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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

Siempre en capilla (17 page)

BOOK: Siempre en capilla
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Repentinamente Alexander gritó:

—¡Sangre! ¡Un rastro de sangre!

Me estremecí de pies a cabeza. Tiré el fósforo y corrí al comedor. Alexander y Jasper, agazapados, seguían un hilo rojo que les conducía al patio, de donde yo venía.

De pronto todos los ojos toparon con mi pie. El corte producido por el cristal del quinqué manchaba el talón de la zapatilla que arrastraba.

Me senté en el sillón de la chimenea y removí las cenizas; no había una sola ascua, pero Alexander, de buena fe, se volvió de espaldas con la intención de calentarse los riñones. Jasper, taciturno, se apoyó en la mesa.

—No debí dejarle esta noche —dijo—. Se hallaba en un estado de nervios alarmante. Le oí pasear por su habitación hasta las dos de la madrugada. Entré a decirle que cesara de dar vueltas. Aún no se había desnudado. Comprendí que le excitaba la soledad y dejé abierta la puerta que comunica con mi aposento. Desde mi colchón le vi quitarse el cinturón y desabrocharse la camisa. De pronto apagó la luz. Creí que lo hacía para quitarse la ropa sin testigos, pero acto seguido quedó todo tan absolutamente silencioso que me llamó la atención. Le llamé y no me contestó. Encendí una vela y vi el cuarto vacío. Le supuse en un sitio; le aguardé por espacio de varios minutos y luego bajé a buscarle temiendo que le ocurriera algo. No le hallé, y volví a subir. Oí ruido en vuestro cuarto y me asomé… Por cierto Len, ¿qué hacías con el tubo del quinqué?

—Se lo quería regalar a la emperatriz Josefina.

Alexander y yo recorrimos la casa de cabo a rabo sin resultado alguno. Ya sólo cabe una posibilidad.

—¿Cuál? —exclamamos a un tiempo Alexander y yo.

—Que se haya suicidado arrojándose a la calle desde la azotea.

Alexander perdió el color.

—Iré a ver —cuchicheó.

Jasper le retuvo.

—¿No te das cuenta de que vas cubierto sólo con una colcha? Saldré yo.

Se fue arrastrando los cordones de los borceguíes. Alexander y yo aguardamos en el zaguán temblando de excitación y de frío. Oímos una maldición y asomamos la cabeza instantáneamente.

—¿Qué, Jasper?

—¡Este cordón del diablo!

Volvió la esquina, dio la vuelta por detrás del edificio y regresó sin novedad. Jamás nos sentimos tan desconcertados.

Eran alrededor de las cuatro de la madrugada. Alexander y yo fuimos a vestirnos. Cuando bajamos, Jasper acababa de encender una hoguera monstruosa.

—Trae algo para beber, si lo hay —me dijo.

Recordé la botella de «Noyau» que yo había comprado el día en que abastecimos la despensa; nadie la había descorchado, por falta de costumbre. Preparé tres copas, busqué el sacacorchos, fui a la despensa, abrí la pequeña puerta y retrocedí vivamente.

—¡Está aquí! —grité.

Dentro de aquella especie de armario de irrisorias dimensiones, agazapado, doblado sobre sí mismo, apretado contra los estantes, las garrafas y las cajas de harina, estaba Martino.

Su cabeza se alzó dificultosamente. Agarraba con fuerza la botella de «Noyau», rota por el cuello y vacía. Jasper y Alexander acudieron inmediatamente.

Cogí al asesino por las axilas y le arrastré fuera. Iba sin camisa, con los pantalones casi caídos y empapados en licor. Su rostro había perdido nuevamente la juventud. Las pupilas, contraídas por el alcohol, parecían ciegas. Se movían sin cesar y balbuceaba expresiones groseras.

Alexander, apiadado, se inclinó sobre él y le tapó la boca.

—¡Pobre! —cuchicheó.

Jasper le apartó bruscamente, cogió al borracho con sus potentes brazos, se lo cargó sobre el hombro como un fardo y se dirigió hacia la escalera con paso rápido.

—¡Sube el estetoscopio, Len! —gritó—. ¡Y una cucharada de sal! ¡Aprisa!

El traqueteo sacudía a Martino provocándole un violento hipo.

Cuando yo llegué arriba, la mitad del «Noyau» ingerido estaba ya sobre la alfombra; la otra mitad salió con el agua salada. Jasper lo había acostado elevándole la cabeza con dos almohadas. Alexander luchaba honestamente para impedir que con ese olvido de toda dignidad que acompaña a la embriaguez, Martino rechazara la poca ropa que le cubría.

Soportamos insolencias y ultrajes. Abominó de todo y de todos. Blasfemó del nombre que ningún mortal tiene derecho a profanar.

Alexander, lívido, se fue de la habitación.

A los pocos instantes el asesino se calló y los párpados le cayeron sobre los ojos pesadamente. Admirados de aquel inexplicable cambio, Jasper y yo cruzamos una mirada.

Eché una manta sobre el cuerpo medio desnudo del borracho.

—Otra almohada para la cabeza —susurró Jasper.

Entré en el cuarto contiguo, pero al ver allí a Alexander me contuve bruscamente. Estaba arrodillado ante su San Roque, con ambas manos cruzadas sobre los ojos.

A
unque parecía improbable que aquella noche tuviera también un amanecer, así fue.

A las siete de la mañana Jasper se bebió una exorbitante cantidad de café, se puso el abrigo y cogió el maletín.

—Iré contigo —murmuré.

—No, Len; no lo quiero. Quédate. Sé que te esforzarías, pero sufrirías más de lo que crees. Recuerda al doctor Bacchelli: quiso vencer su miedo al cólera durmiendo en un sillón junto a los coléricos… y no despertó. Además, te necesito aquí. No dejes a Martino. No le dejes un solo instante y mándame llamar al menor indicio de… Ya sabes. No olvides que estoy pendiente de ello.

Dio media vuelta, pero le detuve.

—Escúchame, Jasper… ¿Cómo consideras a Martino?

—Está agotado. Raya en la desesperación.

—No me refiero a eso.

—¿Pues a qué?

—¿Le estimas un hombre?

—Un condenado, Len —dijo, y se fue.

La irresistible necesidad de sueño que acompaña las borracheras mantuvo a Martino profundamente dormido durante toda la mañana. Lo velé dando continuas cabezadas.
Penique
entró en el cuarto, se subió a la cama y husmeó al asesino; le llamó con un profundo vozarrón, y en vista de que no obtenía respuesta, se dedicó a lamerle la barbilla. Su puosa lengua produjo un ruido peculiar al frotar la superficie rasurada.

Fue animándose y pellizcó la piel como si machacara una pulga. Este sistema lo practican todos los gatos, no sé si con algún resultado. Fui vigilándole y temí que se extralimitara en su entusiasmo; lo cogí y me lo puse sobre las rodillas. Repentinamente estiró la cabeza y me lamió la barbilla a mí. Me puse en pie de un salto arrojándole lejos, enjugándome y frotándome como si me hubiera transmitido todos los microbios que germinaban en el cuerpo de Martino.

C
uando Jasper regresó al mediodía, me notificó que el doctor Garrett, de Londres, me había sustituido. El venerable anciano empezó a trabajar en cuanto llegó para que yo pudiera descansar. Le acompañaba una joven enfermera llamada Morril quien, por cierto, fue rápida víctima de la difteria. La muerte la derrotó cuando apenas había entrado en el campo de batalla. Soldado sin gesta memorable, héroe en la intención.

—¿Y la hija de Sir William Greene, Jasper?

—Difícilmente resistirá cuarenta y ocho horas más.

Le así por ambos brazos.

—¿Y piensas aguardar? ¿Piensas aguardar? —repetí, como si le abofeteara el rostro.

Me empujó y me dejó sentado en un sillón. Permanecí allí en la inmovilidad del idiotismo, hasta que Alexander me condujo al comedor. No probé bocado. No fui el único. Honora retiró los platos intactos. Ni Jasper esta vez.

Fui arriba. Martino se había levantado. Le hallé recostado en la repisa de la ventana, con la frente apoyada en el cristal. Al verme se dejó caer en una silla.

—Se siente muy mal, ¿verdad?

—En adelante escondan todas las botellas.

—Sólo queda una de crema de limón; si le tienta, no creo que pase más allá del primer sorbo.

—Me duele la cabeza.

—Naturalmente.

Me miró interrogante.

—No, no, Martino; ahora puede presentarse una verdadera mezcolanza de síntomas falsos.

El color pálido que había adquirido con los años de reclusión estaba más acentuado y alrededor de sus ojos había reaparecido el cerco oscuro. Las pupilas se movían inquietas de un lado a otro. Tenía en desorden el cabello y se había puesto la camisa al revés, sin cuello ni puños.

Honora tenía razón; parecía un tísico.

—Abríguese más y suba conmigo a la azotea. Tomaremos el sol.

—¿Anda suelta por la casa la vieja?

—No se preocupe por ella. Ya le vio en una ocasión y no le reconoció. Además, ahora está abriendo y cerrando la puerta a la clientela.

Me siguió a la azotea. Al darle el sol en los ojos se deslumbró y al mirar abajo le dio vértigo. Vencidos estos obstáculos, gozó del horrible panorama. Con los ojos fijos en el horizonte dijo:

—¿Qué hay más allá?

—¿Más allá de dónde?

—Del mar; ¿no es el mar aquella raya azul?

—Posiblemente. Yo no lo distingo.

—¿No ve bien?

—De tan lejos, no.

—¿Qué hay frente a nosotros?

—Los tejados, eso sí que lo veo.

—Me refiero al otro lado del mar.

—Las costas de Holanda.

—¿Y hacia allá?

—Alemania, Dinamarca y, más al Norte, Noruega.

Le miré de reojo. Tenía levantada la cabeza; la luz chocaba contra su cara dispersando incluso las sombras del pensamiento. En aquellos momentos me pareció sumamente joven, apenas adulto, como realmente era. Miraba con avidez los puntos indicados, cruzando el mar con el deseo; escapando de todo, de la horca, de la enfermedad, de sí mismo…

—¿Dónde está Bucarest? —preguntó.

—En Rumania.

—¿Muy lejos?

—En la Europa oriental.

—Es donde nació Benjamín Moore.

Se oyó el ligero gemido de unos intestinos y no supe si habían sido los suyos o los míos.

—No ha comido nada aún, ¿verdad, Martino?

—Alexander olvidó subirme el almuerzo.

—Es que le supuso dormido.

Se volvió de cara a mí.

—¿No es cierto que Alexander cree en la Iglesia católica?

Asentí.

—Benjamín Moore también. El día antes de la ejecución pidió un cura y se confesó.

Lentamente me arriesgué a preguntar:

—¿Desearía hacer como él?

Se rió desdeñoso.

—¡Bah!

—Voy a la cocina a ver si hay algo preparado para usted. No se mueva, ya le llamaré.

Le vi abalanzarse sobre la baranda y mirar abajo fijamente.

—Es decir… venga conmigo, Martino.

Le hice aguardar en su habitación mientras yo bajaba a la despensa. Ésta olía a «Noyau» todavía. Llené una bandeja y a guisa de camarero me vi precisado a cruzar el gabinete donde aguardaban los pacientes de Alexander. Por fortuna sólo eran dos y ambos dormitaban. Alcancé la escalera de puntillas, y para dar idea del cuidado que puse en no llamar la atención, bastará con decir que en el rellano choqué con el macetero y se cayó el jarrón de las flores de papel.

Martino comió una rebanada de pan con queso y jamón y se dio por satisfecho. Yo sentía el estómago agarrotado y, aunque quise acompañarle, no pude dar fin a la manzana que empecé.

De pronto Martino comenzó a jugar con un cuchillo. Mis ojos toparon con la acerada hoja y él lo advirtió. Lo echó al aire y quedó clavado duramente en la mesa. Disimulé mi impresión, pero el asesino acercó su rostro hasta rozar el mío y susurró:

—¿Qué piensa?

No articulé palabra.

—¡Volvería a matarla! ¡Cien veces si tuviera cien vidas!

Se produjo un silencio violento. Al cabo añadió, en un sibilante cuchicheo:

—Durante cinco años preparé mi evasión sólo para matarla.

Me erguí. Algo más que sus palabras me había helado la sangre.

—¡Hable más alto, Martino! ¡Grite!

De su garganta escapó un lamento discordante, quebrado, como si una aguja le atravesara las cuerdas vocales.

El pánico me paralizó. Me quedé tenso, inmóvil como una estatua. Luego me levanté y fui retrocediendo poco a poco, hasta que choqué con la puerta. Las pupilas de Martino me perseguían azoradas. Su cara había perdido todo rastro de color. Sólo yo podía darme cuenta de su miedo. Se me acercó vacilante. Tenté el tirador y lo así con fuerza.

—¡No se vaya! —susurró con horrible ronquera.

Leí en sus ojos una sorda desesperación. Él debió de leer lo mismo en los míos. Nos quedamos escrutándonos mutuamente, buscando firmeza uno en otro.

Intervino
Penique
. Le oímos maullar y raspar la puerta con las uñas. Le abrí. Entró balanceándose, consciente de su importancia. Miró a Martino y le guiñó los ojos. Éste, muy lentamente, bajó la cabeza, se agachó, abrió los brazos, y el gato se alzó sobre las patas traseras encaramándose a su hombro.

—Ya volveré —le dije—. En seguida volveré.

Traspuse el umbral y me lancé escaleras abajo saltando los peldaños de dos en dos.

Alexander me vio entrar en el consultorio, demudado, perdida por completo la serenidad. No pude decir nada porque había un viejo bañándose un dedo en timol. Cogí a Alexander por el brazo y le hice entrar en el laboratorio.

—¡Se ha presentado la afonía! ¡Hay que ir a buscar a Jasper inmediatamente!

—¡Yo iré! ¡No dejes solo a Martino!

Lanzó su blusa blanca, salió por el gabinete y corrió al ropero en busca del abrigo.

—¡Se acabó la hora de visita, Honora! —le oí gritar—. ¡No deje entrar a nadie más!

Corrí detrás de él.

—¡Si no le encuentras en Saint-Constantine, ve a casa de los Greene!

Se precipitó a la calle.

—¿Ocurre algo malo, doctor? —me preguntó Honora, alarmada.

—Ese pobre muchacho… resulta que ese pobre muchacho sufre una… excitación revulsiva local producida por… por la violenta comezón de la urticaria.

Me fui escaleras arriba.

Encontré a Martino sentado en la cama cortando pedazos de queso para
Penique
. Me senté en un ángulo de la estancia sin decir nada. Así permanecimos por espacio de media hora. El gato nos hizo exhibiciones de pecho y panza frotándose la espalda por la alfombra, y nos enseñó a acribillar pulgas a golpes de pata. Le interrumpió un golpecito dado en la puerta del dormitorio. Martino y yo, con los nervios de punta, dimos un salto.

—Soy Honora, doctor.

Abrí la puerta lo justo para sacar la cabeza.

—¿Qué sucede?

—¿Le parece que le vende yo misma el dedo, doctor?

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