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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

Al este del Edén (6 page)

BOOK: Al este del Edén
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—Me parece que voy a dar una vuelta —dijo.

—Voy contigo —le indicó Charles, y se levantó a su vez.

Alice y Cyrus vieron cómo se iban, y luego ella le hizo una de sus raras preguntas.

—¿Qué has hecho? —le interrogó con nerviosismo.

—Nada —respondió él.

—¿Quieres que se vaya?

—Sí.

—¿Lo sabe él?

Cyrus miró fríamente, por la puerta abierta, hacia la oscuridad exterior.

—Sí, lo sabe.

—No le gustará. Eso no es para él..

—No importa —dijo Cyrus, y repitió más fuerte: No importa. Pero el tono de su voz decía: «Cállate. Esto no te concierne». Permanecieron silenciosos unos instantes, hasta que él dijo, como si quisiera excusarse:

—Parece que sea hijo tuyo.

Alice no replicó.

Los dos muchachos caminaban por la carretera en sombras, surcada por las rodadas de los carros. Frente a ellos divisaban unas cuantas lucecillas apiñadas, que mostraban el emplazamiento del pueblo.

—¿Quieres que vayamos allá a ver qué pasa en la taberna? —preguntó Charles.

—No se me había ocurrido —respondió Adam.

—Entonces, ¿por qué demonios sales a pasear de noche?

—No era necesario que tú vinieses —dijo Adam.

Charles se acercó a él.

—¿Qué te ha dicho esta tarde? Vi que salíais a pasear juntos. ¿Qué te dijo?

—Me habló del ejército, como siempre.

—Me parece que no fue así —contestó Charles, desconfiado—. Lo vi inclinarse confidencialmente, hablando como habla a los hombres, no contando cosas, sino hablando.

—Me estaba contando cosas —aseguró Adam, pacientemente, y tuvo que retener el aliento, porque empezaba a hacérsele un nudo en la garganta. Hizo una aspiración profunda y sostenida, para tratar de dominar su temor incipiente.

—¿Qué te contó? —volvió a preguntar Charles.

—Me habló del ejército y de cómo debe ser un soldado.

—No te creo —insistió Charles—. Creo que eres un asqueroso embustero. ¿Qué estás tratando de ocultar?

—Nada —replicó Adam.

—La loca de tu madre se ahogó. A lo mejor lo hizo después de mirarte. Sí, por eso debió de hacerlo —le espetó Charles con aspereza.

Adam expulsó lentamente el aire retenido, tratando de dominar aún su angustioso temor. Pero no pronunció palabra.

—¡Estás tratando de quitármelo! No sé qué te propones con ello. ¿Qué es lo que te propones? —gritó Charles.

—Nada —volvió a replicar Adam.

Charles dio un salto y se interpuso en su camino, obligando a Adam a detenerse; ambos quedaron frente a frente, pecho contra pecho. Adam retrocedió, pero con la mayor precaución, como si se apartase de una serpiente.

—¡Su cumpleaños, por ejemplo! —gritó Charles—. Reuní seis pavos y le compré un cuchillo de montaña fabricado en Alemania, con tres hojas y un sacacorchos, y cachas de nácar. ¿Dónde está ese cuchillo? ¿Le has visto usarlo alguna vez? ¿Te lo ha dado a ti, acaso? Jamás vi que lo afilase. ¿Lo llevas en el bolsillo? ¿Qué hizo con él? «Gracias, se limitó a decirme. Y eso es lo último que supe de ese cuchillo alemán con cachas de nácar que me costó seis pavos.

Su voz denotaba ira y Adam sintió que su miedo iba en aumento; pero también sabía que aún disponía de unos instantes. Conocía ya de sobra aquella máquina destructora que trituraba todo lo que se interponía en su camino. Primero venía la ira; después un frío sentimiento de dominio de sí mismo; una mirada implacable y una sonrisa satisfecha, sin pronunciar palabra, emitiendo sólo un murmullo inarticulado. Cuando eso ocurría, el asesinato era factible; pero un asesinato frío y calculado, ejecutado con unas manos que trabajaban con precisión y delicadeza. Adam tragó saliva para humedecer su reseco gaznate. No se le ocurría nada que su hermano quisiese escuchar; sabía que en ese estado Charles no prestaba atención a nada. Se erguía sombrío enfrente de Adam, tajante, amenazador, pero sin agacharse todavía. A la luz de las estrellas, sus labios brillaban húmedos, pero ahora no sonreía y su voz murmuraba sordamente imprecaciones y palabras de amenaza.

—¿Qué hiciste el día de su cumpleaños? ¿Te crees que no lo vi? ¿Te gastaste seis pavos, o siquiera cuatro? Le diste un cachorro mestizo que encontraste en el bosque. Te reías como un loco y decías que seria un buen perro para cazar perdices. Ese perro duerme ahora en su habitación. Juega con él mientras lee. Le ha enseñado a hacer un montón de cosas. Y ¿dónde está el cuchillo que yo le regalé? «Gracias», se limitó a decir, «Gracias».

Charles hablaba en un susurro, y se dispuso a atacar.

Adam dio un salto desesperado hacia atrás, y levantó ambas manos para resguardarse el rostro. Su hermano se movía con precisión, asegurando firmemente cada pie al avanzar. Un directo lanzado con toda delicadeza abrió la guardia de Adam, y al punto comenzó la fría y calculadora labor: un duro golpe en el estómago, que obligó a bajar las manos a Adam; luego cuatro puñetazos a la cabeza. Adam sintió cómo cedían el hueso y el cartílago nasales. Volvió a levantar las manos y esta vez Charles le golpeó sobre el corazón. Y durante todo este tiempo, Adam miraba a su hermano, como el condenado mira, sin ninguna esperanza y lleno de asombro, al ejecutor.

De pronto, y ante su propia sorpresa, Adam lanzó un golpe flojo y aturdido con su brazo extendido, sin fuerza ni dirección. Charles se agachó para esquivarlo, y el débil brazo cayó alrededor de su cuello. Adam pasó entonces ambos brazos en torno a su hermano y se aferró a él, sollozando. Sintió los duros y contundentes golpes sobre su estómago, que le provocaban náuseas, pero no soltó el abrazo. El tiempo había retardado su paso para él. Sintió cómo su hermano trataba de desasirse y se zarandeaba para hacerle separar las piernas. Y sintió también cómo la rodilla de Charles ascendía entre sus rodillas, rozándole los muslos, hasta que chocó brutalmente con sus testículos. Un dolor agudo y terrible recorrió su cuerpo, y se desasió. Se inclinó y vomitó, mientras el implacable vapuleo proseguía.

Adam sintió los golpes en las sienes, mejillas y ojos. Sintió cómo su labio se partía y colgaba como un pingajo sobre los dientes, pero su piel parecía más dura y embotada, como si todo él estuviese envuelto en goma maciza. Confusamente, se preguntó por qué sus piernas no se doblaban, por qué no caía, por qué la inconsciencia no se apoderaba de él. El vapuleo continuaba de forma indefinida. Oía respirar a su hermano con el jadeo rápido y explosivo de un herrero al golpear con su martillo, y a la débil luz de las estrellas, le veía a través de la sangre mezclada con lágrimas que manaban de sus ojos. Veía sus ojos inocentes e indiferentes, la ligera sonrisa sobre los labios húmedos. Y mientras contemplaba todo esto, de pronto surgió un relámpago de luz y tinieblas.

Charles se detuvo sobre él, aspirando con ansia el aire, como un perro exhausto. Y luego se volvió y regresó lentamente hacia la casa, sobándose los nudillos magullados.

Adam recuperó pronto el sentido, y se sintió lleno de terror. Su mente estaba envuelta en una nebulosa lacerante. Sentía el cuerpo pesado, y el menor movimiento le producía un enorme dolor. Pero lo olvidó casi instantáneamente, porque oyó unos pasos apresurados en la carretera. El temor instintivo y vigilante de una rata se apoderó de él. Se incorporó sobre sus rodillas y se arrastró hasta la cuneta de la carretera. Había casi medio metro de agua en ella, y las márgenes estaban recubiertas de altas hierbas. Adam se deslizó en silencio entre ellas y se metió en el agua, teniendo cuidado de no chapotear.

Los pasos se aproximaron, se detuvieron, volvieron a oírse, y retrocedieron. Desde su escondrijo, Adam veía tan sólo oscuridad por todas partes. Pero entonces se encendió una cerilla de azufre, que ardió con una llamita azul hasta que el fuego llegó a la madera, iluminando entonces grotescamente desde abajo el rostro de su hermano. Charles levantó el fósforo y miró en derredor, y Adam vio que llevaba una pequeña hacha en la mano derecha.

Cuando se apagó el fósforo la noche fue más oscura que antes. Charles avanzó un poco y encendió otro fósforo, volvió a avanzar y encendió todavía un tercero. Examinaba la carretera en busca de huellas. Por último abandonó su empeño. Levantó la mano y arrojó la hachuela a lo lejos, hacia los campos. Y luego se dirigió con pasos apresurados hacia las luces arracimadas del pueblo.

Adam permaneció largo tiempo en el agua helada. Se preguntaba qué sentía su hermano, ahora que su ofuscación se iba disipando. Se preguntaba si sentiría pánico, pena, remordimientos o nada en absoluto. Adam padecía todas esas cosas por él. Su conciencia lo unía a su hermano y le hacía experimentar sus penas, del mismo modo que otras veces le había hecho los deberes.

Adam salió del agua y se incorporó. Sus heridas se endurecían y la sangre formaba una costra seca sobre su rostro. Pensó que lo mejor sería quedarse afuera, en la oscuridad de la noche, hasta que su padre y Alice se fuesen a la cama. Comprendía que sería incapaz de responder a ninguna pregunta, porque no sabía ninguna respuesta, y tratar de encontrar alguna era demasiado para su pobre mente aturullada. Empezaba a sentir vértigo, y en torno suyo veía lucir una franja de lucecitas azuladas. Sabía que no tardaría mucho en desmayarse.

Caminó lentamente por la carretera, con las piernas muy abiertas. Al llegar a la pendiente se detuvo, y miró ante sí. La lámpara que pendía de una cadena del techo formaba un círculo de luz amarillenta, que mostraba a Alice con su cestillo de la labor en la mesa frente a ella. Al otro extremo, su padre mordisqueaba el mango de madera de una pluma y, mojando ésta en una botella de tinta que tenía destapada ante él, hacía asientos en su libro de registro, de cubiertas negras.

Alice, levantando la mirada de su labor, vio el rostro ensangrentado de Adam. Se llevó una mano a la boca y puso sus dedos sobre los dientes inferiores.

Adam dio trabajosamente un paso, y luego otro, y se quedó apoyado en el umbral.

Entonces, Cyrus levantó a su vez la cabeza. Miró a su hijo con una curiosidad distraída. Sólo muy poco a poco fue dándose cuenta de la naturaleza de la interrupción. Se levantó sorprendido e interrogante. Metió la pluma en la botella y se secó los dedos en los pantalones.

—¿Por qué te hizo eso? —preguntó con lentitud.

Adam trató de responder, pero su boca estaba reseca y no acertaba a articular palabra. Volvió a humedecerse los labios y comenzó a sangrar de nuevo.

—No lo sé —respondió.

Cyrus se abalanzó hacia él y le agarró por el brazo con ademán tan fiero que el muchacho retrocedió y trató de huir.

—¡No me mientas! ¿Por qué lo hizo? ¿Es que discutisteis acaso?

—No.

Cyrus lo zarandeó.

—¡Dímelo! Quiero saberlo. ¡Dímelo! ¿Tienes que decírmelo! ¿Haré que me lo digas! ¿Oyes, maldito? ¿Siempre tratas de protegerlo! ¿Te crees que no lo sabía? ¿Creías que me engañabas? ¿Ahora dímelo, o por Dios que te obligaré a estar ahí de pie toda la noche!

Adam trató de hallar una respuesta, pero finalmente dijo:

—Piensa que usted no le quiere.

Cyrus le soltó el brazo, volvió a su silla y se sentó. Golpeó la botella con la pluma y miró, sin ver, su libro de registro.

—Alice —le ordenó. Lleva a Adam a la cama. Tendrás que rasgarle la camisa, supongo. Haz lo que puedas por él.

Se volvió a levantar y se dirigió al rincón donde pendían de unos clavos varios chaquetones; rebuscó entre ellos para sacar su escopeta y, tras comprobar si estaba cargada, salió a toda prisa de la estancia.

Alice levantó la mano, como si quisiera retenerlo con una soga de aire. Pero la cuerda se rompió, y su rostro impasible ocultó sus sentimientos.

—Sube a tu cuarto —dijo—. Te traeré agua en una jofaina.

Adam yacía en el lecho, con la camisa remangada hasta la cintura, y Alice le daba suaves golpecitos sobre las heridas con un pañuelo de hilo empapado en agua caliente. Permanecía silenciosa, y de pronto continuó la interrumpida frase de Adam, como si no hubiese existido un intervalo:

—Piensa que su padre no le quiere. Pero tú sí le quieres, siempre le has querido.

Adam no respondió.

Ella prosiguió con suavidad:

—Es un muchacho extraño. Hay que conocerlo; para los que no le conocen tan sólo es una corteza adusta y áspera, un carácter iracundo —se interrumpió por un acceso de tos que le hizo volver el rostro e inclinarse, y cuando el acceso hubo terminado, sus mejillas ardían y se sentía extenuada—. Hay que conocerlo —repitió—. Durante largo tiempo me ha hecho pequeños regalos, cosillas que te parecería raro que a él le llamasen la atención. Pero no me los da abiertamente, sino que los oculta en lugares donde sabe que yo he de encontrarlos. Y aunque después lo mires durante horas y horas, no hará el menor gesto que denote su autoría. Hay que conocerlo.

Sonrió a Adam, y éste cerró los ojos.

Capítulo 4
1

Charles estaba apoyado en la barra de la taberna del pueblo, riendo despreocupadamente ante las divertidas historias que le contaban los viajantes de comercio trasnochadores. Sacó su tabaquera con su pequeño cascabelito de plata, e invitó a beber a los hombres para que siguiesen hablando. El muchacho sonreía y se frotaba sus doloridos nudillos. Y cuando los viajantes, aceptando su invitación, levantaron sus copas y dijeron «a tu salud», Charles se sintió encantado. Pidió otra ronda para sus recientes amigos, y luego salió con ellos con la intención de acompañarlos a correrse la juerga en otra parte.

Cuando Cyrus salió de la casa, se sentía dominado por la más profunda cólera ante la conducta de Charles. Buscó a su hijo por la carretera, y penetró en la taberna para ver si estaba allí, pero Charles ya se había ido. Es probable que si aquella noche lo hubiese encontrado, le habría dado muerte, o al menos lo habría intentado. Las grandes acciones marcan el destino, aunque probablemente ocurra lo mismo con cualquier acción, por insignificante que sea: desde dar una patada a una piedra del camino o contener el aliento ante la visión de una muchacha hermosa, hasta enterrar una uña en el jardín.

Como era de esperar, Charles no tardó mucho en enterarse de que su padre lo buscaba armado con una escopeta. Estuvo dos semanas escondido, y cuando finalmente se atrevió a volver a su casa, los deseos homicidas de su padre se habían reducido a una simple ira, y Charles tuvo que expiar su culpa con trabajo extra y una falsa y fingida humildad.

Adam permaneció cuatro días en cama, tan magullado y dolorido, que el menor movimiento le arrancaba una queja. Al tercer día, su padre puso en práctica sus dotes militares, y lo hizo a modo de emplasto para su orgullo, y también como una especie de premio para Adam. Un capitán de caballería y dos sargentos vestidos con uniforme de gala entraron en la casa y subieron al dormitorio de Adam. Sus caballos quedaron ante la casa, custodiados por los soldados. Todavía en la cama, Adam fue alistado en el ejército como soldado raso de caballería. Firmó el código de justicia militar y pronunció el juramento mientras su padre y Alice lo miraban. En los ojos de su padre brillaban las lágrimas. Después de que los soldados se hubieron marchado, su padre se sentó a la cabecera de la cama.

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