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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

Siempre en capilla (20 page)

BOOK: Siempre en capilla
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—Yo llevaré la cabeza; tú coge los pies, Alexander pasa delante. Deberíamos ponerle un poco inclinado.

Noté un vaivén. Me dio vértigo. Sentí un desgarramiento, quise gritar, todos los cartílagos de la tráquea me saltaron, se desprendió la primera vértebra cervical y quedó mi cabeza suelta, separada del tronco. El que debía llevarla la cogió clavándome las uñas en la garganta y siguió a la comitiva de la camilla. Bajaron la escalera. El ramo de flores de papel del macetero me arañó la cara. Tuvieron que alzar mi cuerpo por encima de toda la clientela de la consulta que se apiñaba en los peldaños.

—¡Pobre, pobre doctor! —gritaba una vieja reseca, llorando y chillando.

—Cállese, por favor, Honora; váyase, se lo ruego; déjenos pasar…

Y la camilla seguía hacia abajo a empellones, llevando mi cuerpo descabezado. La gente empezó a cantar un responso y miles y miles de cirios se encendieron corroborando la solemnidad del momento. Me depositaron en el ataúd, juntaron mi cabeza con mi tronco, empezaron a echarme puñados de serrín y me rociaron con ácido fénico. Seguidamente colocaron la tapa. Se hizo la oscuridad, la horrible oscuridad. Floté nuevamente en el espacio…

—Apártate, Alexander; es inútil, ni siquiera nos oye. Apártate, le quitas el aire.

—Pero es que tú no le das importancia y la tiene, Jasper.

—Sí le doy importancia, pero, ¿qué quieres? Espera. Espera y tal vez pueda comprenderte. No permanezcas ahí tieso como un palo; vete a dar una vuelta. Mira, vete a comprar pastas.

—¿Pastas?

—Sí; ahí en la esquina las he visto en un escaparate. Cómpralas y trae cerveza. Tengo el estómago vacío.

Vacío… vacío… seguía ondeando en el vacío… balanceándome en la luz fosforescente, cayendo suavemente con el camisón ondulante y los cabellos meciéndose de un lado a otro.

—Cierra la puerta.

No vi puerta alguna. Me incorporé y miré hacia el infinito. Me puse en pie tambaleándome y avancé por el camino sin fin. A cada lado había una hilera de cajas mortuorias destapadas; yo no las miraba, para no ver los muertos. Arrastraba colgado del cuello un hilo de alambre espinoso, y cada vez que sin querer pisaba su extremo, todas las púas se me hundían en la garganta. Al final vi la escalera. Otra vez la escalera. Siempre la escalera. Seguía la gente allí, apiñada en los rellanos con los cirios encendidos y las bocas abiertas, cantando a gritos. Jasper vociferaba que le dejaran pasar, alzando por sí solo el ataúd mientras se abría paso a puntapiés. Alexander le seguía, elevando los ojos al cielo, cargado de pastas y botellas de cerveza. De repente,
Penique
saltó sobre la caja lanzando un maullido escalofriante. Tenía el pelo del lomo erizado. Empezó a arañar fieramente la tapa; el féretro cayó dando tumbos por la escalera, agrietándose de arriba a abajo y dejando ver en su interior el cuerpo desfigurado de Martino. La gente huyó aterrorizada gritando: «¡El asesino! El asesino!» Lanzaron los cirios y se desparramaron por la casa. Se prendió fuego en las cortinas del ropero. El humo no me dejaba respirar. Me cayó una chispa en el cuello y me produjo una quemadura tan viva y dolorosa que me erguí de un salto.

—¡Sujétalo! ¡No dejes que se me mueva!

—¿El corazón?

—Otra vez. Aparta eso. Inclínalo.

—¿Cafeína?

—Estricnina. Tú mismo, aprisa.

Dos dedos me pellizcaron el brazo. Me invadió un bienestar infinito, extraño, sobrenatural…

Comprendí que me moría.

No sentí ningún pesar, sólo un anhelo de descanso.

Miré a Alexander serenamente; estaba inclinado sobre mí y tenía arrasados en lágrimas los ojos. No era ningún engaño, puesto que el desvarío había cesado. Jasper me frotaba el pecho con la mano plana en un vano intento de favorecer la acción de mi corazón.

—Len… —cuchicheó Alexander.

Traté de expresar mi último deseo: verla a ella… No sabía su nombre, sólo podía llamarla «señorita Greene»… Mis labios se movieron sin emitir sonido alguno… Alexander esbozó una sonrisa.

—Sí, Leonard… en seguida estará a tu lado.

Se volvió lentamente y cuchicheó embargado por la emoción:

—Tenías razón, Jasper. Nos hemos comprendido… Está pidiendo un sacerdote.

Cerré los ojos aturdido. «¡Dios mío! ¡Perdóname! ¡Me había olvidado de Ti!… Señor mío, Jesucristo, Dios y Hombre verdadero… No sé nada más… no me acuerdo de nada más… ¡Perdóname! Creo en un Dios, Padre Todopoderoso… Nada más… no me acuerdo… Creo… creo… creo…»

Surgió una figura blanca, alargada, pura, con los brazos en cruz y la frente resplandeciente. Me dio la absolución
in extremis
.

A
l principio pude ver un acordeón de plata suspendido en el intenso azul del cielo. Empezó a ondularse y a arquearse y sonó una musiquilla escandinava. Luego vi las verdes copas de los árboles de Dinamarca y quise respirar aire puro; me enderecé… un brazo me sostuvo… el acordeón se acercó, rozó mis labios y me vertió en la boca agua fresca. Una mano me alzó bruscamente la cabeza y me atraganté. Empecé a toser angustiosamente. El desasosiego me enloqueció. No me soltaban, la garganta me dolía… Contraje todos los músculos; siguieron echándome agua a la fuerza… se hizo imposible la deglución y la expulsé violentamente.

—¡Sigue así, Len! ¡Sigue así!

Algo se desprendía de mi garganta. Realicé esfuerzos sobrehumanos. Sentí un vivo desgarramiento y de súbito el aire penetró en mis pulmones libremente. Me estremecí de pies a cabeza. Lanzando un suspiro me dejé caer en brazos del hombre que me sostenía.

—Todo pasó, Leonard… —susurraba a mi oído—. Todo pasó… Estás curado.

Desplegué las alas y emprendí el vuelo. Revoloteé por el espacio riéndome y cantando, bañándome en la luz y en la brisa. El cuerpo no me pesaba más que una pluma y marchaba en la dirección que quería. Volé sobre los prados de Dinamarca y vi infinidad de pastores tocando el acordeón. Todos me saludaron con grandes reverencias como si yo fuera Su Majestad. En su entusiasmo echaron al aire puñados de chufas. Volando como un pájaro pasé cerca del suelo y la hierba fresca me rozó el tórax y el abdomen, produciéndome un escalofrío de placer. Volví a elevarme y volví a descender… Repetí lo mismo infinidad de veces, cuando de pronto me di cuenta de que estaba tiritando de frío. Quise emprender el vuelo hacia el sol, pero no me vi las alas en parte alguna. Eché a correr por aquella pradera húmeda. Todas las gotas de rocío centelleaban, cegándome y mareándome. Tenía los pies entumecidos y los dientes me castañeteaban.

—No puede, no tiene fuerza. Tócalo; está helado.

—Vete a dormir, Alexander. Ya me quedaré yo; no seas pesado.

—No tengo sueño.

—¡Tómate morfina, pero vete a dormir! ¿O piensas mantener todo el sistema nervioso en actividad constante durante otra semana?

Otra semana… otra semana… otra semana… Empezaron a caer copos de nieve sobre mi cuerpo… se formó una montaña que me apretó el pecho y me aplastó sobre el témpano de hielo.

P
ermanecí así indefinidamente. A veces abría los ojos y miraba un rato las mascarillas humanas que bailoteaban a mi alrededor. Pero todo era confuso y agrisado. Los sonidos también se congelaban y rebotaban por el espacio glacial.

Fue una cucharilla que a la fuerza me introducía un jugo caliente en la boca. Tuve que paladear… Tragué. Toda la sangre de mis venas empezó a circular vertiginosamente. Abrí los ojos. La cucharilla insistía y la mordí.

Me incorporaron y me acercaron un bol humeante, de jugo de carne. Sorbí ávida, frenéticamente. Me dio hipo y lo apartaron. Lancé un alarido y lo volvieron a acercar inmediatamente. Con los dientes cogí el borde y apuré hasta la última gota.

—¡Más! —balbucí—. ¡Más!

Vino una masa de crema y la deglutí en el acto.

—¡¡¡Más!!!

Alexander, consternado, quiso meterme una pasta en la boca. Jasper se lo impidió.

—¡Esconde eso! ¿Quieres rasparle la garganta de arriba a abajo? —se arrodilló a mi lado—. Trata de dormir, Len.

—¡¡¡Más!!!

Sus ojos muy abiertos, de un gris casi azul, se arrasaron de lágrimas.

—No sigas pidiendo, te lo suplico… Ya sé que tienes hambre, pero no puedes comer de golpe; te haría daño…

—Démosle un poco de leche, Jasper.

—¡Cállate, demonio!

—¡¡¡Quiero leche!!!

Me dieron leche. Todo sabía igual.

En seguida se me puso tenso el estómago. Me invadió una ola de calor. Empecé a sudar copiosamente. Alexander me dio aire con un abanico. Jasper me practicó una fricción. No recuerdo cómo acabó aquello.

Cuando desperté, vi frente a mí una ventana alta y estrecha que enmarcaba el cielo y la copa de un eucalipto; pestañeé repetidas veces.

—Estás en una celda de Saint-Constantine.

Volví los ojos hacia donde había sonado la voz. Jasper sonreía exhibiendo todos los dientes. Había adelgazado enormemente. La chaqueta le venía grande y la nuez del cuello amenazaba perforar la piel.

—¿Ya… ya… ya estás bueno? —balbucí desorientado.

Me dio una palmada en la mejilla.

Entró Alexander con la blusa blanca flotando alrededor de su figura desnutrida.

—El extracto de quina —dijo. Al ver que yo le miraba, sus pobladas cejas se elevaron—. ¡Se nos despertó!

Y salió corriendo. A poco reapareció con un enorme flan rodeado de natillas.

Empecé a temblar de emoción.

T
uve conciencia de que pasaban los días lentamente. Me hallaba sumergido en una grata somnolencia, olvidado de todo, pensando sólo en el momento de comer. Jasper y Alexander pasaban muchos ratos a mi lado, sin decir palabra, silenciosos, velando mi sopor. Yo notaba su presencia y me sentía bien.

Cuando se iban dejaban apostada una «hermana azul» con cara de luna, que no tardaba en dormirse. A veces sus ronquidos me desvelaban. Por las mañanas se sentía activa. No sé si hacía algo, pero iba continuamente de aquí para allá.

Una vez me encontró incorporado, apoyándome en el codo, y me preguntó si deseaba…

—No, no —repliqué—. Sólo sentarme. Sentarme en la cama; me duele todo de permanecer tendido tanto tiempo.

Me colocó dos almohadas y suspiré satisfecho.

—¿Qué hora es?

—Las nueve de la mañana, doctor.

—¿En qué día estamos? ¿Cuántos días llevo aquí?

Sonrió evocando la luna más vigorosamente.

—Parece que empieza a preocuparle lo que ocurre a su alrededor, ¿no es eso?

Cogió una palangana y una esponja y salió del cuarto. Me destapé las manos y me las miré. No sólo estaban delgadas, sino secas. Huesos envueltos en piel. Las uñas habían crecido. Pensativo, me froté la barbilla y de pronto sentí una rara impresión: mi cara estaba cubierta de pelo. Una barba de tres semanas por lo menos.

Se abrió la puerta y apareció Jasper.

—¿Qué significa esta barba? —exclamé.

—¿Te creías lampiño?

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

Sonrió y se sentó a los pies de la cama.

—Ahora lloverán las preguntas, ¿eh? Para empezar, llevas veinticinco días justos aquí.

Fruncí las cejas.

—¿Por qué tanto?… El corazón, ¿verdad?

—Verdad.

—¿Qué clase de complicación?

—Ninguna. Lo tenías ya malo. De ínfima calidad, Len. Parecía un órgano comprado de viejo. Ahora marcha bien.

—Déjate de bromas; nunca fui cardíaco.

—¡Qué sabes tú! ¡Eres un almacén secreto de dolencias! A lo mejor albergas muchas otras cosas.

Apareció Alexander con una caja envuelta en papel satinado. Me miró y seguidamente preguntó a Jasper:

—¿Qué hace sentado?

—Ya tiene iniciativa propia, Alexander.

—¿De veras? —se quedó frente a mí, enternecido, y musitó—. Hola, Len, ¿qué tal, chico?… Te traigo comida sólida. Desenvolvió el paquete y aparecieron rubicundos huevos quimbos.

Me rodearon los dos y permanecimos mudos unos minutos, celebrando con este silencio mi vuelta a la vida.

Al cabo, dije anhelante:

—¡Contádmelo todo!

Jasper se levantó, hundió las manos en los bolsillos, se mordió los labios y dijo:

—La señorita Greene nos jugó una mala pasada…

El corazón me dio un vuelco.

—¡Ha muerto! —exclamé.

—¡No! —gritó Alexander.

Jasper me puso la mano sobre el pecho inmediatamente.

—¡Cálmate, Len!… Len, te lo juro: está curada. Cálmate. Iba a decírtelo… Nos jugó una mala pasada porque no aguardó ni la operación ni el suero. ¡Se curó por sí misma! Cuando llegué junto a ella, la fiebre había descendido, el pulso se había modificado, respiraba con facilidad y ya pedía que le dieran de comer… pero no ha engordado: sigue como una anguila. Continúa oliendo a extracto de millonaria. No te engaño, Len. ¡Está curada! ¡Te lo juro!

Caí sobre las almohadas. Notaba claramente el precipitado ritmo de las palpitaciones.

Jasper se rascó el mentón, preocupado.

—Me temía esto, Len. Estás débil y todo va a alterarte. Sería mejor que prosiguiéramos la información más adelante.

—Ahora, ha de ser ahora. Me sería más difícil sobrellevar una espera.

Se sentó a horcajadas en la silla y pilló un huevo quimbo. Alexander tapó la caja.

—En esas críticas circunstancias cualquiera te dice que la señorita Greene pregunta por ti a diario…

—¿Eso es cierto, Jasper?

—Como esa luz.

—¿Hoy también, Jasper?

—Hoy también.

—No irá a casa a preguntarlo, ¿verdad, Jasper?

—No pidas tanto.

—Entonces es que a pesar de los veinticinco días sigues visitándola, Jasper.

—Así es.

—¡Hum! ¿También el corazón, Jasper?

—En efecto.

—¿El suyo… o el tuyo, Jasper?

Se puso en pie de un salto y no me pegó porque a los enfermos no se les pega y, además porque Alexander le sujetó el brazo. Rojo de irritación, bramó:

—No me gastes bromas con esa anguila de millones, ¿entiendes? Bastante hago con soportar su perfume asfixiante.

Alexander, visiblemente nervioso, reventó:

—Comprendo la importancia de este tema, Jasper, pero no estaría de más que, de paso, le contáramos a Len alguna tontería como, por ejemplo, el resultado de los seis ensayos de tu suero.

Me incorporé. Jasper me empujó contra las almohadas.

—¡Alto ahí! Si te mueves damos media vuelta y nos pierdes de vista.

—¿Seis? ¿Seis inoculaciones?

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