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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

Siempre en capilla (21 page)

BOOK: Siempre en capilla
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—Con el consentimiento de todo el mundo científico. Se halla en Saint-Constantine una Comisión del Instituto Howes de Londres. También lo he comunicado a la Sociedad de Biología. Tu caso fue el máximo acontecimiento, Len… —se calló en seco, pero se rehizo inmediatamente—. Por supuesto, también te inoculamos. Ya sé que te diste cuenta a pesar…

—A pesar de que procurasteis ocultármelo. ¿Por qué, Jasper? ¿Acaso me hubiera negado a que probaseis conmigo?

Ambos cruzaron una rápida mirada. Alexander se levantó bruscamente y caminó hasta la ventana. Jasper se aferró al respaldo de la silla y exclamó:

—Escúchame, Len: después de la experiencia con Martino, un nuevo intento era una temeridad imperdonable… pero prescindimos de todo irreflexivamente. Cometimos contigo un verdadero atropello.

—Las consecuencias alivian la gravedad de la imprudencia, Jasper.

Meneó la cabeza con la perturbación de la culpabilidad y musitó:

—¿Pero… acaso la borran?

Se produjo un silencio de plomo. Los tres quedamos confusos. Jasper clavaba en mí sus ojos claros y pestañeaba por primera vez en la vida. Alexander, vuelto de cara a la ventana, tenía inclinada la cabeza y agitaba una rodilla como si los nervios se le escaparan por allí. De repente cedió, no sé si porque era el más débil o el más valiente: volvióse en redondo y gritó:

—¡Basta!

Jasper se puso en pie de un salto.

—¿Qué te pasa a ti?

—¡Basta, Jasper! ¡Eso menos aún!

Me erguí.

—¿Qué, Alexander? ¿Qué hay detrás de todo? ¡Hablad claro de una vez!

Se miraron de hito en hito, olvidados de mí. Jasper rezongó entre dientes:

—Prefieres decir la verdad, siempre la verdad, ¿no es eso? ¡Nada te importa que a Len le dé un colapso! —se volvió hacia mí, exaltado—. ¡Pues oye esto, Leonard: nada de lo que te he dicho es cierto! Te inoculamos sobre seguro. Martino tenía desprendidas las falsas membranas cuando le puse la cánula. ¡Le operaste inútilmente, le atormentaste en vano!

Debí quedarme más blanco que las sábanas. Jasper apartó bruscamente a Alexander y me puso una inyección, llorando de rabia.

—¡Maté a Martino! —dije, aterrado, con voz apenas perceptible.

Me tapó la boca instantáneamente.

—¿Qué te parece, Alexander? —dijo—. ¡Tráeselo ahora aquí para que se convenza de que está vivo! ¡Arréglatelas para que te crea alguna vez!

Pegó el oído a mi pecho, murmurando:

—He luchado día tras día por tu vida. Len. ¡No vayas a derrumbarte ahora por algo que pudo ser, pero que no ha sido! ¡Olvídate de Martino!

—Está bien —le dije—; no me marees más.

M
ientras Jasper hablaba iba rapiñando uno tras otro todos los huevos quimbos.

—Fue necesario trasladarte aquí aun a costa de todos los riesgos. Con un enfermo secreto en la habitación contigua ni siquiera podíamos ponerte una enfermera. Resultaba ya embarazoso crear más misterios y declaré que te habíamos inyectado el nuevo suero. McHath, Lee y el anciano doctor Garrett sabían de antemano que yo trabajaba en él, aunque, naturalmente, suponían que lo hacía con animales. La noticia les produjo enorme impresión. Todos deseaban observar los sensacionales efectos. Te convertiste en el caso más interesante de la ciudad. Por espacio de cuarenta y ocho horas, esta habitación estuvo repleta de doctores que no te quitaban ojo de encima, negándose a salir para comer o descansar. También metió sus narices nuestro querido colega el doctor Pressburger, aunque, por supuesto, él abandonó su puesto a la hora del té. El mejoramiento de tu estado general les anonadaba. Los ganglios cervicales se desinfartaron, respiraste mejor, el pulso se normalizó y descendió la curva térmica. El total desprendimiento de las falsas membranas colmó todas las esperanzas. Me felicitaron efusivamente y entonces les confesé que no habían visto la peor parte. Los primeros momentos fueron en ti más violentos que en Martino. Sangrabas por la nariz, la boca y los intestinos…

—Me vaciaba.

—Exacto. Hemorragia, agitación incesante, fiebre y, por fin, hipotermia. Terrible y prolongada hipotermia de la que no salías. Te dábamos por perdido. Ni siquiera recuerdo en qué momento tu cuerpo volvió a recobrar el calor.

—¿Y el corazón?

—Flojo, pero cumplió durante los momentos más comprometidos. El derrumbamiento vino cuando se hubo salvado todo peligro. Fue una recaída lastimosa, pésima, Len. Me avergonzaste.

—¿Quién me siguió en la inoculación?

—La «hermana azul». Fue el caso más rápido y satisfactorio. Tal vez porque era el organismo mejor predispuesto. Ni siquiera perdió el conocimiento. Se quejó mucho de los efectos locales de la inyección y se le hinchó el abdomen; pero a la mañana siguiente habían desaparecido los síntomas de la enfermedad.

—¿Y después de ella?

Apretó los puños.

—El primer fracaso, Len. La señorita Morrill, enfermera del doctor Garrett, se contagió de un modo rápido, fulminante. Le dimos el suero y falleció a las pocas horas. La infección era muy profunda. Insistimos con un muchacho de dieciséis años a quien todos dábamos por perdido. Se salvó. Fue asombroso. Luego lo inyectamos a un niño de tres años y vivió cuatro días mejorando continuamente. De súbito murió de parálisis cardíaca. Lo mismo estuvo a punto de ocurrirte a ti. Eso es todo lo que de momento sabemos.

—Cuatro casos a favor y dos en contra… ¿Por qué no seguías aplicándolo? ¿No hay suficiente suero?

—Eso es. Lo preparamos con una lentitud terrible, ya lo sabes. No hay manera de obtenerlo en cantidad con la urgencia necesaria. Podrían hacerlo quizá en Francia, en el Instituto Pasteur, o en Alemania, en los Laboratorios Eberhard. Les he escrito y estoy esperando contestación. Garrett, por su parte, hará lo que pueda en Londres. Estamos interesando a la Ciencia, Len. He recibido un radiograma de Nueva York pidiendo una muestra del nuevo suero. He de contestarles que apenas ha entrado en el período experimental y que aún no me satisface plenamente.

—¿Pero cómo se ha divulgado hasta allí?

—Por las gacetillas de
The Times
. Cada día tengo a un reportero en la sala de espera aguardando mis declaraciones. Llevan una semana exhibiéndome en primera página. Ayer salió Alexander retratado ante las jaulas de los conejos inoculados con dosis de toxina diftérica, futuros productos del suero.


Pepper
quedó movido y se le ven cuatro orejas —interrumpió Alexander entusiasmado.

—A propósito, Len… Insisten en publicar tu retrato y no encontramos más que aquel de la raya en medio y el geranio en el ojal.

—¡Quiá, hombre!

—¿Y si recortásemos…?

—¡Quiá, hombre! ¿Qué diantre he de hacer yo en primera página?

—Hazte cargo de las circunstancias… están convencidos de que fuiste el primer ser humano inoculado…, es decir…, para quedar bien situados declararemos que tú mismo habías insistido en que hiciéramos la prueba contigo. Ahora eres un héroe.

—¡Qué vergüenza, Jasper!

—Lo siento, pero aún hay más: quieren poner tu nombre en una plazoleta de Spick.

Alexander me hizo aire con la bandeja de las yemas azucaradas. Jasper se mordía las uñas.

—¿Dijisteis algo a mi padre y a mi hermano? —musité.

—Verás, Len: se dio el caso de que tu hermano escribió hará cosa de una semana. Parecía ser que estaba en vísperas de casarse y, encima, quería celebrarlo. Te invitaba para la boda, incluyendo a tus dos socios que, a mi entender, somos nosotros. No supimos si aguarle la fiesta o mentirle… En el telegrama sólo hablamos de urticaria…

—¡Conque por fin Charles se casa!

—Se casaba. Mandó otro telegrama diciendo que acababa de romper su compromiso.

—¡Yo no sé qué le ocurre con las muchachas!

—Sería una ventaja conocer el truco; pregúntaselo en cuanto llegue.

—¿Viene?

—Con tu padre y la tercera parte del pueblo. Leyeron los diarios.

Entró la «hermana azul» de la cara de luna y avisó a Jasper de que acababa de ingresar un nuevo enfermo.

—¿Es que no disminuyen los atacados? —pregunté.

—Desde luego, Len. En estos últimos días apenas se han declarado nuevos casos. Incluso se ha suavizado notablemente el número de defunciones. Les tenemos ya aislados a todos en Saint-Constantine y tienden a mejorar —esbozó una sonrisa—. Los que van de mal en peor son los de la clínica de nuestro querido colega el doctor Pressburger. Es algo inexplicable. Se agravan continuamente a pesar de las habitaciones aireadas y de los medios modernos de higiene.

—No te alegrarás, ¿verdad? —le espetó Alexander.

Jasper enrojeció y farfulló:

—¡Claro que no!

Dio media vuelta y se fue tras la «hermana azul». Alexander me arregló las almohadas y me dio una dosis de extracto de quina, y me dijo:

—Estás cansado, ¿no es cierto?

Asentí.

Sus pacíficos ojos recorrieron mi cuerpo lánguido, perdido en el lecho.

—Pero todo pasó —dijo para sí.

Alargué la mano y tiré de su corbata hasta que se inclinó.

—Dime —murmuré sonriendo—: ¿le diste mucho trabajo a San Roque?

—¡Bah! —replicó—. Este pavo real de Jasper se metió por medio y por poco lo resuelve todo —mudó de expresión, y añadió—. De veras, Leonard: o los dos trabajaban en colaboración, o no sé cuál de ellos te rescató.

—Siéntate, Alexander.

—He de irme. Tengo mucho que hacer…

—Siéntate.

Obedeció.

—Cuéntame detalladamente todo lo referente a Martino.

Parpadeó y se humedeció los labios.

—Es muy normal todo lo ocurrido, Len.

—¿Sabe que le operé sin necesidad?

—Sabe que luchaste por su vida hasta el último instante.

—¿Qué dijo cuando volvió en sí?

—Nada. Estaba mudo.

—Claro…; pero ahora hablará, ¿verdad?

—¿Es que hay alguno que luego no haya recobrado la voz, Len?

—Me parece imposible que operara bien aquel día… las manos…, era como si no fuesen mías. Si se repitiera alguna vez aquello, dejaría la cirugía, Alexander. ¿Se cerró con dificultad la herida traqueal?

—Normalmente. Apenas alcanzaba una pulgada. A pesar de todo, trabajaste bien.

—¿Cómo reaccionó al darse cuenta de que estaba curado?

Alexander carraspeó como si el súbito recuerdo le conmoviera.

—Me sujetaba la mano —dijo—. Me miraba continuamente, sin pestañear ni una sola vez… sus ojos perecían de vidrio. Yo le repetía que todo había terminado y que pronto emprendería un viaje a través del mar… Pasé catorce horas velándole sin interrupción. Notaba el cambio de temperatura de su mano…

Se calló, impresionado por los momentos que revivía. De repente se enderezó, sonrió y dijo:

—¿Sabes por qué no me soltaba, Len? Se creía muerto y me tomaba por San Roque. Temía perderme de vista y pasarlo mal sin mi santa influencia. A ti también te ocurrió. Estuviste una noche entera rezándome el credo…, por cierto muy mal.

—¿Qué dijo Martino cuando vio el pasaje para Dinamarca?

—Nada. En su rostro fue reflejándose lentamente una gran tranquilidad. Nunca había visto sus facciones tan apacibles. Era incluso agradable mirarle. Parecía como si por primera vez en la vida alcanzara la fortuna.

—¡Qué terrible que sea un asesino!

Me miró oprimido.

—¿No podrás olvidar esto alguna vez, Len?

—Nunca.

—No hagas tan mezquina la caridad humana. ¿Acaso somos nosotros quienes debemos llevar la cuenta de los yerros ajenos?

Se abrió la puerta y asomóse la cara de Jasper.

—Basta por hoy, Alexander. No le llenes más la cabeza.

A
sí quedó interrumpida mi comunicación con el mundo exterior. Alexander me abandonó en manos de la hermana «Cara de luna», y durante una infinidad de horas estuvieron todos completamente olvidados de mí. Mi mente había quedado revuelta y agitada. Estuve nervioso, desasosegado. Pedí un reloj para poder contar el tiempo. Me lo negaron. Vigilé el romboide de sol que la ventana arrojaba sobre la cama y lo vi estrecharse y retroceder lentamente hasta que se cayó al suelo. Luego supe que era mediodía porque me entraron la comida. Me dieron vino generoso y en vez de tonificarme me excité. Pregunté a gritos si Jasper y Alexander habían regresado ya al convento. Me dijeron que el primero no se había movido de él en todo el día, y que incluso comía y dormía allí. Vociferé que viniera a verme inmediatamente. Tuve que calmarme solo. Mareé en lo que pude a «Luna llena», haciéndole bajar y alzar las almohadas sucesivamente. La ropa de la cama se me iba por un lado; se me enfriaba una pierna; las migajas del pan me invadían el pecho y se me clavaban en todo lo que se llama «plano posterior»; la camisa se me adhería al cuerpo como si fuera esparadrapo. Otro malestar más lógico y normal se sumó a éstos. Me empeñé tenazmente en que la hermana se fuera unos instantes y me dejara obrar por mí mismo. Luego me caí sobre la alfombra cuan largo era; me fue imposible levantarme y tuve que llamar. Entró la «Cara de luna», a pesar de que yo había pedido que fuera Jasper. No sé cómo se las compuso. De pronto estuve estirado sobre la cama sin ninguna angustia, con un camisón limpio y las sábanas cambiadas. Me dormí como un tronco.

Me desperté porque me noté el estetoscopio aplicado sobre el corazón. No era Jasper quien me auscultaba. Se trataba de un viejecito enhiesto, cuyos cabellos y barba a contraluz parecían un nimbo blanco.

—¡Doctor Garrett!

Sonrió; puso su mano sobre mi mejilla y sentí frescor como si me rozara la suave hoja de un árbol.

—¡Mi querido muchacho! —dijo—. ¡Cómo haces el ridículo! ¿No sabes que los médicos no deben enfermar? ¡Qué mal ejemplo, cielo santo! Cuando te tenía en el
South London Hospital
debí prohibírtelo, del mismo modo que te prohibí traer perros heridos al quirófano.

—Ése era Alexander, doctor Garrett.

—Pero tú los operabas.

—Sólo una vez.

—¡Dos! ¡Y qué bien lo hacías, bribón!… Te hiere los ojos tanta luz, ¿verdad?

Asentí con un pestañeo que me hizo resbalar las lágrimas. El anciano entornó los postigos apresuradamente. Lloraba como yo. Dijo que también le dañaba la claridad, y así quedamos justificados.

—¿Por qué no vino a verme más pronto, doctor Garrett?

—No empecemos con reproches, Barker. Llevo dos horas a tu lado y por todo saludo has estado dedicándome una salva de ronquidos… Respiras muy fatigosamente, ¿te duele el pecho?

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