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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

Siempre en capilla (22 page)

BOOK: Siempre en capilla
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—No.

—¿Roncas de ordinario?

Negué. Nadie se atribuye el ronquido nocturno, aunque lo sospeche.

Me quitó una manta y me dio de beber antes de que yo le dijera que tenía calor y sed. Siempre sabía de antemano lo que un enfermo necesitaba. A veces me pregunto si no se enteraba de ello por telepatía.

Se sentó y cruzó los brazos.

—¡Hasta dónde se nos eleva Jasper Sidney, eh! ¡Bendito muchacho! ¡Aún le veo triturando una probeta graduada con el puño apretado! ¡Era una fiera cuando le gastaban bromas con Mary Mason!… Hace un par de años me dijo que estudiaba un método antidiftérico y cometí la vulgaridad de no entusiasmarme.

El anciano se mostraba hondamente conmovido y orgulloso, como si Jasper fuera hijo suyo. Años atrás, en el centenario de la fundación de la Escuela de Cirugía de Milner, nos había dirigido un discurso en el cual nos llamaba «hijos míos» a todos los estudiantes, como un párroco hace con sus feligreses.

Hablamos por espacio de media hora del trabajo de Jasper. De pronto se interrumpió para preguntar:

—¿Y tú, Barker? Dijeron que habías llevado a cabo la amputación de un pie encaramado en una escalera de bomberos. ¿Qué hay de cierto en ello?

—Todo menos eso de la escalera de bomberos. Era una escalera corriente.

Y dedicamos media hora más a la cirugía, a mis posibilidades y a mis ideas acerca de la regeneración de los huesos.

Nos interrumpió la «Cara de luna» para advertir que en la planta baja requerían la presencia del anciano doctor inmediatamente. Una muchachita recién operada, en un estado palpable de gravedad, hacía desesperados signos para que le trajeran algo y nadie podía comprender el qué. Jasper le había dado un lápiz y un papel, pero la muchachita ni lo había podido coger ni tenía trazas de saber escribir; Alexander le había acercado un crucifijo y le había puesto delante al reverendo Mushins. Las enfermeras se rompían la cabeza tratando de descifrar el enigma. Sólo el doctor Garrett sería capaz de interpretar aquellas incesantes gesticulaciones.

Me quedé solo aguardando los resultados.

El crepúsculo enrojecía el cielo y dejaba en sombra la pequeña y austera celda.

No tardó en reaparecer la «hermana azul» con un candil que le iluminaba sólo el lado derecho de la cara como si fuera cuarto menguante.

—¿Qué es lo que quería la muchacha? —pregunté.

—Un espejo y una cinta para el pelo.

Jasper y Alexander entraron un momento por puro compromiso. El primero exclamó agriamente:

—Me han dicho que esta mañana te has portado como un párvulo, Len.

—En efecto —repuse sin pestañear—. Pero pudiste venir a comprobarlo por ti mismo. De paso me habrías contado ciento veinte pulsaciones rítmicas. Para alardear de interés en que me avive, me dejáis muy a la buena de Dios.

—Me doy cuenta de que te han entrado muchas ganas de hablar.

Tuvo el sarcasmo y la parsimonia de contarme ochenta pulsaciones en voz alta. Pegó el oído a mi pecho, directamente, sin entretenerse en desplegar el estetoscopio, y acto seguido me abandonaron sin más.

A
la mañana siguiente, en cuanto desperté, la «hermana azul» salió disparada de la habitación. A los cinco minutos entró Alexander a toda prisa.

—¡Buenos días, Len! ¿Cómo te encuentras? Animado, ¿verdad? ¿Quieres desayunar antes?

—¿Antes de qué?

Sacó del bolsillo un paquete largo y estrecho atado con un bramante y empezó a luchar con el nudo. De repente se rompió el papel y cayeron varios objetos al suelo. Alexander los recogió presuroso y los depositó sobre la mesilla de noche. Se trataba de mi navaja de afeitar, mi brocha y mi barra de jabón.

—Más tarde, Alexander… aún estoy adormilado…

—Déjame que te afeite, hombre.

—¿Por qué tanta prisa?

—Es probable que… que llegue tu familia, y…

—¿Están ya aquí?

—No, no, pero…

—Tráeme un espejo.

—Deja que te afeite primero.

—¿Muy mala facha, Alexander?

—Afeitado, mejorarás.

Le así del brazo fuertemente.

—Mi padre es viejo y muy impresionable.

—Estarás mejor cuando te afeite.

Se puso de manos a la obra, nervioso, sonrojado.

Tuve la convicción de que mi padre y mi hermano aguardaban detrás de la puerta.

Alexander, aparte de la prisa que llevaba, no tenía temperamento de barbero. Me secó el jabón que me había metido en las fosas nasales y en los canales auditivos, tomó aliento y cogió la navaja. Cerré los ojos. Pudo terminar peor. Fueron varios cortes, pero no precisamente en mi cara, sino en sus dedos. Se quedó mirándome un rato, mudo, ceñudo.

—Dame el espejo.

Concentrado en su trabajo, cogió un frasco de colonia y una toalla y me friccionó la cara. Dio dos pasos atrás y me contempló.

—¡Dame el espejo!

Con el entrecejo fruncido me remojó los cabellos y me los peinó.

—¡¡¡Dame el espejo!!!

Bruscamente me lo puso delante.

Me eché hacia atrás y me quedé sin respirar. Todos los espectros del sanatorio de tuberculosos de Woodley acudieron a mi mente.

—¡Que no entre mi padre!

—No está aquí aún…; además, podemos prepararle, Leonard.

—¡¡¡Que no entre!!!

Arrojé el espejo a los pies de la cama y me cubrí los ojos para que Alexander no me viera llorar. Sentí su mano sobre el brazo.

—No te apures —susurró—. No está aquí todavía, de veras.

Unos nudillos golpearon la puerta. Al instante, ésta se abrió y asomóse la cabeza de Jasper.

—Tienes visita, Len. ¿Se puede pasar?

Unió el hecho a la palabra. El corazón me dio un vuelco. En el umbral apareció la señorita Greene.

Pestañeé una y otra vez, pero la esbelta figura vestida de negro seguía siendo real. Lentamente fue acercándose. Me encogí dentro de las sábanas deseando taparme la cabeza. Una fragancia de «Extrait de Nard» invadió la habitación acumulándose en mi cerebro e intentando transportarme a un mundo quimérico…; pero me así a la realidad estrujando la ropa de la cama. Abrí los ojos forzándolos, reteniendo la luz del día que quería apagarse.

—¿Qué tal, doctor Barker?

Aquella voz fresca y clara tuvo el poder de disipar todas las sombras.

Intenté hablar, pero la señorita Greene sólo debió ver la nuez de mi garganta subir y bajar. La miré fijamente desde el fondo de mis horrendas cavidades orbiculares, extrañado de que no se espantara.

—¿Qué te sucede, Len? —dijo Jasper, tentándome el pulso, ajeno por completo a lo que cualquiera menos él habría captado.

—Está nervioso —repuso Alexander— ; ha de venir a verle su padre y teme que se impresione al hallarle tan desmejorado.

Jasper le dio un golpazo, sonriendo.

—¿Y por su padre le has afeitado y relamido tanto?

Alexander enrojeció vivamente. Yo, no lo sé. Dudo que la sangre me llegara a la cabeza.

Las negras pestañas de la señorita Greene se bajaron rápidamente.

—No se preocupe por su padre, doctor Barker —murmuró sin mirarme—. Está usted muy delgado, pero no tiene mal aspecto.

Alexander le ofreció una silla y la joven se sentó a mi lado.

—Tal vez esté usted fatigado, doctor… Me iré en seguida.

Meneé la cabeza y tartamudeé:

—Celebro que esté usted aquí, señorita… Deseaba… deseaba… la última vez que la vi me llenó de inquietud y deseaba volver a verla tan…, tan bien.

Sonrió dulcemente.

—¡No sabe, doctor, la extraña impresión que me produjo usted aquella tarde! Por eso he venido… Tenía que venir. Su…

Fue terrible que en aquel momento la interrumpiera la «Cara de luna». Entró de puntillas y se deslizó en el mayor silencio para no importunar y pasar inadvertida; los cuatro volvimos la cabeza.

—Perdón —susurró—. Del laboratorio de Análisis Bacteriológicos preguntan por el doctor Jasper Sidney.

—Voy. Con su permiso, señorita.

Alexander le vio marchar y se revolvió intranquilo. No sé qué le dio. Sus cejas se fruncieron y farfulló algo incoherente.

—Yo también…; yo debería…; yo también…; el análisis… Con su permiso, señorita.

De sopetón se fue, dejándonos a la señorita Greene y a mí en un mundo de visiones. Me estremecí.

—Siga usted, señorita… ¿Decía…?

—Tenía que venir. Su rostro lívido y cansado me persiguió en todas mis pesadillas… Aquel recuerdo era imposible de borrar.

Su voz languideció, y vi sus hermosos ojos negros velados por las lágrimas. Buscó el pañuelo de encajes.

—¡Doctor Barker! ¡Aquella tarde lo adiviné! ¡Vi toda la verdad reflejada en su rostro!

La respiración se me entrecortó. ¿Qué iba a decir, Dios mío? No tuve fuerzas para seguir mirándola. Cerré los ojos atento a su voz, pendiente de cada una de sus palabras.

—En su expresión, en su mirada, en cada uno de sus rasgos lo llevaba dibujado… ¡Doctor!

Tragué saliva. Un tic me agitó la comisura de la boca y el repliegue del ojo. Entorné los párpados porque no podía estar sin mirarla, ni mirándola. Ella prosiguió, grave, emocionada

—¡Doctor…! Tal vez no debería decírselo en estas circunstancias… Ya no parece oportuno, pero ha sido para mí una obsesión… —su mano se acercó a la mía sin que osara tocármela—. ¡En aquel momento vi que usted estaba enfermo! ¡Le ensombrecía la misma enfermedad que marchitó el semblante de Gibbie! ¡Todo en usted lo revelaba! ¡No había duda alguna!… ¡Comprendí que estábamos perdiendo a uno de aquellos magníficos hombres que lo cedían todo: su juventud, su fuerza, su vida!… Cuando tras largas, infinitas horas de espera vino el doctor Jasper Sidney, me dio miedo preguntarle por usted… presentía con demasiada fuerza que no me había equivocado. Entonces, él mismo me lo notificó —se calló y trató de sonreír—. En fin, doctor Barker, se ha disipado ya el peligro y no hay por qué recordarlo.

Jasper y Alexander regresaron en ese preciso instante y ya me hallaron perfectamente situado en el mundo de las realidades.

La señorita Greene desplegó una revista que llevaba enrollada debajo del brazo y exclamó:

—Le traigo un semanario francés, para cuando pueda leer. Hay unas interesantes declaraciones del doctor Robert Koch sobre la curación de la tuberculosis… —miró a Jasper y sonrió tiernamente—, y otras interesantes declaraciones del doctor Jasper Sidney sobre la terapéutica de la difteria.

Siguió hablando. Progresivamente fue perdiendo aquella ternura, para adquirir de nuevo su aire casi altivo. Habló del suero, de sus poderes antitóxicos, de las posibles inoculaciones preventivas… Profundizó en la materia con inteligencia y agudeza. Jasper fruncía las cejas y respondía a sus objeciones de un modo complicado y metódico, para confundirla. Alexander se apresuraba a aclarar todos los puntos y a cambiar los nombres científicos por los vulgares. Yo escuchaba admirado, contemplando aquel plato de terciopelo negro que había atado a su cabeza con una ancha cinta. Pendía un velo en su espalda. Vestía de luto riguroso. Las solapas de su abrigo, tiesas hasta rozarle la cara; el peinado tirante hacia arriba, liso, brusco… Pero con la austeridad del traje seguían contrastando la fragilidad, el eterno perfume y el pañuelo de encajes.

De pronto me di cuenta de que se ponía de pie y se despedía de mí. Mostraba sus hermosos dientes en franca sonrisa, agitaba una mano, la embutía en el manguito, se volvía, caminaba hacia la puerta… Jasper y Alexander la seguían. Desparecieron de pronto los tres. Se hizo el silencio. Quedé quieto, paralizado en el lecho. Sólo mi corazón galopaba sin cesar.

¡
Que no! ¡Que no entre mi padre! ¡Que se vaya!

—¡Ya se ha ido, cálmate, Len, por Dios!

—¡Es mentira, está aquí aún! ¡Quiere entrar!

—¡Te juro que no!

Jasper y Alexander me sujetaban para impedir que siguiera brincando. Mis rodillas subían y bajaban sacudiendo el cubrecama y la colcha. Alexander atrajo mi cabeza hacia su pecho. Jasper me arremangó. Sentí el pinchazo de la inyección.

—¡Suelta! ¡Me haces daño! ¡Quita!

—Pero si no puede dolerte, Len…

—¡La frente! ¡Me duele la frente!

Alexander aflojó la presión que ejercía sobre mi cabeza y debió de verme marcado en la sien el botón de su camisa.

Me recostaron suavemente en la almohada; Jasper me frotó la cabeza igual que si acariciara a
Penique
. Alexander no sabía qué hacer, y me contemplaba con expresión resignada y paciente, con todos los cabellos sobre la frente, tal como mi garra se los había dejado.

Yo me daba cuenta de mi calentura y de mi excitación, pero no podía refrenarme. El pensamiento de mi padre se me clavaba en el cerebro como una cuña. Le recordaba en el pueblo, fumando su pipa, sentado en el banco que había en el portal de la fundición. Mi hermano, que entonces contaba cinco años, yacía en sus brazos, demacrado, esquelético; acababa de salvarse milagrosamente de una infección intestinal; no podía tenerse derecho y su cabeza pendía inerte. Mi padre le abrazaba con infinita ternura, pero no podía mirarle. Mantenía fijos los ojos en el horizonte, apretando entre sus dientes la pipa. Cuando alguna vez, involuntariamente, le veía, empezaba a besarle desesperadamente, frotándole el enorme bigote por la flaca carita, hasta que el pequeño se echaba a llorar. Lloraban los dos.

—¡Que no entre, por Dios, os lo suplico!

Un peso terrible en el pecho me impidió seguir hablando. Lentamente me llevé la mano al corazón. Jasper me la apartó.

—Descansa, Leonard.

Cerré los ojos, fatigado.

Sentí el estetoscopio arriba, abajo… de las aurículas a los ventrículos… arriba… abajo… a derecha… a izquierda… arriba… abajo…

Amaneció otra vez. Llevaba despierto desde que apuntó el día. Estaba sosegado, respiraba bien; el pecho ligero, la frente fresca, las pulsaciones normales.

Jasper vino temprano. Apenas el sol rozaba la ventana y las ramas del eucalipto. Me hizo un reconocimiento metódico. Me tomó la temperatura y la anotó en la gráfica.

—Déjame verla —dije.

—No tienes fiebre.

—Ya lo sé, pero déjame ver la gráfica.

—No te preocupes de eso ahora.

—¿Encuentras muy extraño que a pesar de todo me preocupe? —dije con todo el sarcasmo de que fui capaz.

—Oye, Len: no confundas tu profesión con tu situación. Has de saber actuar de paciente cuando lo eres.

—Dame la gráfica.

—Pareces un chiquillo.

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