alexander. Se ha notado una joroba, ¿verdad, Alexander?, y quiere corregirse lo mismo que tú. Tendréis que arrinconar las camas al desván.

Nos dio un golpetazo en la espalda para enderezarnos y nos empujó hacia la habitación que habíamos de compartir. Alexander cerró la puerta y exclamó:

—¡Luna nueva! ¡A ver cuánto dura!

Me eché sobre la cama y me quedé plano como un muerto. Noté que mi camarada de cuarto entornaba los postigos para atenuar la luz, y oí vagamente la puerta de la calle al irse Jasper. «¡Es un fenómeno!», pensé. «¡Ha pasado la noche en vela como nosotros, y allá va tan fresco!» Acto seguido bailoteó por mi mente su imagen ensanchándose y alargándose como un gigante; diminutos y fatigados, Alexander y yo permanecíamos acurrucados a sus pies. Jasper se reía a mandíbula batiente; de pronto se agachó y me sacudió gritando despiadadamente: «¡Despierta ya, despierta!» Me volví sollozando: «¡Dejadme dormir, por caridad!»

—¡No puede ser, Len, de veras! ¡Tienes que despejarte!

Abrí los ojos de golpe. La luz entraba a raudales.

Alexander me propinaba copiosos cachetes.

—¡Vamos, Len, es urgente!

—¿Qué ocurre? ¿Qué hora es?

—Lo siento, apenas llevas cinco minutos durmiendo, pero es apremiante. Jasper te ha mandado llamar. Tienes que ir con él inmediatamente. El niño de Howells está ahogándose. Hay que operarle en seguida.

Me quedé atontado, incapaz de reaccionar.

—Yo te ayudaré, Len; vamos, incorpórate, ven…

Me arrastró hasta el lavabo, me empujó la cabeza hacia la jofaina y empezó a remojarme. Me golpeteó, me sopló, me agitó.

—Anúdate el corbatín… deja, yo lo haré.

Unió la acción a la palabra mientras yo luchaba con los botones del chaleco. Nunca tuve las manos tan torpes.

Bajé la escalera parpadeando, deslumbrado por el resol del tragaluz. Honora me aguardaba en el último peldaño con un monstruoso bol de café. Mientras lo tomaba me abrochaba el abrigo, me colocaron el sombrero en la cabeza y me pusieron el maletín en la mano. Honora corrió a abrir. Alexander me dio un empujón.

—¡Hasta luego, Len! ¡Que todo vaya bien!

Tropecé en el umbral y me fui.

¡Cuántas veces había experimentado el raro fenómeno! ¡Don de Dios! ¡Las mismas manos que con tanta dificultad habían abrochado el chaleco, asieron el bisturí ágiles, sin un titubeo ni un temblor!

En una traqueotomía de urgencia cuenta a favor del paciente la sangre fría, la rapidez y la precisión del cirujano. El cielo no me negó estas virtudes ni en aquella ocasión. Alexander estaría intercediendo por el niño y por mí, desde la cabecera de su lecho, donde tenía a San Roque. Yo nunca le había sorprendido rezando, pero sabía que en las situaciones difíciles lo hacía. Solía irse a su dormitorio, se oía correr el pestillo y después de unos minutos reaparecía distinto, más firme, más confiado. Jasper y yo, llamados protestantes, pero en realidad, simples y escuetos creyentes, sin devoción determinada y acomodaticios como miles y miles de infelices mortales, siempre agradecíamos que Alexander se acordara de nosotros ante su pequeño santo de yeso.

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