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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policíaco, intriga

Al calor del verano (21 page)

BOOK: Al calor del verano
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Mientras él hablaba, yo gesticulaba frenéticamente, simulando escribir en el aire, para que Christine me trajese papel y lápiz con que tomar notas. Ella asintió impasible. Al cabo de unos segundos volvió a mi lado con una docena de hojas y un bolígrafo. Escribí en la primera página:

EL ASESINO

Luego la subrayé tres veces y se la entregué. Christine se llevó la mano a la boca en un movimiento rápido y reflejo, y vi que los ojos se le llenaban de lágrimas. Se sentó a la mesa, frente a mí, y no dejó de observarme a lo largo de toda la conversación, según me contó más tarde, pues yo me había concentrado en el teléfono y en las hojas en blanco. Comencé a llenarlas cuando el asesino continuó hablando.

—Bueno, como le decía, he leído su artículo con interés. Toda esa gente preocupada... Piense en todo el gasto de energía que inspira el simple temor a lo desconocido, a lo inmanejable. Supongo que todos los aficionados a la psicología y a la criminología piensan que eso me confiere una sensación de poder. Pues bien —rió—, están en lo cierto. Es verdad; me encanta. —Con un deje de furia en la voz, agregó—: Toda esa gente me da asco. Esos tipos presuntuosos de los barrios residenciales que compran armas (como si supieran usarlas), toda esa gente que habló con usted en la calle, todos los tópicos que soltaban, su pánico ante la amenaza que pende sobre sus vidas mediocres y confortables... Ojalá pudiera matarlos a todos... —Vaciló—. Bueno, tendré que conformarme con lo que pueda, ¿verdad? Pero quiero que toda esa gente empiece a sentir en el estómago la peor clase de miedo, ese contra el que no se puede luchar. El miedo perfecto. Quiero que me consideren un cáncer en la sociedad, una lacra que está destruyendo sus vidas. —Inspiró profundamente—. Los odio a todos. Ni siquiera encuentro palabras para expresar lo que siento.

Yo oía su respiración, agitada pero regular, como la de un corredor en mitad de una carrera.

—Usted es escritor. Expréselo usted.

—¿Y si dejamos de escribir sobre el tema? —pregunté—. ¿Y si el periódico deja de publicar las notas? ¿Qué pasaría si dejáramos de hacernos eco de lo que usted dice?

El asesino hizo otra pausa.

—Bueno —respondió al fin—, estoy seguro de que a los canales de televisión les encantaría emitir mi voz en antena. —Soltó una risotada—. Aunque a decir verdad, prefiero que las noticias sobre mí tengan más sustancia, ver mis pensamientos y mis palabras impresas. El periódico está allí, todo el día, a la vista de todos. No es como un noticiario de televisión, que dura muy poco y se acaba de golpe. Por eso prefiero contar con su cooperación. Pero no es esencial.

Por la ventana de la cocina vi que oscurecía. El teléfono era un modelo de pared con cable largo. Me dirigí al fregadero, para alejarme por un momento del papel y las notas, con la intención de poner en orden mis pensamientos. Atisbé la palidez de la luna a través de las ramas: el árbol estaba bañado en un resplandor tenue.

El asesino prosiguió.

—Mientras leía su artículo se me ha ocurrido otra idea, muy extraña. Me he puesto a pensar en mi niñez, especialmente al leer los párrafos en que usted describía a esas mujeres y los niños en los columpios. Cuando era pequeño, mi madre me llevaba al parque a jugar. Entonces vivíamos en un pueblo y recuerdo que los niños se turnaban para columpiarse, y balanceaban las piernas adelante y atrás lo más rápidamente que podían. Yo también lo hacía, y aún recuerdo que el arco de la parábola que describía mi columpio se hacía más amplio a medida que imprimía más fuerza al movimiento. Las manos, los dedos se me ponían blancos de aferrar las cadenas. Cuando alcanzaba el punto más alto del arco, echaba la cabeza hacia atrás y miraba el cielo por un momento, como si volara; luego, cuando el columpio comenzaba a descender, cerraba los ojos. Entonces experimentaba lo más próximo a una sensación de ingravidez, o eso imaginaba yo. A veces revivo esa sensación cuando apunto a la cabeza de alguien con la 45. La tuve por primera vez en Vietnam. Ahora la tengo aquí, en mi país, exactamente la misma sensación de la niñez, el delicioso vértigo que provoca el no estar en contacto con la tierra. ¿Alguna vez ha sentido algo similar?

La pregunta me des concentró y respondí lo primero que me pasó por la mente.

—Quizás al estar con una mujer, a veces.

Soltó una carcajada: un brusco sonido ronco.

—¿Y por qué no? —dijo—. Con una mujer, sí. La sensación de dejarse llevar, de volar en libertad. No está mal, no está mal en absoluto. ¿Sabe, Anderson? —dijo, y su voz pasó de un tono vagamente jovial a uno de ira—. Estuve con una mujer por primera vez cuando servía en el ejército. Ya había cumplido diecinueve años y era un soldado entrenado para matar. Cuando era niño y vivíamos en la granja, observaba aparearse a los animales con cierta fascinación, de envidia por su falta de pudor, porque simplemente seguían su instinto. Cuando era muy pequeño, había una niña que vivía en la casa de al lado, y a menudo (ya sabe, antes de que tuviésemos conciencia de que hacíamos algo malo) ella y yo jugábamos en el bosque cercano a las casas. En realidad, no era un bosque, sólo un grupo de árboles y arbustos silvestres que habían crecido como una especie de seto a un costado de las casas.

»Allí no había mucho espacio; la maleza estaba muy crecida y formaba matorrales muy densos. Era un lugar perfecto para los niños; nos deslizábamos por debajo y alrededor de los arbustos y los árboles, ocultos a la vista de nuestros padres.

»Ella era adoptada. Yo pensaba que la amaba y que algún día nos fugaríamos juntos. Yo tenía seis años; ella siete, y jugábamos juntos en esa arboleda. Al principio eran simples juegos de niños: el escondite, ese tipo de cosas. Luego ella empezó a traer sus muñecas; tenía dos muñecas de trapo hechas en casa, que siempre estrechaba en sus brazos. Decía que eran nuestra familia y que allí estábamos en nuestro hogar. El sitio se convirtió en una casa imaginaria. En el verano nos tendíamos bajo los árboles, escondidos, y planeábamos nuestra huida para cuando fuéramos un poco mayores.

»Íbamos completamente desnudos. Me acuerdo de cada centímetro de su cuerpo, la piel bronceada de sus brazos y sus piernas, pero rosada en las partes que le cubría el vestido. Nos tendíamos juntos, a veces nos abrazábamos, y no he olvidado la sensación de su cuerpo junto al mío, agradable, cálido, a la sombra de los árboles y arbustos. No me cansaba de mirada, de contemplar todos los rincones secretos de su cuerpo. A veces extendía los dedos y la acariciaba suavemente, procurando no molestarla de ningún modo. Era como tocar la luz, y recuerdo que yo temblaba, de veras, temblaba de emoción, al mirar sus ojos cerrados...

Se interrumpió y la línea quedó en silencio.

—¿Y qué sucedió? —pregunté.

—Mi madre nos descubrió. Lo recuerdo como una sucesión de fotogramas. Primero yo, incorporándome de pronto al oír un sonido extraño procedente de los arbustos, luego apresurándome por recoger mi ropa. Mi madre gritando, furiosa, con una voz atronador a como un disparo. La niña llorando. Me escabullí entre las zarzas y, esa noche, cuando regresé a casa, mi madre me obligó a quitarme la ropa para que mi padre viese los arañazos y cortes que me había hecho al tratar de escapar de ella.

—¿Y?

—Me pegaron. —Su voz sonó como si estuviese encogiéndose de hombros—. A ella también. Las dos familias se pusieron de acuerdo para arrancar los arbustos y cortar algunos árboles. «Sacaremos buena leña de aquí», recuerdo que dijo mi padre mientras levantaba el hacha por encima de su cabeza y descargaba un golpe en la base de un abedul.

»La otra familia se mudó a otra parte poco después. Nunca supe por qué. Otro empleo, otra oportunidad. ¿Quién sabe?

—¿Nunca lo averiguó?

—Yo la amaba —dijo—. No, nunca lo averigüé.

Entonces se impuso el silencio, y mi mente comenzó a trabajar a toda velocidad. Pensé en los cambios de humor que manifestaba el asesino; su estado de ánimo pasaba de una cordialidad jocosa a un odio oscuro y profundo. Pero cuando hablaba de su familia, de su infancia, adoptaba un tono vago y suave. Era como si hablar de sus recuerdos aplacara su furia.

—Un buen día, poco después de que la niña y su familia se marcharan, mi madre se atragantó. Hacía calor como ahora en esta ciudad, un calor que prácticamente impide pensar en otra cosa y un sol que pega como el estallido de explosivos potentes. Mi padre había salido: tal vez estuviese en la escuela. En general, se llevaba su almuerzo y no regresaba hasta avanzada la tarde, incluso durante el verano, cuando no daban más que clases de refuerzo para los niños que no pasarían de curso.

»Por eso, mi madre y yo estábamos solos en la casa, sofocándonos de calor. Las ventanas estaban abiertas de par en par, pero no corría aire. Era la hora de almorzar, y observé a mi madre levantarse del diván donde había estado descansando. Llevaba una de esas batas de estar por casa pasadas de moda, de las que se abrochan al frente. La tela era floreada.

»Ella había estado tendida en el diván, quejándose del bochorno, con un vaso de agua a su lado y un pañuelo mojado sobre los ojos. A lo lejos se oían los toques de silbato de una estación de ferrocarril que estaba a pocos kilómetros de allí. El sonido parecía flotar suspendido en el aire. Mi madre se había desabrochado la bata. Tenía la piel enrojecida, con algún tipo de sarpullido, supongo. Se había abierto la bata de modo que apenas le cubría los senos. Miré su pecho, que subía y bajaba con el esfuerzo de respirar aquel aire estancado. Vi las gotitas de sudor que se habían formado entre sus senos y se deslizaban hasta su vientre. Cuando ella oyó el primer pitido, bajó las piernas del diván y, por un momento, permaneció sentada, bamboleándose ligeramente como si estuviese mareada. Tomó el pañuelo, lo mojó en el vaso de agua y luego lo escurrió sobre sí; el agua se mezcló con su sudor y goteó sobre su regazo.

»Luego se puso de pie, me lanzó una mirada extraña y se lamentó: "Dios mío, ojalá viviéramos en algún lugar donde soplara la brisa. Cerca de un lago o en las montañas. ¡Te juro que nunca volveré a sentir fresco!" Echó la cabeza atrás, como si buscara alguna señal de viento. Yo permanecí en mi silla, con la vista fija en ella. Me preguntó si me había portado bien. Luego, con el mismo tono infantil, que ella sabía que ya no era adecuado conmigo, dijo que prepararía algo de almorzar. Se dirigió perezosamente a la cocina, y yo la seguí.

»Allí hacía también mucho calor. Nos sentamos a la mesa de la cocina. "Ven aquí", me dijo, "frótale un poco en la frente a tu madre". Cerró los ojos, inclinó la cabeza hacia atrás y comencé a acariciarle la frente. Ella murmuró algo y vi que sonreía. Su cuerpo se relajó. Después de un momento, abrió los ojos y me miró. "Serás un chico mejor", dijo, "entonces serás mío para siempre". Para siempre. ¡Qué palabras tan vacías!

»Se puso de pie y abrió la pequeña nevera. Había rosbif que había sobrado de la cena. Ella cortó dos rebanadas, una para sí, la otra para mí y las sirvió frías en un plato. Cortó la suya en grandes trozos y comenzó a llevárselos a la boca Rápidamente, masticando con avidez.

»Por un momento, sus mandíbulas dejaron de moverse, y recuerdo el cambio que se produjo en su rostro, al que asomó una repentina expresión de sorpresa, de asombro. Ella emitió un quejido agudo, mezcla de gorjeo y grito, y se puso más pálida de lo que nunca la había visto. Respiraba con dificultad, y me percaté de que un trozo de carne atascado en la garganta. Echó los brazos hacia atrás como si fuesen alas, tratando de golpearse la espalda para expulsar aquel pedazo de comida. Me indicó por medio de gestos que la ayudara, mientras se metía los dedos en la boca. Yo estaba clavado en la silla.

»Entonces, mientras yo la observaba, ella se levantó de un salto y se arrojó violentamente contra la pared. Sólo cuando cayó al suelo me puse de pie y me acerqué a ella. Le di un puñetazo en el centro de la espalda y esperé un segundo. Su respiración sonaba más entrecortada, así que volví a golpearla. Luego otra vez, y otra y otra más, hasta que advertí que ella aspiraba aire a grandes bocanadas y que el trozo de carne se había desatascado. Cerré los ojos. Ella se quedó tendida en el suelo, con la bata desabrochada, caída hasta la cintura.

»Me arrodillé junto a ella, sin apartar la vista de su cara, esforzándome por no mirar las partes de su cuerpo que habían quedado al descubierto. Ella tomó aliento lenta y profundamente. Nos quedamos así durante un rato. Luego ella abrió los ojos, extendió la mano y me acarició la mejilla. "Gracias", dijo. Supongo que pensó que mis golpes la habían salvado, aunque yo creo que no. ¿Quién sabe? Me rodeó con los brazos y me estrechó con fuerza. Entonces sentí que era yo quien, de pronto se ahogaba, quien no podía respirar. Sentía el sudor de su cuerpo contra mis labios. Era como estar en una habitación en la que se apagan las luces inesperadamente. Cerré los ojos y escuché palpitar su corazón. A veces, cuando por las noches el fuego defensivo de artillería, pasaba silbando muy alto y explotaba a cien metros de distancia, la tierra se estremecía. El sonido me recordaba a los latidos del corazón de mi madre.

Noté que estaba bañado en sudor y el auricular se adhería a mi oreja.

—¿De dónde llama? —pregunté.

Guardó silencio por unos instantes y luego se rió.

—Es sólo un teléfono —respondió—. ¿Sabe cuántas cabinas telefónicas hay en esta ciudad? Cientos. Tal vez miles. Hay docenas de lugares tranquilos desde donde puedo llamar. Claro que podría estar mintiendo. Podría estar sentado en mi propia habitación, acostado en mi cama, con la mirada fija en las marcas familiares del techo mientras hablo con usted. —Hizo una pausa y dijo—: ¿Se ha dado cuenta del silencio que impera aquí? No hay manera de que usted sepa dónde estoy.

—¿Por qué ha llamado aquí?

—Porque he sentido la necesidad apremiante de hacerlo —dijo—. Quería que usted fuera consciente de que sé dónde está. De que estaba pensando en usted. De que siento estos impulsos en los momentos más extraños.

—¿Qué impulsos?

—Los dos que le conciernen —contestó—. El impulso de matar y el impulso de hablar.

No supe qué decir. Me invadió la sensación de que las palabras no llegaban a través del teléfono sino que él me las susurraba directamente al oído.

—Yo tenía diecinueve años —prosiguió— la primera vez que estuve con una mujer, y también la primera vez que maté un hombre. La mujer era una prostituta; no, creo que «puta» es una palabra más adecuada. El hombre apenas lo era; más bien era un muchacho, tal vez de mi misma edad. Ella trabajaba en una zona de bares, moteles y cines porno cercana a Fort Bragg, en aquel pueblecito de Carolina del Norte que no recuerdo cómo se llama. Allí hice la instrucción básica. Sólo al final nos permitían ir al pueblo a disfrutar de los placeres que había allí. Como todo en el ejército, eso se hacía de manera ordenada; nos metían en autobuses, a los que subíamos entusiasmados como los adolescentes que éramos.

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