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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

Siempre en capilla (10 page)

BOOK: Siempre en capilla
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En el almacén de harina descargaban grandes sacas. El personal, envuelto en una nube de polvo blanco, renegaba del frío y se soplaba las manos. Uno de ellos exclamó:

—¡Si anda rondando los ramblazos, estará apañado!

—¡Bah! —replicó un segundo—. ¡La sangre de los crápulas no se congela, y por añadidura Martino habrá hallado resguardo!

Jasper y yo apretamos el paso instintivamente.

Antes de que las voces se perdieran, oímos sugerir un posible albergue del asesino que inmediatamente fue desechado por ingenuo. La ingenuidad, naturalmente, no residía en la calidad del lugar, sino en la frecuencia con que la policía lo sacudía de cabo a rabo.

La calle St. Gudule se hallaba muy apartada. Era lo más denigrante que he visto. Hedía a…, perdona, lector, iba a ofender tu pulcritud. Estaba el suelo sucio hasta marear. Jasper y yo cruzamos una mirada de consternación. Me dio un papel con los números de las casas donde había enfermos. Los tachados en rojo los atendería él. Nos despedimos brevemente y se metió en una casucha sin la prudencia de agacharse; su estatura le costó un trastazo en la frente.

Miré la casa que me tocaba a mí: las ventanas sin postigos habían sido tabicadas con hojalata a perpetuidad. La parte inferior de la puerta estaba carcomida, y de un ligero puntapié saltaría hecha polvo.

Pasamos la mañana extirpando falsas membranas, dando unturas, recomendando desinfección. ¡Desinfección, Dios mío! Había alcobas más fétidas que la misma calle. En un jergón de paja, entre harapos, asediado por las pulgas y los piojos, encontré a un viejo paralítico cuya piel se le hundía en las fosas de la cara recortándole la calavera como a una momia. A su lado, pegado a su cuerpo consumido y mugriento, yacía el niño diftérico, extinguiéndose por momentos. La muerte se equivocaba.

Soporté visiones más horribles. No quiero detallarlas. Por poco que te parezcas a mí, lector, esta vez coincidirás en que se está mejor ignorando. En aquel lugar contemplé espectáculos que sólo los he encontrado en los suburbios de una ciudad metropolitana. El bacilo diftérico llevaba allí más de dos semanas. La duración de la enfermedad es de cinco a seis días, y se había enterrado ya a tres niños sin que nadie se hubiera preocupado de avisar a un médico. Algunos de los familiares de las víctimas, al darse cuenta de que era crup, habían huido. Fue un empleado de la funeraria quien puso a Jasper sobre aviso. Nos recibieron hostilmente en todas las casas y un anciano me llamó «encantador de ratas». Prendidos en las pestilentes mantas de los lechos hallé signos supersticiosos de toda especie. Cuando intentaba quitarlos, los lúgubres espectadores se persignaban.

Sólo me atreví a proponer el nuevo suero a un hombre loco de dolor que perdía irremisiblemente a su hija. Me miró con ojos extraviados y cuchicheó entre dientes:

—¡Haga lo que quiera, pero si la mata, yo le mataré a usted!

Así le dejé.

Jasper vino a buscarme para operar. Lo hice sobre un canapé Luis XV, de cuyo respaldo y asiento había saltado el relleno casi por completo. La muchacha enferma luchó desesperadamente para que no la tocáramos; los roncos y discordes gritos que salían de su garganta atrajeron a multitud de vecinos. Un hombre vestido con una levita hecha jirones apareció por una puerta de la misma casa y se prestó a ayudarnos, usando unos modales tan extremadamente refinados, que evidenciaban a un maniático. Movía las manos continua y elegantemente, cómo si tocara el violín. La madre de la chica le gritó que se volviera por donde vino y le arrojó un pedazo de tubo de la estufa que chocó contra la pared llenándolo todo de hollín. El maniático no le hizo el menor caso. Faltaban brazos e hicimos que se quedara. La madre se encerró en la cocina llorando y chillando, no sé si por el peligro en que estaba su hija o por la intromisión del individuo. Empecé la traqueotomía. Tal vez ocurrieron aún más cosas a mi alrededor; no me di cuenta. Sólo noté en los labios de Jasper la sonrisa de aprobación hacia mi trabajo.

La enferma se salvó. Cuando la cánula la sació de aire, quedóse dormida en aquel destartalado mueble que antaño quizá sostuvo el cuerpo perfumado de una gran dama.

Jasper terminó su recorrido y se fue apresuradamente a la casa de las afueras, al otro lado del ladrillal, donde el día anterior había dejado a los dos hermanitos en un estado muy comprometido y, además, a la madre —la que lo lavaba todo— con síntomas de contagio.

Yo estaba terminando también.

Tuve que efectuar una intubación laríngea teniendo por ayudantes a una pálida mujer y a un lánguido muchacho hermano del enfermito. Ambos habíanse empeñado tenazmente en asistir por sí mismos al pequeño. Nunca, he sufrido tanto. Sostuvieron al niño temblando durante toda la intervención, y aflojando la presión en el momento más crítico. El cuerpecito se agitó, la penetración del tubo fue incorrecta, determinóse un violento acceso de tos y el niño quedó casi estrangulado. La mujer se mareó y el joven, próximo a desmayarse, soltó del todo al pequeño. Le grité, le di un puntapié. Conseguí que reaccionara y le sujetara de nuevo. Mis manos manejaban la pinza y el intubador con una celeridad voraz. La vida del niño se escapaba y yo la perseguía desesperadamente. La mujer empezó a gritar con histerismo. La Muerte se notaba en la alcoba casi tangible. El enfermito, oscuro, cianótico, ya no respiraba. De repente, ejecutó un leve movimiento. El tubo se deslizó hacia la glotis. Una convulsión le agitó y abriendo los ojos y agarrándose a las sábanas, absorbió la Vida afanosamente.

Estuve quince minutos inmóvil, con la mujer abrazada al cuello, mojándome de lágrimas la pechera de la camisa y estrujándome el chaleco.

Cuando salí de la calle de St. Gudule con aquellos recuerdos imborrables, encontré a Honora. La vieja, tiesa, pulcra, arremangándose el polisón cien veces cepillado, andaba escandalizada de la porquería que casi se veía obligada a pisar. Venía a mi encuentro. La señora Spencer se había caído de la escalera y se temían consecuencias funestas, dado que esperaba un hijo de un momento a otro.

Vivía al otro extremo del barrio y, cuando llegué a su domicilio, el refuerzo de cuero de mi borceguí me había hecho una vejiga en el talón.

Hallé a la mujer en gravísimo estado. En la imposibilidad de trasladarla, decidí operarla en aquella alcoba falta de luz y de ventilación. Me ayudaron la comadrona y una mujer que no sé quién era ni de dónde salió, pero que daba la impresión de salirse adelante por sí sola frente a diez partos simultáneos.

Llevaba unos cuarenta minutos operando, cuando se presentó una anciana diciéndome que un muchacho preguntaba por mí. Ahora no podía atender a nadie. Insistía. ¿Quién era? Había ido a mi casa y le habían dado aquella dirección. Pero, ¿qué era lo que quería? Que me fuera con él en seguida. Imposible. Era urgente, llevaba una nota del doctor Jasper Sidney. ¿Qué decía la nota? El muchacho no sabía leer; la anciana tampoco. Le habían dicho que era algo de vida o muerte.

—¡Traigan la nota aquí, por Dios! ¡Pónganmela ante los ojos!

«Hay que operar inmediatamente, Len; el menor está muriéndose. Ven sin pérdida de tiempo. Jasper.»

¿Quién sabía escribir? La comadrona, pero estaba en mi misma situación. La mujer que lo sabía hacer todo me hizo este servicio.

«No puedo dejar a la señora Spencer. Si te es posible aguardar una hora como mínimo, hazlo; si no, opera tú. Len.»

Sesenta minutos más tarde salí de la casa. Agotados todos los recursos y empleada toda mi habilidad, sólo pude decir que la mujer viviría. El nuevo ser, sin haber luchado y sin haber sufrido, se había perdido irremisiblemente en aquel mundo del cual aún no había salido. Para ello, la adversidad no había tenido que valerse más que de una simple escalera. Me estremeció tanta sencillez.

Cojeando a causa de aquel calzado del diablo, me dirigí a toda prisa al hogar de la familia contagiada. Nunca me pareció tan lejos. Ya no quedaban casas, sino un campo desierto lleno de zarzales recién quemados que sólo mostraban negrura y cáscaras vacías de caracoles. Cerca del vertedero de basuras, que desnivelaba el terreno con un súbito descenso de media milla, merodeaban algunos policías. Aquellos parajes minados de barracas putrefactas eran vigilados con harta frecuencia.

Cuando por fin llamé a la rústica puerta me abrió el mismo Jasper. Estaba en mangas de camisa y una arruga fruncía su ceño.

—¿Qué, Jasper?

—Hace media hora que he concluido.

Le miré con fijeza, temeroso de hacer más preguntas. Parecía extraordinariamente fatigado.

—¿No ha ido bien? —dije al fin.

—Sí. Entra.

Cerró la puerta y se quedó parado sin hacer ni decir nada.

—¿Qué te pasa?

No me contestó. Bruscamente echó a andar y le seguí por el estrecho pasillo. En seguida noté el intenso olor del cloroformo. Me detuve en seco.

—¿Le has anestesiado? ¿Por qué lo has hecho, Jasper? ¿Por qué?

Se volvió, rápido.

—¡Porque sí! ¡Yo no puedo introducir el dilatador con rapidez en el corte de una tráquea si el enfermo se agita y tose y escupe! ¡Tú no sabes lo que es ver pasar los segundos durante la incisión!

Le agarré por la muñeca y le presioné hasta que los labios se le curvaron.

—Escúchame, Jasper, escúchame bien: ¡nunca anestesia clorofórmica por ligera que sea! ¿Entiendes? ¡Nunca! ¡Deja eso para Pressburger y para los que lo consientan!

Bajó los ojos. Un poderoso esfuerzo le hizo temblar de pies a cabeza.

—¡Debiste haberme visto! —murmuró casi en un sollozo.

Sentí que dentro del pecho algo se me encogía. Le empujé suavemente para que siguiera avanzando por el corredor.

En la estancia contigua, el niño operado permanecía inmóvil, con la horrenda «corbata de Trousseau» colocada. El trabajo de Jasper estaba bien hecho, pero a la vista de aquel severísimo tratamiento no pude por menos que pensar en el suero.

—No lo menciones siquiera —susurró Jasper—. He hablado de él largamente con el padre y todo lo que ha comprendido es que yo intentaba rellenar el vientre de sus hijos con sangre de conejo. Además, sabe que esto está prohibido por la Ley.

El otro niño seguía un curso casi satisfactorio. Su infección era poco profunda y por el momento no corría gran peligro. El padre iba de una estancia a otra, abatido, desorientado. En su rostro se leían todas las noches que había pasado en vigilia. En la alcoba de arriba yacía la esposa en constante desvarío, gritando y preguntando por la suerte de los pequeños. Le extirpé las membranas venenosas y la dejé más sosegada. Recogí mi instrumental y me fui. Jasper quiso quedarse hasta más tarde para poder cuidar al recién operado. No decía nada, pero temía la aparición de la apnea por defecto de la colocación de la cánula. Yo sabía que esto no ocurriría; no obstante, preferí que se convenciera por sí mismo.

Crucé el ladrillal con un pie de puntillas, y penetré en el ámbito del arrabal de Spick. Frente a mí se elevaba el terreno abruptamente. Estaba ya en el vertedero de basuras. Allá, arriba, lejos, asomaba la azotea de nuestra casa. Al pie del camino que circundaba los montones de escorias había doce o catorce barracas de hojalata, como si formaran parte del desecho. Me disponía a subir, cuando una voz sonó en aquella dirección. Me habían llamado por mi nombre y me volví con un negro presentimiento. No me había engañado: era el inspector Wyatt en persona. Cada vez que le veía, cerníase sobre mí una espesa sombra. Se hallaba junto a un alambrado tratando de desprender la esclavina de su gabán del estrellado de espinas. No tuve otro remedio que acudir en su ayuda. Se reía de su torpeza, pero cesó la hilaridad cuando comprobó qué la tela se había roto de veras. Estaba hablador como siempre. Se interesó por mi cojera y tuve que contarle lo del contrafuerte con toda su vulgaridad; me preguntó por la epidemia; le notifiqué que se estaban realizando sus esperanzas de destrucción total; me invitó a fumar y, sin darme tiempo de contestar, me metió un cigarro en la boca; le dije que me iba a comer; me hizo notar que eran las cinco y media de la tarde; le contesté que ya lo sabía. Y mientras yo sudaba por diversas causas, me habló de la helada temperatura y del resfriado que había adquirido en la célebre noche del asesinato. De sopetón me espetó:

—¿Sabe que acabo de poner fin a la tragedia, querido doctor? En este preciso momento.

No le entendí en absoluto.

—Me refiero a Martino —me clavó sus ojillos y gravemente agregó—. Acabo de efectuar su detención.

Se produjo un silencio sombrío. La boca se me había resecado de repente. Vi las rígidas guías de aquel mostacho completamente inmóviles, como los bigotes de un gato cuando vigila a un ratón.

—Parece que le sorprende —murmuró con una extraña sonrisa en los labios—. Le advierto que ha sido más fácil de lo que se podía esperar; ahora le están maniatando como a un cordero… Parece no dar crédito a mis palabras, querido doctor… No se explica, cómo ha sido posible desentrañarlo todo, ¿no es eso? En realidad, confieso que ha sido el caso más oscuro con que me he enfrentado. Se perdía la pista en el puente de Cragget, cerca de su casa, querido doctor. Allí, un transeúnte había visto en la noche del crimen la sombra de un borracho que se agarraba a la baranda del puente para no caerse. Se trataba, sin lugar a dudas, de Martino. Cuando yo llegué, la niebla se lo había tragado. Incluso le hice buscar por debajo del puente y dentro de la gorga de agua sucia que hay más allá. Todo sin ningún resultado —me golpeteó el hombro para refinar más su sarcasmo—. Pero quieras que no, todo había de relacionarle con usted, querido doctor Barker… ¡Le ha descubierto una paciente suya! Curioso, ¿verdad? ¡Una mujer sin importancia que no parecía contar para nada en el mundo y nos acaba de prestar un servicio inmejorable! Le debemos una recompensa… Usted también merece una, doctor. Por su ayuda prestada, por su ciudadanía…

—¡Deje ya de burlarse! —grité, cubriéndome el rostro bañado en sudor.

En aquel preciso instante, ahogando mi voz, se oyó un estrépito tremendo y la puerta de hojalata de la barraca más próxima saltó de golpe. Unos chiquillos que curioseaban echaron a correr. Surgió un policía y acabó de arrancar a puntapiés los restos del portón.

—¿Quiere usted venir un instante, inspector? —gritó.

—¡Sí, Hopper! —dijo éste, triunfante—. Acompáñeme si le place, doctor Barker.

Me agarró del brazo y me arrastró. Hopper, bilioso, exclamó:

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