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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

Siempre en capilla (16 page)

BOOK: Siempre en capilla
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—¿Le vio?

—¡Le juro que no entré en su habitación! ¡Le juro que sé cumplir las órdenes que me dan! Yo estaba lavando y él salió al patinillo para ir a… ¡Le juro que… !

Siguió jurando por espacio de unos minutos. Después dijo que el pobre muchacho parecía tísico y que si ella fuese médico le recetaría baños de sol. También me confió que al verle había pensado en… ¿No adivinas en quién, lector? Te pasa como a mí. ¡En el joven que vendía las papeletas de la rifa de los inválidos!

B
ajé a la vez que llegaba Jasper, ceñudo y cansado.

—¿Se te pasó la difteria, Len? —me dijo.

En seguida se dio cuenta de que me había ofendido y me palmoteó la espalda consiguiendo indulgencia. Entró en el comedor, se dejó caer en un sillón de la chimenea y lanzó un profundo suspiro.

—¡Se está haciendo tarde! —murmuró, bajando la cabeza.

—¿Qué, Jasper?

—La señorita Greene ha entrado en el período de espasmo.

Se produjo un silencio sólo interrumpido por el fuego de la chimenea. La puerta del laboratorio se abrió y apareció Alexander. Se acercó lentamente, miró nuestros semblantes lívidos y palideció a su vez sin saber aún lo que sucedía. Jasper se lo dijo.

—No sé cuánto tardará la obstrucción mecánica. Se ha iniciado el tiraje supraesternal.

—¿Sufre? —pregunté.

No me contestó. Se levantó y acercó la leña a la lumbre de un puntapié. Bruscamente inquirió:

—¿Y Martino?

—Se encuentra bien, supongo —dije.

—¡No pregunto lo que supones, sino lo que hay en concreto! ¿No le has hecho un reconocimiento? ¿He de venir yo cada quince minutos para examinarle de pies a cabeza?

—¿Has hallado alguna vez la difteria a las cuarenta y ocho horas de la exposición al contagio?

—¡Sí, sí! ¡Y tú también, Leonard! ¡Y a las treinta y seis, y a las veinticuatro!

Se golpeó la frente, frenético.

—¡No puedo esperar tanto; no puedo!

Fue hacia la escalera y subió los peldaños de dos en dos. Alexander y yo nos quedamos convertidos en estacas. A los pocos minutos resonó un portazo y le oímos bajar. Penetró en el comedor, vio los platos vacíos sobre la mesa y lanzó un rugido para que Honora sirviera la comida. Alexander, rojo como la grana, se le acercó y le preguntó suavemente

—¿No han aparecido síntomas?

Obtuvo una negación como un trueno.

—Entonces —prosiguió—, ni gritándole así a todo el mundo conseguirás que aparezcan.

Honora entró encolerizada y empezó a escudillar el caldo con verdadera furia. Al volverse pisó la cola de
Penique
; bufidos, arañazos, chillidos, ruido de vajilla rota…

No recuerdo cuándo sobrevino la calma.

Estuve mucho rato sentado ante el plato de caldo sin poder engullir una sola cucharada. Jasper lo notó y me preguntó de sopetón:

—¿Cuánto hace que tocaste un cadáver?

—Anteayer.

—¿Te duele la garganta?

Negué.

—¿Cómo está el vientre?

—Bien.

—¿Náuseas?

—No.

—¿Dolor de cabeza?

—Tampoco.

—¿Pues, qué?

Estrujé la servilleta.

—No lo sé.

Cogió la cuchara, se levantó y fue hasta la vidriera del patio.

—Ven aquí a la luz.

Obedecí. Me exploró la garganta y las fosas nasales.

—No tienes nada.

Volvimos a la mesa.

—Come.

Tragué una patata frita. Me dio hipo. Salí al patio corriendo. Alexander vino detrás de mí. Y Jasper también.

—¿Estás vomitando? —preguntó el primero.

—¿No ves que no? —replicó el segundo.

Me cogió del brazo, me condujo dentro y me hizo sentar junto a la chimenea. Estuvo contemplándome unos instantes y exclamó:

—Es peor que si te hubieras contagiado. Te ha entrado pánico y de eso no vas a morir…, pero tampoco vas a curar.

Debí quedarme blanco como el papel. Alexander se colocó a mi lado, como si quisiera prestarme refuerzo.

—Te he admirado mucho, Leonard —prosiguió Jasper—. Te he admirado incluso en tus generosas imprudencias porque siempre la intención ha superado la irreflexión. Pero ahora me decepcionas. Te has hundido por completo.

Hizo una pausa y añadió:

—Sé que mis palabras te suenan rudas; prefiero reprocharte a compadecerte, como hace Alexander.

Me levanté, me dirigí al ropero y descolgué el abrigo.

—¿Adónde vas?

—A Saint-Constantine.

—Saldrás de allí corriendo, como esta mañana.

Me retuvo por el brazo.

Solté el abrigo, subí a mi cuarto y me arrojé en el lecho sofocándome como si hubiera tenido realmente las falsas membranas atenazadas al cuello.

D
ebí de quedarme dormido.

No sé por qué motivo desperté. Fue como una sensación de que alguien velaba a mi lado, mirándome fijamente. Abrí los ojos. La habitación estaba sumida en la semioscuridad del crepúsculo, pero vi claramente a un hombre sentado junto a la cama. Era Martino. Me erguí como movido por un resorte.

—¿Qué le sucede? —grité.

Me mostró la mano, y murmuró:

—La venda floja.

Inspeccionándole con el rabillo del ojo para adivinar el verdadero motivo que le había llevado a mi cuarto, encendí el mechero.

—¿Es que ha notado…, ha sentido ya…?

—Nada.

Sus ojos oblicuos escrutaban mi rostro con inquietud y los labios le temblaban como si no se atreviera a formular una pregunta.

—¿Qué es, lo que desea saber?

—¿No es de buen agüero que tarde tanto?

—El tiempo no influye para nada.

Pestañeó, bajó la cabeza, y dijo:

—Vi morir a un niño de eso.

Sentí frío.

—Hace tiempo —añadió—. Yo estaba con él; se quedó envarado con el vientre echado hacia delante. No podía apoyarse en el camastro más que por la nuca y los talones. Su boca estaba torcida en una sonrisa horrible y no podía dejar de sonreír. Cuando murió…

—Eso no era difteria. Ese niño falleció de tétanos.

—Cuando murió, los nervios del cuello le…

—¡Cállese! ¡Le digo que no era difteria!

Cruzamos una mirada de terror.

Lentamente cogí su mano herida y empecé a deshacer la venda para apretarla más. Temblábamos los dos.

Subió a mi olfato el aromático olor de un antiséptico.

—¿Quién le ha puesto salol en la mano?

—Nadie; yo, que lo he tocado. He pesado paquetes de dos gramos.

—¿Le gusta trabajar en el laboratorio?

—Me gusta hablar con Alexander. Me recuerda a Benjamín Moore.

—¿Quién es Benjamín Moore?

—Ya ha muerto.

Hubo un silencio largo, hasta que murmuró:

—Fue mi compañero de celda por muy poco tiempo. Le ahorcaron por un crimen que no había cometido.

Molesto, me levanté para ir a buscar gasas limpias. Martino me asió de la manga con fuerza.

—¿Adónde va?

Vi sus pupilas dilatadas, enormes. La mano que se engarfiaba a mi ropa tenía erizado el vello. Le cogí por la muñeca y sentí latidos frenéticos, como si el pulso fuera a estallar.

—Tranquilícese, no me voy —dije en voz baja, sentándome de nuevo.

Sabía ya que le había llevado a mi cuarto, el terror a la soledad.

Permanecimos mudos por espacio de varios minutos. Él se entretenía tirando de los colgajos de piel de su antebrazo. Yo arrollaba la gasa por pura fórmula, puesto que estaba inservible. De vez en cuando nuestros ojos se topaban. Inopinadamente, dijo:

—¿Sigue usted creyendo en el remedio nuevo?

—Sí —repliqué sin vacilar.

—¿Y el doctor Jasper Sidney?

Me estremecí.

—¿Qué quiere usted decir?

—Sólo eso.

Me humedecí los labios y pausadamente dije:

—Tal vez ahora, llegado el momento, esté asustado.

—Pero un fracaso equivale… —sonrió, sarcástico.

—No es hombre como para asustarse.

—Ya sé. Horas de trabajo perdidas y montones de enfermos sin salvación.

—Algo más que esto, Martino. Si Jasper se equivoca, habrá cometido un crimen. Tal vez eso usted no lo entienda…, pero basta para asustar incluso a un hombre como él.

Por un instante se quedó cortado. Luego bajó las comisuras de los labios y dijo fríamente:

—No es un delito matar a una bestia, y yo no soy otra cosa para él.

La gasa se me cayó de las manos. Moví la cabeza conturbado, y me puse en pie. No podía soportar los ojos de Martino. Me volví hacia el quinqué y con dedos temblorosos quité la pavesa de la mecha consumida. Era muy fácil que me quemara. Y, en efecto, me quemé.

—Juzga mal a Jasper, Martino.

—En ese aspecto, ¿le juzga usted mejor?

La pregunta resonó en mi cerebro; como si en vez de hacérmela él fuera yo mismo quien me la dirigiera.

En aquel instante se abrió la puerta y apareció Alexander.

—Son las nueve —notificó—. Le he dejado la cena en su cuarto, Martino. Luego puede bajar al laboratorio; Honora se ha ido.

Martino se mordió los labios y se volvió de cara a la ventana.

—No tengo apetito —dijo.

Me acerqué a él. Apretaba las mandíbulas y los puños.

—Venga abajo, Martino. Le pondré una venda nueva, y… puede quedarse a cenar con nosotros.

C
uando Jasper llegó nos encontró en la mesa acompañados del asesino.

—¿Por qué? —dijo simplemente.

—Porque sí —repliqué yo.

—¿Alguna novedad?

—Nervios.

Vio todos los platos intactos.

—¿Me aguardabais?

—No, no; falta de apetito.

Se sentó en su sitio y llamó a
Penique
. El gato se mantuvo sordo al lado de Martino. En vista del chasco, Jasper se dedicó de lleno a las chuletas empanadas de diez peniques. Comió de un modo voraz, que fue una afrenta para los desganados. En aquel instante me pareció una potente, inteligente y fría máquina.

—¿Cómo sigue la señorita Greene? —susurré.

—Su fuerza de voluntad domina la infección, Len. Ella sabe de cierto que está enferma y no tiene miedo.

Enrojecí, y no dije nada más en el resto de la noche. Alexander comió lentamente, con los ojos fijos en el mantel. Martino realizaba esfuerzos inauditos para conservar el dominio, sus ojos inquietos y torvos se paraban una y otra vez en el cuchillo con que Jasper pelaba los huesos de la carne. Este detalle me crispó los nervios. De pronto cogió el suyo y lo hundió en la pulpa de la chuleta. Las sienes me latieron desenfrenadamente. Se llenó el vaso de cerveza, lo bebió de un sorbo y lo volvió a llenar. En lo sucesivo llevó a cabo esta operación con tanta frecuencia, que Alexander le advirtió que no bebiera más.

Una vez terminada la cena, Martino y Alexander recogieron las migas de pan y los residuos adecuados para las ratas. Los dos se fueron al cuarto de los animales.

Jasper se levantó, cogió el cubierto del asesino y fue a sumergirlo en agua hirviente con cabonato de sosa. Precaución innecesaria todavía, pero acusadora de la impaciencia.

Me acosté en seguida. Las sábanas estaban heladas. Me tapé la cabeza y empecé a respirar dentro, sin poder refrenar el castañeteo de dientes. Fueron unos minutos crudísimos, capaces de hacer que uno se arrepintiera de haberse desnudado. Me consta que no todos los hombres afrontan esta circunstancia. Alexander, por ejemplo, se acostaba con los calcetines puestos.

Sin haber advertido aún que ya me había dormido, me desperté de golpe creyendo que la cama daba una vuelta de campana. Me quedé agarrado al colchón mientras el corazón daba batacazos contra las paredes del pecho. A partir de esto soñé que me llamaba Benjamín Moore, que me sacaban de la celda de los condenados a muerte y me ahorcaban en la avenida, frente a la mansión de los Greene. Sobre mi pecho colocaron un letrero que rezaba: «Inocente». La señorita Greene, vestida… como la emperatriz Josefina, me arrojaba desde el balcón nardos húmedos de sus lágrimas.

Alexander me despertó y me preguntó por qué daba tantas vueltas sobre el lecho.

—Es que estoy suspendido de una soga.

Me tomó el pulso.

—¿Te subo un sedante?

—No.

A pesar de todo fue a buscarlo.

—Te he dicho que no lo quiero.

—Es para mí.

Me propuse no dormir, para no soñar. Mas de golpe y porrazo me encontré en la droguería de la calle de Durham ataviado como Napoleón Bonaparte. Insistía en que me vendieran un frasco de «Extrait de Nard». En cuanto lo tuve se me escapó de las manos y lo rompí.

Abrí los ojos de sopetón. La puerta del cuarto estaba abierta de par en par y la luz de una vela se movía por el corredor. Vi la cama de Alexander vacía. Salté del lecho y me clavé un vidrio en el talón. El tubo de cristal del quinqué se había roto, en lugar del frasco de perfume.

En el piso resonaban sordamente un batallón de pies descalzos. Me deslicé fuera del cuarto a toda prisa. Choqué con Alexander. Jasper chocó conmigo.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—¡Martino ha desaparecido del mapa!

—¿Qué quieres decir?

—Que no está en ninguna parte.

Seguí sin comprender.

—Ni abajo, ni arriba, ni fuera, ni dentro. La aldaba de la puerta de la calle está echada. La cocina, el comedor, el consultorio, el laboratorio, el gabinete, el cuarto de los animales, el patio y el retrete están vacíos.

—¿Y el ropero?

—También hemos mirado el ropero.

—¿Y debajo de los muebles?

—¿Qué haría debajo de los muebles?

—Tal vez se cayera desmayado.

—Oye, Len: no des tantas ideas y búscale. Voy a subir a la azotea; si no está allí, no cabrá explicación.

Y Jasper, con el abrigo encima de su corta camisa, subió la escalera de la azotea mostrándonos sus fuertes pantorrillas. Alexander y yo aguardamos en silencio. Cuando se abrió la puertecilla de arriba, penetró una ráfaga helada; nos apagó la vela y nos hizo correr al cuarto tiritando. Busqué una prenda con que abrigarme. Tiré de la misma chaqueta que tiraba Alexander. Los dos la soltamos y fuimos a por otra cosa. Me calcé las zapatillas en chancleta y salí al corredor otra vez arrastrando el cubrecama por el suelo.

Jasper ya bajaba, mudo, contrariado. Empezó a encender el gas dejando la casa completamente iluminada.

—¡Vamos a mirar debajo de los muebles! —exclamó.

Me hallaba escudriñando el lavadero, quemándome las puntas de las uñas con un fósforo gastado. Resultaban absurdos los lugares donde ya mirábamos.

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