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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

Siempre en capilla (6 page)

BOOK: Siempre en capilla
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—¡Martino! ¡Tenemos ahí a Martino! ¡Óyeme, Jasper, ese hombre es Martino!

—¿Quién dices que es?

—¡Martino!

—¿Pero quién es Martino?

—¡Vincent Flagg!

—Estás torpe, Len, o lo estoy yo. No te entiendo.

—Óyeme bien: Vincent Flagg es el asesino, el que mató a la vieja, un fugitivo. Se fugó de un penal, le busca la policía. ¡Por todos los santos! ¡Tengo que avisar a Wyatt!

Corrí al gabinete seguido de Jasper. Me encasqueté el sombrero y me embutí el abrigo.

—¡No le dejéis escapar! ¡Tener muchísimo cuidado, es de lo más peligroso!

—¡Cálmate, Len! ¡Está sin sentido!

—¡No te fíes! ¡En la cárcel intentó suicidarse y resultó un ardid!

Me lancé a la calle precipitadamente y oí la voz de Jasper que me gritaba:

—¡Le di morfina!

Me encaminé hacia el bar del crimen, con el corazón alborotado. Allí estaría todavía Wyatt con su séquito.

En un estado de nervios pocas veces experimentado, atravesé el pequeño puente de Cragget. El viento esparcía la niebla y ésta corría en lánguidas tiras como si de todas partes emanara humo.

Mucho antes de alcanzar la calle de Rhode ya noté que alguien me seguía. No eran alucinaciones. Primero sólo me pareció ver una sombra que se deslizaba por el puente apresuradamente. Luego, al llegar al chaflán de un almacén, volví la cabeza y vi con toda claridad la silueta de un hombre que andaba en mi misma dirección. Me concentré y me dije que sería un policía, dado que aquel sector estaría vigilado ya. Pero iba de paisano, seguro que iba de paisano. Los faldones de su abrigo ondeaban de tanto como apretaba el paso para darme alcance.

La calle de Rhode se abría al otro lado de un amplio solar lleno de basuras; me lancé por él a toda prisa. El hombre echó a correr detrás de mí. Ya no cabía duda alguna, era una persecución a las claras, sin disimulo. De ser un policía me habría dado el alto, o habría tocado el silbato, o… En fin, no sé lo que habría hecho, pero no era un policía. Una terrible angustia se apoderaba de mí. Miré desesperadamente a todos lados buscando un agente. Ninguno. Maldije a Wyatt por su imprudencia. Oía ya muy cerca de mí los pasos del perseguidor. Ambos atravesábamos el solar como una exhalación. Yo no sabía si me empujaba el miedo o la ira. No recuerdo haber corrido tanto en la vida; ni siquiera cuando era jugador de rugby. Pasaban por mi mente las más descabelladas ideas: pararme en seco, emprenderla a pedradas, gritar, dar la cara, dejarme coger, pedir clemencia…

Una lata de conserva vacía puso fin a mis pensamientos trabándose entre mis pies. Me tambaleé, perdí el equilibrio… El terror me secó la garganta cuando una manaza fría se aplastó sobre mi nuca. Sentí un tirón. Agarré un abrigo. Rodé por el suelo arrastrando a mi perseguidor.

—¡A mí, auxilio! —grité.

Me taparon la boca. A los lejos sonó un silbato.

—¡Cállate, estúpido!

Quedé perplejo. Era la voz de Jasper. Le solté en el acto y él a mí. Ambos nos incorporamos sobre un montón de escorias. Jadeábamos como azogados. Con ojos desmesuradamente abiertos le interrogué, pero ni uno ni otro estábamos en condiciones de decir una sola palabra.

En todas partes resonaban silbatos y un hormigueo de linternas invadía el solar.

—¡No digas nada, Len! ¡Yo hablaré a la policía!

Nos levantamos apresuradamente.

—¿Qué ha ocurrido? —susurré.

—¡Cállate! ¡No preguntes nada! ¡No jadees así, por Dios!

Tres agentes armados nos rodearon.

—¿Qué es eso? —exclamó uno de ellos alumbrándonos la cara.

—Buenas noches, sargento. Soy el doctor Jasper Sidney. Mi compañero, el doctor Leonard Barker. Venimos de asistir un caso de urgencia…

—Es cierto, sargento —dijo uno de los policías—. Conozco al doctor Barker. Fue él quien denunció el caso.

—Perfectamente, señores. Pero creí oír que alguien daba voces pidiendo auxilio y…

—Fue el doctor Barker —interrumpió Jasper—; sabe que Flagg anda suelto por aquí y creyó ver a alguien escondido en el solar. Sin duda era alguno de ustedes mismos. ¿No te parece, Len?

—Yo…

—Discúlpennos —saltó Jasper nuevamente—, les hemos alarmado sin motivo.

—¡Oh, de ninguna manera, señores! Por el contrario, es mejor que hayan sido precavidos. La niebla hace muy peligrosa y muy engañosa la situación. A mí me pareció ver gente que corría por el campo. Les daremos escolta hasta su casa.

Y así llegamos a casa, Jasper, yo y un policía. Mudos los tres, alerta, con los ojos bien abiertos y los oídos atentos por si el asesino nos salía al paso.

Y
a me darás alguna explicación cuando lo creas conveniente —rugí al cerrar la puerta casi en las narices del amable policía.

—Así lo haré, Len.

Y Jasper cruzó el gabinete con paso rápido, desapareciendo por la escalera.

Vi abierta la puerta del consultorio. No había luz dentro, ni en la pieza contigua, ni en toda la planta baja. Sólo el quinqué de la consola iluminaba penosamente el gabinete.

Perplejo, comenté en voz alta:

—¡Le han dejado marchar!

Eché a correr escaleras arriba.

—¡Jasper! ¡Oye, Jasper! ¿Qué habéis hecho?

Entré en su dormitorio y al instante suspendí el aliento. Martino yacía tendido en la cama, con sus profundas ojeras y su intensa palidez. Respiraba acompasadamente, cerrados los ojos, inmóvil. Junto a la cabecera, Alexander, en pie, parecía un subalterno vigilando. Jasper auscultaba al asesino y de pronto exclamó:

—Tráeme una lanceta, gasa y un frasco de agua destilada.

La orden recayó sobre Alexander, el cual obedeció al instante, sin hacer objeción.

Me acerqué a la cama y me encaré con Jasper para que fuera notada mi presencia. Me asió del brazo.

—Escúchame, Len: como las circunstancias apremian, a Alexander y a ti os hago encubridores de algo que tal vez no aprobéis. Pero entiéndelo bien: asumo enteramente la responsabilidad yo solo, a partir del momento en que he impedido que denunciaras a ese hombre.

Hubo una pausa larga. Luego añadió lentamente:

—Voy a proponerle que se deje inyectar el bacilo diftérico.

Di un respingo.

—¡Estás loco, Jasper! ¡Eso no puede ser! ¡La ley lo prohíbe! ¡Dios santo! ¡Estás completamente loco!

Me precipité hacia la puerta.

—¡Len!

La voz imperiosa de Jasper me detuvo contra mi voluntad.

—¿Qué vas a hacer, Len?

—¡Voy a avisar a la policía! ¡Es nuestro deber!

Se interpuso ante la puerta y me cogió por los hombros violentamente.

—¡Óyeme bien! ¿Por qué no puede ser eso que digo? ¿Por qué?

—¡Suéltame, me estás triturando! ¡Has perdido la razón! ¡La ley condena las prácticas experimentales con seres humanos! ¿No te das cuenta de que vas contra todo? ¡Incluso contra lo natural!

—¿Qué es lo natural? ¿Tener cien miserables conejos agonizando en una jaula?

—¡Pero se trata de un ser humano!

—¿En qué sentido? ¿Porque es racional como tú y como yo? Si muere, morirá más honrosamente que en la horca.

—¿Y si sale con vida? ¿Qué harás con él?

—Dejarle como le encontré. Se habrá ganado la absolución.

—Pero seguirá siendo un asesino y de sus futuros actos serás responsable tú.

—Ése es asunto mío, ¿lo oyes?

—Pues vete con él donde yo no lo sepa. Desde este instante te advierto que pienso cumplir con mi obligación. ¡Ahora mismo, Jasper!

Retrocedió, blanco como el papel. Sus pupilas se habían dilatado enormemente. En un tono distinto, apagado, murmuró:

—Dame tiempo de hablarle. Después haz lo que quieras. Denúnciale; como quieras. Pero deseo saber si Martino se avendría a eso. ¡Te lo ruego, Len!

Nunca en la vida me había rogado nada. Estuve mirándole largo rato. Hubiera sido más normal en él que me hubiera impuesto su voluntad a gritos. Incluso a la fuerza bruta. En una ocasión, cuando éramos estudiantes, me retorció el brazo fieramente hasta que accedí a ser cómplice suyo en una emboscada que tendía al honorable profesor Mackintosh con el propósito de romperle la cara. Cuando se dio cuenta de que me había dislocado el codo, se avergonzó y desistió de llevar a cabo todo lo tramado. Ahora, sin embargo, había perdido su nervio y su energía. Quedaba reducido a un hombre desesperado.

—¿Tanto significa para ti?

Asintió con un nudo en la garganta.

De pronto, me senté y quedé sin pensar nada.

Alexander reapareció trayendo el encargo de Jasper, que depositó sobre la mesilla de noche. Luego, evitando mirarme, se situó junto a la cabecera, como antes.

—Siéntate —le dijo Jasper.

Maquinalmente buscó una silla y se sentó.

La silenciosa situación se prolongó mucho tiempo. Abajo sonó el reloj; dio la media y no supe a qué hora correspondía.

El asesino seguía en su letargo sosegado. De los cuatro era el más tranquilo. De vez en cuando, Jasper tentaba el pulso y apoyaba la oreja sobre su pecho.

Algo se cernía sobre mí amodorrándome. Bostecé y noté el estómago completamente vacío; pero no sentía apetito, más bien náuseas.

Volvió a romper el silencio la voz del reloj; quedé perplejo: la una de la madrugada.

Cabía la posibilidad de que Martino no despertara hasta las cuatro o las cinco y nos hallara a los tres dormidos en las respectivas sillas. Deseé que fuera así, que se fugara y no volviéramos a saber más de él en la vida.

De repente me puse en pie de un salto. Sus ojos oblicuos, negros y brillantes, estaban fijos en mí. Murmuró algo que no entendí. Creo que fue una expresión soez. Se irguió como un tigre rabioso. Jasper le sujetó.

—¡Perro! —me espetó a la cara—. ¡Sabía que no eras médico! ¡Lo sabía, perro traidor!

Mis rodillas se aflojaron.

—Cálmese, Martino —le dijo Jasper—, no está usted detenido ni somos policías.

Pero Martino forcejeaba desesperadamente, incluso con su brazo herido. El dolor vivísimo que le producían las quemaduras le contraía las facciones y le hacía rugir de un modo inhumano. Pensé en los ataques de hidrofobia. Sentí deseos de huir. Pero de pronto todo cesó. Quedóse quieto, jadeando, con el rostro bañado en sudor y los ojos semicerrados. Su cuerpo colgaba fuera del lecho. Jasper le sostenía y con gran cuidado intentó alzarle, pero un nuevo arrebato le sacudió.

—Si insiste en moverse, aguardaré a que se desmaye de dolor.

Fueron inútiles sus advertencias.

Las fieras pupilas me buscaron otra vez. Jamás vi odio tan feroz. Lanzó una blasfemia y de un manotazo desgarró la camisa de Jasper. Éste lo apretó contra la almohada violentamente, fuera de sí.

—¡Déjalo, Jasper! —gritó Alexander.

Como por ensalmo cesaron todos los forcejeos. Las cabezas se volvieron hacia el que había dado la voz.

Lentamente, Alexander se acercó a la cama y puso una mano sobre los ojos encendidos del criminal. Martino no se movió. Permanecieron así, quietos, silenciosos.

Jasper y yo habíamos comprobado otras veces el poder casi mágico de Alexander. Sabía transmitir su serenidad.

—Está seguro aquí, Martino —susurró—. Nadie más que nosotros conoce su paradero.

Le apartó la mano de los ojos y le cruzó el brazo herido sobre el pecho.

—Manténgalo, así, sin moverlo. Cesará el dolor.

El asesino lo miraba aturdido, como si no entendiera en absoluto lo que decía. Por el extremo del vendaje asomaban las puntas de los dedos teñidos de ácido pícrico; un temblor continuo los agitaba. Recorrió la estancia con ojos rápidos.

—Está en mi dormitorio —le dijo Jasper—. La policía vigila todo el barrio, y si persiste en rebelarse, se descubrirá usted mismo.

—¿Cómo sabe que me busca la policía?

—Porque además sé otras cosas.

—¿Cuáles? ¿Cuáles? ¿Por qué no me ha delatado?

—Si deja de preguntar, podré hablar.

Y sentándose a los pies de la cama, empezó con gran franqueza.

—Ha caído en nuestras manos por pura coincidencia, y deseo aprovecharme de ello, Martino. Mi nombre es Jasper Sidney, médico de profesión. Podría muy bien ocultar mi personalidad, pero conozco la suya y no pienso jugar con ventajas. A partir de este momento estoy fuera de la ley lo mismo que usted, y del mismo modo que está en mi mano el delatarle, está en la suya el acusarme de soborno con intento de subrepción.

Martino escuchaba estas palabras como un león al acecho. Jasper prosiguió:

—Deseo simplemente hacerle una proposición. Llevo a cabo trabajos…

—¡Basta! —estalló Martino—. ¡Ya traté una vez con médicos! ¡Sucios! ¡Marranos! ¡Hatajo de…!

Antes de que nadie pudiera impedirlo saltó del lecho y dejó caer una repentina lluvia de palabras obscenas contra la reputación de los médicos en la misma cara de Jasper. Éste se irguió inflamado de ira, le cruzo el rostro y le arrojó sobre la cama…

Me precipité hacia él para impedirle que siguiera golpeándole.

—¡Denúncialo antes de molerlo a golpes! ¿Me oyes? ¡Denúncialo y acaba con todo de una vez!

Alexander le asió por los brazos.

—¡Mide lo que haces, Jasper! ¡Está herido!

Rudamente, nos empujó contra la pared a los dos y sacudió a Martino de modo brutal.

—¡Óigame, óigame, imbécil! ¡Vengo a exponerle lo que mejor le parezca! ¡Escoja entre la horca o…! ¿Qué le pasa ahora? ¿No me oye?

Se había desvanecido.

Me derrumbé sobre una silla. Jasper adquirió una súbita frialdad profesional. Se inclinó sobre Martino, le abrió el cuello de la camisa, y le soltó el cinturón.

—Tráeme éter, Alexander.

El aludido salió de la habitación.

Martino yacía exánime; terroso el rostro, agarrotados los dedos, entreabiertos los labios con rastros de espuma igual que un epiléptico. Jasper se servía del agua destilada para rociarle la cara y el pecho.

—Abusas de una ruina humana —susurré—. ¿No sientes escrúpulos de conciencia?

—No siento ni tengo conciencia, Len.

Me levanté y me dirigí hacia la puerta.

—¿Adónde vas?

—A dormir.

—Quédate.

—¿Por qué?

—¡Porque yo lo digo!

—Es poco motivo, Jasper. Buenas noches.

En dos zancadas se plantó a mi lado.

—Insisto en garantizarte que al final tendrás tú la palabra, pero quédate. Te necesito.

—No me gusta el espectáculo.

Se llevó la mano a la frente.

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